¿Y después de la caída moderna qué?
«Los así llamados médicos
psiquiatras denominaban la enfermedad de mi amigo una vez de esta manera, otra
vez de aquélla, sin tener el valor de admitir que ni para ésa ni para ninguna
otra enfermedad existe una denominación correcta, sino que siempre son falsas y
sólo falsas, siempre engañosas y nada más que engañosas, porque en último
término ellos, como todos los demás médicos, así por lo menos se hacen la vida
más fácil, y al final, de una comodidad asesina, gracias a denominaciones de
enfermedades que siempre vuelven a ser falsas, y sólo falsas. Decían a cada
momento la palabra maníaco, a cada momento la palabra depresivo, y en todo
momento era falso, y siempre falso. A cada momento huían a otro término
científico (¡como todos los demás médicos!) para estar más seguros y protegerse
a sí mismos (pero no a los pacientes)»
Tras haberse olvidado ya
prácticamente la muerte de Dios, en los círculos del postmodernismo se proclama
hoy de diversas maneras la «muerte de la
modernidad»***. Como quiera que se entienda entre los que la constatan, en
todos los casos se considera una muerte merecida: final de un terrible error,
de un delirio colectivo, de un aparato de opresión, de una ilusión mortífera.
Los epitafios para la modernidad están a menudo repletos de sarcasmo, acritud y
odio; nunca un proyecto comenzado con tan buenas intenciones —hablo del de la
Ilustración europea— fue llevado a la tumba entre tantas maldiciones. Otros
defensores del postmodernismo han dibujado una imagen más diferenciada: en ella,
la modernidad no aparece muerta, sino sumida en un proceso de «muda»; en un
tránsito hacia una nueva figura, de la que aún no puede verse con claridad si
será la de una modernidad que al fin se haya alcanzado a sí misma y haya
superado su propia talla, o la de una sociedad técnicamente informatizada y
cultural y políticamente regresiva.
Lo que está en juego es la mediación de las instituciones
entre la autodeterminación individual y la autodeterminación colectiva y es que
una vez que el principio de unidad ha caído y con el toda la modernidad la pos
modernidad nos deja sus criticas pero ningún horizonte donde podamos
reencontrarnos:
1. La crítica psicológica del
sujeto y de su razón Quisiera mencionar esta forma de crítica tan sólo como
nivel preparatorio y trasfondo imprescindible para discutir la crítica
filosófica de la razón. La crítica psicológica —cuya figura central es
naturalmente Freud— consiste en Ja constatación de la impotencia fáctica o la
inexistencia del sujeto «autónomo», y en la comprobación de la irracionalidad
fáctica de su aparente «razón». Se trata del descubrimiento de «lo Otro» de la
razón en el interior del sujeto y de su razón: en cuanto seres corpóreos,
«máquinas deseantes», o incluso voluntad de poder —en el sentido del gran predecesor
en este terreno, Nietzsche—, los seres humanos no saben lo que desean ni lo que
hacen; su razón es exclusivamente expresión de fuerzas y relaciones de poder
psíquicas, y huella de la presión de fuerzas y relaciones de poder sociales, y
el Yo —el residuo lamentable del sujeto filosófico—, en todo caso un débil
mediador entre las exigencias de Ello y las amenazas del Superyo. Al sujeto
filosófico, con su capacidad para la autodeterminación y el logon didonai, se
le acaba viendo el plumero como un virtuoso de la racionalización al servicio
de poderes ajenos al Yo; la unidad y lá autotransparencia del Yo se demuestran
ficción. El sujeto «des—centrado» del psicoanálisis es, en otras palabras, una
encrucijada de fuerzas psíquicas y sociales antes que dueño de esas fuerzas;
platea desde la que asistir a una cadena de conflictos, antes que director de
un drama o autor de una historia. Pero no sólo el psicoanálisis, también la
literatura de nuestro siglo ha aportado abundante material para la
fenomenología de ese sujeto descentrado. De todas maneras, en los experimentos
de la vanguardia literaria que, en expresión de Axel Honneth, «tratan de
demostrar estéticamente la constricción del sujeto en el interior de un
acontecer que sobrepasa su horizonte individual de sentido»'*'', se entrecruzan
temas de una crítica psicológica del sujeto con otros de filosofía del
lenguaje; por esa razón nos detendremos por un momento en los terrenos del
psicoanálisis: Freud mismo era aún un representante, si bien escéptico, del racionalismo
y la ilustración europeos; hizo estremecerse la fe en la racionalidad del
sujeto y la fuerza de la razón, pero con la perspectiva sin embargo de reforzar
la energía de la razón y la fuerza del Yo. El horizonte normativo de su crítica
siguió siendo siempre para Freud una humanidad decepcionada, desilusionada, al
fin entrada en razón, una humanidad dueña de sí misma dentro de unos límites; y
en esto sigue siendo un ilustrado. Se relacionen con lo que se quiera, en todo
caso los descubrimientos del psicoanálisis —que desde luego tampoco eran tan
nuevos— dejan en cierto sentido sin resolver qué pasa con los conceptos de
sujeto, razón o autonomía en cuanto conceptos normativos. Es difícil decir en
qué sentido los siguió manteniendo el propio Freud; lo que es seguro es que ya
no podían ser los conceptos de la filosofía del sujeto cartesiana o idealista;
ni tampoco la suposición idealista de una voluntad de verdad como alternativa
inteligible al principio del placer o a la voluntad de poder, de un diálogo sin
violencia como alternativa inteligible a la violencia simbólica, o de
autodeterminación moral como alternativa inteligible a la economía de la
libido. Pues lo que Freud (o Nietzsche) descubrió era también, y no en último
término, que la avidez (o la voluntad de poder) ha anidado desde siempre en el
interior del argumento racional y de la conciencia moral, como una fuerza ajena
a la esfera inteligible. Una buena observación. Sólo que eso únicamente significa un descubrimiento
cuando uno parte de las idealizaciones del racionalismo. Lo primero que sigue
sin resolver es qué ha de pasar con los conceptos de sujeto, razón y autonomía
en cuanto se los saca de las constelaciones racionalistas que el psicoanálisis
hizo tambalearse.
2. Crítica de la razón «instrumental»
y su «lógica de la identidad» Aquí se trata en cierto sentido de una
radicalización de la crítica psicológica al racionalismo; aparece ya —y no es
la primera vez— en Nietzsche, se radicaliza en Adorno y Horkheimer, y se
desarrolla en el post-estructuralismo francés. Quisiera atenerme aquí a la
versión de esa crítica que Adorno esboza en la «Dialektik der Aufklarung» y
desarrolla ulteriormente. Sin duda esto conlleva cierta unilateralidad, pero
espero conseguir así al mismo tiempo una delimitación fructífera del tema
En la «Dialektik der Aufklarung»,
Adorno y Horkheimer interpretan la trinidad epistemológica sujeto, objeto y
concepto, siguiendo las huellas de Klages y Nietzsche, como una relación de
opresión y sometimiento en la que la instancia opresora —el sujeto— se torna a
la vez víctima sometida: la opresión ejercida sobre la Naturaleza interna, con
sus impulsos anárquicos hacia la felicidad, es el precio a pagar por la
formación de un sí mismo unitario, una formación que fue necesaria por mor de
la autoconservación y del dominio de la Naturaleza externa. El carácter
unificador y sistematizador de la razón, su carácter objetivador, intrumental y
controlador, está ya inserto en su carácter discursivo, en la lógica del
concepto; o más bien, en la común pertenencia de concepto, significado
lingüístico y lógica formal a un mismo ámbito. «El principio de no
contradicción es ya el sistema in nuce», se dice en la «Dialektik der
Aufklarungw''^. En el centro del pensamiento discursivo se hace visible así un
fragmento de violencia, un sometimiento de la realidad, un mecanismo de
defensa, un procedimiento de exclusión y dominio, una disposición de los
fenómenos orientada a su control y manipulación, un rasgo que tiende hacia el
sistema delirante. La razón instrumental, objetivadora y sistematizadora,
encontró su expresión clásica en la moderna ciencia de la Naturaleza; pero
también pueden remitirse a ese mismo orden las ciencias del hombre, como
señalara Foucault. Finalmente, también los procesos de racionalización en la
sociedad moderna —burocracia, derecho formal, instituciones formalizadas en la
sociedad y la'economía modernas— son manifestaciones de esa razón unificadora,
objetivadora, controladora y disciplinaria. Esa razón tiene su propia imagen de
la historia: la del progreso, tal como se esboza en el inacabable progreso
técnico y económico de la sociedad moderna. La razón —es decir, sus
representantes— confunden ese indudable progreso con un progreso a mejor. En su
opinión se trata de un progreso de la humanidad, hacia la razón, precisamente.
En ese juego de palabras resuena el hecho de que la Ilustración esperaba algo
distinto y mejor que los meros progresos técnicos, económicos y
administrativos: liquidar la locura y el dominio al acabar con la ignorancia y
la pobreza. Y si vamos aunque sólo sea un poco más allá de la letra —no del
espíritu— de la «Dialektik der Aufklárung», podríamos añadir que, incluso allí
donde la confianza de la Ilustración ya se veía como ilusión piadosa —en el
idealismo postkantiano alemán y en Marx—, se volvió a afirmar una vez más el
«totalitarismo» de la razón en un nivel superior: a saber, en una dialéctica de
la historia cuya racionalidad se desveló en el terror estalinista. Como ya he
apuntado antes, en Adorno y Horkheimer la lógica formal tampoco es ya un
Organon de la verdad, sino el miembro intermedio entre el «principio yoico
sistematizador» ''^ y el concepto, que «arma» y «zanja»50. El espíritu que
objetiva conceptualmente, que opera y sistematiza según la ley de nocontradicción,
se convierte así en razón instrumental ya desde sus mismos orígenes —en virtud
de la «escisión de la vida en espíritu y su objeto»^'. De ahí que la crítica a
la lógica de la identidad sea al mismo tiempo una crítica de la razón
legitimadora. Lo mismo en la clausura de los sistemas filosóficos que en el
fundamentalismo de las fundamentaciones filosóficas últimas se expresa el afán
de seguridad y dominio del «pensamiento identificador», un afán que se aproxima
al delirio. En los sistemas de legitimación de la época moderna, desde la
teoría del conocimiento a la filosofía política y moral, se esconde un resto de
locura mítica, transformada en figura de racionalidad discursiva. Ciertamente,
es propio de la dialéctica de la Ilustración ir destruyendo sucesivamente junto
con el mito —en cuanto figuras delirantes— todas aquellas legitimaciones que la
razón ilustrada había puesto en el lugar del mito: al final, la razón se torna
positivista y cínica, mero aparato de dominio. Ese aparato de dominio de la
razón se ha hecho más y más denso en la sociedad industrial tardía, hasta
convertirse en un sistema de enmascaramiento en el que incluso el sujeto,
antaño soporte de la ilustración, se torna superfino. El ser humano «se
desinfla hasta quedar convertido en mero nudo de enlace entre reacciones y
funciones convencionales que se esperan de él en función de la objetividad. El
animismo había animado el mundo, el industrialismo cosifica las almas»^^ Como
se ve, para Adorno y Horkheimer el sujeto unitario, dis(;iplinado e
internamente regido sólo es correlato de la razón instrumental en un sentido
temporal; sus tesis, por tanto, no son tan diferentes de las de Foucault cuando
explica al sujeto como producto del discurso moderno^^. De todas formas, la
desintegración del sujeto en la sociedad industrial tardía significa para
Adorno y Horkheimer un proceso de regresión^''. Esto aclara el hecho de que
«Ilustración» y «razón» no vayan a dar también en el proceso destructivo de la
dialéctica que tratan de reconstruir. Adorno y Horkheimer se mantienen
firmemente en un concepto empático de ilustración, que para ellos sería un
ilustrarse la ilustración sobre sí misma, y esto significa un ilustrarse la
razón basada en la lógica de la identidad acerca de su propio carácter dominador,
y un «recordar la Naturaleza en el sujeto». Pero esto significa también que la
Ilustración sólo sabría corregirse y superarse a sí misma en el medio que le es
propio, el de la razón basada en una lógica de la identidad. Es en este sentido
en el que Adorno ha tratado de pensar hasta el final, en «Negative Dialektik»,
la crítica del «pensamiento identificador». Ahí postula una filosofía que se
vuelva en su propio medio, el conceptual, contra la tendencia cosificadora del
pensamiento conceptual; el «afán de concepto» se torna «afán de ir mediante el
concepto más allá del concepto»^^. Adorno ha tratado de precisar esta idea con
el concepto de un pensamiento «configurador», es decir, de un filosofar
«transdiscursivo sivo» del que quizás sean el ejemplo más impresionante en su
propia obra los «Minima Moralia».
Aparentemente, nos hemos alejado mucho de la
crítica psicológica del sujeto, pese a haber afirmado que la crítica de la
razón basada en la lógica de la identidad era una radicalización de aquélla. Quisiera
retomar ahora la fundamentación de tal tesis. Parece hablar en contra de esa
tesis el hecho de que Adorno y Horkheimer se atengan a la «unidad» del sí
mismo, y conciban la desintegración de ese sí mismo unitario en la sociedad
industrial tardía como un proceso de regresión. La contradición se esfuma si
por «sí mismo unitario» no entendemos el sujeto autónomo destruido por Freud,
sino más bien, en el sentido de Foucault, el correlato o producto del «discurso
de la modernidad»: una forma disciplinada y disciplinar de organización del ser
humano como ser social. Es violencia y no un acto de autoconstitución autónoma
lo que hay en el origen de ese sí mismo unitario. «La humanidad se las ha
tenido que hacer pasar terriblemente mal a sí misma hasta que se creó el sí
mismo, el carácter intencional idéntico del ser humano, y algo de aquello se
repite aún en cada infancia»^^. Muy bien hubiera podido Freud suscribir también
esta frase. La radicalización de la crítica de Freud consiste sin embargo en lo
siguiente: en oposición a Freud, Adorno y Horkheimer ponen en cuestión en
cuanto tales esa constelación de normas de racionalidad que Freud aún mantenía
firmemente >—el «carácter humano, orientado a fines, del hombre»—. Para
Adorno y Horkheimer, tales formas designan un punto de partida necesario, como
la sociedad burguesa para Marx, pero destinado a ser superado en un proceso de
autosuperación de la razón. Desde el punto de vista de la «Dialektik der
Aufklarung», aparece así en el interior del psicoanálisis un fragmento de ese
misrno racionalismo cuyo reflejo ideahsta había destruido tan tenazmente Freud.
Racionalismo, pero se podría decir que también realismo. Frente a ese realismo
de Freud, Adorno y Horkheimer ya no han sabido explicar cómo podría pensarse
entonces, como proyecto histórico, una autosuperación de la razón entendida
como ilustrarse la Ilustración sobre sí misma, toda vez que ya habían destruido
con su crítica de la razón instrumental la concepción de Marx de una superación
de esas características de la razón (burguesa). Si no lo entiendo mal, Foucault
se encontró ante un problema similar. Adorno aclara cómo entiende esa
superación de la razón recurriendo al ensamblaje de mimesis y racionahdad lo
mismo en filosofía que en la obra de
arte; pero sólo puede plantear una relación entre esto y los cambios sociales
interpretando —aporéticamente— la «síntesis sin violencia» de la obra de arte y
el lenguaje configurador de la filosofía como resplandor de una luz mesiánica
en el aquí y ahora, como apariencia que anticipa la reconciliación real. La
crítica de la razón instrumental se ve necesitada de una filosofía histórica de
la reconciliación, de una perspectiva utópica, porque de otro modo ya no sería
concebible como crítica. Pero si la historia se ha de trocar en lo otro de la
historia para poder salir del sistema de enmascaramiento de la razón
instrumental, entonces la crítica del presente histórico se convierte en una
crítica del ser histórico —forma última de la crítica teológica del valle de
lágrimas terrenal—. La crítica de la razón basada en la lógica de la identidad
parece desembocar en la alternativa entre cinismo o teología; a no ser que uno
se quisiera convertir en abogado de una jubilosa regresión o desintegración del
sí mismo sin considerar en absoluto las consecuencias: alternativa hacia la que
se orientaba Klages y que Adorno y Horkheimer quisieran evitar a toda costa. La
crítica de la razón basada en la lógica de la identidad acaba en una aporía,
porque vuelve a repetir ese «olvido del lenguaje» del racionalismo europeo que
en cierto sentido ya critica ella misma. La crítica de la razón discursiva como
razón instrumental sigue siendo en Adorno y Horkheimer secretamente
psicológica, esto es, pensada en términos intencionales, y por eso se nutre aún
calladamente del modelo de un sujeto «constituyente de sentido» que se enfrenta
en su singularidad trascendental a un mundo de objetos. Frente a lo cual, la
crítica de la lógica de la identidad toma otro sentido, como mostraré a
continuación, cuando a la lógica de la identidad no sólo se la desenmascara
psicológicamente, sino que se le sale al paso y se la interroga en términos de
filosofía del lenguaje. Entonces, incluso la razón instrumental se muestra en
el fondo como praxis comunicativa que, en cuanto constituyente de la vida del
sentido lingüístico, no admite ser reducida ni a manifestación de una
subjetividad que se sostiene a sí misma, ni tampoco de una subjetividad
constituyente del sentido. Y añadiría que tampoco puede alcanzarse la reducción
complementaria de ésa, a saber, la del sujeto a la vida propia del sentido
lingüístico o del discurso. Quisiera presentar la tercera forma de crítica del
sujeto y de la razón a la que ahora me dirijo, la de la filosofía del lenguaje,
con el nombre de «reflexión wittgensteiniana», porque es en el Wittgenstein
tardío donde se encuentra formulada por vez primera con toda nitidez
La crítica del sujeto
constituyente de sentido en la filosofía del lenguaje Aquí, se trata de la
destrucción filosófica de las concepciones racionalistas del sujeto y del
lenguaje; y en particular, de la imagen de que el sujeto sería, con sus
vivencias e intenciones, la fuente de las significaciones lingüísticas. En
lugar de lo cual se podría hablar también de una crítica de la «teoría nominal»
de la significación, en el sentido de Wittgenstein: la imagen criticada es la
de que el signo lingüístico alcanzaría significación al coordinar alguien —un
usuario del signo— algo dado —cosas, clases de cosas, vivencias, clases de
vivencias, etc.— con un signo, es decir, cuando alguien conectara un nombre con
alguna clase de significación «dada». Una teoría nominal de la significación de
ese tipo parece estar profundamente anclada en la conciencia —o incluso en la
preconciencia— de la filosofía occidental; continúa surtiendo efectos incluso
en el empirismo radical hasta Russell. Llamo «racionalista» a esta teoría del
lenguaje porque, implícita o explícitamente, descansa sobre el primado de un
sujeto que da nombre y constituye el sentido, y porque participa, nolens
volens, de una serie de idealizaciones de la tradición racionalista —en
particular de la cosificación de las significaciones como «disponibles de
antemano» [vorhanden]— que bastan para unirlas por encima de las restantes
diferencias entre racionalismo y empirismo. Naturalmente, la crítica de la
teoría racionalista del lenguaje no comienza en la filosofía lingüística-con
Wittgenstein, ni termina en él; pero creo que en cierto sentido Wittgenstein
fue su exponente más importante en nuestro siglo. El filosofar de Wittgenstein
encierra una forma nueva de escepticismo, que pone en cuestión incluso las
certezas de Hume o Descartes; la pregunta escéptica de Wittgenstein reza así:
¿Cómo puedo saber de qué hablo? ¿Cómo puedo saber qué quiero decir [meinen]?»^^.
Mediante la crítica filosófico-lingüística se destruye al sujeto como autor y
juez inapelable de sus propias intenciones de sentido. Se puede objetar en este
punto que la crítica de la que hablo es a pesar de todo un viejo tema, tanto de
la hermenéutica como del estructuralismo. En cierto sentido esa objeción es
correcta. Pero como las consecuencias que ambas escuelas sacan de la crítica a
una teoría intencional de la significación son tan radicalmente
diferentes, quisiera partir aquí de una
forma más estricta de reflexión filosófica sobre el lenguaje, como la que se
encuentra en Wittgenstein. Junto a lo cual me referiré a ciertas reflexiones de
Castoriadis que, si bien provenientes de otra tradición, se pueden entender
como reformulaciones y desarrollos de las intuiciones de Wittgenstein en
algunos puntos centrales^*. Para rechazar de antemano reducciones positivistas
del tema de que aquí se trata, hay que decir que propiamente aún no se ha
mencionado lo más importante si uno se limita a señalar que los sistemas de
signos lingüísticos son algo primario respecto al hablar y a la intencionalidad
del sujeto, y lo que los hace posibles; considerado en sí mismo, tal
descubrimiento trae consigo el germen de una nueva mistificación de la relación
de significación. Lo decisivo es más bien aclarar la relación de significación
misma, ya encarnada en todo momento en el código lingüístico, en los «juegos de
lenguaje»; una «relación» que al parecer apenas ha alcanzado a ver la filosofía
antes de Wittgenstein. Los conceptos más importantes de Wittgenstein en este
contexto son los de «regla» y «juegos de lenguaje»; o más bien, lo importante
es el nuevo uso filosófico que Wittgenstein hace de esos conceptos. Las reglas
de que aquí se trata no deben confundirse con lo que comúnmente se entiende
como reglas —constituyentes o reguladoras—; y los juegos de lenguaje no son
juegos, sino formas de vida: conjuntos de actividades lingüísticas y no
lingüísticas, de instituciones, prácticas, y significaciones que en ellas se «encarnan»
y toman cuerpo. Los conceptos de «regla» y «significación» se entretejen uno en
otro, como lo expresa el hecho de que «reglas» designa una praxis
intersubjetiva en la que alguien ha de ser adiestrado, de que las
significaciones son esencialmente abiertas, y de que, cuando se habla de la
significación de una expresión lingüística, se dota necesariamente a esa
«identidad» de la significación de un indicador de la diferencia —tanto de cara
a la relación entre lenguaje y realidad como a la relación entre hablante y
hablante—. Con ello se disuelven las significaciones como objetos de un tipo
particular: como algo ideal, o psicológico, o dado en la realidad. Pero incluso
si se entiende «significación» como una relación —«x significa Y» o «x designa
y»—, se pone de manifiesto que se trata de una relación de un tipo peculiar, un
tipo que, como ha recalcado Castoriadis, «no cabe en la lógica ni en la
ontología tradicionales»^^. Pues no es sólo que hasta la más sencilla «relación
de designación» —como por ejemplo la que «vincularía» la palabra «árbol» con
los árboles reales— ya presuponga como sistema de referencia un lenguaje, el
único en que podría ejercer de forma efectiva como «relación de designación»,
sino sobre todo que la relación misma no podría ser aclarada sin presuponerla;
lo que se presupone entonces es el imperio de una regla que no se funda en otra
cosa que en la práctica de su aplicación a una clase de casos, por principio
abierta —de tal modo que la relación de designación, en puridad, es esa misma
praxis quintaesenciada, y no una íelación entre dos elementos cualesquiera ya
«dados» e independientes entre sí. Castoriadis lo expresa de esta forma: «Esa
correspondencia, que podríamos llamar "significativa" para
diferenciarla de una correspondencia "objetiva" o "real",
obviamente no se sabría manejar sin el esquema operacional de la regla, y está
en una relación de implicación circular con ese esquema: x dehe utilizarse para
designar y, no z; y dehe ser designado con x y no con t. Ese "deber"
es un puro hecho; vulnerarlo no conlleva ninguna contradicción lógica, no es
una falta moral ni repele estéticamente... tampoco puede fundar ese
"deber" ninguna otra cosa, únicamente él mismo. Puesto que, por un
lado, las relaciones de designación no se pueden fundar en absoluto, sino a lo
sumo "aclarar" o "justificar" parcialmente en un segundo
nivel; y por otro lado, la relación de designación en cuanto tal, juntamente
con la regla que implica circularmente, sólo admite basarse en las necesidades
del legem: el legein ha de poder apoyarse en una relación de designación
aproximadamente unívoca... que sólo puede darse presuponiendo el legein»''^. Al
igual que la crítica psicológica, la crítica filosófico— lingüística de la
filosofía del sujeto conduce al descubrimiento de «lo otro de la razón» en el
seno de la razón. Pero se trata de otro «lo otro» en cada caso. Mientras en la
destrucción psicológica del sujeto se trataba del descubrimiento de fuerzas
libidinosas (y poder social) en el seno de la razón, en la destrucción
filosófico— lingüística del subjetivismo se trata del descubrimiento de un
cuasi— factum, previo a toda intencionalidad o subjetividad: sistemas
lingüísticos de significaciones, formas de vida, un mundo que en cierta forma
se nos abre lingüísticamente. Aquí no se trata de un mundo sin sujetos, sin un
sí mismo humano; se trata más bien de un mundo
en el que los hombres pueden ser o no «ellos mismos» de diferentes
maneras en cada caso. Se puede interpretar también esa comunidad siempre en
curso de realización, la de un mundo accesible lingüísticamente, como un
proceso de mutuo «entendimiento»; lo único que no es concebible es algún tipo
de «convenciones» o «consensos» que habrían de ser, exclusivamente, o
racionales o irracionales. Se trata más bien de un entendimiento mutuo que
establece la posibilidad de diferenciar entre verdadero y falso, razonable e
irrazonable (Wittgenstein, «Philosophische linter suchungen», 241 y 242: «¿O
sea, que dices que es el acuerdo entre los hombres el que decide lo que es verdadero
y lo que es falso?— Verdadero y falso, lo es lo que los hombres dicen; y es en
el lenguaje en donde los hombres se ponen de acuerdo. Eso no es un acuerdo de
opiniones [Meinungen], sino en la forma de vivir. El entendimiento mediante el
lenguaje conlleva no sólo un acuerdo en las definiciones, sino, por raro que
pueda sonar, un acuerdo en los juicios. Esto parece superar la lógica, pero no
la supera.*) Ni el objetivismo
estructuralista ni el escepticismo neoestructurahsta hacen justicia a la
intuición fundamental de Wittgenstein: el primero, porque descuida la dimensión
pragmática de una relación de significación no objetivable, y esencialmente
abierta; el último, porque ese carácter no objetivable y abierto de las
relaciones lingüísticas de significación lo relaciona con lo que de no idéntico
hay en cada uso concreto de un signo, lo cual es incontrolable. Pero la vida
del sentido lingüístico, sin embargo, no se deja reducir a la vida anónima del
código lingüístico, ni retrotraer a un incontrolable juego de diferencias. Por
lo que atañe a la primera parte de esta tesis que acabo de formular, he de
renunciar a fundamentarla aquí; en lo que atañe a la segunda parte, me
conformaré con unas pocas indicaciones. La posición que ahí critico se podría
representar, con una formulación de M.Franck, mediante la tesis de que «en base
a la posibilidad estructural de repetición... el uso de cualquier tipo
lingüístico conlleva un índice de modificación incontrolable»^^ Con ello estoy
pensando naturalmente en J. Derrida^^ Encuentro
francamente convincente, desde luego, la crítica de Derrida a una
concepción óbjetivista de la significación lingüística: la identidad de
significaciones sólo llega a constituirse en la cadena de aplicaciones de los
signos; es inherente al ser de la significación lingüística la posibilidad de
una pluralidad irreducible de formas de uso de las palabras, así como la
posibilidad, imposible de excluir, de un desplazamiento y ampliación del
sentido lingüístico. Pero sólo dando por supuesta una perspectiva
intencionalista se puede afirmar que cada uso concreto de un signo lleva un
índice de diferencia incontrolable. Si por contra se pone realmente en cuestión
esa perspectiva intencional, tal afirmación va a desembocar en un juego de
palabras con los términos «identidad» y «no identidad», al que le falta bajo
los pies el suelo de un uso con sentido de esas palabras. La ironía de las
reflexiones de Wittgenstein estaba en que la palabra «significación» remite a
la práctica de un uso lingüístico común; lo que llamamos una significación sólo
admite ser aclarada mediante el recurso a una pluralidad —factual o posible— de
situaciones de uso de un signo Ungüístico. Ciertamente, la práctica de que aquí
se trata sólo resulta accesible a partir del planteamiento performativo de los
participantes; ni la comprensión de significaciones, intenciones o textos puede
reconstruirse como conocimiento de hechos objetivos (de significación), ni el
«comprender» o «querer decir» [meinen] admiten que se los conceptúe como hechos
psicológicos objetivables. Una forma objetiva de observación sólo puede
conducir en este caso a un radical escepticismo hermeneútico que, al final,
tiene que acabar por disolver el mismo concepto de significación; no hay
respuesta a la pregunta escéptica «¿cómo puedes saber qué quieres decir?» hasta
que no tratemos de responder la pregunta partiendo desde el mismo planteamiento
óbjetivista desde el que se nos plantea. «The sceptical argument, then, remains
unanswered. There can be no such thing as meaning anything by any word. Each
new application we make is a leap in the dark; any present intention could be
interpreted so as to accord eith anything we may choose to do. So there can be
neither accord, nor conflict»^^. Con esta formulación, S. Kripke ha intentado una vez más perfilar el problema ante el que
se encontraba Wittgenstein. Pero la solución de Wittgenstein al problema, como
señala Kripke, no consiste propiamente en responder a la pregunta escéptica,
sino en rechazar el punto de partida objetivista que subyace a la misma. La
cuestión sólo admite respuesta si reflexionamos sobre el papel que desempeñan
en nuestro lenguaje el «comprender», las intenciones o la asignación de
significaciones. La disolución de la paradoja escéptica requiere un cambio de
perspectiva; al recordarnos la gramática de las palabras «significación»,
«querer decir» y «comprender», Wittgenstein deja claro al mismo tiempo que el
escepticismo hermeneútico radical pierde el suelo bajo los pies desde la
perspectiva de los participantes en el juego de lenguaje^"*. Lo que quiero
decir es esto: la palabra «significación» remite al concepto de regla, o lo que
es igual, a una forma de uso. Por eso no tiene sentido alguno la idea de que en
cada «repetición» de un signo lingüístico tiene lugar un desplazamiento
incontrolable de la significación; puesto que «ni de una sola ocasión ni de un
hombre puede seguirse una regla»^^. Pero por la misma razón tampoco se puede
pensar en gobernar esa «anarquía del sentido» reintroduciendo directamente un sujeto
«que interpreta», como ha tratado de hacer M. Frank contra Derrida. La
antítesis de Frank, según la cual «los seres humanos alcanzan las
significaciones de los signos que usan al interpretarlas en situaciones que son
específicas en cada caso (esto es, que nunca las alcanzan de una vez por
todas)», no indica ninguna salida de la posición del escéptico hermeneútico;
más bien parece una repetición de premisas que éste ya había destruido. Para
ser precisos, si se acepta que los signos lingüísticos sólo alcanzan su
correspondiente sentido específico en cada caso mediante un acto de
interpretación, se vuelve a hacer en secreto del «querer decir» fuente de las
significaciones; entonces ya resulta inconcebible cómo podría otro comprender
lo que yo «quiero decir»; y hasta resulta inconcebible que lo comprenda yo
mismo. Sólo llegamos a entender realmente el papel del «sujeto que interpreta»
y el carácter abierto de las significaciones lingüísticas si entendemos dotada
de un índice de generahdad esa innegable ampliación y modificación del sentido
lingüístico en el curso de la aplicación de reglas gramaticales. Es aquello
mismo que se modifica —las significaciones lingüísticas— lo que lleva en sí un
índice de generalidad. El nuevo uso de una palabra indica una nueva forma de
uso. La descentración del sujeto en la filosofía del lenguaje no legitima ni un
objetivismo hermeneútico ni un anarquismo hermeneutico. Menos aun, las
consecuencias irracionalistas que en ocasiones se han derivado de ella en los
círculos del postmodernismo: la crítica filosófico-lingüística no admite que se
la conecte sin más con la crítica psicológica del sujeto. La descentración
filosófica del sujeto, a diferencia de su descentración psicológica, no
significa una herida infligida a nuestro narcisismo; significa más bien el
descubrimiento de un mundo común, siempre en trance de «franqueársenos», en el
interior de la razón y del sujeto (de todas las formas posibles de sujeto). Ese
mundo que se nos franquea lingüísticamente está constituido sin embargo de otro
material, lo bastante distinto como para no admitir que se lo retrotraiga a una
economía de la libido o a una voluntad de poder. El cuerpo, la voluntad de
poder o la avidez están presentes en ese mundo, pero abiertos lingüísticamente
y susceptibles siempre de franquearse lingüísticamente. También ía violencia
está presente en ese mundo, pero asimismo como lingüísticamente abierta, y por
ello, siempre distinguible de lo diferente a ella: de la comunicación sin
violencia, del diálogo, del carácter abierto del uso, de la cooperación
voluntaria. En cierto sentido, aquí hay que reconducir las palabras a su
sentido habitual, como requería Wittgenstein; entonces se hace claro que la
filosofía del desenmascaramiento total se sigue nutriendo de la misma metafísica
racionalista que se propone destruir. Si por el contrario se devuelven por así
decir del cielo a la tierra, único lugar en que tienen su sitio, las
distinciones entre realidad y apariencia, veracidad y mentira, violencia y
diálogo, autonomía y heteronomía, entonces ya no se puede afirmar, a no ser en
el sentido de una mala metafísica, que la voluntad de verdad sea voluntad de
poder, que el diálogo sea violencia simbólica, que el discurso que se orienta
hacia la verdad sea Terror, o que la conciencia moral sea un reflejo de
violencia interiorizada; ni tampoco que el ser humano autónomo sea o bien una ficción, o un mecanismo de
autorrepresión, o un bastardo patriarcal, etc. En otras palabras: la crítica
filosóficoUngüística del racionalismo y del subjetivismo da ocasión desde luego
a reflexionar de un modo nuevo sobre la «verdad», la «justicia» o la
«autodeterminación»; pero al mismo tiempo nos hace desconfiar de quienes
nietzscheanamente pretenden tornar afirmativa la crítica psicológica del sujeto;
esto es, de los propagandistas de una nueva era que habría arrojado lejos de sí
la carga de la herencia platónica, una nueva era en que la retórica ocuparía el
lugar del argumento, la voluntad de poder el de la voluntad de verdad, el arte
de la palabra el de la teoría, y la economía de la avidez el de la moral. A uno
le entran ganas de decir que de eso ya tenemos más que suficiente.
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