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jueves, 21 de diciembre de 2006

Rebelion

Crisis de las democracias y movimientos sociales en América Latina: notas para una discusión

Atilio Borón
Rebelión
Las democracias latinoamericanas se enfrentan a un escenario cada vez más amenazante. Su enemigo no es el que con insistencia señalan desde Washington y repiten los intelectuales y los medios adscriptos a su predominio: el “populismo” o el “socialismo”. El enemigo es el propio capitalismo, que ha debilitado el impulso democrático tanto en el Norte desarrollado como en la periferia tercermundista. Los mercados secuestraron a la democracia y, ante la consumación del despojo, la ciudadanía se replegó sobre sí misma. Su desinterés y apatía son síntomas que denuncian a regímenes democráticos incapaces de honrar sus promesas y de satisfacer las esperanzas que los pueblos habían depositado en ellos1. Pero esta desilusionada defección de la falsa polis democrática, dejando el campo libre para la acción de las fuerzas del mercado, no alcanza: la imposición del proyecto del capitalismo neoliberal, que avanza hacia la mercantilizació n de la totalidad de la vida social, de hombres y mujeres tanto como de la propia naturaleza, exige también criminalizar la pobreza y la protesta social, militarizar los conflictos sociales y hacer de la guerra una pesadilla infinita que se declara en contra de quienes no se plieguen incondicionalmente al diseño imperial. Estas breves notas intentan esbozar algunos de los problemas derivados de esta grave situación y el papel que los movimientos sociales podrían desempeñar en la refundación de un orden democrático.
Capitalismo contra democracia
Ante el triste espectáculo que ofrecen los capitalismos democráticos, y no sólo en nuestra región, no han faltado las voces que se alzaron para señalar, una vez más, la irresoluble contradicción que opone capitalismo y democracia2. El mesurado politólogo británico Colin Crouch es aún más pesimista: su tesis es que la era de la democracia ha concluido, definitivamente. Debemos, en consecuencia, pensar en sombríos capitalismos post-democráticos (Crouch, 2004). Otras voces, como las de Boaventura de Sousa Santos, Hilary Wainwright, Fernández Liria y Alegre Zahonero, conscientes de lo anterior, se atrevieron a más y expusieron la necesidad de fundar un nuevo modelo democrático (Wainwright, 2005). Una de las invitaciones más persuasivas en esta dirección, dado su extenso y profundo desarrollo, se encuentra en la obra de Boaventura de Sousa Santos (2002a; 2002b; 2006).
No podemos en estas breves notas hacer justicia y examinar con el cuidado que se merecen estas diversas contribuciones, todas ellas fruto de una minuciosa indagación en torno a distintos modelos de construcción democrática rutinariamente ignorados o despreciados por el saber convencional de las ciencias sociales. Quisiéramos, sin embargo, detenernos en un punto común a todos los autores citados: la reinvención de la democracia, o la “democratizació n de la democracia”, como enfáticamente se propone en obra de Boaventura de Sousa Santos. Esta convocatoria comparte el diagnóstico radical sobre la frustración del proyecto democrático en el capitalismo. En sus propias palabras:
La tensión entre capitalismo y democracia desapareció, porque la democracia empezó a ser un régimen que en vez de producir redistribució n social la destruye […] Una democracia sin redistribució n social no tiene ningún problema con el capitalismo; al contrario, es el otro lado del capitalismo, es la forma más legítima de un Estado débil (Santos, 2006: 75).
Esta cita plantea de modo convincente la razón fundamental por la cual el capitalismo –que combatió a la democracia desde sus propios orígenes, en el Renacimiento italiano– terminó por aceptarla. La democracia pagó un precio muy elevado por su respetabilidad: tuvo que abandonar sus banderas igualitarias y liberadoras y transformarse en una forma inocua de organización del poder político que, lejos de intentar transformar la distribución existente del poder y la riqueza en función de un proyecto emancipatorio, no sólo la reproducía sino que la fortalecía dotándola de una nueva legitimidad. Con toda razón le conviene a esta clase de inocuos regímenes el nombre de “democracias de baja intensidad” o, como lo planteáramos en un escrito reciente, “plutocracias” u “oligarquías”, debido a que son gobiernos que pese a surgir del sufragio universal tienen como sus principales y casi exclusivos beneficiarios a las minorías adineradas (Boron, 2005).
Ahora bien, la superación de un modelo democrático tan defectuoso plantea desafíos prácticos nada sencillos de resolver, especialmente si se recuerda que, tal como lo planteara más de una vez Aníbal Quijano, la democracia en el capitalismo es el pacto por el cual las clases subalternas renuncian a la revolución a cambio de negociar las condiciones de su propia explotación.
Apoyándose en un enorme esfuerzo de investigación comparada sobre el funcionamiento de experiencias “contrahegemónicas” de gestión democrática a nivel local y regional –que abarca desde la India hasta la República de Sudáfrica, pasando por Colombia, Mozambique, Portugal, y Brasil– Santos concluye en la necesidad de promover la democracia participativa a partir del fortalecimiento de tres ejes: a) la “demodiversidad” , es decir el reconocimiento y potenciación de las múltiples formas que puede históricamente asumir el ideal democrático, negado por las corrientes del mainstream de las ciencias sociales para las cuales el único modelo válido es el de la democracia liberal al estilo norteamericano; b) la articulación contrahegemónica entre lo local y lo global, indispensable para enfrentar los peligros del aislacionismo localista o los riesgos de un internacionalismo abstracto y sin consecuencias prácticas; y c) la ampliación del llamado “experimentalismo democrático” y de la participación de los más diversos grupos definidos en términos étnicos, culturales, de género y de cualquier otro tipo (Santos, 2002b: 77-78)3.
El problema que subsiste a esta sugerente propuesta es que el crucial tema de los límites que el capitalismo impone a cualquier proceso democrático –y no sólo a aquel pautado según el modelo de la democracia liberal anglosajona– queda eclipsado por la consideración de un conjunto de experiencias innovadoras y fecundas pero que, aun así, no logran trascender las rígidas fronteras que el capitalismo impone a toda forma de soberanía popular4. En otras palabras, ¿hasta qué punto es realista concebir la existencia –y postular la necesidad– de una democracia de “alta intensidad”, protagónica o radicalmente participativa, sin establecer las condiciones requeridas para su efectiva materializació n en el espacio –hasta el día de hoy estratégico e irreemplazable, dado que no existen ni un estado mundial ni una ciudadanía universal– del estado nacional? Porque, como lo confirma la experiencia brasileña, la tan celebrada democracia participativa de Porto Alegre fue discretamente archivada por uno de sus más ardientes propagandistas del pasado, el Presidente Lula, que no hizo intento alguno de llevarla a la práctica en el ámbito nacional5. Y eso que, en la experiencia gaúcha, el carácter participativo de esa democracia se ejercía exclusivamente en el terreno presupuestario y, además, en una pequeña fracción de este que en ningún caso superaba el 15% del total del presupuesto (Wainwright, 2005: 101)6. Lo anterior, conviene aclararlo, no quita que la innovación puesta en marcha en Porto Alegre sea una contribución importante en la búsqueda de una radical democratizació n del estado y la política cuya idea, sin embargo, trascendía claramente la discusión democrática de una fracción minoritaria del presupuesto. Una democratizació n radical no puede quedarse en eso sino que debe avanzar, tal como claramente lo planteara Gramsci, tras las huellas de Marx, hacia el “autogobierno de los productores”. No obstante, para la burguesía la aceptación de un modelo participativo con facultades para disponer democráticamente de una fracción del presupuesto demostró ser apenas tolerable (y eso con grandes resistencias, como lo prueba la experiencia de Porto Alegre) en el plano local.
¿Quiénes son los (o las) protagonistas? Los sujetos de la democracia en el capitalismo
La matriz ideológica de los capitalismos democráticos es el liberalismo, una tradición intelectual cuya preocupación jamás fue la de proponer un orden democrático sino que –como lo demostraran sobradamente Macpherson y Therborn, entre otros, hace ya varios años– la de resguardar la independencia y autonomía del individuo –y, por extensión, de cualquier actor privado– frente al estado, y de mantener a este dentro de los límites del llamado “estado mínimo”. Fiel a estos supuestos, la asimilación de la demanda democrática por el liberalismo dio lugar a un híbrido altamente inestable, la “democracia liberal”, a la vez que consagraba como el sujeto único del nuevo orden la figura imaginaria del ciudadano.
Es por ello que, dentro de los marcos de la tradición liberal, el papel de los movimientos sociales o de cualquier tipo de sujeto colectivo no puede siquiera ser imaginado a la hora de reinventar la democracia. Esta no es otra cosa que un contrato firmado por individuos iguales y libres o, al menos, como quería Rawls, que si eran desiguales su desigualdad permaneciera oculta tras “el velo de la ignorancia”. En consecuencia, la sola idea de un demos participativo, o de múltiples sujetos colectivos reconstruyendo incesantemente el orden democrático, es una pesadilla que las clases dominantes combaten sin ninguna clase de concesiones. Por eso les asiste la razón a Fernández Liria y Alegre Zahonero cuando en un ensayo reciente aseguran que para el capitalismo la democracia “no ha sido, en realidad, más que la superfluidad y la impotencia de la instancia política” (Fernández Liria y Alegre Zahonero, 2006: 40).
Bajo esta perspectiva, la problemática de los sujetos de la democracia, entendida esta como la sola extensión del derecho al sufragio a los pobres –pero con las suficientes salvaguardas legales e institucionales como para evitar, en palabras de John Stuart Mill, “una legislación clasista” que altere el orden social existente– se limitaba exclusivamente al despliegue de los recaudos suficientes para asegurar la participación (casi siempre manipulada por las oligarquías locales) del electorado en los comicios.
Nada más lejano, pues, del formidable desafío que iría a proponer Marx desde sus escritos juveniles, a saber: ¿cómo constituir un sujeto colectivo capaz de liberar a la sociedad de todas sus cadenas, superando la atomización y fragmentación propias del individualismo de la sociedad burguesa? Planteado en términos hegelianos, ¿cómo hacer que ese vasto conglomerado popular deje de ser una clase “en sí” y se convierta en una clase “para sí”? La respuesta, que no la puede ofrecer la teoría sino la práctica emancipatoria de los pueblos, nos remite a algunas problemáticas clásicas del marxismo: la formación de la conciencia, el problema de la organización y las formas de lucha de las clases subalternas. Además, ¿cómo hacer para que estas cristalicen una correlación de fuerzas que les permita instaurar una democracia genuina, que nos acerque al ideal del “autogobierno de los productores”? En otras palabras: no se puede pensar en “otra democracia” sin también pensar en “otros sujetos”, distintos al individuo abstracto del liberalismo cuya productividad política se agotó hace rato. Pregunta tanto más complicada cuando se recuerda que la centralidad excluyente que Marx le había asignado al proletariado industrial exige, luego de siglo y medio de incesantes transformaciones del capitalismo, un radical replanteamiento de la cuestión. Ahora los eventuales “sepultureros” del capitalismo, prosiguiendo con una imagen clásica, dispuestos a poner en cuestión los fundamentos del viejo régimen son muchos. Parafraseando los versos de Antonio Machado podríamos concluir diciendo algo así como “militantes no hay sujeto, se hace el sujeto al andar”. Un andar en donde se entretejen todas las luchas sociales desatadas por las múltiples formas de opresión capitalista: explotación, patriarcado, discriminació n, sexismo, racismo y ecocidio, todo lo cual provoca el florecimiento de múltiples sujetos dispuestos a resistir y vencer. El viejo proletariado industrial ya no detenta el papel estelar del pasado. Es cierto, pero ahora no está solo. Ninguno de estos sujetos puede reclamar a priori un papel hegemónico o de vanguardia en la imprescindible gran coalición contra el capital. Esto se decidirá en la coyuntura, en función de la capacidad efectiva de dirección (organización, conciencia, estrategia y táctica) que cada quien demuestre en la lucha. Hic Rhodas, hic salta!
Democracia y revolución
Para abreviar: ¿es posible democratizar la democracia dentro del capitalismo? Para ello: ¿no será necesaria una revolución? O, si se prefiere, para evitar el estremecimiento producido por la reaparición de un término fulminado como démodé por el saber convencional, ¿no habrá llegado la hora de hablar de un cambio sistémico, del imprescindible advenimiento de una sociedad post-capitalista como condición necesaria para reinventar una democracia post-liberal7? Para espíritus tal vez demasiado propensos a escandalizarse con este argumento conviene recordar que, tal como lo estableciera definitivamente la obra de Barrington Moore Jr. hace ya un buen tiempo, ningún capitalismo democrático fue instaurado sin que previamente se produjera lo que ese brillante teórico denominó “una ruptura violenta con el pasado”, es decir, una revolución (Moore, 1966). Esa fue la historia en Gran Bretaña, en Francia y en Estados Unidos. Y donde esa ruptura no se produjo, como en Alemania o Italia, el resultado fue el fascismo. La ausencia de antagonismos sociales no significa que se esté marchando por el buen camino, o que estemos en presencia de democracias consolidadas. Probablemente signifique exactamente lo contrario. En todo caso, y más allá de la lógica aprensión que provoquen esos conflictos, tales turbulencias no hacen otra cosa que denunciar los dolores del parto de un nuevo régimen político.
La renuencia a enfrentar el problema, teórico y práctico a la vez, de la revolución nos conduce a un callejón sin salida puesto que se estaría suponiendo que las clases dominantes del capitalismo estarían dispuestas a admitir pacíficamente la entronización de un modelo democrático post-liberal –que promueva la soberanía popular, el protagonismo de la ciudadanía, y la participación más que la delegación/represent ación– incompatible con la preservación de sus privilegios. Las enseñanzas de la historia, en cambio, confirman irrebatiblemente que esto no es así.
En un texto escrito en medio del optimismo de las interminables “transiciones democráticas” (¡inconclusas a más de veinte años de iniciadas!) a mediados de los ochenta, decíamos que en nuestros países el precio que se paga por la osadía de pretender reformar, aun módicamente, la realidad social es el terror preventivo de la reacción o el terror reactivo de la contrarrevolució n (Boron, 2003: 202). Esta apreciación, tachada de pesimista o ingenuamente radical por los “intelectuales bienpensantes” de la época, fue luego infelizmente confirmada por los hechos. El prolijo examen del asunto efectuado por Fernández Liria y Alegre Zahonero demuestra conclusivamente que las tentativas de instaurar una democracia que se aproximase a ese ideal costaron un millón de muertos en la España republicana y cuarenta años de dictadura fascista; 200 mil más en Guatemala y 50 mil desaparecidos, según informa la Comisión de Esclarecimiento Histórico de ese país; 30 mil desaparecidos en Argentina; 3.200 desaparecidos en Chile y miles de torturados y exiliados. El listado sería interminable si se le agregan los muertos y desaparecidos durante la Guerra Civil en El Salvador, Nicaragua, Haití y el interminable baño de sangre en Colombia, con más de 20 mil muertos por año desde mediados de los años sesenta, cinco mil dirigentes de la legal Unión Patriótica asesinados en menos de diez años y tres millones y medio de campesinos desplazados por la guerra. Este lúgubre cuadro es lo que muy apropiadamente Santiago Alba Rico denomina “pedagogía del voto”. Si la democracia significa que la sociedad está dispuesta a ensayar lo que en la década del sesenta y del setenta se denominaba una “vía no-capitalista” , la respuesta disciplinadora es un baño de sangre (Fernández Liria y Alegre Zahonero, 2006: 50-59; Alba Rico, 2006: 13-17). Esta enumeración basta para iluminar los obstáculos que se yerguen ante cualquier tentativa de fundar un régimen democrático digno de ese nombre. “Reinventar la democracia” podrá ser considerado un proyecto muy razonable, sensato y gradual por las clases subalternas, sus intelectuales y sus organizaciones sociales y políticas. Pero para la derecha, sobre todo “nuestra” derecha en América Latina, un proyecto de ese tipo es inequívocamente subversivo y debe ser segado de raíz. Si se tiene en cuenta, además, la íntima articulación entre ella y las clases dominantes del imperio, con representantes políticos como los “halcones” de Washington, es fácil concluir que cualquier iniciativa de profundizació n democrática desencadenará un abanico de respuestas represivas de todo tipo8.
El papel de los movimientos sociales
Las decepcionantes limitaciones de las democracias latinoamericanas y la crisis que atraviesa a los partidos (y también a los sistemas de partidos) explican en buena medida el creciente papel desempeñado por los movimientos sociales en los procesos democráticos en la región. La deslegitimació n de la política y los partidos abrió un espacio para que “la calle” –esa metáfora tan amenazante para las democracias liberales– adquiera un renovado y acrecentado protagonismo en la mayoría de los países. Esta presencia de las masas en la calle, que había sido reconocida por Maquiavelo como una vigorosa muestra de salud republicana, refleja la incapacidad de los fundamentos legales e institucionales de las “democracias” latinoamericanas para resolver las crisis sociopolíticas dentro de los procedimientos establecidos constitucionalmente . A raíz de esto, la realidad de la vida política se mueve en una ambigua esfera de lo ilegal, mientras que la legalidad establecida por las instituciones se derrite al calor de la crisis política permanente y el protagonismo de las masas. Revueltas populares derrocaron gobiernos reaccionarios en Ecuador en 1997, 2000 y 2005; en Bolivia en 2003 y 2005, abriendo paso a la formidable victoria electoral de Evo Morales a finales de este último año; forzaron la salida de Alberto Fujimori en Perú en el año 2000 y de Fernando de la Rúa en Argentina al año siguiente. Apenas ayer, los jóvenes estudiantes de los liceos chilenos pusieron en jaque al gobierno de la Concertación exigiendo la derogación de la reaccionaria legislación educativa del régimen de Pinochet.
Más allá de la fragilidad del entramado institucional, lo que estas rebeliones populares comprueban es que este largo período de un cuarto de siglo, o más, de gobiernos neoliberales –con todo su equipaje de tensiones, rupturas, exclusiones y niveles crecientes de explotación y degradación social– creó las condiciones objetivas para la movilización política de grandes sectores de las sociedades latinoamericanas. Cabe preguntarse: ¿son las revueltas plebeyas arriba mencionadas meros episodios aislados, gritos de rabia y furia popular, o reflejan una dialéctica histórica tendencialmente orientada hacia la reinvención de la democracia? Una mirada sobria a la historia del período abierto a comienzos de los años ochenta revela que no hay nada accidental en la creciente movilización de las clases populares ni en el final tumultuoso de tantos gobiernos democráticos en la región. Es por eso que por lo menos dieciséis presidentes –casi todos ellos obedientes clientes de Washington– tuvieron que apartarse del poder antes de la expiración de sus mandatos legales, depuestos por arrolladoras rebeliones populares. Por otra parte, los plebiscitos convocados para legalizar la privatización de empresas estatales o servicios públicos invariablemente defraudaron las expectativas neoliberales, como en el caso de Uruguay (obras sanitarias y terminales portuarias) y el abastecimiento de agua y electricidad en Bolivia y Perú. También hubo grandes movilizaciones populares en diversos países para oponerse al ALCA o a la firma de TLCs; para pedir la nacionalizació n del petróleo y el gas en Bolivia; oponerse a políticas de privatización –del petróleo en Ecuador, la compañía telefónica en Costa Rica y los sistemas de salud en varios países; poner fin al saqueo de los bancos, principalmente extranjeros, como en Argentina; y terminar con los programas de erradicación de coca en Bolivia y Perú. Puede sonar demasiado hegeliano, pero todos estos acontecimientos muestran una inconfundible direccionalidad.
Organización, conciencia, estrategia
Hay varias lecciones que se pueden desprender de este renovado protagonismo de las insurgencias populares en América Latina. En primer lugar, la necesidad que tienen los partidos políticos, sobre todo los que pretenden encarnar un proyecto emancipador, de concebir e implementar una estrategia que trascienda los estrechos límites de la mecánica electoral. No se puede pretender transformar radicalmente un orden social estructuralmente injusto y predatorio con las solas armas disponibles en la escena electoral. La burguesía jamás obra de modo tan ingenuo y unilateral, y nunca despliega una estrategia única y, para colmo, en un solo escenario de lucha. Por el contrario, su presencia en el terreno electoral se combina con otras iniciativas: huelgas de inversiones, fuga de capitales, lock outs, presiones sobre los dirigentes estatales, articulación con aliados internacionales que refuerzan su gravitación local, control de los medios de comunicación y, más generalmente, de los “aparatos ideológicos” mediante los cuales pueden lanzar efectivas “campañas de terror” para intimidar o atemorizar votantes, alianzas con las fuerzas armadas, cooptación de dirigentes populares, corrupción de funcionarios públicos y legisladores, lobbies de diverso tipo, movilización de masas, todo lo cual configura una estrategia integral de conquista y conservación del poder que ni remotamente se circunscribe, como ocurre con los partidos populares, a la estrategia electoral. Es cierto que para desplegar una estrategia tan omnicomprensiva como esta se requiere de cuantiosos y diversificados recursos que ninguna fuerza popular tiene a su disposición. Pero también es cierto que si los partidos de izquierda quieren cambiar el mundo, y no sólo dar testimonio de su injusticia y perversión, tendrán que demostrar que son capaces de concebir y aplicar estrategias más integrales que combinen, junto a la electoral, otras formas de lucha.
Este es precisamente el terreno en el cual los movimientos sociales han demostrado una creatividad superior a la de las organizaciones políticas. Los acontecimientos de los últimos años en la región enseñan que estos han adquirido una inédita capacidad para desalojar del poder a gobiernos antipopulares, pasando por encima de los mecanismos establecidos constitucionalmente , que no por casualidad se caracterizan por su fuerte prejuicio elitista. Para la cultura política dominante en las así llamadas democracias latinoamericanas la política es un asunto de elites y de instituciones, no de pueblos movilizados, y la ciudadanía debe moderar sus ansias de participación: ir a votar, pero no masivamente, y evitar inmiscuirse en las transacciones y componendas realizadas por políticos y gobernantes.
De todos modos, hay una segunda lección que también es preciso tener en cuenta y que nos enseña que esta activación saludable de las masas fracasó a la hora de construir una alternativa política que no sólo pusiera fin a gobiernos reaccionarios sino que condujera también a la inauguración de una etapa post-neoliberal. La insurgencia de las clases subalternas adoleció de un talón de Aquiles fatal, resultante de la convergencia de tres fenómenos fuertemente interrelacionados: a) la fragilidad organizativa; b) la inmadurez de la conciencia política; y c) el predominio absoluto del espontaneísmo como modo normal de intervención política.
En efecto, la indiferencia suicida frente a los problemas de la organización popular, la conciencia y la estrategia y táctica de lucha plantea numerosos interrogantes. Para los clásicos del marxismo –especialmente Lenin y Rosa Luxemburg, más allá de sus diferencias– la cuestión de la organización era una cuestión política. El primero escribió más de una vez que la organización “es la única arma de que dispone el proletariado” . Cabe preguntarse, entonces: ¿cuáles son las formas organizativas que requiere la lucha popular en el contexto del capitalismo contemporáneo y en la coyuntura particular de cada uno de nuestros países? ¿Cómo se articulan esas formas entre sí, para potenciar la eficacia de los proyectos emancipadores? ¿Cuál es el papel que les cabe a los partidos, los sindicatos, la gran diversidad de movimientos sociales, asambleas populares, piquetes, caracoles zapatistas u otras formas precolombinas de organización como las que aún existen en el mundo andino? ¿Cómo asegurar que las reivindicaciones canalizadas por estas diversas estructuras organizativas se sinteticen en un proyecto global que les otorgue coherencia y eficacia?
En relación al tema de la conciencia radical y emancipatoria, por no decir revolucionaria, ¿cómo lograr que los movimientos desarrollen ese tipo de conciencia que les permita superar los límites de la inmediatez espontaneísta? No está de más repetir nuevamente que en ausencia de una teoría emancipatoria (o, si se prefiere, revolucionaria) difícilmente habrá prácticas de masas que sean emancipatorias o revolucionarias. Si, como suele decirse, el modelo kautskiano de la conciencia radical introducida “desde afuera” por intelectuales revolucionarios ha fracasado, ¿podría afirmarse que la estrategia gramsciana de construcción de contrahegemoní a desde las trincheras mismas de la sociedad civil ha triunfado? ¿O tal vez deberíamos cifrar nuestras esperanzas en las perspectivas concientizadoras que abre la pedagogía del oprimido de Paulo Freire? Se trata, como puede verse, más que de certidumbres de preocupaciones abiertas y grandes interrogantes cuyo tratamiento es imprescindible a la hora de encarar un proyecto de refundación democrática.
Por último, en relación a la cuestión de la estrategia y táctica, digamos que pese a la reconfiguració n de los sujetos sociales –producto de las transformaciones en las relaciones capitalistas de producción que fragmentaron y desorganizaron el campo popular a la vez que homogeneizaron y organizaron a las clases dominantes– la adopción de una estrategia y una táctica adecuadas sigue siendo un asunto de primordial importancia. Esta problemática, sin embargo, no goza del favor de la época. Sencillamente no tiene lugar en la obra de Hardt y Negri, porque en ella los movimientos sociales son las expresiones infinitas de la multitud y esta, por su carácter descentrado, desterritorializado , molecular y nomádico, es radicalmente incompatible con un planteamiento de estrategia y táctica, que consideran una forma de actuación política correspondiente a una época, la del imperialismo, según ellos históricamente superada (Hardt y Negri, 2000). Tampoco lo tiene en la obra de John Holloway, que nos invita a dejar de lado toda pretensión de conquistar el poder, y de lo cual se desprende la superfluidad de cualquier discusión sobre estrategia y táctica encaminada a ese fin (Holloway, 2002). Hemos criticado en otros lugares estas versiones contemporáneas del romanticismo político –que desembocan en la impotencia y, a la larga, en la resignación– de modo que no insistiremos en ello aquí. Digamos simplemente que, contrariamente a teorizaciones de moda, el problema de la estrategia y táctica de las clases subalternas está indisolublemente unido a las perspectivas de su propia emancipación. Esta no ocurrirá por una casualidad, o como una concesión graciosa de las clases dominantes.
¿Alternativas?
No hay alternativas fuera del protagonismo que puedan asumir, bajo ciertas circunstancias, los sujetos que constituyen el campo popular. Tal como lo recordara recientemente Daniel Bensaid, la salida no la puede proporcionar el ejemplo de San Francisco (como sugieren Hardt y Negri), o el Grito (como lo plantea Holloway), o el acontecimiento incondicionado (Badiou)9. La política aborrece de la metafísica: sin la activación de los movimientos, sin su conquista del espacio público desde las calles –¡y a pesar de las instituciones “democráticas”!– no habrá tránsito al post-neoliberalismo . Pero no hay lugar para la autocomplacencia. Esto sólo no basta: las masas en las calles pudieron derrocar gobiernos neoliberales, sólo para ser reemplazados por otros muy parecidos. En muchos casos la imponente movilización popular se esfumó en el aire poco después de consumado el desalojo del gobierno pero sin haber sido capaz de sintetizar su diversidad en un nuevo sujeto político imbuido de los atributos necesarios para consolidar la correlación de fuerzas existente y evitar la recaída a situaciones anteriores. El caso ecuatoriano es un ejemplo clarísimo de ello, pero está lejos de ser el único. No obstante, si los movimientos sociales fracasaron en la construcción de una alternativa, nada distinto ocurrió con los gobiernos surgidos por la vía electoral. Lula en Brasil, Kirchner en Argentina y Vázquez en Uruguay muestran claramente la impotencia de las clases subalternas para imponer una agenda post-neoliberal en gobiernos elegidos por grandes mayorías populares y precisamente para ese fin. Si durante las situaciones de turbulencia política aquellas derrocaron a gobiernos neoliberales para luego desmovilizarse y replegarse, en los casos de recambio constitucional la lógica política fue sorprendentemente similar: las masas votaron y después regresaron a sus casas. Pero hay una importante diferencia: la gesta de los movimientos dejó profundas (si bien dolorosas) enseñanzas para las clases populares, y les hizo barruntar las potencialidades transformadoras que encierra su protagonismo. En las experiencias de recambios electorales, en cambio, les quedó tan sólo el sabor amargo de la impotencia, de un nuevo engaño y una nueva frustración.
La capacidad sin precedentes de las masas populares para derrocar gobiernos antipopulares las reintrodujo en la escena política como un nuevo factor. Antes de su insurgencia, los únicos sujetos de las “transiciones democráticas” eran los partidos. Ya no más. La importancia de su papel ha quedado claramente demostrada en los casos más interesantes y prometedores de la política sudamericana: Venezuela y Bolivia. En Venezuela, haciendo posible con su fulminante y espontánea movilización la derrota del golpe de estado fascista y la radicalizació n de la Revolución Bolivariana. En Bolivia, al demostrar la excepcional productividad que pueden tener una pluralidad de sujetos movimientistas cuando, sin dejar de serlo, son al mismo tiempo capaces de darse una estrategia político-institucion al que combine creativamente la calle con las urnas. Los tres únicos gobiernos de izquierda que hay en América Latina: Cuba, Venezuela y Bolivia (por orden de aparición) se enfrentan a formidables desafíos10. El hostigamiento abierto o encubierto de EE.UU., los intentos golpistas, la criminalizació n internacional, el sabotaje económico, la manipulación mediática y las “campañas del terror” se combinan con las “condicionalidades” de las instituciones financieras internacionales para ahogar en su cuna cualquier proceso emancipatorio. Es preciso no hacerse ninguna ilusión en el sentido de que los beneficiarios internos y externos de un statu quo tan injusto como el actual permanecerán de brazos cruzados ante los vientos de cambio que hoy barren la escena latinoamericana. El avance de un genuino proceso de democratizació n, una “reinvención democrática” que reemplace al simulacro que prevalece en la región, es muy posible que desate la ferocidad represiva que tan bien conocemos en Latinoamérica. Pero la supervivencia de la Revolución Cubana, la consolidación de la Revolución Bolivariana y los nuevos procesos en marcha en Bolivia y Ecuador autorizan a pensar que la historia no es un eterno retorno y que hay momentos, como el actual, que nos permiten abrigar un cauteloso optimismo.
Bibliografía
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Notas
* Profesor titular de Teoría Política y Social, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Este artículo acaba fue publicado en la Revista del Observatorio Social de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Año VII, Mayo/Agosto 2006.
1 Ver, por ejemplo, los resultados del estudio de Latinobarómetro, año 2005. Mediciones realizadas en veinte países latinoamericanos demuestran que entre 1995 y 2005 el apoyo a la democracia, concebida como un ideal político, descendió del 58 al 53%, siendo Uruguay y Venezuela los dos países en donde este indicador registra los más elevados guarismos (77 y 76%, respectivamente) . La satisfacción con los gobiernos democráticos arrojó resultados aún más ominosos: una baja del 38 al 31% en ese mismo decenio. Una vez más, Uruguay y Venezuela son los países en donde el porcentaje de satisfechos es más elevado: 63 y 56%. El informe citado menciona que sólo un 27% de la muestra se declaraba satisfecho con la economía de mercado en 2005, mientras que apenas un 31% se pronunciaba a favor de las privatizaciones. Que se sepa, ningún gobierno de la región ha mostrado el menor interés en someter a un referéndum popular a la economía de mercado o a las privatizaciones.
2 Hemos examinado extensamente este fenómeno en Boron (2000; 2005). Ver asimismo Meiksins Wood (1995).
3 Debe destacarse que, en el caso de Wainwright, aparte del examen de la experiencia de Porto Alegre, en su libro se consideran también una serie de casos de democracia radical y “basista” que tuvieron lugar en tres ciudades de un país del capitalismo avanzado: Manchester, Luton y Newcastle, en el Reino Unido, con lo cual se complementan muy bien los estudios de Boaventura de Sousa Santos, que tuvieron lugar principal, si bien no exclusivamente, en el Tercer Mundo.
4 Es por eso que, tal como lo argumentáramos en Boron (2000), lo correcto es hablar de “capitalismo democrático” en lugar del uso más extendido que consagra la fórmula “democracia capitalista o burguesa”. En la primera formulación queda claro que lo sustantivo es el capitalismo y que la democracia es una consideración adjetiva que no modifica sino superficialmente la estructura capitalista subyacente. En la segunda formulación, que no por casualidad es la que goza de mayor predicamento en las ciencias sociales, el mensaje implícito es que lo sustantivo es la democracia, siendo el capitalismo apenas una nota accidental que le otorga una tonalidad distintiva pero nada más. De ese modo se postula, subliminalmente, que lo que cuenta es la sustancia democrática del orden social y no su fenomenología capitalista que, por eso mismo, no puede interferir de ninguna manera con el funcionamiento de la estructura democrática de la sociedad. Así, el capitalismo se mimetiza con la democracia y ¡quién podría estar en contra de esta! Se produce entonces una nada inocente inversión hegeliana, en donde el sujeto (el capitalismo) se convierte en predicado (la democracia) y esta en sujeto.
5 Un minucioso estudio del presupuesto participativo se encuentra en Santos (2002a). Un análisis más general se encuentra en Avritzer (2002).
6 Wainwright estima que los márgenes reales de discusión presupuestaria que quedaban librados a manos de los ciudadanos fluctuaban entre el 10 y el 15% del total (Wainwright, 2005: 91-121).
7 Ver Macpherson (1973), donde este autor se interroga si la tradición liberal dispone de una teoría de la democracia post-liberal, capaz de dar cuenta de las nuevas realidades del capitalismo monopolista. Su respuesta es claramente negativa. Es más, sugiere que lo que hoy pretende pasar por una teoría post-liberal es una regresión a las teorizaciones más recesivas del liberalismo. “Estaría más cerca de la verdad denominar a tal teoría liberal pre-democrática” (Macpherson, 1973: 179). En realidad, una doctrina post-liberal de la democracia sólo puede ser la expresión teórica que brote de la práctica emancipatoria de las clases subalternas. No se trata de ingeniosidad discursiva ni de pergeñar un elegante juego de lenguaje.
8 Las tentativas “desestabilizadoras” en Venezuela, amén del paro patronal, la huelga petrolera, etcétera. Lo mismo está ocurriendo hoy día con Evo Morales en Bolivia.
9 En una conferencia pronunciada en la Secretaría Ejecutiva de CLACSO el 12 de abril de 2006.
10 Se desprende de esta enumeración que no consideramos como gobiernos de izquierda a los corrientemente así denominados en América Latina, como el de la Concertación en Chile, Lula en Brasil, Vázquez en Uruguay, o Kirchner en Argentina. Gobiernos indiferentes ante los planteamientos más elementales de la justicia distributiva, que observan con pasividad la destrucción del sistema de salud pública o la educación pública no pueden ser considerados de izquierda bajo ningún posible criterio taxonómico. La confusión reinante en esta materia queda en evidencia, hasta extremos patéticos, en la más reciente obra de Antonio Negri, esta vez en colaboración con Giuseppe Cocco, en la que luego de asimilar en una misma “categoría de análisis” a Chávez, Lula y Kirchner dicen que: “En Brasil, la Argentina y Venezuela, un vasto terreno de experimentació n y de innovación democrática debe profundizarse a partir de las relaciones abiertas y horizontales entre los gobiernos y los movimientos” (Cocco y Negri, 2006: 28). ¿Experimentació n e innovación democrática en la Argentina o el Brasil de hoy?Chrstian Teresa rodriguez franco escri

1 comentario:

Stratego dijo...

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