La ontoteología creativa de la liberación como la recreación
del tinkuy de eternidades
Porque se debe de redeconstruir a
Aristóteles y con el toda tautología
Los hombres arcaicos entregaban a sus hijos e hijas como sacrificio para
obtener cosechas, los hombres antiguos desde Platón sacrificaban sus pulsiones
instintivas para tener conciencia y estar religados en Dios, el hombre moderno
sacrifico a Dios para tener razón y así poder controlar los fenómenos, el
hombre pos moderno sacrifico toda unidad la de Dios, la del hombre, la de la
familia , la del genero tener multiplicidad y diversidad , el hombre contemporáneo
lo ha sacrificado todo es decir toda verdad toda realidad para poder evadirse
al mundo virtual donde todo está
simulado hasta el mismo pensamiento por la inteligencia artificial, Sacrificado
todo ¿Qué más podríamos sacrificar para salir de la simulación? Pues no quedando nada que sacrificar, lo único
que toca es recrear todos los sacrificios, pero esto ¿No sería una simulación más?
Pienso que si recreamos desde la transferencia no, porque la virtualidad
justamente simula la transferencia pero esta no se da logrando una inversión o una conversión, los
avatares en la red no cambian su forma de vida porque simplemente no la tienen,
así que hacer la recreación transferencial es al mismo tiempo recrear la vida y
recrear la vida exige recrear Al ser, a Dios, al hombre es decir realizar una
redeconstrucción.
Empecemos la redeconstrucción con
una mirada del universo:
La eternidad del mundo
Por: Etienne Gilson
El universo, pues, no ha existido
siempre. Pero esta razón no es concluyente ya que aun si se concede
que una infinidad actual de seres
simultáneos es imposible, una infinidad de seres sucesivos siempre es posible
porque todo infinito considerado bajo
una forma sucesiva es, en realidad, finito por su termino presente.
El numero de las revoluciones
celestes que se habrían producido en un universo cuya duración pasada hubiera
sido eterna, seria pues hablando propiamente
un numero finito, y no habría
imposibilidad alguna de que el universo hubiera franqueado ese numero para
llegar hasta el momento presente.
Si se quiere considerar, en fin,
todas estas revoluciones tomadas en conjunto, se admitiría necesariamente que,
en un mundo que hubiera existido
siempre, ninguna entre ellas pudiera
haber sido la primera, pero todo pasaje supone dos términos, el de partida y el
de llegada; y pues en un
universo eterno faltaría el primer
termino, el problema de saber si el pasaje del primer día a día actual es
posible, ni siquiera podria
ser planteado. Seria posible
fundarse, para negar la eternidad del mundo, en la afirmación de que es
imposible agregar nada al infinito porque
todo lo que recibe alguna adición se
hace mas grande, y nada hay mas grande que el infinito. Pero si el mundo no
tiene principio ha tenido
necesariamente una duración infinita,
y no es posible agregarle ya nada. Ahora es evidente que esta aserción es
falsa, ya que cada día agrega
una revolucion celeste a las
revoluciones precedentes; el mundo puede, pues haber existido siempre. Pero la
distinción que hemos planteado
mas arriba basta para resolver esta
nueva dificultad, ya que nada impide que el infinito reciba cualquier aumento
del lado en que es, en realidad
finito. Del hecho de que se coloque
un tiempo eterno en el origen del mundo, se sigue que dicho tiempo es infinita
en su parte pasada, mas es finito
en su extremidad presente, porque el
presente es el termino del pasado. La eternidad del mundo, mirada desde este
punto de vista, no encierra, pues
ninguna imposibilidad.
A mí
me convencen los argumentos filosóficos a favor de la eternidad del universo.
Aunque la mejor objeción contra la eternidad del universo es el modelo estándar
de Friedman-Lemaître, que describe un universo que surge junto con el tiempo,
la materia, y la energía en la singularidad cosmológica inicial. Sigue siendo
el modelo predominante para la comunidad científica. Sé que el modelo estándar
no es ningún dogma y que cualquiera puede rechazarlo si quiere (hay otros
modelos), pero queda esa espinita.
Alejandra Izaro yo
no rechazo el modelo de friedman - Lemaitre, porque se basa en las ecuaciones
de Einstein, el cual son hechos científicos, Lo que sucede es que aquí Étienne
Gilson, está planteando la eternidad del mundo, filosóficamente, desde el
pasado, pero no desde el presente, porque dicho caso es adición, por lo tanto
la eternidad sería desde el pasado, aunque esto es una hipótesis, porque
recordemos que Aquino, en sus opúsculos, también no tenía problemas con la
eternidad del mundo. Pero la pregunta es ¿si aceptamos la hipótesis de la
eternidad del mundo, eso invalida lógicamente la existencia de dios? Yo pienso
que no. El hecho es que los dos pueden ser co - eternos, pero claro, la base
del universo sería dios. Eso un día lo hablé con un ateo, la verdad se fue por
otro tema.
Joel Agon La
eternidad del mundo entra en conflicto con el Dios cristiano. Aquino aceptaba
la eternidad del mundo pero él creía por fe que el mundo había sido creado por
Dios.
La
eternidad del mundo no invalida lógicamente la existencia de Dios, pues todavía
hace falta explicar la fuente del movimiento eterno. Según el ateísmo el
movimiento es autosuficiente. Según el teísmo filosófico el movimiento necesita
de un Primer Motor Inmóvil. Yo tengo un conflicto personal. Si bien el Dios de
los filósofos me parece verdadero y defendible (lo mismo que el sensus
divinitatis de Calvino), veo que ese Dios no es compatible con el Dios cristiano.
Es un conflicto interno que no sé cómo resolver.
Alejandra Izaro Menudo
conflicto, que difícil de resolver, tendrá que hacer un trabajo titánico
intelectual para reconciliación de esas dos posturas(aunque no sé si se podrá
reconciliar). Yo voy más por el teísmo filosófico y por la metafísica, por otro
lado el "dios cristiano" aún tengo muchas dudas, muchos conflictos
intelectuales, pienso que si realmente el cristianismo es la verdad, en algún
momento tendré que reconocer al sistema del tomismo como apodictico, aunque
esto también me genera mucho ruido, y conflicto. De eso se trata la búsqueda
por la verdad. Saludos.
Joel Agon A
mí también me genera conflicto el tomismo. Hay cosas que uno tiene que aceptar
por fe y eso no va conmigo. Tengo que tener algún sustento. Sigo sin poder
reconciliar (al menos en mi mente) la doctrina de la simplicidad divina que es
dogma de fe sí o sí, con el Dios de Aristóteles. Si me lo preguntan, prefiero
ser Aristotélica que tomista
Joel Agon Quise
decir, que no es compatible con la Trinidad Cristiana
Comprendo
el universo como un infinito tanto hacia el pasado como hacia el futuro y
entonces nunca hay Big bang ni hay Big crunch, lo que hay es un rebote que
impide el desgarre del universo, pero esa es una comprensión de la que no puedo
dar pruebas, ni creo que nadie pueda dar pruebas definitorias más lo importante
no es el infinito sino lo eterno, es decir lo importante no es la duración
ilimitada de algo, sino el exorcismo del tiempo para estar en la eternidad con
una comunión intensa llena de chi llena de amor , eso es lo que me interesa de
Platón en su exorcismo hay un encuentro con la idea y esta esta no religa nos
integra , en Aristóteles esa fuerza integradora se pierde y por lo mismo no
puede ser Aristotélico y mucho menos Tomista, al menos que me quede con el
tomista que manda todo a la mierda y se que disfrutando de la presencia eterna
de Dios, pero si puedo se Hegueliano porque desde mi punto de vista Hegel es
Platónico pero incorporando la guerra que en Platón se vivía , esa tensión que
veo que esta tanto en ti Joel como en Alejandra, pero la tensión se resuelve,
el problema es que aun es idea, no es existencia y ahí me vuelvo a Nietzsche
donde la inmanencia se redime en la inmanencia y se hace eterna y entonces a un
idealismo absoluto una empirismo absoluto, mas la única manera de conciliar
estas dos eternidades la encuentro en el amor cristiano un imposible que se
hace posible en Dios donde el cordero y su esposa se ama en un tinkuy eterno
Más para poder lograr las boas del cordero se necesita redeconstruir a
Aristóteles, es decir atravesarlo así de la metafísica vamos la mística y por
fin salimos de la lógica tautológica en la que se basa la ciencia para tener un
encuentro con lo real eterno.
La deuda de Occidente con Aristóteles es de tal
calibre que resulta un poco superfluo desglosarla.
Aristóteles, como ya reconociera Hegel, fue el fundador
de casi todas las disciplinas filosóficas, y de unas
cuantas no filosóficas; fue el más prodigioso
organizador del saber humano que nunca haya habido;
y fue, sobre todo, el artífice de la mayoría de nuestros
hábitos sintácticos y lógicos. Conviene señalar, puestos
en eso, que no fue la filosofía griega la que se edificó
sobre su gramática (como suele decirse a veces), sino al
revés. La gramática, en aquel tiempo, no existía. La
gramática se iría decantando sobre la filosofía; en
primer lugar sobre la filosofía platónica de la
participación.
El lugar común dice que Aristóteles trajo las
ideas de Platón del cielo a la tierra. Ello es cierto,
teniendo en cuenta algunas precisiones. Platón había
dejado al hombre enajenado en un reino abstracto de
esencias ideales. Aristóteles vuelve a dirigir la mirada
hacia el individuo concreto; pero lo hace sin renunciar
al mundo conceptual. Platón tenía razón al intentar
buscar bajo la indefinida diversidad de los fenómenos
aquellos rasgos comunes que el propio lenguaje ya
detecta. Más aún: cabe admitir que toda definición
remite a un referente extralingüístico, un eidos. Pero
este eidos, esta “idea”, esta “forma” no es una realidad
separada de lo sensible.
Digamos que hay acuerdo y desacuerdo entre
Platón y Aristóteles. Para Platón, el auténtico ser, el
ontos on, no se encuentra en lo individual sino en lo
universal. Aristóteles invierte el planteamiento, pero
con una cierta vacilación: unas veces pone el énfasis en
lo singular y otras en lo universal. Como ha explicado
Xavier Zubiri (Sobre la esencia), el Estagirita oscila entre
el camino de la predicación (logos) y el de la naturaleza
(physis). Lo real es el tode ti, lo individual concreto;
pero
cuando se trata de averiguar la esencia de ese
individual concreto procede recurrir –y ahí Aristóteles
coincide con Platón– a la predicación, al logos: ser es ser
“A”. Aunque el último sujeto sea Sócrates, cuando se
trata de averiguar la esencia de Sócrates hay que
entender que Sócrates es “un hombre”. Esta
“humanidad” contenida en Sócrates es algo así como
un sujeto dentro del sujeto, una “substancia segunda”
(deutería ousía). Cuál sea la articulación entre
substancia segunda y substancia primera es cosa que
nunca quedó clara. (De ahí arrancará, como es sabido,
el problema medieval de los universales.)
Hay pues oscilación y ambigüedad en el
pensamiento de Aristóteles. Oscilación y ambigüedad
que descubrimos en las diversas respuestas a la
cuestión “¿qué es el ser?” (tí to on); cuestión que
finalmente remite a “¿qué es la ousía?”, y que
constituye el tema principal del grupo de
investigaciones agrupadas en la Metafísica. En las partes
probablemente más antiguas de la Metafísica,
Aristóteles asegura que sólo el individuo concreto es
ousía; pero en otros pasajes se privilegia la esencia de
este individuo concreto, la “substancia segunda"; y,
finalmente, se habla de la esencia como to ti én éinai, lo
que los latinos llamarán “quiddidad” (o para ser
exactos, quo quid erat esse).
Se ha señalado que la objeción aristotélica contra
las ideas platónicas nace más de una actitud nueva
frente al mundo que de una relación dialéctica.
Digamos que, a diferencia del apasionado Platón,
Aristóteles es un hombre inemotivo y sensato, con
escaso pathos religioso, poco amigo de extremismos,
predicador de la virtud del término medio, apóstol de
un casi ingenuo optimismo basado en la idea de
naturaleza. «Todos los hombres tienden por naturaleza
a saber», reza la primera frase de la Metafísica. (Hoy
diríamos, más bien, que todos los hombres tienden por
naturaleza a evadirse, y que la inteligencia –léase a
Freud– es el órgano del autoengaño o, cuando menos,
de la autojustificación.) Ahora bien, junto a ese
Aristóteles frío y poco emocional (el Aristóteles de la
Lógica, de la Ética y de la Poética, pongo por caso), hay
también un Aristóteles apasionado por el mundo, lleno
de curiosidad científica. Aunque suela incurrir en
razonamientos sumamente abstractos, este último
Aristóteles (el de los tratados biológicos e, incluso, el de
la Física) dirige su mirada hacia lo más concreto: se
interesa por el desarrollo del pollito en el huevo, la
reproducción del tiburón, la vida de las abejas. «En
cada criatura de la naturaleza hay un no sé qué de
maravilloso», escribe en Las partes de los animales.
Por
esto, finalmente, lo real es el tode ti, el individuo
concreto, y la filosofía tiene que afrontar el hecho
primordial del movimiento.
El caso es que lo que aquí nos importa es el
esfuerzo de Aristóteles por hacer inteligible lo
individual/material sin por ello diluirlo en lo universal.
Nos importa delimitar lo que se gana con Aristóteles.
También lo que se pierde. Aristóteles concibe la ousía, la
entidad, de un modo muy distinto al de Platón.
Descrita en lenguaje aristotélico, una Idea platónica no
es otra cosa que un término predicable de un sujeto. La
Idea platónica no es verdaderamente una ousía porque
no es un “sujeto”. ¿Pero qué es lo que, en un sujeto
individual, constituye la ousía? Aquí, como señalará
Heidegger, la palabra clave de Aristóteles, la que
expresa la esencia del ser, es energeia, acto. Al rastrear
el
ser en la actualidad de una cosa y no en una idea
trascendente, Aristóteles recupera experiencias
originarias del pensamiento griego presocrático. Ha
hecho un viraje “retroprogresivo”. El ser no es algo
estático sino que es acto, acción. El problema reside en
que el marco de referencia sigue siendo platónico; y el
problema se hace tanto mayor cuanto que Aristóteles
comprende que el “acto”, la energeia, no es del todo
conceptualizable. Pero, como señalará E. Gilson (El ser y
la esencia), es característico del realismo de Aristóteles
el
que, plenamente consciente del carácter
irremediablemente dado del ser actual, no haya estado
tentado de expulsarlo de su filosofía. Como tampoco
expulsa a la potencia. El propio Aristóteles explica en
la
Metafísica que “no hay que pretender definir todas las
cosas”. De una u otra parte, Aristóteles tropieza
siempre con los límites de lo inteligible, y acaba
reconociendo que la racionalidad total no es posible;
que la realidad incluye elementos de una naturaleza
opaca al pensamiento.
Enfocado desde la referencia platónico-eleática,
la gran peculiaridad de Aristóteles reside, pues, en que
ya no descalifica a lo que se resiste al intelecto.
Parménides había expulsado de su filosofía todo lo que
caía fuera de la identidad del ser consigo mismo. Pero
al decir que el ser es y que el no-ser no es, quedaba
bloqueado el discurso, y las consecuencias serían
paradójicas: si el no-ser no es, el error que dice lo que
no es, es imposible; de ahí que los sofistas se sintieran
autorizados a decir cualquier cosa sobre cualquier cosa,
sin respetar el principio de contradicción. Platón salió
al paso de este furor relativista. Platón se interesó por el
mundo sensible, pero pensaba que el mundo sensible
no encierra en sí mismo su propio sentido: hay que
elevarse a un principio superior de entidad y
legitimidad. Aristóteles, en cambio, ya no busca este
principio fuera del mundo. Más todavía: Aristóteles
arranca de la aceptación del mundo. Las explicaciones
y los principios vendrán luego –cuando lleguen, que no
siempre llegan. Porque Aristóteles no se interesa
mucho por el origen del mundo. El mundo está ahí, y
eso es suficiente.
Es, por consiguiente, el punto de partida lo
primero que separa a Aristóteles de Platón. Es la
primacía de “lo dado”. Así se entiende que la objeción
fundamental contra la doctrina de las ideas sea la
indiferencia radical de la ousía platónica al mundo de
las cosas concretas. Las Ideas –escribe explícitamente en
la Metafísica– no pueden ser causa de ningún
movimiento. «Decir que las Ideas son paradigmas, y
que de ellas participan las otras cosas, es pronunciar
palabras vacuas y crear meras metáforas poéticas.» He
aquí lo decisivo: hacer del movimiento una forma del
ser. Escribe Zubiri (Naturaleza, Historia, Dios) que
«Aristóteles es, en la historia del pensamiento humano,
el primero y el último en haber concebido
ontológicamente el movimiento». Más todavía –y eso lo
subrayó Ortega–: no sólo el movimiento es ser, sino que
el mismo ser es movimiento (en todo caso, acto).
El movimiento había sido la gran aporía de los
primeros filósofos. El cambio era ininteligible. Había
una contradicción entre el carácter eterno y permanente
de las ideas y la fugacidad de las cosas sensibles. Si lo
inteligible era lo inmutable, ¿cómo pensar lo mutable?
Los pitagóricos y los atomistas coincidieron en pensar
que lo inteligible tenía que ser algo expresable en
términos matemáticos. Ésta era también la idea
expuesta por Platón en el Timeo. Pero no se conseguía
“racionalizar” el cambio y el movimiento. Y esto fue lo
que realizó Aristóteles, aunque sin salirse de un cierto
paradigma platónico.
El paso siguiente, la matematización del
movimiento prescindiendo de la naturaleza del móvil,
no se produciría hasta al cabo de dos milenios. Pero
todavía la dinámica de Newton implicaba un concepto
reversible del tiempo que anulaba la diferencia entre
pasado y futuro. Habría que esperar a la
termodinámica del siglo XIX para poder definir, al fin,
a la naturaleza en términos de devenir. Y sin embargo,
como apunta F.D. Peat, el descubrimiento del tiempo
irreversible –en sus formas optimista o pesimista:
evolución o entropía–no logró disuadir a los físicos de
que, en los niveles más básicos de la materia, el tiempo
era reversible. Esta convicción surge de la
reversibilidad temporal de las ecuaciones lineales que
describen el movimiento de las partículas elementales.
Pero ya en pleno siglo XX se descubrirán los fenómenos
de autoorganización que tienen lugar lejos del
equilibrio. Según I. Prigogine, la irreversibilidad es
constitutiva de la naturaleza. Un proceso que circule en
la dirección inversa del tiempo, no sólo es improbable
(como ya había dicho Boltzmann), sino infinitamente
improbable. La naturaleza real es siempre entrópica,
turbulenta e irreversible. Pero la entropía no es tan
exclusivamente nefasta como pensara Clausius: de ella
pueden surgir las estructuras disipativas. (Más todavía:
cabe pensar que el segundo principio de la
termodinámica es sólo un caso especial, la excepción,
dentro de una ley más general de crecimiento de la
complejidad.) La naturaleza es creativa. Y así se está
gestando hoy, como ya dije, un nuevo cambio de
sensibilidad. Frente al atavismo platónico-eleático que
considera que lo eterno es lo racional y el cambio lo
irracional, se nos ocurre plantearlo al revés. ¿No hay
precisamente un plus de racionalidad en el cambio, y
particularmente en el cambio por excelencia, que es el
cambio creativo? ¿No es la creatividad lo más racional,
aunque esa racionalidad nos sobrepase? El viejo
paradigma reducía el movimiento al reposo, la
inteligibilidad a la tautología, el tiempo (reversible) a
su representación espacial. El nuevo paradigma se
construye sobre una temporalidad irreversible,
portadora de novedad, imprevisibilidad,
autoorganización. Más aún: las mismas leyes de la
naturaleza, incluidas las leyes de la física, no están
eternamente dadas; ellas evolucionan, igual que
evoluciona la natura. A medida que las cosas se
complican, acontecen bifurcaciones y emergen leyes
nuevas. Complejidad es la palabra clave. La idea de
simplicidad se desmorona. Los sistemas complejos
–tanto caóticos como ordenados– imprimen al tiempo
una dirección y son esencialmente creativos. En las
leyes de la imprevisibilidad, el caos y el tiempo –no en
las leyes mecánicas de la dinámica clásica– reside el
secreto de la creatividad de la natura. Una natura que
es una nueva versión de la physis presocrática.
Con un talante muy “terrestre”, Aristóteles
quiere entender el movimiento, y lo universal, desde la
cosa misma. La cosa misma es la ousía, la primera de las
categorías. Pero el ser no se agota en la ousía. «El ser se
dice de muchas maneras.» Ser blanco, estar sentado,
pasearse no son propiamente ousía; pero tampoco son
no-ser. Por no haberlo comprendido así, los eleatas
cayeron prisioneros de sus paradojas. Tuvieron que
negar el movimiento.
Bien es cierto que Platón, en su ancianidad, ya se
había visto forzado a reconocer que el movimiento es
una forma (eidos) del ser. Pero Aristóteles trata de
capturar el movimiento en sí mismo y desde nuevos
supuestos ontológicos. Este tema, la recuperación
intelectual del movimiento, preside los libros centrales
de la Física. Naturalmente, Aristóteles es un autor
griego. Y griego del siglo IV a.C. Inevitablemente
platónico, Aristóteles padece el movimiento como una
imperfección. Ahora bien, a diferencia de su maestro, la
“imperfección” del movimiento no remite, en
Aristóteles, a la separación entre las ideas y la realidad
sensible, sino a una escisión en el ser, en el ser móvil.
Esta escisión, esta fisura, configura el campo de
problematicidad aristotélico. Toda la ontología, y hasta
la metafísica, de Aristóteles arranca del problema
“físico” del movimiento. Incluso el Primer Motor es
concebido negativamente a partir de la experiencia del
movimiento. El movimiento, dice
Aristóteles, hace salir al ser de sí mismo,
impidiéndole ser únicamente esencia, substancia,
entidad (ousía), y forzándole a ser también sus
accidentes. La vivencia peculiar que tiene Aristóteles
del movimiento le empuja a ampliar el lenguaje sobre
el ser en una pluralidad de significaciones. Estas
significaciones son las categorías, la substancia, los
accidentes, el ser en potencia, el ser en acto, etcétera.
Ya he dicho que, en cierto modo, Aristóteles
recupera el sentido arcaico de la palabra physis, que
tenía una connotación de crecimiento, brotar, salir a la
luz. (En Platón, este “salir a la luz” había quedado
estáticamente fijado, como en una fotografía, en el eidos,
en el aspecto eterno y puntual.) Aristóteles es un
filósofo del “llegar a ser”, donde el movimiento es
precisamente «entelequia de lo que es dínamei en cuanto
que es dínamei» (definición celebérrima que figura en el
Libro III de la Física). La flor es en potencia el fruto;
con
el nacimiento del fruto perece la flor. Aristóteles
recupera así un cierto sentido violento del logos, el
mismo que tuviera Heráclito, el mismo que preconizará
Heidegger. Esa violencia, tensión o “dinamismo” es la
que configura al aristotelismo como una gran filosofía
de la finitud.
El no-ser que había sido expulsado por
Parménides se reincorpora plenamente a lo real.
Porque la dínamis, que es el modo aristotélico de
entender el no-ser, también pertenece a lo real. Ello es
que el punto de partida de Aristóteles es una vivencia
esencialmente dinámica de lo real, y no se puede tener
un pensamiento de “lo dinámico” sin introducir de
algún modo el no-ser relativo, la finitud. Cambiar es
siempre morir. Morir y renacer. Aristóteles lo dice
expresamente: «llegar a ser es dejar de ser».
Aristóteles no define la potencia, como tampoco
define al acto. Lo que hace es situarla en función del
movimiento. A lo sumo cabe decir que la potencia es un
principio de la mutación en otro en cuanto que es otro:
arjé metabolés en allo é allo (Metafísica). Aristóteles
distingue entre potencia activa y potencia pasiva. (Los
escolásticos, sobre todo los tomistas, echarán mano de
esa distinción al tratar de explicar filosóficamente el
tema de la creación.) Advertimos en todo ello un
esfuerzo, casi supraintelectual, por captar lo dinámico
en sí mismo, más allá de las descomposiciones a que
obliga la lógica. Aristóteles tiene un talante de zoólogo
profesional e introduce las nociones de finalidad,
deseo, atracción. El pensamiento es movido por lo
pensado. Forma es aquello hacia lo cual tiende lo
indeterminado. El primer motor mueve
(permaneciendo inmóvil) como un ser deseado. El
movimiento, como acto imperfecto, es, en tanto que
movimiento, una aspiración a la perfección. Pero esta
aspiración tiene una consistencia en sí misma. Por su
misma relación al acto, la potencia es deseo. Se percibe
un aliento muy contemporáneo cuando leemos en la
Física que «la materia es el lugar del deseo».
Lo que ocurre es que este deseo se explica –lo
mismo que en Platón– “desde arriba”, y esa explicación
desde arriba es la famosa causa final. Hay una fidelidad
de Aristóteles al espíritu del platonismo cuando da
primacía a lo supra sobre lo infra, cuando considera que
el acto es anterior a la potencia (próteron energeia
dinameos esti). «Sólo porque puede actuar es la potencia
una potencia», leemos en la Metafísica. Pero no existe
nada puramente potencial, ni –descartando al Acto
Puro– puramente actual. Lo real es siempre mixto, es
decir, intrínsecamente finito.
Volvemos al meollo de la oposición a Platón, la
famosa crítica de chorismós. El eidos no reside en un
cielo inteligible. Para Aristóteles, lo más real de una
cosa, es decir, la cosa misma, es la ousía. Pero la ousía es
presencia concreta. No basta el eidos para que la ousía
sea ousía. Antes que el eidos está el tode ti. Primero es
este caballo, luego viene la “caballidad”. Pero ambos,
caballo y “caballidad” pertenecen a la ousía.
Bien mirado, lo que más diferencia a Aristóteles
de Platón es un uso diferente del logos. Aristóteles no se
cansa de decir que el eidos, que pertenece esencialmente
a la ousía, no basta para determinarla como tal ousía. El
eidos es coextensivo con el tode ti, con la presencia
fáctica e individual. ¿Pero se trata de una mera
presencia fáctica? En el libro II de la Física, Aristóteles
aclara –excepcionalmente– que el eidos del cual está
hablando no es el eidos platónico: no es el eidos separado
sino kata ton logon, según el logos. ¿Qué logos? No el de
la lógica, o, en todo caso, no únicamente el de la lógica,
sino –como dice Heidegger– el de la palabra que hace
hablar al ser. De acuerdo con Beaufret, el tode ti de
Aristóteles no es, pues, un hecho bruto sino un
“pensamiento griego” donde vibra ya la diferencia
entre el ser y el ente. El ser está más presente al ente en
el tode ti que en el eidos.
Conviene insistir en que todo lo que dijo
Aristóteles debe ser entendido en griego. Hay por
ejemplo una sinonimia entre energeia y entelequia,
remate del ergon y del telos; y de ahí –como señala
Beaufret– la mala traducción de energeia por actus, un
vocablo que encierra todas las connotaciones activas
del poderío romano, pero que tiene poco que ver con la
sobriedad fenomenológica de los griegos. La misma
tradición latina ha traducido ousías unas veces por
esencia y otras por substancia. Etimológicamente, ousía
significa entidad. También cabe la combinación de
esencia substancial. Pero ninguna de estas traducciones
es inocente.
El caso es que toda cautela es poca cuando se
procede a traducir los grandes términos de la filosofía
griega y, muy en especial, de la aristotélica. Aristóteles
dijo muchas cosas “por primera vez”. Aristóteles
sostuvo un formidable forcejeo verbal con la realidad, y
a través de este forcejeo se decantó un lenguaje y una
estructura gramatical, el cual lenguaje y la cual
estructura se convirtieron más tarde –por la vía de
sucesivas transformaciones/deformaciones lingüísticas
e ideológicas– en el referente común del saber
occidental. Esto explica la tendencia a considerar a la
filosofía aristotélica como una obra de mero “sentido
común”, cuando no como una trivialidad. En rigor, lo
que hoy nos parece una trivialidad fue en su día un
descubrimiento gigantesco. El ejemplo más obvio es la
prodigiosa regla de que toda proposición comporta un
sujeto, un verbo y un atributo. O el paso de la dialéctica
platónica a la lógica aristotélica, cuya tesis fundamental
es que todo razonamiento correcto procede de la
aplicación sistemática de un número limitado de reglas.
En lo que hace al problema del cambio, ya hemos visto
que Parménides y sus sucesores habían pretendido que
el cambio no es posible pues implica un tránsito del
no-ser al ser. Aristóteles replica que «el ser se dice
de
muchas maneras» y que en el cambio se pasa del ser en
potencia al ser en acto. El acto en virtud del cual cada
ousía es lo que es, puede entenderse como actuación
(energeia) o como actualidad (entelequia). De este modo
Aristóteles sutiliza el análisis de los eleáticos y pone de
manifiesto lo que estaba latente en el lenguaje mismo.
Es cierto, pues, que Aristóteles es un filósofo que
no va nunca en contra del sentido común; pero la razón
es sencilla: lo que llamamos sentido común es,
precisamente, la construcción aristotélica de la realidad.
Prueba de ello es que el llamado sentido común
tampoco puede privilegiarse: es un código como
cualquier otro. Einstein, llegado un momento, deja a un
lado el sentido común y nadie le discute. Alfred
Korzybski pedía una lógica no aristotélica y reclamaba
educadores no aristotélicos para desarrollar todas las
virtualidades del psiquismo humano y adaptar nuestro
lenguaje a la nueva ciencia. En todo caso, la
construcción aristotélica de la realidad no puede
separarse del refinamiento analítico a que el filósofo
somete a la lengua griega. Aristóteles es, ante todo, un
filósofo griego. Y ya digo que la versión al latín
imperial primero, y al latín escolástico después, de los
principales conceptos de la lengua de Aristóteles ha
supuesto un empobrecimiento, cuando no una traición.
Las nociones de energeia, entelequia, dínamis, ousía, tode
ti, logos, telos, etcétera, no son estrictamente
traducibles.
La latinización de estos términos, primero en la época
de Cicerón y luego durante la Edad Media cristiana, los
sitúa en marcos filológicos e ideológicos distintos, en
contextos culturales nuevos.
Volviendo a lo que íbamos. Aristóteles penetra
en el margen de la finitud, y combina la fuerza
“caótica” del deseo con la aspiración al orden. Y todo
esto lo produce en la misma substancia material. Es
característico de Aristóteles que incluso para designar
lo inalterable de una substancia, para designar la
esencia necesaria e intemporal, utilice una fórmula
temporal. La esencia es to ti én éinai (traducción latina:
quod quid erat esse), aquello que hace a un ente continuar
siendo lo que era, una especie de “memoria” –casi una
resonanciamórfica, que diría Rupert Sheldrake. De este
modo Aristóteles replantea el problema platónico
desde un nivel intramundano, preocupado por la
racionalidad del mundo mutable y temporal. La
separación, la fisura que Platón, y antes que él
Parménides, estableciera entre las realidades
inmutables e inteligibles y las realidades cambiantes y
materiales, deviene en Aristóteles interior a la propia
ousía sensible. Esta fisura se resuelve a través de la
tensión misma que discurre entre materia y forma,
potencia y acto.
Es la tensión de la finitud.
Una finitud que no se discute; sólo se asume.
Quiere decirse que si Aristóteles está de acuerdo con
Platón al considerar al asombro (zaumazein) como el
punto de partida del filosofar, este asombro no le
conduce a problematizar la realidad entera. Todavía
Platón se preguntaba por qué el mundo es lo que es
–puesto que el mundo no contiene en sí mismo su
propio sentido– y buscaba, en consecuencia, un
principio superior de entidad y legitimidad. Para
Aristóteles el mundo se asume tal como es. «Buscar por
qué una cosa es ella misma, no es buscar nada», leemos
en el libro séptimo de la Metafísica. El mundo (y el
orden del mundo) es un dato primario. Sólo se trata de
percibirlo y analizarlo. En este sentido, Aristóteles
–aparentemente– es menos radical que Platón. En
general, el asombro griego no remite al anonadamiento
(Nichtung), la extrañeza ante el Dasein, el sentimiento de
que el ente es un “completamente otro” que se destaca
sobre el fondo de la nada. Aristóteles no se plantea,
como tampoco lo hizo el pensamiento griego en su
conjunto, la cuestión de por qué hay ser en vez de nada.
Fuera del contexto judeocristiano de la creación ex
nihilo, las cosas existen por definición. La famosa
pregunta de Leibniz y Heidegger no cabe.
La pregunta de Aristóteles es menos radical,
aunque no menos extraña e innovadora. Aristóteles
plantea ¿qué es el ser?, y, como ha señalado Pierre
Aubenque, el problema que subyace en esta pregunta
es el menos natural de todos los problemas, aquél que
el sentido común nunca plantea, el que ni la filosofía
prearistotélica ni la tradición inmediatamente posterior
abordan, el que las tradiciones no occidentales tampoco
afrontan. (Por ejemplo, el verbo ser tiene un alcance
meramente gramatical en sánscrito; no cabe una
metafísica del ser en el hinduismo. Tampoco existe, en
chino clásico, un término que corresponda a la palabra
“ser”, ni bajo forma de infinitivo ni como substantivo.
Podríamos decir que, para los chinos, el ser es siempre
ser en situación; que el sein es siempre dasein.) Lo que
ocurre es que, insertos como estamos en el pensamiento
aristotélico del ser –aunque sólo sea porque se refleja en
nuestra gramática y en nuestro lenguaje de inspiración
aristotélico–, no sabemos ya advertir lo que había de
asombroso en la pregunta ¿qué es el ser?
Ahora bien, lo más significativo es que, de
hecho, Aristóteles no responde nunca a la pregunta, y
en ello es fiel a las primeras intuiciones de la filosofía
arcaica. La experiencia del sentido del ser se expresa en
la ousía que ya es parousía. Según Heidegger, ser quiere
decir, para los griegos, presencia (Anwesenheit). Pero la
presencia sólo es presencia en cuanto permanece
inexplicada. El propio Heidegger (lo recuerda
Escohotado en El espíritu de la comedia) cita los famosos
versos de Angelus Silesius: «la rosa es sin por qué». Es
decir, la rosa es. Sin supeditación a ninguna idea previa
que la defina. Bien mirado, Aristóteles no recurre a
ningún Demiurgo porque atisba el enigma último de lo
real, su facticidad absoluta. Quiere decirse que si
Aristóteles, filósofo de la finitud, no busca una
explicación al mundo –a la realidad– es porque sabe
que, en el fondo, tal explicación no existe. Dejar en
aporía la cuestión del origen es el mínimo respeto
intelectual que el origen merece.
Hoy diríamos que ninguna ciencia puede
resolver, desde sí misma, el problema de su propia
verdad; que ninguna teoría puede encontrar en sí
misma su propia prueba (lo cual deja siempre una
brecha, una insuficiencia que es “apertura"); que
ningún sistema puede probar los axiomas en que se
basa (Gödel); que ningún sistema semántico dispone de
los medios necesarios para autoexplicarse (Tarski); que
sólo lograríamos saber algo del mundo en su totalidad
si pudiéramos salir fuera de él (Wittgenstein). He aquí
la cautela y la hondura de toda filosofía de la finitud.
Podemos, por tanto, reconsiderar lo dicho más
arriba a propósito de que el asombro aristotélico es
menos radical que el asombro platónico. Al final resulta
que la diferencia es más de actitud que de profundidad.
Al no dar una respuesta definitiva a la cuestión del ser,
Aristóteles resulta tanto o más profundo que su
maestro.
«Lo esencial es lo invisible», escribió
(aproximadamente) Antoine de Saint-Exupéry, que no
sabemos si había leído el Fedón. Aristóteles, fiel a su
sobriedad, está en otra onda. Aristóteles capta el
enigma del ser, pero de algún modo su ontología reside
en su física y no en un “más allá” de la física. Al
devolver las ideas al mundo, Aristóteles se sitúa en la
genealogía de un Marx, de un Piaget, de un Freud.
Aristóteles es un filósofo esencialmente intramundano.
La explicación del ente debe encontrarse incluida en el
mismo ámbito del ente. Encontramos muy poca
teología, muy poco hinduismo en Aristóteles. Suele
admitirse que hay una triple dimensión en la metafísica
aristotélica: la ontológica, resultado de definir la
metafísica como ciencia del ente en cuanto ente; la
teológica, que se refiere al ente supremo; la
substancialista, por considerar que el ente es, ante todo,
ousía. También se ha escrito que Aristóteles descubre la
ontología para, enseguida, dejarse llevar por la
cosmología. Digamos que lo que a Aristóteles le
importa son las condiciones en virtud de las cuales el
ente es. Estas condiciones (ontológicas) son las causas y
los principios. Bien mirado, la metafísica no es para
Aristóteles tanto la ciencia del ser como la ciencia de
aquello que hace que las cosas sean.
En cuanto a la substancia inmóvil, acto puro o
Dios, no es, en el contexto aristotélico, más que un
postulado que procede de aplicar el principio de
causalidad a la eternidad del movimiento celeste.
(Puesto que nada se mueve a sí mismo, incluidas las
estrellas, hará falta postular algo, que esté fuera de
todo, que mueva al universo; pero este algo, al estar
fuera del universo, no será material, y al no ser material
no será móvil. Luego será el Primer Motor Inmóvil.) El
propio Aristóteles, en la época en que escribió el
tratado Sobre el cielo, abandonó la hipótesis del Primer
Motor. Y aunque luego volvió a ella, siempre tuvo un
cierto tono emocional, el resabio todavía platónico de
admitir una forma inmaterial separada. Algo ajeno al
talante general del aristotelismo. Con todos los respetos
para Jaeger, la teología del Motor Inmóvil parece, pues,
poco relevante. En rigor, la llamada teología aristotélica
es sólo la culminación de una visión orgánica y
ordenada de los entes. El cosmos viene atravesado por
una corriente de finalidad que reconcilia al mundo
sublunar con el mundo celeste. La fisura se regenera
por la vía de la jerarquía y la finalidad.
Digamos que la teología del libro XII de la
Metafísica sólo es relevante en un cierto orden
especulativo: lo divino, el acto puro, es más un
principio que un ente por encima de los entes. Dios no
puede ser llamado ser en el mismo sentido que las
cosas reales de que trata la Física. Bien mirado, poco
cambia en el sistema aristotélico si suprimimos a ese
Dios, puro intelecto, noésis noéseos, que en nada se
ocupa del mundo y de los hombres. Ese Dios es casi un
adorno especulativo para rematar la pirámide.
Religiosamente considerado, es un Dios sin vida. Y
también aquí la diferencia entre Aristóteles y su
maestro es muy significativa. Mientras para Platón lo
divino es algo que se sitúa de entrada, algo dado en una
experiencia cuasi mística, para Aristóteles lo divino
viene al final, como remate de un razonamiento
especulativo.
Ello es que Aristóteles arranca de la finitud,
finge asumir que todo es finito y, a partir de aquí, finge
también que encuentra un Ser Necesario. No de modo
muy distinto procederá santo Tomás de Aquino. A
Dios hay que probarlo; si es evidente per se, no lo es
quoad nos. (San Agustín, en cambio, nunca pensó que
hubiese que demostrar la existencia de Dios, pues la
misma luz de la demostración procede ya de Dios.)
Para compensar su progresivo raquitismo místico, la
teología cristiana introducirá “la luz de la Revelación”,
y cubrirá con diversos y peyorativos rótulos –que van
de “ontologismo” a “panteísmo"– a quienes tanteen
en
la dirección de una experiencia previa y más originaria.
La gran inflexión de Aristóteles es, pues, la de
una filosofía de la finitud, la limitación y la
contingencia en relación al pathos inicial (que algunos
llaman monista) del Ser Uno y Necesario. Aristóteles es
esencialmente un filósofo intramundano que neutraliza
por todas partes el vértigo de la infinitud. (A Meliso,
que defendía un infinito actual, lo trata con
displicencia: un infinito actual sería una contradicción.)
Aristóteles perfecciona un gran sistema de anestesia,
toda vez que la vivencia –mística– de lo infinito nos
aniquilaría. Aristóteles ha olvidado la extraña
capacidad del animal humano para alcanzar el éxtasis.
Con Aristóteles, en fin, se ha perdido misterio y
trascendencia. Ahora bien, se ha ganado una
comprensión infinitamente más precisa del mundo
sensible y contingente.
Veamos. La metafísica latente en Parménides y
en sus antecesores remitía a una especie de sentimiento
general de que las cosas son como son porque
necesariamente tienen que ser como son; y que las cosas
suceden porque no tienen más remedio que suceder. La
necesidad, el Hado, los dioses, no eran conceptos
equivalentes, pero venían secretamente emparentados.
El propio Platón, cuando dice que algo verdaderamente
es, quiere significar que su naturaleza es a la vez
necesaria e inteligible. La famosa escuela de Megara era
ya del todo radical: una cosa sólo puede actuar cuando
realmente actúa, y, en consecuencia, cuando algo no se
hace es que no podía hacerse.
Pues bien, Aristóteles (que cita expresamente a
los de Megara) se separa de todo ese fatalismo
filosófico y diseña un espacio intelectual donde hay
cabida para lo contingente, para lo que ocurre
pudiendo no haber ocurrido, incluso para el azar. Es el
meollo de la doctrina del acto y la potencia. Aristóteles
entiende que toda multiplicidad, todo devenir, toda
mutación y toda contingencia suponen una mezcla de
acto y potencia. Aristóteles ha dado un paso decisivo
en dirección a la finitud, la libertad, el pluralismo, el
dinamismo, la contingencia. El ser, además de uno, es
múltiple; además de necesario, contingente; además de
inteligible, mutable. Las cosas son como son, pero
podrían haber sido de otro modo. Ocurre lo que ocurre,
pero podría no haber ocurrido.
En este orden de consideraciones, el gran
precedente de Aristóteles fue Demócrito, autor de la
famosa frase: «todo ocurre por azar y por necesidad».
Pero Demócrito dejó sin explicar cómo coexisten, en el
mundo real, el azar y la necesidad.
Aristóteles, filósofo de la finitud y del mundo
perecedero, establece, en contrapartida, las reglas del
juego de la racionalidad intramundana. Todo el mundo
sabe que los griegos fueron unos grandes,
empedernidos habladores. Se ha dicho incluso que,
para ellos, pensar significaba charlar. A lo largo de los
siglos, el genio verbal de los griegos les había
conducido a la paradoja, hacia la erística, hacia la
dialéctica. Platón, en el Teeteto, caracterizó el acto de
pensar como igual al acto de hablar, o, más
exactamente, al diálogo del alma consigo misma.
Aristóteles coincide con Platón en que solamente un
saber de lo universal puede ser un saber verdadero. Lo
que ocurre es que una ciencia de lo universal no puede
quedarse en mera dialéctica. Hay que alcanzar un
método, un instrumento, que sea formalmente
universal y materialmente aplicable a todos los entes.
He aquí el Organon, la lógica, los analíticos. Las famosas
categorías no son ya los “géneros sumos” de Platón sino
un recurso lingüístico más entrecruzado con la realidad
mundana, un intento de llevar a concordancia la
realidad con el discurso a través de las
determinaciones. Hay un cierto espíritu jurídico en ello.
Las categorías proceden de un verbo que significa algo
así como “acusar” a un sujeto por apropiación de un
predicado. Las categorías son los modos como el ser se
predica de las cosas. O las cosas se apropian del ser. El
lugar de esa predicación, o “acusación”, es la
proposición. La proposición es la célula del discurso
regenerador que relaciona todo con todo.
Después de Aristóteles se podrá ser realista,
nominalista, kantiano, idealista, materialista, pero el
planteamiento clásico de la racionalidad intramundana
ha sido instaurado ya. Las categorías podrán
entenderse como flexiones del ser, signos, actividad del
entendimiento, determinaciones del pensamiento,
existenciarios, pero su uso implica que los límites de lo
que importa definen la importancia de los límites. Y
por encima de todo: que es posible que algo se
manifieste como siendo algo; que es posible “una
ciertacomposición” (sinthesis tis), un cierto uso copulativo del
verbo ser, un uso que desvela la consistencia absoluta de
lo inconsistente.
Aristóteles ha inventado la lógica formal,
legándola, casi perfecta, a la posterioridad. Es una
lógica que permanecerá incólume hasta Kant y, en
cierto modo, hasta Frege. Ahora bien, la lógica de
Aristóteles es ontológica. El logos dice lo que las cosas
son. Los conceptos, las categorías, los silogismos, todo
expresa el mismo encadenamiento que existe en la
realidad. Aristóteles representa así la definitiva
perpetuación de la fisura y la disociación. El lenguaje,
hecho de separaciones, refleja una realidad hecha de
separaciones. El sujeto está siempre separado del
predicado. Las acciones se hacen siempre pensando en
una finalidad (nunca por el placer de sí mismas), y así
sucesivamente. Todo lo cual tendrá consecuencias a la
vez fecundas y nefastas. Particularmente nefasta será,
como digo, la generalización del principio de finalidad,
la separación entre los medios y los fines, un asfixiante
sentido jurídico de la existencia. Se da la paradoja de
que Aristóteles, el filósofo que más ha criticado el
chorismós de su maestro, se instala ya cómodamente en
un nuevo y más sofisticado chorismós, el que procede
del lenguaje mismo, el que más nos aleja del gozo
inmanente de vivir. El gran analista ha quedado
encerrado en su propia red de análisis y en la
sofisticación de su lenguaje. El lenguaje se hace
autónomo, y de esta autonomía se nutrirá la ciencia. El
coste es la fragmentación de lo real. Y por esto ha escrito Norman Brown (Love’s body) que «no es
en la
esquizofrenia sino en la normalidad donde la mente se
halla dividida». La crisis de la lucidez vendrá con la
conciencia de que el lenguaje no sólo se usa para
describir al mundo sino para describirse a sí mismo; lo
cual conduce, finalmente, a afirmaciones
autorreferenciales que son puras paradojas. La apertura
a lo místico se produce entonces en la misma medida
en que no somos capaces de salir de nuestra mente con
nuestra mente.
Ello es que se comienza en Aristóteles y se
continúa en Tarski y Gödel. Para terminar en Lao-tzu y
la doctrina del wuwei. Puesto que es imposible agarrar
la mente con la mente, dejemos fluir al Tao.
Liberémonos de la cultura para recuperar la natura.
Precisamente la “iluminación” se produce cuando uno
se da cuenta de que el intento de trascenderse
racionalmente a sí mismo es, a la vez, innecesario e
imposible. Recordemos así la lección central del
budismo Zen, heredero del taoísmo, donde se guía al
principiante hasta el punto en que éste se abandona, y
en el mismo abandono supera la trampa (la fisura, la
disociación sujeto/objeto) de la finitud. Según se mire,
los famosos koans del Zen son un ejemplo del teorema
de Gödel en acción: la mente discursiva pensando sobre
sí misma y frustrándose.
Pero hay también otra previa y concomitante
enajenación en el aristotelismo. Ya hemos visto que la
lógica del Estagirita es ontológica, que el logos dice lo
que las cosas son. Desde Parménides, los griegos daban
vueltas en torno al ser. Porque habían encontrado en el
ser –ese verbo púdicamente calificado de “auxiliar” por
los gramáticos– algo insubstituible: una noción que lo
englobaba todo y que, al mismo tiempo, hacía posible
el pensar. “A es A”, “A es B”, “A es”.
Plurifuncionalidad y polisemia del verbo ser que ya fue
tratada por Platón en el Sofista. Aristóteles establece la
regla de que toda proposición comporta un sujeto, un
verbo y un atributo; y sugiere que toda proposición
pueda ser transformada en una proposición con el
verbo ser. Aristóteles formula así el código
fundamental de las lenguas indoeuropeas, y
perfecciona la opción parmenideana. Una opción que
pudo haber sido otra. Como lo ha señalado Benveniste
(Problèmes de linguistique générale), hay lenguas
(africanas, por ejemplo) en las que el verbo ser, tan
propio de las lenguas indoeuropeas, se refracta en
múltiples verbos. Más aún: el verbo ser «n’est nullement
une nécessité de toute langue». Ahora bien, como escribe
Pierre Aubenque, si algo caracteriza a la filosofía –y yo
añadiría, a toda la cultura occidental– es esa opción por
el ser, por lo ontológico. En este contexto, Aristóteles es
el gran perfeccionador de la opción más característica
de los griegos, una opción que hace posible la ciencia,
una opción que tiene también su inmensa sombra.
He dicho más atrás que lo que en este apunte
nos concierne es delimitar lo que con Aristóteles se
gana. También lo que se pierde. Aristóteles es el remate
del gran exorcismo griego y el continuador del gran
camino de la ciencia. Aristóteles no fue responsable
del
“aristotelismo” dogmático que durante siglos retrasó la
evolución científica. La filosofía de las formas
substanciales hubiese podido superarse mucho antes.
Por otra parte, hay un retorno a Aristóteles en la misma
ciencia actual. Hoy sabemos, por ejemplo, que el
paradigma atomista de una materia compuesta por
partículas elementales no se sostiene.
Las tales supuestas partículas se crean, se
aniquilan y se transforman constantemente. ¿Qué
permanece en esta verdadera danza de Shiva, aparte la
conservación de ciertos números cuánticos? Como ha
recordado Jesús Mosterín, lo que permanece es, más
bien, algo parecido a la materia primera de Aristóteles.
El caso es que la opción de Aristóteles es la opción de la
ciencia. Ahora bien, lo que aquí me importa señalar es
el inmenso precio pagado por esta opción, por esta
colonización y exorcismo, por este rito de la ciencia.
Pudiera hablarse de un gigantesco ensimismamiento.
Veamos. Dije antes que la ontología de Platón
está en la misma línea que la de Parménides.
Aristóteles tiene un talante distinto; Aristóteles sofistica
el lenguaje, hace posible un primer tratamiento formal
de la realidad sensible, construye una filosofía de la
finitud. Ahora bien, Aristóteles sigue siendo fiel a la
opción de Parménides, es decir, al planteamiento
general de toda ontología, en la medida en que
“categoriza” al ser y hace que se desarrolle el logos, ese
mismo logos que hará posible la dominación de la
natura por la vía de la ciencia y de la técnica. Y el caso
es que, a pesar de los éxitos de esa ciencia y de esa
técnica surgida del logos, la gran pregunta –sobre todo
después de Nietzsche y Heidegger– se formula así: ¿no
será cualquier ontología una mera tautología?
Quiere decirse que al escoger al ser como objeto
privilegiado del pensamiento –al optar por la
ontología– seguimos a Parménides (que fue el primero
en postular que pensamiento y ser son dos faces de lo
mismo), abrimos la puerta a la categorización del ser, o
sea a la ciencia, pero entramos en un formidable
ensimismamiento. En otras palabras: cabe sospechar
que cualquier discurso ontológico –y la ciencia es el
más refinado de ellos– nos cierra a lo Diferente, a lo
Otro, en suma, a lo realmente real. En uno de sus
geniales atisbos, Platón debió de sospechar eso mismo,
y de ahí su referencia a un “más allá del ser”. Los
neoplatónicos le llamaron Uno a ese “más allá del ser”.
Pero ellos mismos advirtieron que el Uno no se presta a
ninguna categorización, a ningún tratamiento lógico.
Con el Uno no se hace ciencia.
He aquí el meollo de la cuestión. Con el Uno no
se hace ciencia; pero con la ciencia acabamos por no
saber “de qué se trata”. Ensimismados en lo ontológico,
lo realmente real se nos escapa. El logos ha conseguido
el dominio de la naturaleza, pero al precio de
convertirnos a todos en ciegos y en sonámbulos.
Wittgenstein lo planteó con su famoso estilo aforístico:
«sentimos que aun cuando todas las cuestiones
científicas recibieran su respuesta, el problema de
nuestra vida no habría sido ni rozado» (T/. 6.52).
Efectivamente, sentimos que el logos nos hace
ciegos para lo realmente real. Sólo un cierto lenguaje
cargado de asombro –el lenguaje poético, musical,
etcétera– nos abre mínimamente a lo real/trascendente.
O, si se prefiere: supera la dicotomía
trascendencia/inmanencia.
Todo aprendiz de místico ha tenido la vivencia
de estar ciego. Ridículamente encapsulado en sus
condicionamientos. Un hombre se suicida porque se ha
arruinado. Esto significa que se apoyaba
exclusivamente en lo simbólico y en lo social; que se
identificaba con una minúscula parcela del espectro de
la realidad, en este caso el dinero. La cuestión es: ¿hay
algún otro “lugar” donde apoyarse? La respuesta de los
místicos es unánime: hay un lugar que está más allá de
todo lugar.
Occidente, al apostar por el logos y por el ente, ha
apostado por la ceguera y por la ciencia; una fecunda y
enigmática tautología. (Ni siquiera escribir esto sirve de
gran cosa, no nos abre a lo realmente real.) Oriente, al
optar por un más allá del logos y del ser, optó por la
suprema lucidez, pero al precio (provisional) de
incapacitarse para la ciencia, la acción y el dominio de
la natura. Hoy, en la encrucijada de las culturas, somos
capaces, al menos, de plantearlo así; de padecer nuestra
radical insuficiencia. De tantear una nueva y más
honda aproximación al origen.
Recapitulemos. Si la finitud se define por la
fisura, Aristóteles enseña que la fisura también es ser.
La maya, que dicen los hindúes, también es real. Incluso
inteligible. Nos encontramos así en el corazón del
paradigma de Occidente, en la más gloriosa y
arriesgada de sus opciones: la realidad de lo finito, el
supuesto de que las cosas materiales son inteligibles, la
posibilidad de la ciencia positiva, incluso el germen de
la libertad individual.
Hoy nos parece que todo esto es evidente, pero
la verdad es que se trata de una opción bastante
extraña. Es cierto que con la ciencia podemos llegar a
formular las leyes de Newton, pero ¿qué nos dicen las
leyes de Newton sobre la realidad? Ya Hegel denunció
el carácter tautológico de la física newtoniana: «los
cuerpos se atraen porque existe una fuerza atractiva».
El caso es: ¿quién sabe verdaderamente qué son el
tiempo, el espacio, la materia, la fuerza, la energía? La
ciencia procede por metáforas: partículas, ondas,
etcétera. ¿Pero de dónde vienen las llamadas leyes de la
naturaleza? ¿Por qué diablos las cargas eléctricas –sea
eso lo que fuere– tienen que atraerse o rechazarse?
Mach decía que el universo entero está presente en
cada lugar y en cada instante. Pero ¿por qué es como es
–y cómo es– el universo? Postulamos una cierta
intercomunicación de todo con todo para explicar la
universalidad de las leyes físicas. Pero también esto es
magia.
Ya digo que se trata de una opción. Una opción
muy prestigiada (por sus resultados) y, al mismo
tiempo, muy enajenante. Una opción que ha tenido que
superar angustias previas. Platón había intentado
desterrar el phobos, el terror original, mediante un
recurso que se haría clásico: supeditar la negación a
la afirmación. Es el procedimiento
eleático-hin-dú: «no
temáis, el ente es». Miles de años más tarde, el propio
Bergson entenderá la negación como algo reducible a
dos actos de afirmación. Platón es todavía Oriente. «El
movimiento es demoníaco», dirá un padre de la Iglesia
más platónico que cristiano. «He aquí la más alta
verdad salvadora: que nada deviene» –leemos en la
Mandukya Upanishad. Pero Aristóteles es ya Occidente.
Tengo escrito en otro lugar que «la gran originalidad
del llamado genio occidental procede de haber tomado
la vía de la finitud a través de un peculiar lenguaje
racionalizador y de un proceso crítico indagatorio que
va generando teorías cada vez más amplias al ir
retrotrayendo todo problema hacia sus condiciones de
posibilidad».1
Existe un proceso crítico que aboca a una
sucesiva crisis de fundamentos. Por esto la mística es la
culminación de la crítica. Porque el místico capta de
golpe lo que, en términos filosóficos, es la culminación
retroactiva del proceso crítico: la paradoja de la
autorreferencia y, en el límite, la crisis de todo
fundamento, el origen como No-Fundamento. (En este
sentido decía Heidegger que no hay Grund sino
Abgrund: que no hay fundamento sino abismo.) El
místico no trata de justificar con la razón –y mucho
menos con teologías– una realidad esencialmente
injustificable, una presencia (ousía/parousía)
esencialmente enigmática. Ahora bien, en virtud del
mismo proceso crítico que aboca a una sucesiva crisis
de fundamentos, se descubre que el ente finito, en tanto
que finito, no tiene necesidad de ser de ningún modo
determinado; no es reducible a nada. El ser humano,
único animal propiamente finito (los demás se
prolongan en el determinismo de la naturaleza), es,
precisamente por ello, libre: nada le condiciona a ser
forzosamente de una determinada manera.
No nos extrañe, así, que de las grandes matrices
culturales surjan las combinaciones más diversas, los
antagonismos más peculiares. Un hombre puede ser,
pongo por caso, a la vez cristiano y liberal, cristiano y
marxista, anarquista y conservador, budista, gourmet y
homosexual, capitalista y asceta, en fin, cualquier
mezcla. Cada ser humano dispone de un margen –que
a veces es minúsculo– para poder diseñar su propia
identidad. Y ahí reside la gracia, la diversidad y la
aventura del vivir.
Aristóteles ha asumido una opción de la cual
hemos visto ya su doble faz, su carácter a la vez
fecundo y alienante. Finalmente abierto al origen.
Aristóteles inaugura una filosofía de la finitud cuyo
remate será Kant, el filósofo que pone un límite a la
razón y una razón al límite. Para Kant la libertad –la
inexplicable libertad– está en la base de su sistema,
tanto teórico como práctico. El tránsito de la finitud a la
libertad no cabe, todavía, en el sistema aristotélico. Pero
el supuesto existe ya. Toda la Ética a Nicómaco viene
presidida por una cierta incondicionalidad de la
libertad, al menos en lo que hace a la voluntariedad de
las acciones. «Allí donde nos encontramos en situación
de decir no, podemos también decir sí» (Et. Nic. III, 5).
Hay cosas que dependen de nosotros y podemos elegir
con deliberación (proairésis). He hablado ya de la
oposición de Aristóteles al fatalismo filosófico. Hay una
decisiva ruptura entre la filosofía de la finitud/libertad
y la visión determinista y condicionada de la sabiduría
arcaica. Para la espiritualidad arcaica, todo lo que existe
forma un todo indisolublemente unido, una trama y un
“tejido”. No hay ruptura de cordón umbilical y, en
consecuencia, no hay “libertad”. Con la filosofía de la
finitud/libertad, en cambio, un nuevo margen se
insinúa. Es el embrión de la innovación y de la historia
que sancionará el judeocristianismo y recogerá Hegel.
Ya no se trata tanto de curar al hombre del dolor, del
karma y del tiempo como de autocrear el mundo.
Una filosofía de la finitud, en primera instancia,
puede hacer perder sentido del misterio, puede
alejarnos de “lo divino"; en segunda instancia, no es
así.
Los filósofos de la finitud (Aristóteles, Kant, Marx,
Piaget, pongo por caso) son muy parcos en
“metafísica”. En contraste, parece como si los filósofos
de la infinitud (Platón, Plotino, Leibniz, Fichte)
hubieran conducido su “asombro” hasta cotas más
abismáticas. Ahora bien, dejar sin explicar lo
inexplicable, abstenerse de hablar de lo que no se
puede hablar, es también una actitud muy abismática.
Lo vimos antes comparando a Aristóteles con Platón.
También acabamos de ver que existe una “mística”
latente en las filosofías de la finitud, y esta mística
arranca de la “falta de fundamento”, una falta de
fundamento que es el reverso de la “libertad”. Además,
ya he dicho que en toda auténtica filosofía de la finitud
reaparece, inesperadamente, lo infinito. Cuando Gödel
termina con el mito de la lógica soberana y
autosuficiente; cuando Heisenberg formula su principio
de incertidumbre; cuando Bohr plantea la
complementariedad onda/corpúsculo; e incluso –con
anterioridad– cuando las filosofías dialécticas corrigen
a la ontología clásica, siempre, en tales casos, el
descubrimiento de la limitación abre una nueva vía al
conocimiento. Una nueva vía paradójicamente
interminable. Lo plantearon explícitamente Gödel y
Tarski: todo sistema conceptual incluye necesariamente
cuestiones a las que sólo se puede responder desde el
exterior del sistema. Hay que referirse a un
meta-sistema. Pero luego a un meta-meta-sistema, y así
sucesivamente. En suma: el conocimiento queda
siempre inacabado. Es decir, puede proseguirse
indefinidamente. La realidad es inagotable.
Finitud, afrontamiento de lo “indecible”, todo
puede incidir en un cierto paradigma de la
autocreación. Lo cual, por otra parte, significa el
retorno a intuiciones muy antiguas. Recordemos,
nuevamente, la etimología del vocablo Brahman, que
apunta a la idea de un autocrecimiento espontáneo. En
este sentido, Brahman, como la physis de los
presocráticos, es el origen inagotable de lo real en su
más radical dinamismo. En nuestros días, hombres
como Bateson, Von Foerster, Prigogine, Bohm, Atlan,
Morin, Maturana, nos están desvelando el milagro de
cómo el universo se crea a sí mismo. Es el paradigma de
laautoorganización, el principio del order from noise, la
termodinámica de los sistemas alejados del equilibrio,
la física de los estados caóticos, etcétera. Lo aleatorio
hace posible un aumento de la complejidad. En mi libro
Ensayos retro-progresivos he sugerido que, en última
instancia, todo ello implica una muy peculiar
superación de la vieja antinomia entre el ser y la nada.
De ahí podría arrancar, como ya se sugirió más
arriba, una nueva teología mucho más caótica y real
que el acostumbrado culto al Ser. Procede dejar de
asociar la Divinidad con el principio de identidad y
relacionarla con la metáfora, más sucia y más real, de
autocreación. Lo “divino” –quood nos– sería aquello
que se “autocrea”. Un cierto caos, una cierta libertad. Es
hora de dejar de privilegiar las categorías tautológicas
de la identidad, el orden y la perfección, y dar paso a lo
irregular, lo discontinuo, lo caótico. Ya se ve, además,
que todo el escándalo del sufrimiento requiere el uso
de otras “matemáticas”. Es hora de asociar la divinidad
con lo infinitamente sorprendente. ¿Y qué hay más
infinitamente sorprendente que el tránsito de la nada al
ser?
No cabe (todavía) una metafísica (ni una mística)
de la libertad en la filosofía de Aristóteles. Lo que sí
encontramos es una genuina filosofía de la finitud,
donde las cosas se tienen en pie no en virtud de un
“fundamento último”, sino en el equilibrio mismo de su
finitud. Ahí Aristóteles es el remate coherente de
Heráclito y de Anaximandro. En una filosofía de la
finitud, el orden se mantiene en la misma tensión
interdependiente de las cosas. De ahí que Aristóteles no
disocie su vocación contemplativa de su vocación
política. Hay que tenerse en pie en el equilibrio de
todas las dimensiones del hombre. Así, Aristóteles
explica que el hombre bueno y el ciudadano bueno son
una misma cosa. Dentro del mismo pathos de la finitud
y el equilibrio, Aristóteles preconiza la virtud de la
prudencia (frónesis), equidistante entre la desmesura
(hybris) y la inacción; considera que la felicidad
(eudaimonia) consiste en alcanzar la plenitud de la
propia naturaleza (finita); defiende la virtud del
“término medio” no como una timidez en las acciones
sino como resultado de una tensión entre contrarios.
Aristóteles reinstaura, más allá del platonismo, la
sabiduría de los límites, un cierto humanismo “trágico":
invita al hombre a renunciar a lo desmesurado, pero
igualmente a vivir con intensidad y, de acuerdo con los
versos de Píndaro, a «consumar el campo de lo
posible».
Naturalmente, Aristóteles conoce muy bien los
misterios órficos y eléusicos, e incluso los considera
positivamente. Pero siempre desde el punto de vista de
la catarsis y la terapia. El caos y el frenesí conducen,
finalmente, al orden. Aparte la fría hipótesis del Primer
Motor Inmóvil, sólo hay un aspecto de la filosofía de
Aristóteles que tiene algo de “oriental”, de “infinito”.
Me refiero a su doctrina del intelecto (noús) en acto, lo
que la Edad Media llamará Intelecto Agente. Ese
intelecto en acto, ¿es individual o universal? Y si es
universal, como parece que tiene que ser al estar
siempre en acto, ¿no es, precisamente, lo divino que
hay en el hombre y que, al mismo tiempo, lo
trasciende? ¿No es como Atman igual a Brahman?
Aristóteles lo reconoce explícitamente: el hombre tiene
dentro de él una cosa divina, y esa cosa es el intelecto.
El elemento racional del hombre pasa después de la
muerte al noús universal.
Filosofía de la finitud. ¿Cómo pensó Aristóteles
el límite? Sabemos que lo pensó como forma y como
ousía. Pero también por mediación del acto y la
potencia. Lo importante es su constatación de que no
todo es conceptualizable. A través de este margen entre
lo inteligible y lo no inteligible, introducirá santo
Tomás de Aquino su metafísica del ente finito, es decir,
su doctrina de la distinción real entre esencia y existir,
y, aplicando el principio de causalidad eficiente, la
prueba de Dios. El mismo margen servirá a Schelling
(citado por Eugenio Trías en Lógica del límite) para
levantar acta del fracaso de la razón, reclamar un
pensamiento trágico y tratar de penetrar en el territorio
prohibido de lo innombrable. Pero éste es ya el empuje
místico/fáustico de una nueva modernidad. Aristóteles
era más sobrio.
Por cierto que Eugenio Trías ha querido
encontrar en la dimensión afirmativa del límite una
superación de la perpetua oscilación entre las
categorías de finitud e infinitud. La postura de Trías
recuerda la de Deleuze al referirse a una “diferencia sin
negación”, pero también al pensamiento heredero de
Nietzsche y Heidegger donde la diferencia es
“destitución de la presencia” (Vattimo) y se constituye
como pensamiento “crítico” contra cualquier tentación
de conciliaciones dialécticas. Todo lo cual obliga a un
replanteamiento terminológico. Pero también los
griegos sostuvieron el carácter positivo del limes. Y ya
hemos visto que el poder del límite procede de su
ambivalencia. En cualquier caso, está claro que todo
filósofo necesita reinventar la historia entera de la
filosofía. O dicho de otro modo: que cada maestrillo
tiene su librillo.
Filosofía de la finitud. También de la intensidad.
También de la cautela. Entrados en el universo de la
contingencia, ¿existe algún mensaje tras el aparente
azar de las cosas cotidianas? Las religiones, en general,
creen que sí. Los estoicos combinarán una teoría del
Destino (heimarméne) con una idea de la Providencia
(pronoia) y de la simpatía universal que une a todos los
seres. El cristianismo, tan plástico y acomodaticio,
recogerá buena parte de estas ideas. Aristóteles,
espíritu poco religioso, se limita a volcar toda su
curiosidad en la comprensión de este mundo, y a ser
cauteloso. La finitud es un milagro frágil. El hombre es
un animal que tiene que ir con cuidado. No se puede
hacer cualquier cosa que a uno se le antoje.
Anaximandro hablaba del “castigo” que sufren los
seres por su misma finitud. Los griegos, lo hemos visto,
condenan la hybris, el pecado de desmesura que
conduce a querer ir más allá de la condición humana.
Condición finita. Pero también trágica, pues el deseo de
desmesura –de infinito– permanece. Los judíos
reconocen el mismo fenómeno con la idea teológica de
culpa. Pero el asunto es antes ontológico que teológico.
Como creo haber dicho más arriba, no hay teología
bíblica en Heidegger sino heideggerismo en la teología
bíblica. El ser humano, esencialmente finito, es un
animal culpable (culpable por ser finito) que, por esta
razón, ha de ir con cuidado. La ética e incluso la política
de Aristóteles responden a este talante: por esto la
virtud más importante es la prudencia.
Ahora bien, se va “con cuidado” precisamente
porque, de algún modo, se ejercita la hybris. De algún
modo, se avanza por el territorio prohibido. Ir con
cuidado es dosificar la transgresión, ritualizarla. De
Parménides a Aristóteles se ha cumplido un ciclo
completo de transgresión controlada. Lo que comenzó
con una prohibición/tabú (la prohibición de tomar el
camino del no-ser) acaba en una refinada
domesticación del territorio prohibido. La realidad es
tanto ser como no-ser. La domesticación ha venido
precedida de sucesivas transgresiones ritualizadas, que
tal es el modo como la filosofía, la historia y la cultura
proceden. Así, si Parménides había establecido una
prohibición («no dirás nunca que el no-ser es»), esta
prohibición la violan los sofistas, pero también Platón
cuando dice que el no-ser es, puesto que existe la
alteridad; o Demócrito cuando dice que el no-ser es,
porque existe el vacío. Aristóteles refuta a Demócrito,
pero incorpora definitivamente el no-ser a la realidad
con su doctrina de la potencia. De algún modo, la
prohibición fundacional de Parménides se mantiene,
sólo que distendida, transgredida, ritualizada. Así se va
tejiendo la cultura.
Toda prohibición acaba transgredida/ritualizada
en alguna institución. He explicado en otro lugar que a
medida que se van sofisticando las
prohibiciones/instituciones, se va tensando el campo
simbólico de la cultura. Toda “verdad” arranca de una
“prohibición”, y a través de ella “lo prohibido”
permanece. Lo prohibido es siempre el origen, lo
sagrado, la realidad, la “cosa en sí” o como quiera
decirse. La prohibición y la subsiguiente transgresión
simbólica de la prohibición, domestica la fisura, la
exorciza; la institucionaliza. El psicoanálisis comenzó
arrojando luz sobre el tabú en base a los conflictos
inconscientes. Lo extraño, la sangre, el sexo, la muerte
–y, en el límite, la nada– son nociones-tabú que ejercen
una gran atracción sobre el psiquismo profundo en la
misma medida en que amenazan los valores
establecidos. Desde muy antiguo los hombres trataron
de exorcizar el caos a través de su misma ritualización.
Por ejemplo, en los ritos dionisíacos –como creo haber
explicado antes–, las bacantes devoraban
excepcionalmente carne cruda, recuperando así un
comportamiento que había sido censurado desde hacía
millares de años, cuando la domesticación del fuego. A
través de una gesticulación frenética se rememoraba
una comunión con el cosmos. Pero todo ello era ritual,
comportamiento excepcional para mejor confirmar la
regla. (Probablemente, la famosa catharsis que, según
Aristóteles, provocaba la tragedia era entendida de
modo análogo, como una medicina homeopática.) Bien
es cierto que a veces el ritual se desboca, se produce un
cortocir cuito de lo nocturno y lo caótico, por ejemplo
en la orgía. La orgía –también se dijo antes–, función
ritual total de la religión agraria, al abolir todo límite,
reinstaura un caos biológico/místico; la muerte y la vida
no se diferencian ya. (Los románticos recuperarán esta
vivencia.)
En resumen, las sociedades primitivas
exorcizaron el origen/caos con los ritos. Los ritos eran
un recordatorio (ambivalente) que a la vez censuraban
y recordaban lo borrado. Merced a los ritos, la huella
del “origen” peligroso no se borraba. En las sociedades
secularizadas, la ciencia es el nuevo rito. La ciencia
prolonga esas viejas transgresiones controladas que son
los ritos. La ciencia, igual que los viejos ritos, es un
acto
simbólico que da a los hombres el poder de utilizar
fuerzas ocultas. La ciencia, lo mismo que el rito, nos
protege del caos en la misma medida que lo rememora.
A través del rito, las sociedades primitivas se
abandonaban a aquello que más temían (como si el rito
jugase el papel de una vacuna). Lo mismo sucede con la
ciencia, y lo mismo sucede con la filosofía cuando hay
en ella vitalidad crítica. No habría manera de rastrear lo
borrado por la cultura si, de algún modo, la misma
cultura no conservase las huellas de lo borrado. No
sería posible la deconstrucción de la metafísica si la
misma metafísica no nos invitara a ello. Todo tanteo
crítico trata de desenmascarar lo que nosotros mismos
habíamos enmascarado. (Ya decía Hegel que, al
convertirse en Espíritu, la realidad llega a ser lo que ya
era –lo que ya era sin saberlo.) Y de ahí la perspicacia
verbal de los primeros filósofos griegos al forjar, en su
virginidad intelectual, el término aletheia que, traducido
libremente, equivale a extraer lo que está olvidado. Más
allá de todo simbolismo, lo “olvidado” es el “origen”,
lo innombrable, la “caótica” realidad inaccesible.
En consecuencia, podemos matizar y
reconsiderar el antes citado tema de la alienación a
través de la ciencia. Ciertamente, la opción por lo
ontológico –que es la opción de la ciencia–, esa fecunda
tautología que le vuelve la espalda a lo realmente real,
nos enajena. Pero la enajenación no es absoluta. Si lo
fuese no hablaríamos siquiera de ella. De algún modo,
la ciencia sigue abierta a lo que ella misma suprime. Esa
apertura la encontramos, ante todo, en la conciencia
ambivalente de sus límites. Es el meollo de lo crítico.
Por esto, si la ciencia (es decir, el método
científico) se caracteriza por su capacidad de obtener
conocimientos nuevos a través de la verificación de
hipótesis, sucede –como enseñó Karl Popper– que esta
verificación nunca es definitiva y, en consecuencia,
nuestro conocimiento de la naturaleza es siempre
conjetural. La verdadera ciencia es siempre abierta.
Decíamos que de Parménides a Aristóteles el
ciclo ha sido completo. Lo que comenzó con la
prohibición/tabú de tomar el camino del no-ser, acaba
con la recuperación de este no-ser como una forma del
ser. Aristóteles transgrede la prohibición
parmenideana, pero mantiene la huella del tabú. La
potencia aristotélica es este no-ser que también
pertenece al ser, y que hace posible domesticar la
realidad material, sensible y móvil. Pero, al mismo
tiempo, es el testimonio permanente de que la completa
racionalización de lo real es imposible. Precisamente
esta renuncia de Aristóteles a racionalizarlo todo, este
contraste con la sed de pura inteligibilidad de Platón, es
lo que hace de su filosofía una auténtica filosofía de la
finitud, un edificio con límites y un edificio de los
límites.
Un edificio paradójicamente abierto al origen.
Ya se dijo más arriba que lo que se inicia con
Aristóteles culmina (críticamente) en Gödel. Una
genuina filosofía de la finitud se define porque
comienza asumiendo la realidad de la fisura
(disociación sujeto-objeto), continúa declarando la
autonomía del lenguaje y termina en la iluminación de
la paradoja. Paradoja de la autorreferencia que nos
incita a superar la trampa original de la filosofía y la
cultura. Dicho de otro modo: una genuina filosofía de
la finitud termina donde todo comienza. Y corrobora la
lección central de la sabiduría perenne: el abandono de
uno mismo dada la imposibilidad (incluso lógica) de
autotrascenderse. Lo que antes he llamado fisura
humanística, el aislamiento del sujeto en relación al
mundo, culmina así en la construcción de los lenguajes
autónomos y sofisticados con los cuales se hace la
ciencia; y, al mismo tiempo, en el reconocimiento de los
límites de estos lenguajes, en las paradojas
autorreferenciales. Asumir la finitud y la fisura es,
pues, un ejercicio ambivalente y fértil: de esta asunción
nace la ciencia. También la autonomía, la libertad, la
dignidad del hombre. Pero la misma ciencia conduce,
finalmente, al autorreconocimiento de su ceguera. La
ciencia es esta ficción real que arrancando de lo
innombrable se abre nuevamente a lo innombrable.
Hay así una circularidad entre Platón y
Aristóteles. El primero es todavía un filósofo/místico
que arranca de una cierta experiencia (transexperiencia)
de lo divino. El segundo arranca del conocimiento de
este mundo; pero al dejar en aporía la cuestión del ser,
acaba abriéndose al origen. Después de Platón viene
Aristóteles; después de Aristóteles vuelve a venir
Platón.
¿Qué hemos hecho? Hemos desanudado a Aristóteles y hemos
encontrado a Platón y se desanudamos a Platón encontraremos a Sócrates y si
desanudamos a Sócrates ¿Qué encontraremos? A los presocraticos y si los
desanudamos encontraremos el destino homérico hasta ahí la civilización
occidental si seguimos desanudando nos daremos cara a cara con el Dharma y entonces hay que volver a anudar
pero ya no los nudos aristotélicos es decir se volverán a hacer esos nudos pero
iremos amas allá de ellos como en esta película
https://www.youtube.com/watch?v=wl_SoMNi0rw&list=PLRL7e573QYtooSOlzA2QZDrlUAdOb5sTi
La cuestión es matar a
Dios, a la familia, a la propia conciencia para lograr el deseo como algo
positivo y es que antes el deseo positivo ha sido matado , sacrificado para
estar con Dios con la familia y con una conciencia, pero ¿Porqué entonces Agnes
vuelve con su esposo? Porque su amante no ha aprendido a sacrificar sus deseos,
mientras que su esposo si, pero su esposo aprendió algo más a sacrificar a
Dios, a la familia y a su conciencia, con tal de que su esposa realice se
deseo, esto es saber anudar y desanudar el quipu amado amigo, la clave de una
ontoteologia creativa de la liberación.
LA ONTOTEOLOGIA
CREATIVA DE LA LIBERACIÓN
La Fe es Creatividad
Si Quieres conocer al VERBO
Haz lo que quieras sin miedo,
mas no traiciones al Poéta;
Un Poéta es tan fuerte
como tan vulnerable sea,
El SANTO es el VERBO
hecho Carne.
No Jusguez al Hombre,
por el daño que te haya hecho;
jusgalo en tanto no se rinda
en su voluntad de hacer el bien.
El SANTO ES VIDA.
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