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domingo, 8 de septiembre de 2024

¿Y después de la caída moderna qué?

 

¿Y después de la caída moderna qué?

«Los así llamados médicos psiquiatras denominaban la enfermedad de mi amigo una vez de esta manera, otra vez de aquélla, sin tener el valor de admitir que ni para ésa ni para ninguna otra enfermedad existe una denominación correcta, sino que siempre son falsas y sólo falsas, siempre engañosas y nada más que engañosas, porque en último término ellos, como todos los demás médicos, así por lo menos se hacen la vida más fácil, y al final, de una comodidad asesina, gracias a denominaciones de enfermedades que siempre vuelven a ser falsas, y sólo falsas. Decían a cada momento la palabra maníaco, a cada momento la palabra depresivo, y en todo momento era falso, y siempre falso. A cada momento huían a otro término científico (¡como todos los demás médicos!) para estar más seguros y protegerse a sí mismos (pero no a los pacientes)» 

 

 

Tras haberse olvidado ya prácticamente la muerte de Dios, en los círculos del postmodernismo se proclama hoy de diversas  maneras la «muerte de la modernidad»***. Como quiera que se entienda entre los que la constatan, en todos los casos se considera una muerte merecida: final de un terrible error, de un delirio colectivo, de un aparato de opresión, de una ilusión mortífera. Los epitafios para la modernidad están a menudo repletos de sarcasmo, acritud y odio; nunca un proyecto comenzado con tan buenas intenciones —hablo del de la Ilustración europea— fue llevado a la tumba entre tantas maldiciones. Otros defensores del postmodernismo han dibujado una imagen más diferenciada: en ella, la modernidad no aparece muerta, sino sumida en un proceso de «muda»; en un tránsito hacia una nueva figura, de la que aún no puede verse con claridad si será la de una modernidad que al fin se haya alcanzado a sí misma y haya superado su propia talla, o la de una sociedad técnicamente informatizada y cultural y políticamente regresiva. 

 

Lo que está  en juego es la mediación de las instituciones entre la autodeterminación individual y la autodeterminación colectiva y es que una vez que el principio de unidad ha caído y con el toda la modernidad la pos modernidad nos deja sus criticas pero ningún horizonte donde podamos reencontrarnos:

 

 

1. La crítica psicológica del sujeto y de su razón Quisiera mencionar esta forma de crítica tan sólo como nivel preparatorio y trasfondo imprescindible para discutir la crítica filosófica de la razón. La crítica psicológica —cuya figura central es naturalmente Freud— consiste en Ja constatación de la impotencia fáctica o la inexistencia del sujeto «autónomo», y en la comprobación de la irracionalidad fáctica de su aparente «razón». Se trata del descubrimiento de «lo Otro» de la razón en el interior del sujeto y de su razón: en cuanto seres corpóreos, «máquinas deseantes», o incluso voluntad de poder —en el sentido del gran predecesor en este terreno, Nietzsche—, los seres humanos no saben lo que desean ni lo que hacen; su razón es exclusivamente expresión de fuerzas y relaciones de poder psíquicas, y huella de la presión de fuerzas y relaciones de poder sociales, y el Yo —el residuo lamentable del sujeto filosófico—, en todo caso un débil mediador entre las exigencias de Ello y las amenazas del Superyo. Al sujeto filosófico, con su capacidad para la autodeterminación y el logon didonai, se le acaba viendo el plumero como un virtuoso de la racionalización al servicio de poderes ajenos al Yo; la unidad y lá autotransparencia del Yo se demuestran ficción. El sujeto «des—centrado» del psicoanálisis es, en otras palabras, una encrucijada de fuerzas psíquicas y sociales antes que dueño de esas fuerzas; platea desde la que asistir a una cadena de conflictos, antes que director de un drama o autor de una historia. Pero no sólo el psicoanálisis, también la literatura de nuestro siglo ha aportado abundante material para la fenomenología de ese sujeto descentrado. De todas maneras, en los experimentos de la vanguardia literaria que, en expresión de Axel Honneth, «tratan de demostrar estéticamente la constricción del sujeto en el interior de un acontecer que sobrepasa su horizonte individual de sentido»'*'', se entrecruzan temas de una crítica psicológica del sujeto con otros de filosofía del lenguaje; por esa razón nos detendremos por un momento en los terrenos del psicoanálisis: Freud mismo era aún un representante, si bien escéptico, del racionalismo y la ilustración europeos; hizo estremecerse la fe en la racionalidad del sujeto y la fuerza de la razón, pero con la perspectiva sin embargo de reforzar la energía de la razón y la fuerza del Yo. El horizonte normativo de su crítica siguió siendo siempre para Freud una humanidad decepcionada, desilusionada, al fin entrada en razón, una humanidad dueña de sí misma dentro de unos límites; y en esto sigue siendo un ilustrado. Se relacionen con lo que se quiera, en todo caso los descubrimientos del psicoanálisis —que desde luego tampoco eran tan nuevos— dejan en cierto sentido sin resolver qué pasa con los conceptos de sujeto, razón o autonomía en cuanto conceptos normativos. Es difícil decir en qué sentido los siguió manteniendo el propio Freud; lo que es seguro es que ya no podían ser los conceptos de la filosofía del sujeto cartesiana o idealista; ni tampoco la suposición idealista de una voluntad de verdad como alternativa inteligible al principio del placer o a la voluntad de poder, de un diálogo sin violencia como alternativa inteligible a la violencia simbólica, o de autodeterminación moral como alternativa inteligible a la economía de la libido. Pues lo que Freud (o Nietzsche) descubrió era también, y no en último término, que la avidez (o la voluntad de poder) ha anidado desde siempre en el interior del argumento racional y de la conciencia moral, como una fuerza ajena a la esfera inteligible. Una buena observación. Sólo  que eso únicamente significa un descubrimiento cuando uno parte de las idealizaciones del racionalismo. Lo primero que sigue sin resolver es qué ha de pasar con los conceptos de sujeto, razón y autonomía en cuanto se los saca de las constelaciones racionalistas que el psicoanálisis hizo tambalearse.  

 

2. Crítica de la razón «instrumental» y su «lógica de la identidad» Aquí se trata en cierto sentido de una radicalización de la crítica psicológica al racionalismo; aparece ya —y no es la primera vez— en Nietzsche, se radicaliza en Adorno y Horkheimer, y se desarrolla en el post-estructuralismo francés. Quisiera atenerme aquí a la versión de esa crítica que Adorno esboza en la «Dialektik der Aufklarung» y desarrolla ulteriormente. Sin duda esto conlleva cierta unilateralidad, pero espero conseguir así al mismo tiempo una delimitación fructífera del tema

 

 

En la «Dialektik der Aufklarung», Adorno y Horkheimer interpretan la trinidad epistemológica sujeto, objeto y concepto, siguiendo las huellas de Klages y Nietzsche, como una relación de opresión y sometimiento en la que la instancia opresora —el sujeto— se torna a la vez víctima sometida: la opresión ejercida sobre la Naturaleza interna, con sus impulsos anárquicos hacia la felicidad, es el precio a pagar por la formación de un sí mismo unitario, una formación que fue necesaria por mor de la autoconservación y del dominio de la Naturaleza externa. El carácter unificador y sistematizador de la razón, su carácter objetivador, intrumental y controlador, está ya inserto en su carácter discursivo, en la lógica del concepto; o más bien, en la común pertenencia de concepto, significado lingüístico y lógica formal a un mismo ámbito. «El principio de no contradicción es ya el sistema in nuce», se dice en la «Dialektik der Aufklarungw''^. En el centro del pensamiento discursivo se hace visible así un fragmento de violencia, un sometimiento de la realidad, un mecanismo de defensa, un procedimiento de exclusión y dominio, una disposición de los fenómenos orientada a su control y manipulación, un rasgo que tiende hacia el sistema delirante. La razón instrumental, objetivadora y sistematizadora, encontró su expresión clásica en la moderna ciencia de la Naturaleza; pero también pueden remitirse a ese mismo orden las ciencias del hombre, como señalara Foucault. Finalmente, también los procesos de racionalización en la sociedad moderna —burocracia, derecho formal, instituciones formalizadas en la sociedad y la'economía modernas— son manifestaciones de esa razón unificadora, objetivadora, controladora y disciplinaria. Esa razón tiene su propia imagen de la historia: la del progreso, tal como se esboza en el inacabable progreso técnico y económico de la sociedad moderna. La razón —es decir, sus representantes— confunden ese indudable progreso con un progreso a mejor. En su opinión se trata de un progreso de la humanidad, hacia la razón, precisamente. En ese juego de palabras resuena el hecho de que la Ilustración esperaba algo distinto y mejor que los meros progresos técnicos, económicos y administrativos: liquidar la locura y el dominio al acabar con la ignorancia y la pobreza. Y si vamos aunque sólo sea un poco más allá de la letra —no del espíritu— de la «Dialektik der Aufklárung», podríamos añadir que, incluso allí donde la confianza de la Ilustración ya se veía como ilusión piadosa —en el idealismo postkantiano alemán y en Marx—, se volvió a afirmar una vez más el «totalitarismo» de la razón en un nivel superior: a saber, en una dialéctica de la historia cuya racionalidad se desveló en el terror estalinista. Como ya he apuntado antes, en Adorno y Horkheimer la lógica formal tampoco es ya un Organon de la verdad, sino el miembro intermedio entre el «principio yoico sistematizador» ''^ y el concepto, que «arma» y «zanja»50. El espíritu que objetiva conceptualmente, que opera y sistematiza según la ley de nocontradicción, se convierte así en razón instrumental ya desde sus mismos orígenes —en virtud de la «escisión de la vida en espíritu y su objeto»^'. De ahí que la crítica a la lógica de la identidad sea al mismo tiempo una crítica de la razón legitimadora. Lo mismo en la clausura de los sistemas filosóficos que en el fundamentalismo de las fundamentaciones filosóficas últimas se expresa el afán de seguridad y dominio del «pensamiento identificador», un afán que se aproxima al delirio. En los sistemas de legitimación de la época moderna, desde la teoría del conocimiento a la filosofía política y moral, se esconde un resto de locura mítica, transformada en figura de racionalidad discursiva. Ciertamente, es propio de la dialéctica de la Ilustración ir destruyendo sucesivamente junto con el mito —en cuanto figuras delirantes— todas aquellas legitimaciones que la razón ilustrada había puesto en el lugar del mito: al final, la razón se torna positivista y cínica, mero aparato de dominio. Ese aparato de dominio de la razón se ha hecho más y más denso en la sociedad industrial tardía, hasta convertirse en un sistema de enmascaramiento en el que incluso el sujeto, antaño soporte de la ilustración, se torna superfino. El ser humano «se desinfla hasta quedar convertido en mero nudo de enlace entre reacciones y funciones convencionales que se esperan de él en función de la objetividad. El animismo había animado el mundo, el industrialismo cosifica las almas»^^ Como se ve, para Adorno y Horkheimer el sujeto unitario, dis(;iplinado e internamente regido sólo es correlato de la razón instrumental en un sentido temporal; sus tesis, por tanto, no son tan diferentes de las de Foucault cuando explica al sujeto como producto del discurso moderno^^. De todas formas, la desintegración del sujeto en la sociedad industrial tardía significa para Adorno y Horkheimer un proceso de regresión^''. Esto aclara el hecho de que «Ilustración» y «razón» no vayan a dar también en el proceso destructivo de la dialéctica que tratan de reconstruir. Adorno y Horkheimer se mantienen firmemente en un concepto empático de ilustración, que para ellos sería un ilustrarse la ilustración sobre sí misma, y esto significa un ilustrarse la razón basada en la lógica de la identidad acerca de su propio carácter dominador, y un «recordar la Naturaleza en el sujeto». Pero esto significa también que la Ilustración sólo sabría corregirse y superarse a sí misma en el medio que le es propio, el de la razón basada en una lógica de la identidad. Es en este sentido en el que Adorno ha tratado de pensar hasta el final, en «Negative Dialektik», la crítica del «pensamiento identificador». Ahí postula una filosofía que se vuelva en su propio medio, el conceptual, contra la tendencia cosificadora del pensamiento conceptual; el «afán de concepto» se torna «afán de ir mediante el concepto más allá del concepto»^^. Adorno ha tratado de precisar esta idea con el concepto de un pensamiento «configurador», es decir, de un filosofar «transdiscursivo sivo» del que quizás sean el ejemplo más impresionante en su propia obra los «Minima Moralia».

 Aparentemente, nos hemos alejado mucho de la crítica psicológica del sujeto, pese a haber afirmado que la crítica de la razón basada en la lógica de la identidad era una radicalización de aquélla. Quisiera retomar ahora la fundamentación de tal tesis. Parece hablar en contra de esa tesis el hecho de que Adorno y Horkheimer se atengan a la «unidad» del sí mismo, y conciban la desintegración de ese sí mismo unitario en la sociedad industrial tardía como un proceso de regresión. La contradición se esfuma si por «sí mismo unitario» no entendemos el sujeto autónomo destruido por Freud, sino más bien, en el sentido de Foucault, el correlato o producto del «discurso de la modernidad»: una forma disciplinada y disciplinar de organización del ser humano como ser social. Es violencia y no un acto de autoconstitución autónoma lo que hay en el origen de ese sí mismo unitario. «La humanidad se las ha tenido que hacer pasar terriblemente mal a sí misma hasta que se creó el sí mismo, el carácter intencional idéntico del ser humano, y algo de aquello se repite aún en cada infancia»^^. Muy bien hubiera podido Freud suscribir también esta frase. La radicalización de la crítica de Freud consiste sin embargo en lo siguiente: en oposición a Freud, Adorno y Horkheimer ponen en cuestión en cuanto tales esa constelación de normas de racionalidad que Freud aún mantenía firmemente >—el «carácter humano, orientado a fines, del hombre»—. Para Adorno y Horkheimer, tales formas designan un punto de partida necesario, como la sociedad burguesa para Marx, pero destinado a ser superado en un proceso de autosuperación de la razón. Desde el punto de vista de la «Dialektik der Aufklarung», aparece así en el interior del psicoanálisis un fragmento de ese misrno racionalismo cuyo reflejo ideahsta había destruido tan tenazmente Freud. Racionalismo, pero se podría decir que también realismo. Frente a ese realismo de Freud, Adorno y Horkheimer ya no han sabido explicar cómo podría pensarse entonces, como proyecto histórico, una autosuperación de la razón entendida como ilustrarse la Ilustración sobre sí misma, toda vez que ya habían destruido con su crítica de la razón instrumental la concepción de Marx de una superación de esas características de la razón (burguesa). Si no lo entiendo mal, Foucault se encontró ante un problema similar. Adorno aclara cómo entiende esa superación de la razón recurriendo al ensamblaje de mimesis y racionahdad lo mismo en filosofía que  en la obra de arte; pero sólo puede plantear una relación entre esto y los cambios sociales interpretando —aporéticamente— la «síntesis sin violencia» de la obra de arte y el lenguaje configurador de la filosofía como resplandor de una luz mesiánica en el aquí y ahora, como apariencia que anticipa la reconciliación real. La crítica de la razón instrumental se ve necesitada de una filosofía histórica de la reconciliación, de una perspectiva utópica, porque de otro modo ya no sería concebible como crítica. Pero si la historia se ha de trocar en lo otro de la historia para poder salir del sistema de enmascaramiento de la razón instrumental, entonces la crítica del presente histórico se convierte en una crítica del ser histórico —forma última de la crítica teológica del valle de lágrimas terrenal—. La crítica de la razón basada en la lógica de la identidad parece desembocar en la alternativa entre cinismo o teología; a no ser que uno se quisiera convertir en abogado de una jubilosa regresión o desintegración del sí mismo sin considerar en absoluto las consecuencias: alternativa hacia la que se orientaba Klages y que Adorno y Horkheimer quisieran evitar a toda costa. La crítica de la razón basada en la lógica de la identidad acaba en una aporía, porque vuelve a repetir ese «olvido del lenguaje» del racionalismo europeo que en cierto sentido ya critica ella misma. La crítica de la razón discursiva como razón instrumental sigue siendo en Adorno y Horkheimer secretamente psicológica, esto es, pensada en términos intencionales, y por eso se nutre aún calladamente del modelo de un sujeto «constituyente de sentido» que se enfrenta en su singularidad trascendental a un mundo de objetos. Frente a lo cual, la crítica de la lógica de la identidad toma otro sentido, como mostraré a continuación, cuando a la lógica de la identidad no sólo se la desenmascara psicológicamente, sino que se le sale al paso y se la interroga en términos de filosofía del lenguaje. Entonces, incluso la razón instrumental se muestra en el fondo como praxis comunicativa que, en cuanto constituyente de la vida del sentido lingüístico, no admite ser reducida ni a manifestación de una subjetividad que se sostiene a sí misma, ni tampoco de una subjetividad constituyente del sentido. Y añadiría que tampoco puede alcanzarse la reducción complementaria de ésa, a saber, la del sujeto a la vida propia del sentido lingüístico o del discurso. Quisiera presentar la tercera forma de crítica del sujeto y de la razón a la que ahora me dirijo, la de la filosofía del lenguaje, con el nombre de «reflexión wittgensteiniana», porque es en el Wittgenstein tardío donde se encuentra formulada por vez primera con toda nitidez

 

La crítica del sujeto constituyente de sentido en la filosofía del lenguaje Aquí, se trata de la destrucción filosófica de las concepciones racionalistas del sujeto y del lenguaje; y en particular, de la imagen de que el sujeto sería, con sus vivencias e intenciones, la fuente de las significaciones lingüísticas. En lugar de lo cual se podría hablar también de una crítica de la «teoría nominal» de la significación, en el sentido de Wittgenstein: la imagen criticada es la de que el signo lingüístico alcanzaría significación al coordinar alguien —un usuario del signo— algo dado —cosas, clases de cosas, vivencias, clases de vivencias, etc.— con un signo, es decir, cuando alguien conectara un nombre con alguna clase de significación «dada». Una teoría nominal de la significación de ese tipo parece estar profundamente anclada en la conciencia —o incluso en la preconciencia— de la filosofía occidental; continúa surtiendo efectos incluso en el empirismo radical hasta Russell. Llamo «racionalista» a esta teoría del lenguaje porque, implícita o explícitamente, descansa sobre el primado de un sujeto que da nombre y constituye el sentido, y porque participa, nolens volens, de una serie de idealizaciones de la tradición racionalista —en particular de la cosificación de las significaciones como «disponibles de antemano» [vorhanden]— que bastan para unirlas por encima de las restantes diferencias entre racionalismo y empirismo. Naturalmente, la crítica de la teoría racionalista del lenguaje no comienza en la filosofía lingüística-con Wittgenstein, ni termina en él; pero creo que en cierto sentido Wittgenstein fue su exponente más importante en nuestro siglo. El filosofar de Wittgenstein encierra una forma nueva de escepticismo, que pone en cuestión incluso las certezas de Hume o Descartes; la pregunta escéptica de Wittgenstein reza así: ¿Cómo puedo saber de qué hablo? ¿Cómo puedo saber qué quiero decir [meinen]?»^^. Mediante la crítica filosófico-lingüística se destruye al sujeto como autor y juez inapelable de sus propias intenciones de sentido. Se puede objetar en este punto que la crítica de la que hablo es a pesar de todo un viejo tema, tanto de la hermenéutica como del estructuralismo. En cierto sentido esa objeción es correcta. Pero como las consecuencias que ambas escuelas sacan de la crítica a una teoría intencional de la significación son tan radicalmente diferentes,  quisiera partir aquí de una forma más estricta de reflexión filosófica sobre el lenguaje, como la que se encuentra en Wittgenstein. Junto a lo cual me referiré a ciertas reflexiones de Castoriadis que, si bien provenientes de otra tradición, se pueden entender como reformulaciones y desarrollos de las intuiciones de Wittgenstein en algunos puntos centrales^*. Para rechazar de antemano reducciones positivistas del tema de que aquí se trata, hay que decir que propiamente aún no se ha mencionado lo más importante si uno se limita a señalar que los sistemas de signos lingüísticos son algo primario respecto al hablar y a la intencionalidad del sujeto, y lo que los hace posibles; considerado en sí mismo, tal descubrimiento trae consigo el germen de una nueva mistificación de la relación de significación. Lo decisivo es más bien aclarar la relación de significación misma, ya encarnada en todo momento en el código lingüístico, en los «juegos de lenguaje»; una «relación» que al parecer apenas ha alcanzado a ver la filosofía antes de Wittgenstein. Los conceptos más importantes de Wittgenstein en este contexto son los de «regla» y «juegos de lenguaje»; o más bien, lo importante es el nuevo uso filosófico que Wittgenstein hace de esos conceptos. Las reglas de que aquí se trata no deben confundirse con lo que comúnmente se entiende como reglas —constituyentes o reguladoras—; y los juegos de lenguaje no son juegos, sino formas de vida: conjuntos de actividades lingüísticas y no lingüísticas, de instituciones, prácticas, y significaciones que en ellas se «encarnan» y toman cuerpo. Los conceptos de «regla» y «significación» se entretejen uno en otro, como lo expresa el hecho de que «reglas» designa una praxis intersubjetiva en la que alguien ha de ser adiestrado, de que las significaciones son esencialmente abiertas, y de que, cuando se habla de la significación de una expresión lingüística, se dota necesariamente a esa «identidad» de la significación de un indicador de la diferencia —tanto de cara a la relación entre lenguaje y realidad como a la relación entre hablante y hablante—. Con ello se disuelven las significaciones como objetos de un tipo particular: como algo ideal, o psicológico, o dado en la realidad. Pero incluso si se entiende «significación» como una relación —«x significa Y» o «x designa y»—, se pone de manifiesto que se trata de una relación de un tipo peculiar, un tipo que, como ha recalcado Castoriadis, «no cabe en la lógica ni en la ontología tradicionales»^^. Pues no es sólo que hasta la más sencilla «relación de designación» —como por ejemplo la que «vincularía» la palabra «árbol» con los árboles reales— ya presuponga como sistema de referencia un lenguaje, el único en que podría ejercer de forma efectiva como «relación de designación», sino sobre todo que la relación misma no podría ser aclarada sin presuponerla; lo que se presupone entonces es el imperio de una regla que no se funda en otra cosa que en la práctica de su aplicación a una clase de casos, por principio abierta —de tal modo que la relación de designación, en puridad, es esa misma praxis quintaesenciada, y no una íelación entre dos elementos cualesquiera ya «dados» e independientes entre sí. Castoriadis lo expresa de esta forma: «Esa correspondencia, que podríamos llamar "significativa" para diferenciarla de una correspondencia "objetiva" o "real", obviamente no se sabría manejar sin el esquema operacional de la regla, y está en una relación de implicación circular con ese esquema: x dehe utilizarse para designar y, no z; y dehe ser designado con x y no con t. Ese "deber" es un puro hecho; vulnerarlo no conlleva ninguna contradicción lógica, no es una falta moral ni repele estéticamente... tampoco puede fundar ese "deber" ninguna otra cosa, únicamente él mismo. Puesto que, por un lado, las relaciones de designación no se pueden fundar en absoluto, sino a lo sumo "aclarar" o "justificar" parcialmente en un segundo nivel; y por otro lado, la relación de designación en cuanto tal, juntamente con la regla que implica circularmente, sólo admite basarse en las necesidades del legem: el legein ha de poder apoyarse en una relación de designación aproximadamente unívoca... que sólo puede darse presuponiendo el legein»''^. Al igual que la crítica psicológica, la crítica filosófico— lingüística de la filosofía del sujeto conduce al descubrimiento de «lo otro de la razón» en el seno de la razón. Pero se trata de otro «lo otro» en cada caso. Mientras en la destrucción psicológica del sujeto se trataba del descubrimiento de fuerzas libidinosas (y poder social) en el seno de la razón, en la destrucción filosófico— lingüística del subjetivismo se trata del descubrimiento de un cuasi— factum, previo a toda intencionalidad o subjetividad: sistemas lingüísticos de significaciones, formas de vida, un mundo que en cierta forma se nos abre lingüísticamente. Aquí no se trata de un mundo sin sujetos, sin un sí mismo humano; se trata más bien de un mundo  en el que los hombres pueden ser o no «ellos mismos» de diferentes maneras en cada caso. Se puede interpretar también esa comunidad siempre en curso de realización, la de un mundo accesible lingüísticamente, como un proceso de mutuo «entendimiento»; lo único que no es concebible es algún tipo de «convenciones» o «consensos» que habrían de ser, exclusivamente, o racionales o irracionales. Se trata más bien de un entendimiento mutuo que establece la posibilidad de diferenciar entre verdadero y falso, razonable e irrazonable (Wittgenstein, «Philosophische linter suchungen», 241 y 242: «¿O sea, que dices que es el acuerdo entre los hombres el que decide lo que es verdadero y lo que es falso?— Verdadero y falso, lo es lo que los hombres dicen; y es en el lenguaje en donde los hombres se ponen de acuerdo. Eso no es un acuerdo de opiniones [Meinungen], sino en la forma de vivir. El entendimiento mediante el lenguaje conlleva no sólo un acuerdo en las definiciones, sino, por raro que pueda sonar, un acuerdo en los juicios. Esto parece superar la lógica, pero no la supera.*)  Ni el objetivismo estructuralista ni el escepticismo neoestructurahsta hacen justicia a la intuición fundamental de Wittgenstein: el primero, porque descuida la dimensión pragmática de una relación de significación no objetivable, y esencialmente abierta; el último, porque ese carácter no objetivable y abierto de las relaciones lingüísticas de significación lo relaciona con lo que de no idéntico hay en cada uso concreto de un signo, lo cual es incontrolable. Pero la vida del sentido lingüístico, sin embargo, no se deja reducir a la vida anónima del código lingüístico, ni retrotraer a un incontrolable juego de diferencias. Por lo que atañe a la primera parte de esta tesis que acabo de formular, he de renunciar a fundamentarla aquí; en lo que atañe a la segunda parte, me conformaré con unas pocas indicaciones. La posición que ahí critico se podría representar, con una formulación de M.Franck, mediante la tesis de que «en base a la posibilidad estructural de repetición... el uso de cualquier tipo lingüístico conlleva un índice de modificación incontrolable»^^ Con ello estoy pensando naturalmente en J. Derrida^^ Encuentro  francamente convincente, desde luego, la crítica de Derrida a una concepción óbjetivista de la significación lingüística: la identidad de significaciones sólo llega a constituirse en la cadena de aplicaciones de los signos; es inherente al ser de la significación lingüística la posibilidad de una pluralidad irreducible de formas de uso de las palabras, así como la posibilidad, imposible de excluir, de un desplazamiento y ampliación del sentido lingüístico. Pero sólo dando por supuesta una perspectiva intencionalista se puede afirmar que cada uso concreto de un signo lleva un índice de diferencia incontrolable. Si por contra se pone realmente en cuestión esa perspectiva intencional, tal afirmación va a desembocar en un juego de palabras con los términos «identidad» y «no identidad», al que le falta bajo los pies el suelo de un uso con sentido de esas palabras. La ironía de las reflexiones de Wittgenstein estaba en que la palabra «significación» remite a la práctica de un uso lingüístico común; lo que llamamos una significación sólo admite ser aclarada mediante el recurso a una pluralidad —factual o posible— de situaciones de uso de un signo Ungüístico. Ciertamente, la práctica de que aquí se trata sólo resulta accesible a partir del planteamiento performativo de los participantes; ni la comprensión de significaciones, intenciones o textos puede reconstruirse como conocimiento de hechos objetivos (de significación), ni el «comprender» o «querer decir» [meinen] admiten que se los conceptúe como hechos psicológicos objetivables. Una forma objetiva de observación sólo puede conducir en este caso a un radical escepticismo hermeneútico que, al final, tiene que acabar por disolver el mismo concepto de significación; no hay respuesta a la pregunta escéptica «¿cómo puedes saber qué quieres decir?» hasta que no tratemos de responder la pregunta partiendo desde el mismo planteamiento óbjetivista desde el que se nos plantea. «The sceptical argument, then, remains unanswered. There can be no such thing as meaning anything by any word. Each new application we make is a leap in the dark; any present intention could be interpreted so as to accord eith anything we may choose to do. So there can be neither accord, nor conflict»^^. Con esta formulación, S. Kripke ha intentado  una vez más perfilar el problema ante el que se encontraba Wittgenstein. Pero la solución de Wittgenstein al problema, como señala Kripke, no consiste propiamente en responder a la pregunta escéptica, sino en rechazar el punto de partida objetivista que subyace a la misma. La cuestión sólo admite respuesta si reflexionamos sobre el papel que desempeñan en nuestro lenguaje el «comprender», las intenciones o la asignación de significaciones. La disolución de la paradoja escéptica requiere un cambio de perspectiva; al recordarnos la gramática de las palabras «significación», «querer decir» y «comprender», Wittgenstein deja claro al mismo tiempo que el escepticismo hermeneútico radical pierde el suelo bajo los pies desde la perspectiva de los participantes en el juego de lenguaje^"*. Lo que quiero decir es esto: la palabra «significación» remite al concepto de regla, o lo que es igual, a una forma de uso. Por eso no tiene sentido alguno la idea de que en cada «repetición» de un signo lingüístico tiene lugar un desplazamiento incontrolable de la significación; puesto que «ni de una sola ocasión ni de un hombre puede seguirse una regla»^^. Pero por la misma razón tampoco se puede pensar en gobernar esa «anarquía del sentido» reintroduciendo directamente un sujeto «que interpreta», como ha tratado de hacer M. Frank contra Derrida. La antítesis de Frank, según la cual «los seres humanos alcanzan las significaciones de los signos que usan al interpretarlas en situaciones que son específicas en cada caso (esto es, que nunca las alcanzan de una vez por todas)», no indica ninguna salida de la posición del escéptico hermeneútico; más bien parece una repetición de premisas que éste ya había destruido. Para ser precisos, si se acepta que los signos lingüísticos sólo alcanzan su correspondiente sentido específico en cada caso mediante un acto de interpretación, se vuelve a hacer en secreto del «querer decir» fuente de las significaciones; entonces ya resulta inconcebible cómo podría otro comprender lo que yo «quiero decir»; y hasta resulta inconcebible que lo comprenda yo mismo. Sólo llegamos a entender realmente el papel del «sujeto que interpreta» y el carácter abierto de las significaciones lingüísticas si entendemos dotada de un índice de generahdad esa innegable ampliación y modificación del sentido lingüístico en el curso de la aplicación de reglas gramaticales. Es aquello mismo que se modifica —las significaciones lingüísticas— lo que lleva en sí un índice de generalidad. El nuevo uso de una palabra indica una nueva forma de uso. La descentración del sujeto en la filosofía del lenguaje no legitima ni un objetivismo hermeneútico ni un anarquismo hermeneutico. Menos aun, las consecuencias irracionalistas que en ocasiones se han derivado de ella en los círculos del postmodernismo: la crítica filosófico-lingüística no admite que se la conecte sin más con la crítica psicológica del sujeto. La descentración filosófica del sujeto, a diferencia de su descentración psicológica, no significa una herida infligida a nuestro narcisismo; significa más bien el descubrimiento de un mundo común, siempre en trance de «franqueársenos», en el interior de la razón y del sujeto (de todas las formas posibles de sujeto). Ese mundo que se nos franquea lingüísticamente está constituido sin embargo de otro material, lo bastante distinto como para no admitir que se lo retrotraiga a una economía de la libido o a una voluntad de poder. El cuerpo, la voluntad de poder o la avidez están presentes en ese mundo, pero abiertos lingüísticamente y susceptibles siempre de franquearse lingüísticamente. También ía violencia está presente en ese mundo, pero asimismo como lingüísticamente abierta, y por ello, siempre distinguible de lo diferente a ella: de la comunicación sin violencia, del diálogo, del carácter abierto del uso, de la cooperación voluntaria. En cierto sentido, aquí hay que reconducir las palabras a su sentido habitual, como requería Wittgenstein; entonces se hace claro que la filosofía del desenmascaramiento total se sigue nutriendo de la misma metafísica racionalista que se propone destruir. Si por el contrario se devuelven por así decir del cielo a la tierra, único lugar en que tienen su sitio, las distinciones entre realidad y apariencia, veracidad y mentira, violencia y diálogo, autonomía y heteronomía, entonces ya no se puede afirmar, a no ser en el sentido de una mala metafísica, que la voluntad de verdad sea voluntad de poder, que el diálogo sea violencia simbólica, que el discurso que se orienta hacia la verdad sea Terror, o que la conciencia moral sea un reflejo de violencia interiorizada; ni tampoco que el ser humano autónomo  sea o bien una ficción, o un mecanismo de autorrepresión, o un bastardo patriarcal, etc. En otras palabras: la crítica filosóficoUngüística del racionalismo y del subjetivismo da ocasión desde luego a reflexionar de un modo nuevo sobre la «verdad», la «justicia» o la «autodeterminación»; pero al mismo tiempo nos hace desconfiar de quienes nietzscheanamente pretenden tornar afirmativa la crítica psicológica del sujeto; esto es, de los propagandistas de una nueva era que habría arrojado lejos de sí la carga de la herencia platónica, una nueva era en que la retórica ocuparía el lugar del argumento, la voluntad de poder el de la voluntad de verdad, el arte de la palabra el de la teoría, y la economía de la avidez el de la moral. A uno le entran ganas de decir que de eso ya tenemos más que suficiente.    

 


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