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domingo, 21 de abril de 2024

Muerte Espiritual

 

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Una vez sucedió que en un teatro se declaró  un incendio tras bastidores. El payaso salió  al proscenio para dar la noticia al público. Pero este creyó  que se trataba de un chiste y aplaudió  con ganas. El payaso repitió la noticia  y los aplausos eran todavía más jubilosos. Así creo yo que perecerá el mundo, en medio del júbilo general del respetable que pensara que se trata de un chiste.

Soren Kierkegaard, Diapsálmata 

Sobrino amado te regalo este conocimiento de la muerte espiritual para que no malogres tu vida cuando la estés cocinando y para que ayudes a mi hija y a tu hermana y hermano a no malograr la suya, cocinar el espíritu es sumamente delicado y siempre las cosas se nos mueren pero el espíritu resucita, el misterio de la resurrección, no es otro que el misterio pascual del que tanto he escrito y en el que se basan todos mis escritos pero el misterio de la muerte es algo en lo que reflexiono permanente, siendo la clave de la vida la transferencia, la muerte es cuando justamente esta no se da:

Pero él le respondió: "Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre". Jesús le replicó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios". 

He escrito  muchos obre la transferencia pero la clave es dialéctica, para transferir tenemos que negarnos a nosotros mismos:

Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. 25 Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. 

Una vez no nos neguemos a nosotros para abrirnos al otro surge la lógica de dominio

A 1     →←         1B  

Esta es una contra transferencia se arma el conflicto, y lo que quiero es dominar al otro y entonces se produce la muerte espiritual

A 0                       0 B

Ya no hay transferencia, tanto el dominador como el dominado mueren,  ahora habrá un código algorítmico   

A 0 →(1 0 1 0 1 0)  0 B

Estás son instrucciones para configurar el sistema, más ya no me transfiero a mí  mismo, que no es otra cosa que transferir al ser, que es transferiría a Dios ,que es transferir amor, como cuando estamos entre hermanos, en familia     y es que no vemos al otro como hermano sino como un dominado no un igual.

 

Profundiza Tiago te he escogido tres textos sobre estética para que puedas reconocer la muerte espiritual en tu comida, el primero te enseñara la mediocridad espiritual, el segundo el ser y el tercero el no ser, es importante que comprendas que el no ser no implica la muerte espiritual  al contrario el no ser es vida, pero si yo me quedo en el no ser o si me quedo en el ser sin invertirme sin convertirme , muero es decir dejo de transferirme y quedo atrapado en un sistema que no es otra cosa que un bucle transferencial que no puedo traspasar

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ESTÉTICA KANTIANA DESPUÉS DEL FIN DEL ARTE. LA VIGENCIA DEL FORMALISMO KANTIANO EN EL CONCEPTUALISMO CONTEMPORÁNEO George Clarke1 Resumen Discute la problemática vigencia del formalismo de la estética de Kant en el arte contemporáneo, en gran parte dominado por el conceptualismo. Aborda la discusión sobre aquello que define el carácter artístico de un objeto: la forma o el concepto. Señala que la pretensión de que el arte debe ser bello ―un derivado del formalismo clásico― ha quedado sin efecto a partir del siglo XX, lo que debilita el carácter puramente sensualista de la obra de arte y obliga a revisar el rol protagónico de la tradición formalista. El debate se centra principalmente en el contraste entre la estética kantiana y la de Arthur Danto. Palabras clave: formalismo, conceptualismo, estética kantiana, crítica de arte Introducción En los tiempos de Immanuel Kant el arte era esencialmente formalista y, además, era bello. A finales del siglo XVIII resultaba difícil concebir un arte sin belleza y por eso Kant pudo construir su sistema estético asumiendo que el arte y la belleza eran realidades inseparables. Al respecto, una de las preguntas de fondo que merodean al arte contemporáneo es la siguiente: ¿es la belleza aún una parte esencial del arte? El filósofo del arte Arthur Danto respondió negativamente a dicha pregunta y, en consecuencia, ahora nos corresponde investigar hasta qué punto la estética de Kant es aún vigente en un mundo habitado por obras de arte sin belleza y donde gran parte del valor artístico radica en el concepto. Si el arte conceptual sostiene que el aspecto más importante de una obra de arte es su concepto, el juicio estético kantiano resulta impracticable y, al mismo tiempo, el formalismo puro no permitiría la aceptación de los readymades como objetos artísticos. Si bien Danto afirma que los aspectos perceptivos ya no forman parte de la definición del arte, la forma se convertirá en una metáfora para un significado que el observador deberá completar. La forma entonces ya no es un fin en sí misma, sino que es el vehículo para la captación 1  Docente a tiempo completo en la Facultad de Arte y Diseño de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es miembro del Grupo de Investigación en Arte y Estética (GAE-PUCP). gclarke69@yahoo.com 45 A & D : N. º 6 - 2019 del concepto. Kant consideraba que el arte debía ser bello, imitando de este modo a la naturaleza; mientras que Danto nos advierte que el arte moderno ya no requiere belleza. Existen obras feas que son arte. El arte feo no puede ser evaluado empleando el juicio estético, porque este presupone que lo juzgado es bello. Por otra parte, varios críticos modernos consideraban que la comprensión de un arte nuevo conducía al reconocimiento de su belleza, lo que refuerza las premisas del formalismo kantiano. Sin embargo, la teoría kantiana sí goza de cierta vigencia cuando comparamos el concepto de ideas estéticas con la teoría del significado encarnado de Danto. Por vías distintas podemos llegar a un resultado bastante similar. La presunción de que el arte debe ser bello está íntimamente relacionada con la contemplación estética y esta se asocia a la idea de que el arte debe ser inútil (no instrumental). Una vez que hemos asumido que la obra de arte es inútil, no tenemos otra opción que contemplarla y, en el caso de Kant, contemplar su belleza formal. 1. El juicio estético kantiano En la Crítica de la facultad de juzgar, en la sección titulada Analítica de lo bello, Kant señala que los juicios estéticos son juicios autónomos, no se basan en conceptos o razones, por eso afirma que los juicios estéticos son desinteresados: “El juicio de gusto es solamente contemplativo, es decir, es un juicio que, indiferente a la existencia de un objeto, sólo mantiene unidos la índole de éste con el sentimiento de placer y displacer” (Kant, 1992, pp. 126-127). Es un juicio autónomo, porque es un juicio sobre el sentimiento que nos genera una representación. El juicio estético no se realiza sobre las cualidades objetivas del objeto, solo nos dice cómo su representación nos afecta. Esta distinción es importante, pues en la estética contemporánea se suele hablar de las propiedades estéticas de los objetos como si nos refiriésemos a su forma y apariencia. Para Kant, el juicio estético solo describe el sentimiento que los objetos generan en el sujeto y se realiza de manera inmediata sobre la forma del objeto, por eso se habla de formalismo kantiano (“En todo arte bello lo esencial consiste en la forma”). Pero también es universal, porque actúa como si fuese objetivo, aunque es subjetivo, porque el sujeto afectado exige que los demás compartan su juicio, aunque fácticamente no lo hagan. El juicio estético es universal e intersubjetivo porque no se basa en conceptos ni interés privado. Si bien todo objeto artístico contiene conceptos que lo hacen posible, en el juicio de gusto, dicho concepto debe permanecer indeterminado y dicha indeterminación debe garantizar el carácter universal del juicio, aunque esto no se realice en la práctica: “El juicio de gusto postula una voz universal en la complacencia; Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 46 (Fig. 1) (Fig. 2) (Fig. 1) George Romney, Retrato de Lady Hamilton, 1782 (Fig. 2) Andy Warhol, Brillo box, 1964 Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 47 A & D : N. º 6 - 2019 sólo se postula la posibilidad de esta universalidad. El mismo juicio de gusto no postula el acuerdo de todos” (Kant, 1992, p. 132). Esta universalidad debe presuponer la existencia de un sentido común (sensus communis) compartido por todos los seres racionales y este sentido común está basado en el libre juego de la imaginación y el entendimiento. Para Kant, el arte debe dar “muestras de naturaleza” y la naturaleza es esencialmente bella. Por eso, Kant considera que el arte debe ser bello (De Duve, 1998, p. 304) (Fig. 1) y al igual que los productos naturales, el concepto de la obra de arte debe permanecer indeterminado. Recordemos que Kant vivió entre el neoclasicismo y el romanticismo, dos corrientes que remarcaban la belleza de la naturaleza: “Una belleza natural es una cosa bella: la belleza artística es una bella representación de una cosa” (Kant, 1992, § 48). 2. Formalismo versus conceptualismo El juicio estético, en términos kantianos, se realiza a partir de la forma de un objeto bello sin tomar en cuenta su concepto o finalidad. El problema surge al aplicar esta fórmula al arte contemporáneo, en particular, al arte conceptual y pop que aparecieron en la década de 1960. Recordemos que el arte conceptual fue revolucionario no solo por el tipo de arte que propuso, sino porque quiso redefinir el arte como tal: El arte conceptual no es solo un tipo particular de arte en el sentido de otra especificación más de un genus existente, sino que se trata de un intento de redefinir de forma fundamental el arte como tal, de transformar su genus: un intento de transformar la relación entre lo sensual y lo conceptual dentro de la ontología de la obra de arte que cuestiona la definición de ésta como objeto de una experiencia específicamente «estética» (es decir, «no conceptual») o fundamentalmente visual. El arte conceptual supuso un ataque al objeto artístico como sede de la mirada. (Osborne, 2010, pp. 80-81) Para una gran parte del arte contemporáneo la belleza ya no es un aspecto importante, mientras que el concepto es el protagonista principal. Tomemos como ejemplo las famosas Brillo box que Andy Warhol expuso en la muestra The American supermarket en Nueva York en 1964 (Fig. 2). Dichas esculturas no son particularmente bellas y su producción radica en imitar las cajas que se venden en los supermercados. La obra induce a una reflexión sobre el consumismo moderno; pero si ignoramos el concepto y solo contemplamos su forma, como haría Kant, la obra no tendría valor. Esta exposición en particular captó la atención de Arthur Danto, quien entendió Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 48 que detrás de las cajas de Warhol yacía la siguiente pregunta: ¿qué distingue un objeto artístico de un objeto común? La pregunta solo tiene sentido en una época en que la apariencia de la obra de arte ya no puede distinguirse de los objetos reales. Obviamente, tal pregunta fue impensable en los tiempos de Kant, pero a partir del arte contemporáneo dicha pregunta es inevitable y su respuesta conlleva una problemática compleja, que Danto abordó proponiendo teorías que ahora son esenciales para la estética contemporánea. La teoría del fin del arte es una parte inseparable de la respuesta a las revolucionarias cajas de Warhol. Según Danto, el arte como relato lineal llega a su fin en la década de 1960 con la aparición del arte pop y conceptual (2012, p. 66). En la era de las vanguardias, cada movimiento se distinguía por ir acompañado de un manifiesto que intentaba definir lo que el arte debía ser; cada vanguardia negaba la definición anterior, lo que creaba una especie de evolución lineal. Pero la posmodernidad ya no admite definiciones, ya no se puede decir que determinado lenguaje no es arte. En lo que Danto llama la “era poshistórica”, cualquier cosa puede ser arte. El arte como relato llega a su fin porque ya no hay un rumbo definido hacia dónde avanzar; da lo mismo ir para adelante o para atrás, ninguna forma de arte será mejor o más válida que otra. Hasta antes de la aparición del arte conceptual, la historia transcurría por periodos de estabilidad artística. Se podía identificar a las obras de arte de modo inductivo, lo que nos hacía pensar que existía una definición del arte, cuando en realidad solo había una generalización accidental. Las obras de arte eran tales porque se adecuaban a los parámetros culturales de su tiempo (Danto, 2002, p. 104). Lo que se consideraba como arte terminaba en el límite de lo que era concebible en su tiempo, de forma análoga a la famosa sentencia de Wittgenstein cuando sostiene que “«los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Cada época tiene su propia estabilidad artística que luego es ampliada y desplazada por la siguiente. En los tiempos de estabilidad artística, las obras de arte comparten ciertas propiedades comunes; pero actualmente cualquier cosa puede convertirse en arte, lo que implica que ya no existen propiedades distinguibles propias del arte contemporáneo. Una de las características más importantes de este cambio es que el arte hace un giro hacia la filosofía. Discute su propia naturaleza, alcanza una autoconciencia ontológica (Danto, 2002, p. 96). Esto era algo impensable en el arte moderno, la obra de arte era cuestionada como objeto por un sujeto externo y no era posible que la obra se cuestionara a sí misma como obra de arte. Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 49 A & D : N. º 6 - 2019 El caso de los indiscernibles (obras de arte cuya apariencia no puede distinguirse de los objetos reales) trajo consigo una miríada de preguntas filosóficas. La primera era por qué un objeto industrial, cuya forma y material es idéntico a un objeto real, puede ser considerado una obra de arte y, si lo es, qué significa. ¿Qué ha cambiado en ese objeto para recibir un trato distinto? En sentido estricto, estas preguntas ya podían haberse formulado en los tiempos de los readymades duchampianos, pero si no se hicieron fue porque el mundo del arte aún no estaba preparado para hacerlas. Los gestos de Duchamp fueron tomados como provocaciones y travesuras, más que como una verdadera revolución estética. No es casualidad que sus readymades no fueran imitados por otros artistas coetáneos, además de ser objeto de estudio recién décadas después de su presentación. Desde esta perspectiva, el readymade fue literalmente un arte fuera de su tiempo. Para empezar, como todas las obras de arte, goza de un estatus ontológico distinto de los objetos reales. En este sentido, las obras de arte son irreales, lo que significa que el objeto de arte goza de cierta irrealidad que le permite ser tal y ser contemplado o percibido estéticamente. Hay entre el espectador y lo contemplado una relación tácita, un juego o simulacro de que lo visto existe en una dimensión teatral, es decir, que perceptiblemente se parece a lo real, pero no lo es. La misma actitud es la que permite que los readymades puedan ser percibidos como arte. El problema surge cuando nos encontramos con un readymade sin saber que es una obra de arte; entonces, lo más probable es que lo tratemos como un objeto real. Para evitar esta conducta, primero tendríamos que saber que tal objeto es arte y solo después podríamos preguntarnos por qué. 3. Apariencia e interpretación Danto afirma que las cualidades perceptivas de una obra ya no pertenecen a la definición del arte porque los objetos indiscernibles así lo demuestran (2002: 57). Si la forma, siguiendo la estética de Kant, determina la naturaleza artística de un readymade ―por ejemplo, el Botellero de Duchamp― todos los demás botelleros que se venden en las tiendas también deberían ser considerados como arte. Evidentemente esto no sucede, lo cual nos obliga a concluir que la forma no determina al objeto de arte. Además, Danto sostiene que la obra de arte contiene un “significado encarnado” (embodied meaning) (2013, p. 37) y se atreve a proponer una definición del arte: “Una obra de arte es tal cuando tiene un significado y cuando este se encuentra encarnado materialmente en la obra” (2013, p. 149). El objeto artístico pertenece a un “mundo de arte”, una teoría que le da sentido. Una teoría del arte se refiere a que la obra nunca se crea Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 50 de forma aislada; tiene detrás un contexto, un trasfondo cultural e histórico, códigos y parámetros que son conocidos y compartidos por el artista y el observador (1964, pp. 571-584). La interpretación es también un aspecto indispensable para entender una obra de arte. Según Danto, toda obra de arte tiene la voluntad de producir algún tipo de reacción o efecto en el observador. En este sentido, todo arte sería retórico. La obra de arte, a diferencia de los objetos comunes, contiene una metáfora que debe ser interpretada por el observador (2002, p. 247). Las obras de arte nunca se ven de manera neutral: “Buscar una descripción neutral es ver la obra como un objeto, y no, por lo tanto, como obra de arte: la necesidad de la interpretación es inherente al concepto de arte” (2002, p. 184). Con respecto a la interpretación de la obra, Danto se remite a la noción aristotélica de entimema desarrollada en la Retórica. Un entimema es un silogismo truncado que omite la conclusión o una de las premisas. El observador debe “llenar” la parte faltante para completar el significado de la obra (Aristóteles, 2002. p. 1357a). La metáfora de la obra de arte, entonces, se descifra como un entimema: mientras que el objeto real solo es lo que es, la obra de arte contiene además una metáfora. Esto explicaría por qué, en el caso de los indiscernibles, la obra de arte se puede distinguir como tal; pero esta lectura debe ser de contenido e intención, no debe ser perceptiva. Sin embargo, para que esta interpretación sea efectiva, debe hacerse de acuerdo con los conceptos y parámetros que el artista utilizó en su época, por lo tanto, la interpretación requiere un trabajo previo de hermenéutica. Contrariamente, si empleamos el formalismo kantiano, la apariencia ―belleza― de una obra debería poder apreciarse en cualquier época, de manera atemporal, puesto que esta apreciación se realiza libre de conceptos. Esto quiere decir que Kant presupone que la belleza es un concepto trascendental y ahistórico; la estética kantiana permite la contemplación del arte bello de manera autónoma y absoluta. Según Danto, el crítico de la modernidad Clement Greenberg tuvo serios problemas cuando quiso evaluar el arte pop y conceptual utilizando herramientas kantianas. Greenberg basaba sus evaluaciones en dos dogmas kantianos: el primer dogma es la autonomía del ojo entrenado para reconocer la calidad del arte sin basarse en reglas determinadas, es decir “la calidad del arte no puede ser ni investigada ni probada por la lógica o el discurso” (Danto, 2012, p. 102); el segundo dogma se basa en el sensus communis (explicado anteriormente), que permite la intersubjetividad universal del juicio estético, que a su vez garantiza su desinterés. Esto permitió Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 51 A & D : N. º 6 - 2019 que Greenberg declare que es posible reconocer lo bueno en el arte independientemente de su entorno histórico y cultural (1979, p. 20). Una obra de arte debía evidenciar su calidad primeramente a través de su forma; el concepto era algo posterior que no definía su carácter artístico. El arte abstracto era para Greenberg la materialización del juicio estético sin conceptos y consideraba a Jackson Pollock como su máximo exponente (Fig. 3). Este arte permitía emitir juicios estéticos libres de contaminación conceptual, pues en este caso la forma era la obra en sí y el carácter tardío del concepto ―en caso existiese― no eclipsaba el juicio de gusto: Lo que importa entonces para el juicio de gusto, tanto en la obra de arte como en el objeto natural declarado bello, es su mera forma. Los contenidos pueden ser simbólicos o materiales: el acontecimiento que se narra, o los colores que iluminan la traza. Ahora bien, ese contenido, absolutamente contingente para el juicio de gusto, puede tornarse significativo, como es el caso en cierta pintura, si se vuelve pura forma. La “obra de arte ideal” es pues, aquel objeto que no remite a nada distinto de sí, pues no tiene contenido, o si se quiere, su contenido es su propia forma; el eventual placer que la representación de un objeto tal suscite será entonces independiente de motivos distintos a la mera reflexión sobre su forma. (Parra, 1991, p. 242) Pero la llegada del arte pop y conceptual significó un quiebre infranqueable para el crítico. Era difícil para Greenberg encontrar belleza en objetos vulgares y cotidianos, admitir la desmitificación del arte como ontológicamente particular (1979, p. 23) o algo incluso peor: reconocer que la belleza formal ya no es un atributo imprescindible del arte, aunque esto ya fuera planteado por primera vez en 1913 con el primer readymade de Duchamp. Por su parte, el artista conceptual Joseph Kosuth, en su célebre manifiesto Art after philosophy, critica el formalismo porque tal apreciación implica un concepto a priori de lo que el arte debe ser, lo que impide el cuestionamiento de su naturaleza. “Cuestionar la naturaleza del arte” significa agregar nuevas proposiciones de lo que debiera o pudiera ser (1999, pp. 163-164). 4. El arte bello No es casualidad que actualmente nos referimos a las bellas artes como artes plásticas o artes visuales. Pareciera que nos sentimos incómodos considerar a las artes como bellas por su definición semántica (en inglés, la expresión fine arts puede en parte eludir el problema). Debemos admitir que el adjetivo ‘bello’ ha dejado de Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 52 (Fig. 3) (Fig. 4) (Fig. 3) Jackson Pollock, Number 1, 1948 (Fig. 4) Henri Matisse, Madame Matisse, 1913 Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 53 A & D : N. º 6 - 2019 usarse en el arte contemporáneo y también en gran parte del arte del siglo XX. Para Kant, el arte “debe dar muestras de naturaleza” (§ 45) y la naturaleza es bella (Figura 3). En el parágrafo 48 afirma: “Una belleza natural es una cosa bella; la belleza artística es una bella representación de una cosa”. El arte entonces, según Kant, puede incluso representar cosas feas y desagradables de la naturaleza, pero siempre lo hace bellamente; lo único que no puede representar bellamente es lo que da asco: El arte bello muestra precisamente su eminencia en que describe bellamente cosas que en la naturaleza serían feas o desplacientes. Las furias, las enfermedades, las devastaciones de la guerra y las cosas de esa índole pueden ser descritas, como nocividades, muy bellamente, e incluso representadas en pinturas; sólo una especie de fealdad no puede ser representada en conformidad con la naturaleza sin echar por tierra toda complacencia estética y, con ello, la belleza artística: es la fealdad que inspira asco. (§ 48) Para Danto, como hemos visto, la belleza ya no forma parte de la definición del arte (2008, p. 65). Hace décadas que dejó de hacerlo. Ahora existe un arte indudablemente feo. Pero sigue siendo arte. Además, la respuesta estética no sirve para distinguir a las obras de arte, porque igualmente podemos adoptar una actitud estética hacia objetos que no son arte (2002, p. 140). Sin duda alguna, existe belleza sin arte. Sin embargo, es importante subrayar que el conocimiento de que algo es arte ya nos predispone a una respuesta estética, lo que sugiere que estamos habituados a esperar que aquello que se nos señala como arte probablemente deba ser bello o, al menos, debería aspirar a serlo. Históricamente, gran parte del arte ha generado una experiencia estética en el espectador, porque dicho arte era bello, pero desde que existen obras de arte que no son bellas no podemos utilizar la experiencia estética (entendida como la contemplación de lo bello) como un criterio válido para distinguir el arte de los objetos reales. Esto significa que debemos buscar otros criterios que vayan más allá de los aspectos puramente formales y perceptivos. Entonces, desde la postura kantiana, si el arte no es bello no se pueden emitir juicios estéticos; los juicios que se emiten sobre un arte que no es bello deberían ser juicios de lo agradable, que son privados Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 54 y subjetivos2 . Con esta aproximación no se podría sostener la universalidad del juicio estético. Por otra parte, si asumimos que los juicios sobre el arte contemporáneo son privados, esto, según la estructura kantiana, explicaría la diferencia de opiniones entre los observadores que juzgan dicho arte. La ausencia de belleza en el arte no es algo exclusivo de la posmodernidad; gran parte del arte moderno ya era un arte libre de belleza. En 1910, el crítico Roger Fry organizó una exposición de posimpresionistas que incluyó a artistas como Manet, Cézanne, Gauguin y Matisse (Fig. 4). El público rechazó las obras calificándolas de feas y de mal gusto; Fry respondió afirmando que “toda nueva obra de diseño creativo es fea hasta que se torna hermosa”. Sostenía que la obra de arte solo es fea cuando no se entiende. Al momento de entenderlas descubrimos que son bellas (Danto, 2002, p. 160). Esta forma de pensar sigue el planteamiento kantiano, considerando que el buen arte debe ser bello, por más que su forma pareciera decir lo contrario. Por su parte, Greenberg decía que todo arte profundamente original inicialmente se percibe como feo. Lo curioso es que estas afirmaciones sostienen que el arte novedoso solo se acepta cuando es considerado bello, aunque formalmente no lo es, o al menos no se adecúa a los cánones normales de belleza. Para aceptar algo como arte debemos forzar nuestro gusto estético hasta considerar que el objeto evaluado es bello. Estamos diciendo, involuntariamente, que el objeto es artístico porque es bello, aunque tal vez no sentimos que lo sea. Ante esta contradicción, Danto nos dice que podemos perfectamente considerar algo como arte sin forzar nuestro gusto; podemos admirar lo feo artísticamente. 5. Ideas estéticas y significados encarnados En lo que Kant puede tener aún plena vigencia es en su concepto de ideas estéticas. La obra de arte, explica Kant, es la contraparte sensible de una idea racional (concepto). Aunque necesariamente toda obra de arte parte de un concepto que la genera y determina, como ya hemos visto, esta idea debe permanecer indeterminada. El concepto, entonces, solo debe ignorarse en el momento del juicio estético sobre la forma del objeto, pero en un segundo momento, como veremos más adelante, puede ser tomado en cuenta por el 2 Recordemos que Kant distingue entre juicios de lo agradable, juicios de lo bueno y juicios estéticos o de gusto. El primero es un juicio privado, basado en la sensación subjetiva y, por lo tanto, no requiere ni pretende consenso con los juicios de otros sujetos; los juicios sobre lo bueno están siempre sujetos a un interés y una finalidad: una cosa es buena para un fin determinado y para saber la finalidad de un objeto hay que saber qué cosa es; depende de conceptos. Los juicios estéticos, en cambio, son juicios autónomos, no se basan en conceptos o razones, por eso se dice que los juicios estéticos son desinteresados. Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 55 A & D : N. º 6 - 2019 observador. El artista expresa una idea estética de manera sensible a través de la forma, pero nunca logra representarla plenamente por ser de naturaleza distinta; la idea es intangible, mientras que la forma es material. La obra de arte contiene en su forma atributos de la idea estética. Kant los llama “atributos estéticos”; estos nos hacen pensar en la idea estética, pero no la representan de modo sensible por un problema de incompatibilidad ontológica: “[…] bajo idea estética entiendo aquella representación de la imaginación que da ocasión a mucho pensar, sin que pueda serle adecuado, empero, ningún pensamiento determinado, es decir, ningún concepto, a la cual, en consecuencia, ningún lenguaje puede plenamente alcanzar ni hacer comprensible” (§ 49). Según Diarmuid Costello, es en el concepto de ideas estéticas donde Kant y Danto logran coincidir. La definición dantiana de la obra de arte como portadora de un significado encarnado puede relacionarse con las ideas estéticas de Kant (2012, p. 154). Para Danto, la forma de la obra contiene una metáfora que debe ser completada por el observador (a modo de entimema aristotélico); esta metáfora podría equipararse a las ideas estéticas kantianas que la forma de la obra también debe sugerir. Es decir, utilizando vías distintas se puede llegar al mismo resultado. Tras este análisis podemos deducir que, a pesar de que Danto sostiene que las cualidades perceptivas ya no son esenciales a la definición de la obra de arte, sí son imprescindibles para leer la metáfora de la obra. Vale decir, que para entender el concepto es necesario descifrar la forma. Como conclusión podemos afirmar que, en este sentido, la forma ―mas no la belleza― sigue siendo una parte irreemplazable de la definición del arte. En los parágrafos 51, 52 y 53, Kant esboza una breve clasificación de las artes. Curiosamente, coloca a la poesía en primer lugar, porque es el arte que mejor expresa las ideas estéticas a través del lenguaje, el mejor vehículo para la comunicación. Después de la poesía siguen la música y la pintura. Es interesante remarcar que al igual que la poesía, la música es también un arte inmaterial. En mi opinión, si el criterio más importante que usa Kant para jerarquizar a las bellas artes es el lenguaje, entonces el arte conceptual, que también utiliza el lenguaje como elemento comunicador, podría ser aceptado por la jerarquía estética kantiana. Obviamente, tal arte no existía ni era pensable en los tiempos de Kant, pero podemos deducir que, al menos con este criterio, el arte conceptual sí sería admisible. Cuando Donald Crawford sostiene que toda obra de arte, menos tal vez el arte conceptual, tiene una superficie estética y que el juicio estético se hace sobre dicha superficie, está mencionando la Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 56 tradicional incompatibilidad del arte conceptual con el formalismo kantiano3 . Crawford está considerando como cualidad superficial solo a las obras que tienen materialidad, por eso el arte conceptual que se realiza con el lenguaje quedaría excluido. En este sentido, Kant se muestra mucho más contemporáneo al incluir a la poesía y a la música dentro de aquellas artes cuya inmaterialidad pueden expresar ideas estéticas. Conclusiones 1. En gran parte, el formalismo kantiano resulta inadecuado para evaluar el arte contemporáneo, en el que el concepto suele ser el elemento más importante de la obra. Asimismo, como demuestra la existencia de los readymades, la forma ya no es un rasgo indispensable en la lectura de la obra del arte. El objeto artístico ya no puede ser identificado exclusivamente por su apariencia. Sin embargo, la lectura de la “metáfora encarnada” dentro del objeto, formulada por Danto, requiere alguna forma que la sustente. Es decir, la interpretación de la obra siempre se realiza de algún modo u otro a partir de la forma, ya sea esta física o inmaterial. Por lo tanto, la presencia de la forma nunca desaparece del todo, ni siquiera en las obras conceptuales más puras, aquellas basadas en el lenguaje, pues el lenguaje es también una forma que da sentido a un concepto. Asimismo, el arte conceptual que emplea el lenguaje como forma posiblemente hubiese podido ser admitido por Kant, ya que, al igual que la poesía, es un arte que transfiere de manera óptima las ideas estéticas de la obra. 2. El formalismo kantiano presumía que el arte debía ser bello y por eso era posible un juicio estético basado solo en la forma (bella) del objeto artístico. Ahora existe un arte feo. Esto supone una profunda revolución de los criterios tradicionales que consideraban lo que debía ser el arte. Durante la transición de este cambio se creía que, al entender una obra, esta se vería como bella. Sin embargo, la comprensión de las obras contemporáneas ya no altera el juicio estético; es decir, podemos apreciar el arte, aunque sea feo. Por otra parte, el formalismo de la Crítica del juicio nos permite deducir que la belleza era para Kant una realidad atemporal y absoluta, lo que permitiría que la obra de arte pudiera ser admirada por su belleza en cualquier época, libre de los cuestionamientos del relativismo cultural. 3 “All works of art, with the possible exception of so-called conceptual art, are presented in a sensuous, public medium, and thus may be said to have surface qualities as its ‘aesthestic surface’” (Crawford, 1974, p. 111). Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 57 A & D : N. º 6 - 2019 3. Frente a la realidad de un arte que ya no es bello, se pueden deducir dos consecuencias principales. En un sentido duro, la mayor parte del arte contemporáneo ya no sería merecedora de juicios estéticos (puesto que no es bello y no puede ser leído sin conceptos, como portador de una finalidad sin fin); aunque debemos advertir que gran parte del arte que se produce en la posmodernidad sigue siendo moderno en términos de intencionalidad y, por ello, puede perfectamente ser descifrado utilizando parámetros kantianos. En un sentido blando, se podría asumir una concepción más modesta de la belleza. La ontología de la belleza podría considerarse de grado y no de estado. La belleza podría ser el grado sumo de lo agradable. Con ello se abandona la pretensión de universalidad en el juicio estético, lo que permite que el juicio sea subjetivo y privado, garantizando la sentencia kantiana de “a cada cual su gusto”. 4. Posiblemente, la subjetividad y privacidad del juicio estéticoartístico sobre el arte contemporáneo sea también el producto de la fragmentación del hombre posmoderno. Una vez desechas las estructuras universales modernas, aparece el predominio del sujeto individual (pensamiento débil), que también tiene un juicio estético y artístico individual, que es a su vez el reflejo de su historia y cultura. Es muy probable que exista una conexión entre las limitaciones del paradigma estético kantiano y las características propias de la posmodernidad. Asimismo, las coincidencias en los juicios estéticos no se deberían a un sentido común intersubjetivo, sino a una cultura e historia compartidas. Nuestras opiniones estéticas no son plenamente autónomas, sino que son formadas y deformadas por la autoridad de la educación y la cultura. Aprendemos a apreciar estéticamente ciertos objetos que llamamos obras de arte.

 

Si llegaste acá es que me buscaste y yo ese día te diré que Kant con toda su genialidad es un mediocre y que entender el arte conceptual como una metáfora que debe de ser completada por el público, es justo desabrir todo sabor , comprende el arte conceptual desde el dadaísmo y míralo crecer en el movimiento fluxus la clave está en el dharma y la mejor manera de expresar el dharma es la desconstrucción donde lo que se produce es una retransferencia, imagínate permanecer en la destrucción en paz y jugando, iluminado, pero primero superemos a Kant con Hegel      

 

 

 

 

https://www.larramendi.es/menendezpelayo/es/corpus/unidad.do?idUnidad=100051&idCorpus=1000&posicion=1#:~:text=Hegel%20considera%20la%20belleza%20art%C3%ADstica,de%20la%20belleza%20del%20esp%C3%ADritu.

 

DESPUÉS de Platón, Aristóteles; después de Schelling, Hegel; en pos del genio adivinador y poético, el genio dialéctico, organizador y metódico. Sin el precedente de Schelling, no se concibe a Hegel, como sin el precedente de Fichte no se concibe a Schelling. Pero lo que en Schelling apenas llega a sistema, adquiere en manos de Hegel una trabazón arquitectónica, un rigor lógico inflexible, verdadero círculo de hierro, en que de grado o por fuerza entran la idea, la naturaleza y el espíritu. Todo lo racional es real, todo lo real es racional. La lógica se transforma en metafísica; las categorías del pensar reflejan exactamente las del ser. La Idea, realidad absoluta, pero realidad próxima a la nada cuando se la considera en la esfera del pensamiento abstracto, lleva en sí, no obstante, el germen y la razón de toda cosa, la plenitud de todos los modos de existencia, que no son más que evoluciones o manifestaciones diversas de la Idea, sometidas a la ley del ritmo dialéctico. La Idea en sí es el objeto de la Lógica: la Idea fuera de sí, la Idea inmanente en el mundo de una manera inconsciente, y con plena conciencia en el hombre, es objeto de las otras dos divisiones de la ciencia absoluta, la Filosofía de la Naturaleza y la Filosofía del Espíritu, que, en realidad, no son más que momentos distintos del proceso de la Idea.

Partiendo de estos principios, construye Hegel toda la [p. 184] enciclopedia filosófica con tal carácter de sencillez y de grandeza, que ha fascinado a sus mayores enemigos. Toda la construcción descansa en un postulado gratuito, esto es, en dar valor real y trascendental a lo que es puramente formal: toda ella procede de una abstracción estéril, que la convierte en puro nihilismo, para salir del cual no hay más medio que admitir la identidad de los contrarios (el ser y la nada), y resolverlos en un tercer término (el werden, o llegar a ser). Pero admitida esta primera violación de las leyes del pensamiento, todo lo demás se desenvuelve con una potencia sintética, que acaso no tiene igual en la historia de los sistemas humanos. Los anillos de la inmensa serpiente hegeliana se enroscan al árbol de la ciencia, sin dejar fuera de su contacto punto alguno del tronco ni de las ramas. No es la unidad ficticia y puramente exterior de otros sistemas: es una comprensión total y orgánica, que no suprime ni mutila nada, que a su manera lo explica todo, que sigue paso a paso a la vida en sus infinitas evoluciones, que para todo encuentra fórmulas de amplitud extraordinaria, y a veces de grande alcance práctico, y que junta la riqueza más extraordinaria de conocimientos positivos con el orden y la disciplina más severa, que los somete todos a la ley primordial del sistema.

No se trata aquí de analizar y recorrer íntegra esta construcción, tan vasta como el mundo que ella pretende explicar. No alcanzan a tanto nuestras fuerzas, y sólo un genio igual al de Hegel podría seguirle sin desfallecimiento ni vértigos hasta la cumbre de la especulación. Hegel es el Aristóteles de nuestro siglo, y su monarquía, aunque no menos negada y combatida que la del Estagirita, dura y durará como la suya, no sólo en la filosofía pura (que después de él no ofrece más que retazos de su sistema, derivaciones y rapsodias, o bien ensayos pobres y raquíticos de sistematización calcados sobre el suyo, aun los que más le contradicen y maltratan, como el pesimismo y el evolucionismo), sino todavía más en el corazón de las ciencias particulares que Hegel trató con tanta superioridad de entendimiento, y a las cuales dió una precisión y un método que antes casi nunca habían tenido. En medio del clamoreo desacordado que por todas partes se levanta contra la Metafísica, todavía los mismos materialistas están viviendo de las migajas de la opulenta mesa de Hegel; [p. 185] y cualquiera que sea el destino que la Providencia reserve a los estudios filosóficos, hoy tan necesitados de una total renovación, y aunque el tiempo, gran depurador de las cosas, anule todo lo que hay de sofístico en la dialéctica hegeliana y en la Filosofía de la Naturaleza y en la Filosofía del Espíritu, todavía seguirán, por largas edades, informadas de espíritu hegeliano la Filosofía del Derecho, la Filosofía de la Historia, la Historia de la Filosofía, y, sobre todo, la Filosofía del Arte, a la cual levantó Hegel imperecedero monumento en sus Lecciones de Estética, obra póstuma publicada por su fiel discípulo y secretario G. Hotho, desde 1835 a 1838.

Esta obra no agota la ciencia estética, como algunos creen: sus grandes vacíos los apuntaremos después, y han sido indicados, y en parte reparados, por Rosenkranz, Vischer, Carrière, Max Schasler, Weisse y otros hegelianos más o menos poros. Pero estos defectos, que nacen en parte del sistema de Hegel, y en parte mayor todavía del carácter de lecciones universitarias que tiene su obra póstuma no revisada ni completada por el autor, no quitan a la Estética de Hegel la gloria de ser el primero entre los libros clásicos de esta moderna ciencia, y, en concepto de muchos, la obra mejor y más duradera de su autor, por lo mismo que en una parte muy esencial es independiente de su sistema, y puede campear y vivir sola. Juicio idéntico al nuestro formulan hoy los más severos críticos de Alemania. «La Estética de Hegel (dice Max Schasler), no sólo ofrece el primer sistema completo de una filosofía del arte, que por la profunda vitalidad de la concepción, por la riqueza y variedad de las ideas que contiene, sobrepuja a cuanto habían intentado los predecesores y contemporáneos de Hegel, sino que hasta la hora presente, a pesar de todo lo que se ha trabajado para completarla y distribuir mejor sus partes principales, no ha sido todavía sobrepujada».

Lo cual no quiere decir que en Vischer y en todos los demás innumerables sucesores de Hegel no haya muchas cosas que en vano se buscarían en éste, sino que la obra de Hegel tiene la perpetua juventud de las obras del genio, lo cual nunca logran ni alcanzan las obras del talento y de la erudición, condenadas por su índole misma a sustituirse y destronarse unas a otras.

No hemos de omitir, sin embargo, que la Estética de Hegel [p. 186] adolece de un defecto capital y grave, que es el de no corresponder exactamente a su título. Si se llamara Filosofía del Arte, poco habría que echar de menos en ella; pero para estética general le falta mucho. Y es caso bien raro que una Estética compuesta por el más audaz y poderoso metafísico de nuestro siglo, sea extensa y profundísima en lo que toca a las formas del arte, al sistema y clasificación de las bellas artes y a la teoría particular de cada una de ellas, y sea de todo punto incomparable en lo que pertenece al arte poética, y que, por el contrario, trate con suma rapidez lo que todo el mundo esperaría encontrar de preferencia en unas lecciones de Hegel, es decir, la idea misma de lo Bello, la realización de lo bello en la naturaleza, y la doctrina del ideal artístico. Bajo este aspecto, no hay duda que la Estética de Hegel aparece muy incompleta, si la comparamos con otras posteriores de mucho menor fama.

Pero este defecto se convierte para nosotros en una excelencia, y es la razón principal del respeto con que deben mirar este libro y del provecho grande que pueden sacar de él hasta los que más lejanos se hallan del sistema filosófico de su autor. ¡Cuántas prevenciones absurdas, cuántos juicios disparatados sobre la Estética de Hegel se evitarían, si los que hablan de ella a tontas y a locas, sólo por haber hojeado sus primeras páginas, buscando allí lo que el autor no ha querido poner, se convenciesen de que el Hegel estético es persona distinta del Hegel filósofo, en casi todo menos en ciertas concepciones generales que luego se guarda muy mucho de aplicar de un modo inflexible a los fenómenos artísticos! No; dígase de una vez para todas: lo que hace admirable la Estética de Hegel, es principalmente el ser una estética práctica, una estética para los artistas, compuesta por un hombre que no era artista por la forma, pero que por el pensamiento creador era igual a los mayores artistas del mundo, y que poseía, aparte de sus filosofías, el gusto más exquisito y el conocimiento más profundo de la historia y de la técnica del arte. Nada de esto tiene que ver con el proceso dialéctico, y el que no conozca y sienta de este modo la belleza realizada por los grandes artistas en mármoles, en cuadros o en poemas, no debe escribir jamás de estética, porque no producirá más que insípidas rapsodias morales o filosóficas. [p. 187] Hegel nos dió el más brillante ejemplo de lo contrario. ¿Quién más filósofo que él entre los modernos? Y, sin embargo, cuando llegó a tratar del arte, claro es que no se desprendió de su filosofía, porque ésta era inseparable de su personalidad, y contenía para él la razón del arte, como de todas las demás cosas; pero no sólo dejó su enmarañada escolástica a la puerta de la cátedra, donde iba por única vez en su vida a sacrificar a las Gracias, sino que, comprendiendo que ninguna ciencia necesita, tanto como la Estética, libertad en sus movimientos, y un cierto eclecticismo sereno, emancipado de la tiranía de las fórmulas, se permitió frecuentes infracciones a su método; pareció olvidarse de él por momentos; dió hospitalidad a ideas críticas venidas de todos los puntos del horizonte; no se desdeñó de asimilarse de un modo casi sincrético todos los resultados de la especulación anterior; escribió de literatura como literato romántico de los mejores, fraternizando con Richter y con los Schlegel; escribió de escultura antigua mejor que el mismo Winckelmann; procuró, como dice su discípulo Rosenkranz, «identificarse con la vida espiritual de los pueblos y con su literatura en toda su extensión y hasta en sus producciones más insignificantes»; no fué indiferente a ninguna manifestación artística, y durante toda su vida recorrió sin cansarse (nos lo dice el mismo biógrafo) conciertos y teatros, galerías y exposiciones, perfeccionando con ejercicio tan asiduo la facultad que poseía de comprender y de sentir lo bello bajo las formas más diferentes. El fruto de estos estudios y lo que Hegel valía como crítico se ve en la tercera parte de su obra, que comprende el sistema de las artes particulares. Nunca la arquitectura gótica, la escultura clásica, la pintura italiana y holandesa, la epopeya homérica, la tragedia ateniense, el drama moderno habían sido juzgados con tan alto señorío de la materia y con una intuición tan penetrante y segura. La mayor parte de sus juicios quedan en pie, y son los que dominan hoy mismo entre los verdaderos artistas y los verdaderos conocedores. Esta parte de la Estética de Hegel (que es casi toda ella), es un tesoro inagotable de altas y fecundas ideas, que deben entrar en toda estética futura, venga de donde viniere.

Hay otra parte del libro, la más corta y la que menos vale, los primeros capítulos, en suma, donde el Hegel artista no aparece [p. 188] todavía, y en cambio impera a sus anchas el Hegel metafísico con su genio sistemático y su pasión de las fórmulas. Para este Hegel, la Estética es un capítulo de la Filosofía del Espíritu, lo cual explica la rapidez con que está tratado el tema de lo bello en la naturaleza. Hegel considera la belleza artística como muy superior a la belleza natural, porque emana directamente del espíritu, que es siempre más elevado que la naturaleza. La misma hermosura del mundo físico no tiene valor sino en cuanto es reflejo de la belleza del espíritu. De aquí su carácter limitado e imperfecto. Hegel lleva esta doctrina hasta sus últimas consecuencias. Una mala concepción del espíritu humano, sólo por ser libre y consciente, le parece superior a la misma belleza del sol, que no es libre ni tiene conciencia de sí mismo. No hay belleza verdaderamente bella sino en cuanto participa del espíritu y es engendrada por él.

El arte que Hegel estudia, y el único que considera digno de ocupar la atención de la ciencia, es el arte independiente y libre en su fin y en sus medios, no el arte que sirve de vano pasatiempo o de vehículo para la verdad práctica y moral. La verdad que el arte manifiesta y hace sensible es de especie más alta: es una manera propia de revelar lo divino a la conciencia, de expresar los intereses más profundos de la vida y las más ricas intuiciones del espíritu. El arte no es ni la religión ni la filosofía; pero cumple el mismo fin con diversos medios. El arte no es tampoco una ilusión o vana apariencia, pues lo que en el arte llamamos apariencia o forma sensible es tan esencial como el fondo, y aun (en términos más generales) la verdad no existiría si no apareciese o se manifestase. Si calificamos de ilusión las formas artísticas, ¿por qué no los fenómenos de la naturaleza y los actos de la vida humana, puesto que más allá de todos estos objetos, que inmediatamente se perciben por los sentidos y la conciencia, tenemos que buscar la verdadera realidad, la sustancia y esencia de todas las cosas, el principio que se manifiesta en el tiempo y en el espacio por medio de todas las existencias reales, conservando, no obstante, su existencia absoluta? Esta misma fuerza universal que en el mundo real anda como perdida en un caos de circunstancias pasajeras y determinaciones transitorias, es la que el arte emancipa de las formas mentirosas de ese mundo imperfecto [p. 189] y grosero, de la arbitrariedad de las pasiones y de las voluntades individuales, revistiéndola de una forma más elevada y más pura, que es creación del espíritu. Las formas del arte, muy lejos de ser apariencias puramente ilusorias, contienen más realidad que las existencias fenomenales del mundo real; el mundo del arte es más verdadero que el de la naturaleza y el de la historia; sus representaciones más expresivas y transparentes tienen, además, una perpetuidad que no alcanzan los seres efímeros de la naturaleza.

Hasta aquí, Hegel está totalmente de acuerdo con Schelling pero empieza a mostrarse la divergencia en un punto muy importante. Hegel, aun encareciendo tanto la alta realidad del arte, no le da el lugar supremo entre las manifestaciones de lo absoluto; no le considera como la revelación más alta de la Idea. En la misma forma sensible lleva el arte un carácter de limitación. Hay una manera más profunda de comprender la verdad, cuando ésta no va unida a lo sensible, sino que lo sobrepuja, hasta tal punto que no puede el arte contenerla ni expresarla. El cristianismo y la filosofía nos han iniciado en la esfera de los principios abstractos y de las reglas generales, y el mismo artista no puede librarse de esta influencia. De aquí infiere Hegel el más triste y desconsolador vaticinio para el arte: le destierra a la región de lo pasado; a lo menos declara que ha perdido para nosotros mucho de su prestigio y de su vida. Le consideramos de un modo demasiado especulativo; razonamos con exceso nuestras impresiones. El arte no penetra bastante en nuestra vida, y la crítica y la ciencia estética acabarán por matar la pura sensación artística. Hegel ha atenuado en lo restante del curso esta consideración demasiado pesimista, pero lógicamente deducida de su sistema.

De todos modos, la ciencia del arte se impone despóticamente al artista mismo en nuestros tiempos. Y al decir ciencia del arte, no entiende Hegel meras y desatadas reflexiones filosóficas sobre él, sino una verdadera teoría, un organismo, un sistema. Las producciones artísticas son obra del espíritu, y pueden y deben ser estudiadas como lo es el espíritu mismo. El arte está rigurosamente determinado por ideas que interesan a nuestra inteligencia y por las leyes de su desarrollo, sea cual fuere la inagotable variedad de formas, que emplea, porque estas formas nunca [p. 190] son arbitrarias: toda forma no es propia para expresar toda idea, y la forma se determina siempre por el fondo, al cual debe ajustarse.

En cuanto al método, Hegel, tan acusado de idealismo intemperante, se declara aquí partidario de la conciliación y empleo simultáneo del procedimiento empírico y del procedimiento racional, de Aristóteles y de Platón, del estudio histórico de las obras de arte y del estudio metafísico de la idea de lo Bello.

Y, ante todo, ¿existe la belleza, existe el arte, objeto de la ciencia? ¿Es lo bello un sentimiento, un goce, algo meramente subjetivo, o hay realidad exterior que corresponda a él? El objeto de la ciencia tiene que ser demostrado como necesario; pero para hacer esta demostración hay que acudir a un principio anterior que está fuera del dominio de la Estética, cuando se la considera aisladamente. Hay que aceptar, pues, la idea del arte como una especie de lema o corolario, porque solo en la exposición enciclopédica de toda la filosofía cabe demostrar su naturaleza esencial y necesaria. Ninguna de las ciencias filosóficas particulares tiene en sí la razón de su principio; todas forman parte de un organismo de conocimiento que responde al organismo del ser.

Esta es la razón de otra de las mayores deficiencias que se han notado en la Estética de Hegel. Esta Estética no contiene, propiamente hablando, una metafísica de lo bello. Hegel da por sentada y supuesta la idea de lo bello, y se limita a examinar en una introducción los principales aspectos con que el sentido común suele representarse esta idea en el arte. También esta apelación al sentido común sorprenderá a los que no conozcan la Estética de Hegel más que de oídas, y se la figuren como un libro lleno de arcanos y jeroglíficos.

Hegel se limita a enseñarnos, por de pronto, que el arte no es cosa que se aprende por reglas, puesto que éstas se refieren tan sólo a la parte mecánica exterior y técnica, de ningún modo a la parte interior y viva de la obra artística, resultado de la actividad espontánea del genio; que tampoco es una producción irreflexiva o inconsciente, pues aun el mismo elemento genial tiene que desarrollarse por la reflexión y la experiencia, haciéndose el artista hábil para vencer la resistencia de los materiales de su arte, y perfeccionándose en lo técnico. Prueba, continuando sus modestas enseñanzas, que el genio, para producir algo maduro [p. 191] y sustancial y perfecto, debe ser educado por la experiencia de la vida y por la reflexión, sin lo cual no se producen más que obras juveniles de salvaje lozanía y espantosa barbarie, como las primeras de Schiller. Insiste, contra la opinión común, en la superioridad del arte sobre la naturaleza, sin que valga nada en contra decir que la naturaleza es obra de Dios y el arte obra de los hombres, como si el círculo de la actividad de Dios no se extendiese fuera de la materia. «Mucho más honor y gloria resulta a Dios de lo que hace el espíritu que de lo que produce la naturaleza, porque lo divino se manifiesta en el hombre bajo una forma mucho más elevada que en la naturaleza. Dios es espíritu; el hombre, por consiguiente, es su verdadero intermedio y su órgano. En la naturaleza, el medio por el cual Dios se revela, es una existencia puramente exterior. Lo inconsciente es siempre inferior en dignidad a lo consciente».

El arte pertenece con toda evidencia a la actividad práctica y no a la teórica o científica; pero no por eso hemos de creer que se dirija exclusivamente a la sensibilidad del hombre, ni que emane del principio sensible, ni que tenga por fin excitar el placer. Las sensaciones son cosa subjetiva e individual, que admiten como causas los elementos más opuestos, pero que no los contienen; así decimos: sentimiento moral, sentimiento religioso, sentimiento de lo sublime. Una cosa son los diversos estados y modificaciones del sujeto, y otra el objeto y la idea que los produce. Por eso el análisis de las sensaciones y las teorías sensualistas sobre el gusto son inútiles, superficiales y fastidiosas; pasan al lado de la dificultad sin verla. El gusto o sentido de lo bello no puede penetrar en la parte íntima y profunda de los objetos, porque ésta no se revela a los sentidos ni aun al entendimiento, sino a la razón pura, que conoce lo verdadero, lo real y lo sustancial de las cosas.

Con relación a los objetos exteriores, el arte ocupa un término medio entre la percepción sensible y la abstracción racional. Lo que el arte ve en el objeto no es ni su realidad material, ni la idea pura y general, sino una apariencia o imagen de la verdad, algo de ideal que en el objeto aparece. Comprende, pues, el lazo interior y armónico de lo ideal y de lo real, y su contemplación es totalmente desinteresada. Crea imágenes, apariencias destinadas [p. 192] a representar las ideas, a mostrar la verdad bajo formas sensibles.

Tal es la naturaleza del arte. En cuanto a su fin, nunca puede ser la imitación, trábajo pueril, indigno del espíritu al cual se dirige, indigno del hombre que le produce, y trabajo, después de todo, estéril y vano, porque la copia resultará siempre inferior al modelo, y cuanto más exacta sea la imitación, menos vivo será el placer. Lo que nos satisface no es imitar, sino crear. La más pequeña invención sobrepuja a todas las obras maestras de imitación. Ni se hable de imitar la bella naturaleza. ¿Dónde está el criterio para distinguirla? Además, ¿qué sentido tiene el principio de imitación, en la arquitectura, en la música, en la poesía misma, exceptuando la poesía descriptiva, que es el género más prosaico? El arte emplea las formas de la naturaleza, y debe estudiarlas, pero no copiarlas ni reproducirlas. Más alta y noble es su misión. Rival de la naturaleza, como ella y mejor que ella representa ideas, usa de las formas como símbolos, y aun las mismas formas las modifica conforme a un tipo más perfecto y puro.

Aunque menos grosera que la teoría de la imitación, tampoco la de la expresión encuentra gracia a los ojos de Hegel. Por expresión entienden los partidarios de esta teoría la representación, no ya de la forma exterior de las cosas, sino de su principio interno y vivo, especialmente de las ideas, pasiones y sentimientos humanos. Pero esta teoría, declarando objeto esencial del arte la expresión, lleva consigo la indiferencia respecto del fondo. Toda expresión viva y animada de lo bueno, de lo malo, de lo hermoso, de lo feo, tendrá el mismo derecho a ser considerada como representación artística. El artista podrá ser inmoral, licencioso, impío; pero habrá llegado al summum de la perfección cuando exprese fielmente una situación, una pasión, una idea verdadera o falsa. Hegel se indigna contra semejante realismo (el de Goethe), que deja reducido el arte a ser una lengua armoniosa, un espejo vivo de sentimientos y pasiones, sin consideración a su valor ético, ni a lo que tengan de noble o de bajo, haciéndonos participar, con igual indiferencia, «del delirio de las bacantes o de la indiferencia del sofista».

Pero no menos que esta indiferencia estética (que se manifestó luego en la fórmula del arte por el arte) rechaza Hegel el sistema de la perfección moral. Es cierto que el arte produce efectos [p. 193] morales y civilizadores, templa las pasiones, eleva el pensamiento a una región ideal, contribuye en gran manera a la educación de los pueblos, presentándoles la verdad bajo el velo de símbolos o de figuras; pero una cosa son los efectos del arte, y otra muy diversa su fin. Entre la religión, la moral y el arte existe armonía íntima y eterna; pero no por eso dejan de ser formas diversas de la verdad, que deben moverse con entera independencia. El arte tiene sus leyes, sus procedimientos y su jurisdicción particular; no debe ofender el sentido moral, pero él se dirige al sentido de lo bello. Cuando sus obras sean puras, el efecto sobre las almas será saludable; pero su fin directo e inmediato no es producir tal efecto. Si invierte los términos, y se propone moralizar como principal objeto, no producirá más que obras frías, que no serán morales ni religiosas, sino sencillamente fastidiosas, porque su autor habrá tenido siempre delante de los ojos la idea abstracta y general, en vez de la forma concreta. Por otra parte, el problema del arte es distinto del problema moral. El bien es la armonía buscada; la belleza es la armonía realizada. La moral es el cumplimiento del deber por una voluntad libre, con resistencia, antagonismo y esfuerzo. El arte, por el contrario, nos presenta en una imagen visible la armonia realizada de los dos términos de la existencia, de la ley de los seres y de su manifestación, de la esencia y de la forma. Lo bello es la esencia realizada, la actividad conforme a su fin e identificada con él, feliz, serena, libre en su armónico desarrollo, aun en medio del dolor. Representar la armonía, manifestar lo bello, es el fin del arte. Lo demás nos será dado por añadidura, puesto que la contemplación de la belleza no puede menos de producir un goce tranquilo y puro, incompatible con los groseros placeres de los sentidos, y una predisposición a las resoluciones nobles y a los impulsos generosos, por el estrecho parentesco que media entre el bien, la belleza y lo divino.

Consiste, pues, la idea de lo bello en la unión y armonía de dos términos que se presentan al pensamiento separados y opuestos: lo ideal y lo real, la idea y la forma, cuya oposición es, en el fondo, el problema capital de la filosofía.

La idea artística no es cualquiera idea: no puede ser una abstracción, porque la abstracción no es capaz de ser representada en forma sensible. El unitarismo musulmán, v. gr., no sirve para [p. 194] el arte. La esencia y la forma deben tener entre sí la misma relación que tienen el cuerpo y el alma en la organización humana. La idea concreta encierra en sí misma el momento de su determinación y el de su manifestación exterior. Infiérese de aquí que la excelencia y perfección del arte dependerán del grado de penetración íntima y de unidad en que aparezcan la idea y la forma, como nacidas la una para la otra. La más alta verdad en el arte consistirá en que el espíritu haya llegado a la manera de ser que mejor convenga a la idea del espíritu.

Este es el fundamento de las divisiones de la ciencia del arte, porque el espíritu, antes de alcanzar la verdadera idea de su esencia absoluta, tiene que recorrer una serie gradual de desarrollos internos, y a estas modificaciones en el fondo corresponde una sucesión de formas artísticas encadenadas entre sí por las mismas leyes mediante las cuales el espíritu, como artista, adquiere la conciencia de sí mismo. Este desarrollo puede ser considerado de dos maneras: como desarrollo general de las fases del pensamiento manifestadas en el mundo del arte, y como desarrollo particular verificado en formas sensibles de distinta naturaleza, o en modos particulares de representación, de donde nacen las diversas artes.

Tres son, pues, las divisiones de la Estética: 1ª, idea de lo bello en el arte, o sea, lo ideal; 2ª, desarrollo de lo ideal en la historia general del arte; 3ª, sistema de las artes particulares. La primera parte se subdivide en otras tres (sabido es que Hegel procede siempre por división tricotómica): 1ª, noción o idea abstracta de la Belleza; 2ª, lo Bello en la Naturaleza; 3ª, lo Bello realizado por las obras de arte.

Ya hemos dicho que todos estos capítulos son de una brevedad singular. Hegel identifica la belleza con su idea; pero distingue entre la idea y el ideal, que es la idea misma bajo una forma particular. No por eso se entienda que la belleza es la idea abstracta, anterior a su manifestación y no realizada, sino la idea concreta y realizada, inseparable de la forma. Tampoco es la idea una pura generalización o un conjunto de cualidades extraídas de los objetos reales. La idea es un todo, es el tipo, la unidad real y viva que realizan exteriormente los objetos, la armónica unidad que se desarrolla eternamente en la naturaleza y en el mundo [p. 195] moral. Lo que aparece como real a los sentidos y a la conciencia, no es verdadero por ser real, sino porque corresponde a la idea.

Siendo la belleza la idea, ¿hemos de tener por términos idénticos belleza y verdad ? En cierto modo, sí; pero alguna diferencia hay entre ellos. Lo verdadero es la idea considerada en sí misma, y pensada en su principio universal, sin forma alguna exterior y sensible. Lo bello es la manifestación sensible de la idea, la idea confundida e identificada con su apariencia exterior. Lo bello añade siempre una nota a lo verdadero, y por ser inseparables sus dos elementos, tiene carácter de infinitud y de libertad, y es inaccesible a la razón lógica y a la abstracción. La contemplación de lo bello es contemplación liberal, que deja al objeto en su existencia independiente, y excluye del sujeto todo deseo de poseerle y de convertirle en instrumento para sus fines.

Hegel no tiene capitulo especial acerca de lo sublime. Sus ideas sobre este punto hay que buscarlas esparcidas en diversos lugares de su obra, especialmente en el tratado del arte simbólico. Acepta totalmente la doctrina de Kant y de Schiller, pero dándola un matiz más idealista. Lo sublime es una tentativa para expresar lo infinito en lo finito, sin encontrar ninguna forma sensible que sea capaz de representarlo.

Tampoco hace estudio especial de lo ridículo ni de lo cómico, que sólo considera en sus formas literarias, y aun esto de una manera confusa e incompleta. Finalmente, el humorismo que se desborda en la Estética de Juan Pablo, está reducido en la de Hegel a los más estrechos límites posibles. Evidentemente, Hegel era anti-humorista. Persigue con crítica desapiadada el principio de la ironía, fundamental entre los románticos alemanes y base verdadera del humorismo. Nada le es tan antipático como esa virtuosidad artística, esa petulante genialidad divina que no toma nada en serio, ni a los demás ni a sí mismo, y que proclama audazmente la vanidad y la nada de todas las cosas, excepto el propio yo. Había repulsión invencible entre la naturaleza sana y robusta de Hegel, y la naturaleza más o menos enfermiza y egoísta que siempre supone el humorismo. Convertir su propia personalidad en principio y en fin, sacrificar la materia a nuestro capricho, interrumpir el desarrollo racional de un asunto, comenzar arbitrariamente y acabar lo mismo, amontonar caricaturas de [p. 196] pensamiento y de imaginación sin lógica ni sustancia, le parece a Hegel una mala especie de originalidad, y, por de contado, mucho más fácil que desenvolver racional y armónicamente un asunto y darle las verdaderas condiciones del ideal, no cosiendo abigarradamente retazos de varios colores, sino dejando que la unidad del asunto se desarrolle armónicamente conforme a sus propias leyes, sin alterarla ni corromperla con pormenores extraños. No tener ningún amaneramiento es la única gran manera, la de Homero y Sófocles, Rafael y Shakespeare. Nada más opuesto a ella que esos juegos imaginativos que aniquilan el acuerdo necesario entre la forma y la idea; esa perpetua tensión del espíritu para alterar las relaciones naturales de las cosas, sustituyéndolas con otras heterogéneas o falsas. Sólo es tolerable el humorista que reúne, a gran riqueza de imaginación, mucho sentido y profundidad, de tal suerte, que pueda deducir de pormenores accidentales una idea sustancial y verdadera.

No menos incompleto que el capítulo sobre la idea de lo Bello en general, es el de lo Bello en la Naturaleza. Hegel estudia muy de pasada los caracteres estéticos del mundo físico, que considera

no más que como la primera e imperfecta manifestación de la idea. Grados sucesivos de belleza corresponden al gradual desarrollo de la vida y de la organización en los seres. La belleza del mineral consiste en la disposición regular de sus partes, y en la fuerza que en él reside y se manifiesta por la unidad. En el sistema astronómico, la belleza resulta de la regularidad de los movimientos de los cuerpos celestes, sometidos a un centro común. En los seres organizados y vivos, lo bello estriba en la reciprocidad y encadenamiento de los órganos, sometidos a la unidad ideal del tipo. Pero siempre y en todos sus grados, lo bello natural es exterior e inconsciente. En rigor, la naturaleza no es hermosa sino para la inteligencia que la ve y la comprende.

La belleza en los seres vivos y animados no es la simple regularidad de las partes ni la simple conformidad de los movimientos a un fin. Todo esto es materia de las ciencias naturales, no de la Estética. La belleza es la forma total, en tanto que revela la fuerza que la anima; es la fuerza manifestada por un conjunto de formas, de movimientos independientes y libres; es la armonía interior y viviente que se descubre al exterior, sin que nos detengamos [p. 197] a considerar la relación de las partes al todo, ni el equilibrio de las funciones, como hace el naturalista.

Además de la belleza de los seres individuales, podemos llamar a la naturaleza bella en su conjunto, no sólo por la disposición orgánica y viva y por la unidad exterior, sino por la oculta relación que tiene con los sentimientos de nuestra alma. Por este carácter simbólico, la belleza física es reflejo de la belleza moral, y una y otra expresiones de la verdad interna. Pero, ora consideremos la belleza exterior de la forma abstracta en sus diversos grados (regularidad, simetría, armonía, que Hegel analiza con singular delicadeza, considerando la última como la más elevada entre las formas que no pertenecen todavía a la actividad libre), ora la miremos como unidad abstracta de la materia sensible, en su unidad y en su identidad, sin consideración a la forma (pureza de líneas, de colores, de sonidos, etc.), siempre ofrece lo bello natural cierto carácter de imperfección, aunque le contemplemos en su punto más alto, en la vida animal, y aun en el cuerpo humano. En el organismo animal no vemos el punto central de la vida, sino la multiplicidad de los órganos que viven. El cuerpo humano tiene la inmensa ventaja de la expresión de la vida del alma, del sentimiento y de la pasión; pero no todos los miembros son capaces de este género de expresión, y hay muchos consagrados únicamente a funciones animales. La vida interna del alma no se nos manifiesta penetrando totalmente la forma exterior del cuerpo. Y aun en el hombre, como ser espiritual, el carácter no se nos muestra simultáneamente en su totalidad, sino por una serie de actos sucesivos y determinados. Además, todo individuo está sujeto a los lazos del mundo exterior; depende de mil condiciones que él no determina, y obra, en gran parte, bajo el imperio de la necesidad; de donde nace lo que se llama vulgarmente prosa de la vida. Además de la contradicción entre los fines de la vida material y los fines nobilísimos del espíritu, el individuo tiene que prestarse de mil maneras a servir de instrumento a los fines de otro; y viceversa, convierte a los demás en instrumentos suyos, impidiéndoles así e impidiéndose a sí propio llegar a un total y armónico desarrollo. De aquí tanto fraccionamiento y dispersión en nuestra vida, tanto esfuerzo individual frustrado, tantos obstáculos para que dé plena muestra de sí la fuerza libre y se realice la belleza.

[p. 198] Todas estas imperfecciones y otras muchas se resumen en una sola palabra: lo finito. Ningún individuo, ora pertenezca al mundo real de la naturaleza, ora al del espíritu, goza de libertad absoluta; ninguno puede traspasar los límites de la especie determinada ya fija en que está encerrado. Ni la vida animal ni la vida humana pueden realizar la idea bajo una forma perfecta, igual a la idea misma. Por eso el espíritu se ve forzado a satisfacer su ansia de belleza en otra región, la del arte, donde impera otra realidad más alta, la del ideal. La necesidad de la belleza artística está fundada, pues, en las impurezas e imperfecciones de lo real, y en su ineptitud para expresar el desarrollo libre de la vida, y sobre todo de la vida del espíritu.

Hemos llegado a la región de la belleza artística. En ella hay que considerar tres cosas: el ideal en sí mismo, la determinación del ideal como obra de arte, y las cualidades del artista.

La noción del ideal fácilmente se deduce de todo lo expuesto. Es el alma que debe irradiar por todas partes a través de la forma, pero no lo que llamamos alma en la naturaleza inorgánica ni aun en los seres animados y vivos; no el alma finita y desprovista de conciencia y libertad, sino la infinitud libre del espíritu, que conserva la conciencia de sí mismo en medio de su desarrollo y de su propia manifestación exterior, sustancial, sólida, entera. De este modo, la existencia real, finita en sí misma, adquiere la posibilidad de manifestarse, al mismo tiempo, como principio universal y como alma que goza de personalidad.

El fin del arte es, pues, representar lo real corno verdadero, esto es, en su conformidad con la Idea que ha llegado a la perfección de la existencia reflexiva. El ideal es, pues, una especie de purificación, un Jordán que lava las manchas de lo accidental y de lo externo. Aun el mismo pintor de retratos debe poner en armonía la forma con el alma, sacrificando los accidentes insignificantes y móviles de la fisonomía, para conservar los esenciales y permanentes. Lo ideal es la realidad emancipada del dominio de lo particular y de lo accidental, que son inseparables de todo desarrollo en la esfera de lo finito. Lo ideal, encerrado en sí propio, independiente en medio de lo sensible, encuentra en su propia naturaleza la calma y la felicidad: por eso uno de sus rasgos más esenciales es la inalterable serenidad, correspondiente a una [p. 199] naturaleza que se basta a sí misma. Toda existencia ideal participa de la beatitud celeste. Bien ha dicho Schiller: «Lo serio es propio de la vida; la serenidad pertenece sólo al arte». ¿Y qué es la serenidad sino el triunfo de la libertad concentrada en sí misma, tal como la vemos en los mármoles antiguos, no sólo en la calma exenta de combate, sino en la lucha y en el dolor? Y aunque en el arte romántico el desacuerdo y la oposición estén llevados mucho más lejos, todavía lo que domina en las obras maestras de la inspiración cristiana es el goce íntimo y profundo en medio del sacrificio, las delicias del dolor, una cierta felicidad que cabe aun en el martirio, lo que Hegel llama con una expresión homérica la sonrisa en las lágrimas, expresión de la independencia moral y signo indeleble de la belleza. Para Hegel, el llanto, como simple lamentación, no cabe en el arte.

Hegel desciende luego al estudio del ideal en sus relaciones con la naturaleza. Tenemos aquí la sabida y vulgar cuestión del naturalismo y del idealismo. No hay que decir en qué sentido la resuelve el gran apóstol de la Idea. Aun en el arte que parece más externo y formal, en aquél cuyo fondo se nos antoja casi indiferente, en el que reproduce escenas de interés momentáneo, en la pintura holandesa, por ejemplo, es el ideal quien impera y arranca de la realidad prosaica los objetos, convirtiéndolos en creaciones del espíritu, realizadas libremente por su actividad propia. Es una especie de ironía que el espíritu se permite con las formas exteriores del mundo real, infundiéndoles eternidad al mismo tiempo que juega con ellas. Pero hay otra idealidad más alta, que consiste en manifestar lo general por medio de lo particular, en desarrollar y hacer visible la oculta esencia de las cosas, sin salir de los límites de la individualidad viva. La expresión del espíritu es lo esencial en la figura humana, y aquí Hegel, consecuente con su idealismo, se aparta de Lessing, en cuanto a no considerar esencial el desnudo en la escultura. Lo que le parece antiartístico y prosaico es el vestido moderno comparado con el antiguo. Lessing pone el fin de las artes plásticas en la expresión de la hermosura corpórea. Hegel quiere que por esta hermosura se transparente la superior belleza de la Idea, el elemento esencial, enérgico, significativo.

Mirada la cuestión desde esta altura, no tiene sentido la [p. 200] oposición entre lo ideal y lo natural. La naturaleza no es más que el espíritu encarnado: si no es esto, carece de todo valor propio. Lo único que puede disputarse, es si el arte debe preferir como medio las formas naturales, o crear él otras nuevas, más ideales y perfectas. Pero entiéndase siempre que si elige las formas naturales, el interés que en estas formas encontramos no nace de ellas propias, sino de su valor representativo. Sólo así la naturaleza común o vulgar puede entrar en el arte; v. g.: en la pintura de género, que en los grandes maestros holandeses expresa admirablemente la satisfacción de la vida, su libertad animada, el confort o bienestar doméstico, la poesía algo prosaica de la civilización neerlandesa. Pero hay otra poesía más alta y más ideal, correspondiente a fines más elevados y serios de la naturaleza humana, y éstos claro es que no han de expresarse con formas arbitrarias (nunca lo son las verdaderamente artísticas); pero pueden y deben ser expresados por formas simbólicas, que no son nada por sí mismas, sino manifestación y revelación del espíritu.

Lo ideal no puede permanecer siempre en el estado de pura concepción abstracta. Incluye en su misma idea un elemento particular y determinable, que tiene que manifestarse en una forma determinada. Esta determinación de lo ideal puede considerarse de tres maneras: 1ª, en sí propia; 2ª, en su desarrollo, bajo forma de diferencias y oposiciones que exigen una solución; 3ª, en su determinación exterior.

Lo divino es el centro de las representaciones del arte; pero concebido como unidad absoluta, lo divino no se dirige a los sentidos ni a la imaginación, sino al pensamiento. El arte que sólo dispone de formas concretas y vivas, no puede expresarle directamente, y sólo se acerca a él en los arranques y efusiones de la poesía lirica. Sólo cuando lo divino sale de la abstracción es susceptible de ser representado y contemplado. Así las divinidades politeístas del arte griego. Así en el cristianismo, Dios inmortal viviendo en carne mortal. De un modo menos alto se manifiesta el principio divino, en el alma humana heroica (mártires, santos, hombres llenos del espíritu de Dios). Y finalmente, se muestra, aunque en grado cada vez menor, en toda conciencia y actividad humanas. Claro es que esta doctrina tiene en Hegel un sentido profunda y absolutamente panteístico (además de la profanación [p. 201] de poner las representaciones del paganismo helénico al lado de la representación de Cristo); aunque alguna parte de ella pudiera ser interpretada en sentido más benigno, si se hallase en autor menos sopechoso, pues es frase y doctrina corriente en los místicos cristianos que Dios está en el centro del alma, y que «este centro del alma es la simplicísima esencia de ella, sellada con la imagen de Dios, sin imágenes de cosas creadas». Pero es evidente que Hegel entiende esto de otro modo, cuando enseña que lo que llamamos noble, excelso, perfecto en el alma humana, no es más que la verdadera esencia del espíritu, el principio moral y divino que se manifiesta en el hombre, le comunica su actividad viva, y domina la parte inferior y mudable del alma.

El desarrollo del ideal mediante diferencias y oposiciones es lo que constituye la acción. Es un segundo grado del ideal, menos alto, menos puro que el anterior. No es el estado de satisfacción íntima, de serenidad olímpica, de inalterable beatitud o de amable inocencia; es la manifestación activa que se caracteriza por el movimiento y la evolución. El espíritu universal, perfecto en la plenitud y totalidad de sus atributos, después de recorrer el círculo de manifestaciones particulares que revelan su esencia, sale de su reposo para entrar en un mundo de oposición y contradicción, de dolor y lucha. Cristo padece en carne mortal: la espada del dolor traspasa el corazón de su Madre. La vida humana es campo de batalla, y la fortaleza del espíritu no se mide sino por la fuerza y violencia de la oposición. Entonces el espíritu se concentra en sí mismo, desarrolla la profunda energía de su naturaleza interna, y hace ruidosa y magnífica demostración de su poder.

Tres cosas hay que considerar en la acción: el estado general del mundo, la situación, la acción misma.

El estado de sociedad más propicio al ideal será el que permita a sus personajes revelar más libremente su alta y poderosa personalidad. De aquí la ventaja de las edades heroicas, que no son ni las edades salvajes, en que el hombre es todavía siervo de la naturaleza y no ha llegado a la plena conciencia de sí mismo; ni las civilizaciones adelantadas, que todo lo regulan, limitan y metodizan por medio de leyes y constituciones.

La independencia del héroe es lo que constituye mayormente su carácter estético. Cuando la esfera de actividad del individuo [p. 202] está invadida de todos lados por la esfera social, resulta un mundo prosaico, del cual sólo puede separarse el artista llevando sus personajes a edades remotas o a países muy lejanos de nosotros, donde no son conocidas nuestra administración ni nuestra policía, o bien presentándolos en lucha con la sociedad (Karl Moor), o fuera de ella por efecto de pasión o demencia (Don Quijote).

No nos detendremos en las condiciones que Hegel asigna a las situaciones artísticas, a los que llama poderes generales de la acción, a los personajes y al carácter, porque toda esta doctrina reaparece luego, con nuevos e interesantes desarrollos, en el tratado de la poesía dramática, al cual más rigurosamente pertenece. Aquí baste indicar que el libro de Hegel, que entre tantas gentes pasa por pernicioso y vitando, contiene las declaraciones más francas, más insistentes y más precisas en favor de la moralidad artística. Sólo «los principios eternos de la religión, de la moral, de la familia, del Estado; los grandes sentimientos del alma, el amor, el hono», le parecen dignos del arte. Admite, como no podia menos, la conveniencia artística y aun moral de ciertas representaciones de lo malo y de lo feo; pero nunca constituyendo el fondo y el objeto principal de la acción, «porque lo perverso y feo del fondo excluye lógicamente la belleza de la forma». Condena con el mayor rigor esa «sofística de las pasiones, que intenta representar lo falso con los colores de lo verdadero, y sólo consigue mostrarnos un sepulcro blanqueado». Pasiones como la envidia, la cobardía, la bajeza, le parecen siempre repugnantes; no así otras como la soberbia y el abuso de la fuerza, que pueden aparecer realzadas por la fortaleza de carácter o atenuadas por el fin a que aspiran los personajes.

«El mal en sí (añade) no tiene interés alguno verdadero, porque de lo falso no sale más que falsedad; los grandes artistas, los grandes poetas de la antigüedad, nunca nos ofrecen el espectáculo de la perversidad absoluta, a que quieren acostumbrarnos los modernos...» El verdadero ideal, basta cuando aparece bajo las formas de la pasión, la realza, la ennoblece y purifica. Lo patético, en su sentido puro e ideal, no es un movimiento caprichoso y desarreglado del alma, sino un principio noble, que se confunde con una gran idea, con una de las verdades eternas del orden moral [p. 203] y religioso; una potencia del alma esencialmente legítima, que contiene o implica uno de los principios eternos de la razón y de la voluntad. Esta verdad moral, este principio eterno, descendiendo al alma del hombre bajo la forma de una grande y noble pasión, constituye el carácter, que es el punto culminante de la representación ideal y la piedra de toque del valer del artista o del poeta.

Nadie ha tratado con más profundidad que Hegel este punto de los caracteres. Los quiere ricos y complexos, no limitados a una sola cualidad, porque entonces serían meras abstracciones o seres alegóricos, sino hombres reales y completos, con una cualidad dominante, a la cual se subordinan otras muchas. Los quiere llenos de vitalidad, sencillos y fecundos, con unidad y variedad a un tiempo, como los de Sófocles y los de Shakespeare, verdaderos individuos con fisonomía propia y original. Y últimamente, los quiere fijos y constantes, porque la indecisión es la ausencia de carácter; pero no quiere que esta fijeza excluya las contradicciones inherentes a la naturaleza humana, sino que la unidad e identidad del carácter se sobreponga a todo; que el personaje se determine por sí propio, y trace y siga con firmeza un designio, al contrario de Werther y de tantos otros personajes insanos y enfermizos como pululan en la literatura romántica. «El arte verdadero y sano no representa lo enfermizo y falso, lo que carece de consistencia y decisión, sino lo verdadero, sano y fuerte. El hombre no realiza el ideal sino cuando procede como persona libre, desplegando toda la energía y constancia que pueden darle el triunfo».

Bajo la rúbrica un tanto escolástica de determinación externa del ideal, o sea, relaciones del arte con la naturaleza, dice Hegel cosas tan sencillas como discretas contra el arte puramente descriptivo, que olvida las ideas y sentimientos del alma humana, verdadero fondo de toda obra estética, para conceder, en cambio, no justificada importancia al elemento pintoresco, al color local, a los trajes y a los muebles, a todo el aparato arqueológico que no tiene más objeto que ocultar por medios artificiales la penuria de ideas, la falsedad de las situaciones y la pobreza de los caracteres. No por eso debe olvidar el arte la oculta simpatía que existe entre el hombre y lo natural, ni olvidar tampoco que hay artes (la poesía épica, la pintura) donde buenamente cabe mayor [p. 204] fidelidad y riqueza de detalles, siempre que los anime y dé valor alguna secreta afinidad entre la acción y el teatro donde pasa, y todavía más cuando se trata de aquellos objetos que libremente modifica y emplea para sus fines la voluntad humana, estampándoles el cuño de su propia personalidad; v. gr., los metales, las piedras preciosas, el oro, la púrpura y el marfil. En cuanto a la satisfacción de las necesidades físicas, el ideal exige gran sencillez de medios, emanados directamente de la actividad humana, no múltiples y facticios. Así, los héroes homéricos preparan su propia comida, sus armas y su lecho, y estas descripciones producen maravilloso efecto, porque se ve en ellas la alegría y novedad de la invención, y el placer del trabajo fácil y liberal. Tales objetos ya no parecen inanimados, sino creaciones propias y directas de la personalidad humana.

Por lo que toca a la relación de la obra de arte con la capacidad y gusto del público, Hegel se inclina a un prudente eclecticismo, tan lejano de la manía arqueológica que bajo pretexto de color local produce obras sólo inteligibles a un grupo de eruditos, como del anacronismo sistemático (v. gr., el de la tragedia francesa), que da a los hombres de otros tiempos el lenguaje, los hábitos y maneras de los de nuestros días. Hay que respetar a un tiempo (dice Hegel) los derechos del arte y los del público, lo cual se logrará basando siempre la obra en alguna de las ideas esenciales del espíritu humano o en los intereses generales de la humanidad, no dando demasiada importancia a ciertos pormenores de época, pero cuidando de penetrar por simpatía en el alma de otras edades, cuando el asunto sea histórico o leyendario. Obligado está el artista, en todo lo que sea esencial, a respetar los rasgos históricos o tradicionales; pero debe al mismo tiempo poner la idea fundamental de su obra en armonía con el espíritu de su siglo y el genio de su nación. Esta es la excusa que tienen ciertos anacronismos en el arte. Algunos son hasta necesarios, y otros indiferentes. Por otra parte, de estos anacronismos no se ha librado nadie: los personajes de Homero son, sin duda, mucho más civilizados que lo eran los personajes reales de la edad homérica, y los de Sófocles parecen casi contemporáneos nuestros.

La sección consagrada al artista, a las facultades productoras (imaginación, genio, inspiración), a la diferencia entre el genio [p. 205] y el talento, a la manera, al estilo y a la originalidad, abunda en observaciones delicadísimas; pero contiene poco nuevo para quien esté ya versado en los escritos estéticos de Schiller, de Schelling y de Juan Pablo. Hegel, por lo mismo que poseía la más alta originalidad del genio filosófico, no tuvo nunca la desacordada y absurda pretensión (tan frecuente en los tratadistas franceses de la escuela cartesiana) de inventarlo todo de nuevo, de escribir como si nadie hubiese escrito antes (cosa, en ultimo resultado, tan fácil como estéril), y de sacar de su cabeza un cuerpo íntegro de ciencia, para ofrecerlo a la admiración del género humano. Al contrario, en este libro de Estética hizo especial estudio de no perder ninguna de las ideas útiles consignadas ya por sus predecesores. Lo mismo han hecho los estéticos que han seguido a Hegel, y ésta es la principal razón de que en Alemania la Estética sea una ciencia, y no lo sea, hablando con estricto rigor, en ninguna otra parte. El deslinde entre la imaginación activa y creadora, y la capacidad puramente pasiva de recibir imágenes y recordarlas, estaba hecho en términos definitivos por Richter, con su teoría de los genios masculinos y femeninos; pero Hegel repitió este análisis con talento psicológico muy superior. El sentido particular, que permite al artista comprender la realidad en sus formas más diversas y grabar indeleblemente en su espíritu las imágenes de las cosas; la necesidad (no incompatible ni mucho menos con el idealismo hegeliano) de explotar los inagotables tesoros de la naturaleza viva, en vez de encerrarse en el pensamiento puro y en la generalidad abstracta; el alto papel que en la preparación artística desempeña la memoria, facultad la más desacreditada de todas las humanas, pero no a los ojos de Hegel, que la supone inseparable de todo gran entendimiento; el consejo de ver mucho, oír mucho, vivir mucho, retener mucho, extender la curiosidad sobre un número infinito de objetos, e interesarse por todos como hizo Goethe, penetrando el lado individual y particular de las cosas, son documentos de humilde apariencia, pero de muy jugosa y práctica sabiduría. Verdad es que toda esta educación exterior y realista la subordina Hegel a la manifestación de la verdad absoluta o del principio ideal de las cosas, verdadera alma de la obra artística, idea que debe haber sido meditada por el genio creador en toda su extensión y profundidad. [p. 206] En esto se funda la alta importancia de la reflexión en la obra artística. Pero aunque el fondo del arte sea substancialmente el mismo que el de la filosofía y el de la religión, no entiende Hegel que pueda ser presentado nunca en forma de pensamiento filosófico. La imaginación revela a nuestro espíritu la razón y esencia de las cosas, pero no en su principio o concepción general, sino en una forma concreta, en una realidad viva, amoldando el elemento racional a la forma sensible, por lo cual, al lado de una razón enérgica y activa, se requiere en el artista una sensibilidad viva y profunda. Hegel mira con el mayor desprecio el error grosero de los que imaginan que obras como los poemas homéricos han podido formarse de una manera inconsciente, como un ensueño o visión del poeta.

No por eso desconoce Hegel el carácter semidivino de la inspiración, que no responde ni a las excitaciones sensibles ni al trabajo reflexivo. ¿Y cómo había de desconocerlo, si en su sistema medio teosófico es la Idea divina quien verdaderamente habla a los mortales por boca del genio artístico? Pero repito que en Hegel hay dos hombres: uno, el metafísico, y otro, el conocedor inteligente de la historia del arte. Este sabe muy bien que producciones admirables, como las odas de Píndaro, y la mayor parte de los edificios y muchos cuadros y estatuas, han nacido al calor de circunstancias exteriores, y son propiamente obras de encargo, en las cuales el artista ha tenido que inspirarse sobre un tema dado. Pero esto sólo en apariencia perjudica al libre desarrollo de la inspiración, y en muchos casos le ha favorecido, cuando esas circunstancias exteriores, que representan en este caso el elemento natural y sensible del arte, se han encontrado en oculta armonía con la genialidad del artista. Poco importa que el asunto venga de fuera: lo importante es que el artista se penetre de él con interés real y vivo, y sienta en su mente animarse el objeto, que no le dejará reposar hasta que el artista le haya dado la vida inagotable de la forma perfecta.

Hegel es decidido partidario de la objetividad e impersonalidad, propias del grande arte; y mira con aversión la poesía subjetiva sin contenido de valor humano, y los caprichos fantásticos del humorismo. Para él es dogma de absoluta certidumbre que el genio debe absorberse enteramente en su obra, convirtiéndose [p. 207] en una forma viva, dentro de la cual se organice y desarrolle la idea. Su alma entera ha de penetrar y vivificar el asunto y ser penetrada por él. El desdén hacia el argumento, y la exageración de la individualidad, lleva a la manera, que está en oposición directa con el verdadero principio de lo ideal. Sólo en la parte exterior de la obra puede campear lo que en buen sentido se llama manera de cada artista, es decir, su modo particular de representación y de ejecución, y aun allí fácilmente se cae en la rutina, en el procedimiento mecánico, en la habilidad manual. La verdadera originalidad es inseparable de la objetividad.

Sería tarea de todo punto inútil, y por otra parte imposible, exponer, con la misma prolijidad que hasta aquí, el contenido de las dos últimas partes de la Estética de Hegel, y esto no ciertamente porque ofrezcan nada de sutil y tenebroso, sino, al contrario, porque su transparencia y lucidez extraordinarias las hacen perfectamente accesibles a cualquier hombre culto (aunque no esté iniciado en los misterios de la especulación germánica), sin necesidad de ningún otro comentario o preparación. Por otro lado, el mérito mayor de esta parte inmortal de la obra de Hegel no consiste (como ya he advertido) en las líneas generales, sino en la riqueza extraordinaria de detalles y de ejemplos, en la amplitud de la exposición, en la parte crítica, que ningún análisis puede aspirar a reproducir. Además, no todo pertenece a Hegel: mucho lo hemos visto ya, mucho hemos de verlo, con notable ventaja, en otros autores. No resistimos, sin embargo, a la grata tentación de dar una idea muy sumaria de estas dos partes de la construcción hegeliana.

Hemos dicho que la segunda comprende el estudio de las formas particulares de lo ideal. Nadie ignora, por superficial conocimiento que tenga de la filosofía de Hegel, que el ritmo dialéctico (tesis, antítesis, síntesis) se manifiesta siempre en forma trilógica. Tres son, pues, los momentos esenciales de la idea, que en el reino de la Belleza se traducen por tres formas particulares de arte, engendradas por la fuerza propia e inherente a la idea misma. Estas tres formas son: el arte simbólico, el arte clásico y el arte romántico. En el arte simbólico, la idea, todavía abstracta e indeterminada, busca, sin encontrarla, una expresión o manifestación perfectamente adecuada a su esencia. Como no [p. 208] lo consigue, se pierde en esfuerzos impotentes para dar forma a sus concepciones vagas y poco definidas, y altera, confunde y estropea las formas del mundo real valiéndose de relaciones arbitrarias. El arte simbólico, no llegando a combinar la forma y la idea, las presenta como términos desproporcionados y heterogéneos. En el arte clásico, la idea (que no es ya abstracta ni indeterminada), determinándose con plena conciencia en su actividad libre, encuentra en su propia esencia la forma exterior adecuada, realizándose así la armonía perfecta de la idea como individualidad espiritual y de la forma como realidad sensible y corpórea. Pero la Idea no puede detenerse en esta perfecta armonía, y aspira a sobrepujar la forma, llegando a la espiritualidad pura y concentrándose en sí misma. El arte de la perfección finita cede ante el arte de la aspiración infinita. Y entonces nace la forma romántica, que, encontrando insuficientes las formas del mundo exterior, rompe la armonía del arte clásico, y produce una excisión de fondo y forma, en sentido opuesto al del arte simbólico. El arte romántico es el arte del mundo interior y de la libre espiritualidad.

Esta división hegeliana de la historia artística puede ser juzgada desde dos puntos de vista distintos, y, según la miremos de uno o de otro modo, podremos encontrarla ingeniosa y falsa, o verdadera y profunda. Si se la mira como concepción filosófica a priori, dependiente del sistema de Hegel, adolece del vicio radical de todo el sistema, comenzando por la Lógica, de la cual no es más que un caso particular. Pero para nosotros es muy dudoso que Hegel hiciese su clasificación a priori: creemos que empezó por deducirla de los hechos artísticos, y que luego intentó razonarla conforme a su sistema. La prueba es que esta clasificación subsiste e impera todavía en la crítica, y es generalmente aceptada por muchos que no son hegelianos, puesto que, en realidad, agota todas las formas históricas del arte, aunque no todas las posibles. Es, pues, una clasificación a posteriori, y ésta es su fuerza, por más que una ilusión metafísica, muy natural en todo filósofo idealista, hiciese creer a Hegel que con su sistema construía la historia, cuando precisamente era la historia la que construía su sistema, y le daba solidez y condiciones de duración. Porque, efectivamente, lo que hizo Hegel fué añadir un nuevo miembro a la clasificación, vulgarísima en su tiempo y enteramente histórica, [p. 209] de arte clásico y arte romático. En el primero entraban naturalmente las obras de Grecia y Roma y las de sus imitadores modernos; en el segundo, las producciones dictadas por el espíritu de los pueblos cristianos, en aquello en que más se apartan de la antigüedad. Pero es evidente que esta clasificación pecaba de incompleta, quedando fuera de ella la poesía de los Hebreos, y todo el arte oriental de la India, de la Persia, del Egipto, etc., que evidentemente no eran ni arte clásico ni arte romántico, como no se tomasen estas palabras en sentido latísimo y algo violento, como hacían Juan Pablo y los Schlegel. Hegel cayó en la cuenta de esto, y completó felizmente la clasificación con el arte simbólico, siendo para él no pequeña fortuna poder encerrar en tres términos todas las manifestaciones artísticas. Si llega a haber una más, la ley del ritmo dialéctico y de los momentos esenciales hubiera sufrido no pequeño menoscabo. Por ahora parece que no hay peligro, puesto que nadie sostendrá en serio que el llamado arte realista o naturalista moderno (parodia o degeneración grosera del más decrépito romanticismo) pueda considerarse como una forma de arte nueva, digna de alternar con la simbólica, con la clásica o con la romántica.

En casi todas las doctrinas artísticas de Hegel hay que hacer la misma distinción entre la apariencia apriorística y la realidad experimental. El que haga esta distinción, podrá sacar de la Estética todo el fruto que en tanta abundancia contiene, sin contagiar se para nada de la metafísica hegeliana.

El nombre de arte simbólico debió de ser sugerido a Hegel por los escritos de Schelling y de Solger, si bien uno y otro, en sus obras de Estética, se habían mantenido fieles a la clasificacion bimembre del arte. Hay que conceder a Hegel lo que es suyo, y marcar bien la diferencia que media entre él y sus predecesores Para Schelling y Solger, todo arte era simbólico; para Hegel, el simbolismo no es más que una forma particular, la primera y más imperfecta del arte. En rigor, ni siquiera es arte puro, sino precursor del arte.

El símbolo de que habla Hegel no es el tipo simbólico general que se encuentra en toda concepción artística, en lo clásico como en lo romántico, sino aquella especie de simbolismo particular, desproporcionado, gigantesco, enigmático y misterioso, a veces [p. 210] grotesco, que caracteriza los monumentos orientales, cuya forma sensible, que en sí no nos agrada ni satisface, nos invita a penetrar en un sentido más recóndito y profundo. Toda mitología es simbólica; pero en los mitos griegos hay perfecta adecuación de la idea y de la forma: no así en los orientales. Sólo cuando la libre subjetividad (personalidad) sustituye a esas concepciones oscuras y mal definidas, desaparece el arte simbólico para ceder su puesto al arte clásico, que representa sus dioses como verdaderas personas morales, libres y completas en sí, y admirables por sí propias, sin el cortejo de una idea general. Entonces el simbolismo suele refugiarse en los atributos o accesorios de las divinidades, cuando antes constituía la divinidad misma.

La ausencia de personalidad y de libertad: es, pues, lo que caracteriza al arte simbólico. Lentamente, por una evolución progresiva, va desarrollándose el símbolo, hasta confundirse con el arte verdadero. Hegel estudia paso a paso este combate entre el fondo y la forma, desde el símbolo inconsciente hasta el simbolismo reflexivo. Es lo que pudiéramos llamar la Simbólica de Hegel, muy distinta ciertamente de la de Creuzer, aunque inspirada en parte por ella.

En el grado más bajo del arte y del símbolo, el fondo y la forma, el espíritu y la naturaleza, Dios y el hombre, se confunden e identifican. Es lo que Hegel llama unidad inmediata, en la cual incluye, con evidente yerro histórico, la misma religión del Zendavesta. En el segundo grado, el fondo y la forma aparecen como separa dos y apuestos. Tenemos entonces el simbolismo de la imaginación, representado especialmente por la religión, el arte y la poesía de la India; arte que, en medio de su imponente grandeza, «precipita al ser universal en las formas más innobles del mundo sensible». A Hegel le era profundarnente antipático el indianismo de los Schlegel y de Schelling, y no acertaba a ver en los poemas sanscritos más que «quimeras extravagantes y monstruosas». Toda esta parte de su obra se resiente algo de esta prevención suya. Hegel es el único panteísta moderno que no ha sentido afición ni cariño hacia la India, quizá por ser el suyo, un panteísmo dialéctico, y de ninguna manera cosmológico y naturalista, como el de Schelling. Aparte de esto, y sin participar de las exageraciones de la crítica de Hegel, nos inclinamos a creer con él que en la [p. 211] literatura sanscrita es más lo desmesurado que lo sublime, más lo fantástico que lo poético, más lo enigmático que lo racional; y que la influencia de este arte y de esta cultura no puede menos de producir, y está produciendo ya, a la cultura europea más daño que provecho, apartándola cada vez más de los senderos del buen gusto, que lleva siempre consigo cierto carácter de limitación ; pero limitación saludable e inherente a todo desarrollo racional de la actividad humana.

No negaremos, sin embargo, que Hegel, dominado por un helenismo algo intransigente, exagera este punto de vista suyo hasta sacrificar el arte del Indostán, no sólo a la poesía de los persas, sobre la cual ha hecho delicadísimas observaciones (inspiradas quizá más por la lectura del Diván de Goethe que por la de Sadi, Hafiz o Firdusi), sino al arte del Egipto, en el cual le parece encontrar la verdadera simbólica, un principio espiritual más emancipado de la naturaleza física, una conciliación más alta de la idea y la forma, mayor tendencia al arte puro manifestada por el emblema, una elección más inteligente de las formas simbólicas y mayor disciplina en los esfuerzos imaginativos. Por caso verdaderamente singular y digno de consideración, el más idealista de los filósofos se siente dominado invenciblemente por el punto de vista plástico, en cuanto pone el pie en el terreno de la Estética. La mayor perfección e independencia de la figura humana, sobre todo en las obras de las primeras dinastías, anteriores al despotismo de los cánones hieráticos, le basta para declarar la superioridad del genio egipcio (casi nulo en el arte superior y primero de todos, en el arte literario) sobre la opulenta y espléndida poesía de las grandes epopeyas y de los admirables himnos sacros, nacidos a orillas del Ganges. Es enorme injusticia, y lo era todavía más en tiempo de Hegel, cuando ni siquiera los más notables monumentos que hoy conocemos del arte egipcio habían salido a flor de tierra, declarar a ese pueblo, tan propenso a caer bajo el yugo del canon, el único pueblo oriental verdaderamente artístico, y esto en cotejo, no ya sólo con el pueblo de los Vedas, del Ramayana y del Mahabarata, sino con la misma divina e incomparable poesía de los libros santos, si bien en cuanto a ésta, Hegel, que la sentía muy bien, procura salvar la dificultad, declarándola todavía más sublime que bella, por la superioridad y el dominio [p. 212] que en ella tiene lo infinito sobre lo finito, y por la enorme distancia que los separa.

Bajo el nombre poco feliz de simbólica reflexiva, como si fuesen irreflexivas todas las manifestaciones del arte oriental que hasta ahora viene describiendo, agrupa, o más bien confunde Hegel verdaderos géneros poéticos, como la fábula, la parábola, el proverbioo, la metamorfosis, la poesía didáctica y la descriptiva, y procedimientos de estilo, tropos y figuras tales como la metáfora, la alegoría y la comparación, de donde resulta un conjunto sobremanera abigarrado. Todas las formas de arte y de estilo, cuya base es la comparación, es decir, todas aquellas en que la idea se pone expresamente como distinta de la forma sensible que la representa; todas las que dependen de una combinación accidental, son para Hegel formas de transición, que marcan el paso del arte simbólico al arte clásico, y constituyen la simbólica reflexiva, en que el fondo de la representación no es ya lo absoluto, sino algo finito. La teoría general es oscura, y, además de oscura, embarazosa e inútil. Se ve que Hegel ha querido echar a toda costa un puente entre el arte simbólico y el arte clásico, y olvidando que éste había tenido en sus primeros pasos un simbolismo análogo al oriental, y del cual nunca dejaron de persistir vestigios, aun en las obras más perfectas de la escultura helénica, ha apartado los ojos de esta transición histórica tan obvia, y se ha perdido en un laberinto de clasificaciones retóricas, que en rigor no se aplican a ningún período del arte, sino a éste considerado en su totalidad, independientemente de toda determinación histórica, puesto que la metáfora, la comparación y la alegoría son medios que usa el arte clásico lo mismo que el romántico y el simbólico; y lo mismo decimos de los géneros, aunque haya algunos predilectos o más propios de cada una de las grandes épocas artísticas.

En los pormenores hay siempre mucho que aplaudir, aunque se les pueda aplicar el sabido sed nunc non erat his locus. Sobre todo, está notado con singular talento el contraste entre la poesía didáctica y la poesía descriptiva, géneros igualmente mancos e incompletos, aunque por razones opuestas: el uno porque presenta ideas generales en su forma abstracta y prosaica; el otro porque reproduce, sin idea, las formas sensibles del mundo exterior, que [p. 213] no tiene derecho a figurar en el arte sino como manifestación del espíritu o teatro de su desarrollo. Claro es que uno y otro género admiten verdadera poesía, pero mucho más en los episodios que en el conjunto. Ni la forma sin la idea, ni la idea sin la forma: el desacuerdo entre ambos elementos es el vicio capital del arte simbólico; su perfecta armonía es el triunfo del arte clásico.

No hay que encarecer el amor con que Hegel estudia el desarrollo del ideal clásico, el valor estético de la concepción antropomórfica, la serenidad inalterable de los dioses inmortales (que llevaba consigo, cierto es, y él lo confiesa, la exclusión de toda una fase de la existencia: el mal, el pecado, el dolor, el remordimiento...), la reacción del politeísmo griego contra la simbólica oriental, cuyas formas animales va lentamente degradando, hasta hacerlas expresivas de la parte ínfima y servil de la naturaleza humana; la derrota de los antiguos dioses (encarnación ciega y salvaje de las fuerzas naturales), y el triunfo del espíritu en las nuevas divinidades personales y libres; las creaciones informes y caóticas de la imaginación desarreglada; los elementos telúricos, astronómicos y titánicos huyendo ante la luz purísima de la Idea o teniendo que refugiarse en el secreto recinto de las asociaciones mistagógicas. Hoy que la ciencia de la Mitología comparada avanza a pasos de gigante, estas páginas de Hegel nos parecen algo anticuadas, como la misma Simbólica de Creuzer, en la cual manifiestamente se apoyan; pero lo que Hegel pierde como mitólogo, lo gana como crítico de arte, en la determinación puramente estética del ideal clásico, al cual ha consagrado páginas cuya alta (y algo melancólica) serenidad rivaliza con la de las mismas estatuas. ¡Con qué profunda sagacidad está notado, en medio de tanta armonia, un germen de desacuerdo entre la bienaventurada grandeza del espíritu y la belleza exterior y corpórea; por donde se engendra en el ánimo, ante los mármoles de más pura idealidad, cierto vago sentimiento de tristeza, que anuncia la proximidad de un principio de destrucción oculto en la forma misma, como si aquellas existencias divinas sometidas, en medio de su Divinidad, a la inflexible ley del Destino, se quejasen a un tiempo de su felicidad celeste y de su existencia física! Esta contradicción interna entre el mundo moral y la realidad sensible, acabará por destruir la paz divina de la antigua plástica, manifestación la [p. 214] más genuina del ideal clásico, y abrirá la puerta al arte romántico. La transición apunta en cuanto los dioses del arte clásico comienzan a abandonar la serenidad silenciosa de lo ideal, para descender a la multiplicidad de las situaciones individuales y al conflicto de las pasiones humanas; cuando lo divino comienza a absorberse en lo finito, y el elemento particular se desborda sin regla ni medida, destruyéndose los Dioses en fuerza de su propio antropomorfismo, anulado por el progreso de la conciencia filosófica y religiosa, que le sustituye con otro ideal de incomparable pureza. Así como el arte simbólico termina por la excisión de la forma y de la idea en una porción de géneros particulares (comparación, fábula, enigma, etc.), así el arte clásico termina por la sátira, género de oposición y descomposición, género eminentemente prosaico (y por eso más propio de los romanos que de los griegos), género que vive del contraste entre el mundo real y los principios de la moral abstracta. La sátira tiene desgracia entre los estéticos alemanes, que generalmente se niegan a reconocerla todo carácter lírico. Y no menos desgraciados suelen ser ante esa Estética los romanos, cuya literatura, calificada en su totalidad por Hegel de eminentemente prosaica, viene a reducirse, según él, a expansiones diversas del genio satírico, lo mismo en la poesía que en la historia y en la oratoria. «El espíritu del mundo romano (añade nuestro filósofo) es el dominio de la ley abstracta, la destrucción de la belleza, la ausencia de serenidad en las costumbres, el sacrificio de la individualidad». Si se quiere protestar contra tan rigurosa sentencia con los nombres de Lucrecio y de Catulo, de Horacio y de Virgilio, Hegel nos contestará, quizá con razón, que eran ingenios totalmente helenizados, y que su pueblo no los entendió ni gustó de ellos.

El arte romántico (sinónimo para Hegel de arte cristiano) se caracteriza por el principio de la subjetividad infinita. El arte clásico había sido la representación perfecta del ideal, el reino de la Belleza: nada más bello se ha visto ni verá. Pero hay algo todavía más elevado que la manifestación bella del espíritu bajo la forma sensible; y es la conciencia que el espíritu adquiere de su naturaleza absoluta e infinita, la cual lleva consigo la absoluta negación de todo lo finito y particular. «La llama de la subjetividad devora todos los dioses del Panteón clásico». Pero esta [p. 215] subjetividad infinita ha de realizarse en alguna forma, no suficiente y adecuada, es cierto, pero al cabo forma artística y sensible, cuya más alta expresión es la naturaleza humana en su vida interna y personal. El arte romántico es, por decirlo así, la historia íntima del alma, y bajo este aspecto es riquísimo, mucho más que el arte antiguo, en manifestaciones diversas de la conciencia humana y del principio individual, en afectos, pasiones y conflictos morales. Como ya no es la belleza el principio esencial (no se olvide nunca que Hegel no define el arte por la belleza, sino por la idea), el arte nuevo admite en proporciones mucho mayores que el antiguo lo real con sus imperfeccciones y defectos, lo indiferente, lo vulgar y hasta lo feo. La Estética de lo feo es importantísima en el arte romántico, que, por el contrario, no aspira a reproducir la belleza ideal en el reposo infinito, sino que tiende, como a ultimo término de su desarrollo, a la espiritualidad pura e invisible, a la región levantada sobre todo sentido, donde ninguna forma hiere los ojos y ningún son vibra en los oídos. Si la escultura es el arte clásico por excelencia, la música y la poesía lírica son, por excelencia, artes románticas, que dejan oír su acento hasta en la epopeya y en el drama, y esparcen sobre las creaciones de las artes figurativas una atmósfera de sentimiento profundo.

Tres momentos principales ofrece en su desarrollo el arte romántico: 1º, el momento religioso, en que la vida de Cristo, su muerte y su resurrección son el centro de las representaciones artísticas; 2º, el momento de la actividad humana, en que el interés se concentra en el principio personal o individualista, y en las virtudes que de él emanan, honor, amor, fidelidad; en una palabra, todos los sentimientos y deberes de la caballería romántica: podemos llamar a este segundo momento arte caballeresco; 3º , el momento de la independencia formal o exterior de los caracteres y de las particularidades individuales, o, lo que es lo mismo, la exageración del individualismo y del espíritu de aventura, el predominio de lo accidental, errabundo y caprichoso, que marcan la ruina y disolución del arte romántico en formas tales como el realismo de la pintura de género y el humorismo.

Es imposible dar idea de la riqueza de desarrollos que contiene esta especie de poética romántica. Hegel recorre, no sin [p. 216] resabios panteístas y heterodoxos, pero con cierta unción religiosa, que no parece afectada, las diversas expresiones del amor divino en el arte. Sobre el gran misterio de la Redención, sobre el culto de la Virgen, sobre el espíritu de la Iglesia, tiene páginas de verdadera elevación y aun de exquisita ternura; pero no faltan sombras que impiden detenerse mucho en esta parte del libro, peligrosa para ciertos espíritus por su propia vaguedad mística. En cambio, puede elogiarse y recomendarse sin reparos todo lo que se refiere al ideal caballeresco y a los sentimientos que de él emanan, los cuales Hegel, quizá sistemático en demasía, refiere todos al principio individualista, con exclusión de toda idea de un orden más general, con lo cual deja en la sombra el aspecto social e histórico de la caballería, reducida por él a «la independencia personal, que se satisface en sí misma». El empeño de ver en todo antítesis radicales entre el arte moderno y el arte antiguo, le llevó a exagerar el carácter disperso e individualista del mundo caballeresco, que indudablemente llevaba en sí un germen de unidad y de armonía, y surgió en gran parte como remedio contra el atomismo y la digregación social, creando nuevos lazos y vínculos entre la familia humana.

Por lo demás, los motivos caballerescos están apreciados por Hegel con alta sensatez, muy lejana del irreflexivo entusiasmo de otros críticos románticos. El honor, v. gr., cuando no es más que culto egoísta de la propia personalidad, le parece una pasión fría y sin interés dramático, como todo lo que es vano y falso: la sutil y enredosa casuística de nuestros dramaturgos, ni le interesa, ni le agrada, aunque admira en ellos otras cualidades de mucho más valor. En la representación del amor, tema eterno de las novelas y de los dramas modernos, encuentra también cierto exclusivismo egoísta y pernicioso, que sacrifica a un sentimiento personal los grandes intereses de la vida humana, dignos con preferencia de servir de tema al arte, por lo mismo que tienen un carácter menos accidental y arbitrario.

El capítulo concerniente a lo que pudiéramos llamar el ideal humano (tercer momento del arte romántico), es, en realidad, una admirable teoría de los caracteres dramáticos, estudiados principalmente a la luz de las obras de Shakespeare, que ha encontrado en Hegel uno de sus más luminosos intérpretes. ¡Qué páginas [p. 217] sobre Macbeth y sobre Hamlet! Sólo a los grandes es dado comprender y sentir totalmente a los grandes, y expresar de esta manera su grandeza.

Lo que caracteriza a este tercer período es: 1º, la independencia del carácter individual que persigue sus propios fines y designios particulares, sin ningun fin moral ni religioso; 2º, la exageración del principio caballeresco y del espíritu de aventuras; 3º, la separación de los dos elementos, en cuya unión consiste el arte, y por término fatal de todo, la destrucción del arte mismo de la cual ya son síntomas la predilección por la realidad común la imitación de lo vulgar, el abuso de la habilidad técnica, el capricho, la fantasía y el humorismo.

Pero lo que anuncia mejor la destrucción del arte romántico, es la novela moderna (con sus precedentes caballerescos y pastoriles). La novela es la caballería que pretende volver a entrar en la vida real; es el ideal en medio de una sociedad perfectamente reglamentada; es la caballería bourgeoise, la caballería de la clase media. Por un lado, lo real se presenta en su objetividad prosaica; por otra parte, el artista, con su manera personal de sentir y de concebir, se erige en dueño y árbitro de la realidad, produciendo monstruos contradictorios y espectáculos fantásticos.

No es que Hegel desdeñe toda imitación de lo real, puesto que da grande importancia a la concepción y ejecución artísticas, en las cuales puede, en último caso, refugiarse el ideal, como vemos en la pintura holandesa y en ciertas representaciones dramáticas o novelescas de la vida, hechas por Diderot, Goethe o Schiller, a quienes expresamente exceptúa Hegel por haber conservado, en medio de esa reproducción de pormenores vivos, un sentido más elevado y profundo. Pero aun así, no satisfacen completamente al espíritu; y lo que más nos enamora, por ejemplo, en los maestros holandeses, es el arte de pintar, el talento del pintor, abstracción hecha del asunto, la habilidad superior para representar todos los secretos de la apariencia visible, el discreto empleo de los medios técnicos, gracias a los cuales creemos ver y tocar el oro y la plata, las piedras preciosas, la seda, las pieles riquísimas. Sobre todo esto dice Hegel cosas bellísimas. Para el arte de los Países Bajos no han sido los peores jueces los idealistas. Cuando Hegel no puede ensalzar la transcendencia de la idea, ensalza el [p. 218] poder creador del artista, que es, a su modo, una manifestación de la idea suprema.

Por un procedimiento semejante se libra Hegel de la estricta consecuencia lógica que su doctrina debería imponerle respecto del arte contemporáneo. Agotados y destruídos el arte simbólico, el clásico y el romántico, ¿hay que doblar las campanas por el arte en general, contándole entre los difuntos? La lógica imponía esta consecuencia a Hegel, y no le hubieran faltado, dentro de su sistema, buenas razones en que apoyarla; pero su buen sentido triunfa aquí, como en otras partes, de su lógica. Comprende que al arte moderno le falta fe y le sobra espíritu crítico; pero no puede resignarse a su total desaparición, y concibe una especie de arte de la humanidad, arte ecléctico, basado en el libre empleo de todo género de ideas y de formas, combinadas entre sí de mil maneras diversas, bajo la inspiración del criterio actual. Es lo que algunos llaman ahora modernismo; pero que en el pensamiento de Hegel no implica de ningún modo la proscripción de los asuntos históricos, aunque pertenezcan a la antigüedad más remota. La actualidad de que él habla es la actualidad del espíritu. El fondo que asigna al arte futuro es la «manifestación de la naturaleza humana, en lo que tiene de invariable», y al mismo tiempo en la multiplicidad de sus elementos y de sus formas.

La tercera y última parte de la Estética de Hegel, o sea, el Sistema de las artes particulares, es la más extensa y la más importante de todas; pero por su naturaleza misma se resiste a todo análisis. Esta obra maestra de la preceptiva moderna no puede ni debe leerse más que en el libro mismo, y perderá vanamente su tiempo quien pretenda enterarse de ella en compendio ni extracto alguno. Nos limitaremos a indicar rápidamente los principales tratados, para no dejar incompleta la idea que venimos dando de la construcción arquitectónica del libro.

Hegel clasifica las artes según su mayor o menor capacidad para la representación del ideal. Estas artes son cinco: la Arquitectura (arte simbólica), la Escultura (arte clásica por excelencia), la Pintura, la Música y la Poesía (artes románticas).

Esta división, generalmente seguida e inatacable en cuanto al fondo, tiene quizá el defecto de establecer cierta jerarquía entre las artes, suponiendo ventaja en cada una de ellas respecto de [p. 219] la que inmediatamente la sigue, siendo así que cada una puede con sus propios medios realizar bellezas artísticas de valor perfecto y absoluto, siendo en este concepto iguales todas, y estando contrapesadas sus respectivas excelencias. A lo sumo, puede hacerse una excepción en favor de la poesía, que Hegel, muy dominado siempre, como casi todos los estéticos, por el criterio literario, considera como el arte universal que reproduce en su propio círculo los portentos de todas las demás artes. Más grave reparo puede hacerse a Hegel por haber dado valor histórico a su clasificación, suponiendo que las artes han aparecido y se han desarrollado en el mundo por los mismos pasos y en el mismo orden en que las coloca el pensamiento dialéctico. No es cierto que, históricamente considerada, sea la arquitectura la primera de las artes; tan antigua como ella, y, si se quiere, más antigua, es la poesía, y en cierto sentido la música, que Hegel coloca en los últimos términos de su clasificación como artes más espirituales.

Pero todo esto, lo repetimos, es independiente de la clasificación en sí misma. Esta nos parece definitiva, puesto que las artes que en ella se pueden echar de menos son artes mixtas, artes de transición, artes secundarias, que participan de lo útil o de lo agradable en mayor grado que de lo bello; artes en que caben ciertamente elementos estéticos, como en toda obra humana, pero que no presentan estos elementos en estado de pureza y de libertad, sino cruzados por mil influencias extrañas. Las Bellas Artes, propiamente dichas, no son ni pueden ser más de cinco: tres de la vista y dos del oído. Estas artes pueden combinarse entre sí indefinidamente, dando origen a producciones a las cuales no podemos negar carácter artístico, pero sólo en cuanto participan de alguna de las artes puras y elementales, o han nacido del hibridismo de dos o más de ellas. Así, v. gr., el arte de los jardines, en lo que tiene de arte, es una derivación de la arquitectura, o más bien, un apéndice y complemento de ella; la danza, bajo su aspecto plástico, es una escultura viva; bajo su aspecto pantomímico, un drama mudo.

El tratado De la Arquitectura no da motivo en Hegel a particulares alabanzas (excepto en la parte relativa al arte gótico), pero tampoco a muchas objeciones. La más grave se refiere a la [p. 220] ausencia casi total de indicaciones sobre la arquitectura civil, que sólo tiene un párrafo insignificante. Preocupado Hegel con la idea del arte simbólico, no concede atención más que a la arquitectura religiosa, si bien en este punto su exposición abraza todo lo que entonces se sabía de la historia del arte. Hoy la noticia de los pueblos asiáticos nos parece anticuada y somera: cualquier libro de arqueología oriental nos da nociones más exactas sobre los monumentos de la India y del Egipto, obeliscos, laberintos, pirámides, hipogeos. Hay, sin embargo, cierta grandiosidad en el conjunto de este capítulo, y la teoría de la columna como transición del arte simbólico al arte clásico es de grande importancia, así como revela grandísima intuición artística todo lo que dice de las cariátides y de los arabescos, y del empleo de las formas orgánicas en la arquitectura y en las artes ornamentales. La descripción del templo griego, aunque hecha con mucha precisión y rigor técnico y con clara inteligencia de la adaptación del edificio a su fin, parece algo pálida al lado de la arrogante descripción del templo gótico, descripción universalmente admirada, y sin duda la más bella que puede leerse en libro alguno. Ella sola bastaría para hacer inolvidable la Estética de Hegel.

Tampoco nos detendremos en el tratado de la Escultura. Es Winckelmann perfeccionado y engrandecido por un hombre que no era arqueólogo de profesión, pero que sentía como pocos la forma ideal humana. Tuvo sobre Winckelmann la ventaja de conocer mayor número de mármoles, y algunos de época más pura, sobre todo las estatuas y los bajo-relieves del Partenón. De todo ello se aprovechó para rectificar o completar algunas teorías de su predecesor, a quien, por lo general, sigue con extraordinaria veneración, no menor que la que le consagraron Schelling y Guillermo Schlegel. Winckelmann, estético platónico, fué reverenciado como precursor y patriarca suyo por los idealistas alemanes, que en cambio miraron siempre con no disimulada prevención a Lessing, de quien, no obstante, toma Hegel, conforme a su plan sincrético, mucha y notable doctrina sobre las relaciones de la escultura con las demás artes figurativas y con la poesía. Quizá el mismo exclusivismo clásico con que Hegel trata de la escultura, atento sólo a la parte plástica y al ideal de la belleza corpórea, mucho más que a la parte íntima y a la manifestación del [p. 221] espíritu, por él en otras partes tan preconizada, sea reminiscencia de Lessing antes que de Winckelmann. Nunca dejó de sentirse en Alemania la influencia del primero de estos dos grandes críticos, pero se confesaba mucho menos.

Materia tan vasta y compleja como la Estética pictórica, no podía ser agotada en límites relativamente tan estrechos como los que Hegel le ha concedido. La parte teórica, es decir, todo lo que respecta al fondo de la representación, a los materiales de la pintura y a su ejecución artística, a la perspectiva, al dibujo, al colorido y a la composición, resulta incompleta y manca, si bien ingeniosa y a veces profunda. Aun la parte histórica, que Hegel trata con más cuidado, adolece de omisiones indisculpables, por lo mismo que son voluntarias y sistemáticas. El propio criterio exclusivo que impide a Hegel ver otra escultura que la escultura clásica, le cierra los ojos para toda pintura que no sea la pintura romántica, y especialmente la pintura religiosa de los italianos. Sólo una excepción hizo, brillantísima por cierto, en favor de la pintura de género, flamenca o neerlandesa. Las páginas en que opone esta pintura a la italiana, deben contarse entre las más bellas del libro. En cambio, ninguna atención concede a la pintura de historia, y muy poca a la pintura de paisaje. El mismo arte holandés viene más bien como contraste que como traído por su valor propio. Para Hegel, la pintura es arte eminentemente espiritualista, arte de la subjetividad interna, y a esta consideración está sacrificado todo, así como en el tratado de la escultura todo se sacrifica al ideal corpóreo. La concentración del espíritu en sí mismo: tal es el fondo de las representaciones pictóricas; su más alto empleo, la profundidad del amor místico. ¿Es Hegel u Overbeck el que habla en estas páginas de sabor tan purista y pre-rafaelesco? Hegel reaparece, sin embargo, en otras consideraciones de sabor más ecléctico, condenando la predilección exclusiva por los maestros de la Edad Media, y haciendo plena justicia a los del Renacimiento, «que realizaron la fusión de la vida real en toda su riqueza, con lo que el sentimiento religioso tiene de más íntimo y profundo».

El capítulo consagrado a la Música pasa generalmente, y creo que con razón, por el más endeble de esta Estética, como de casi todas las que hasta el presente conocemos, ora proceda tal defecto [p. 222] del carácter por una parte aéreo, vago e impalpable, y por otra fisiológico en demasía, de la impresión musical, ora no reconozca otra causa que el hecho de haber sido compuestos la mayor parte de los libros de teoría del arte por filósofos o por literatos ajenos a la parte técnica de la Música. Hegel confiesa modestamente estar poco versado en tal conocimiento; se excusa de tener que tocar esta materia por las exigencias de su obra, y declara desde el principio que se limitará a puntos de vista generales y a indicaciones sueltas. No hemos de creer por eso que fuera insensible, como Kant, a los halagos del arte del sonido; al contrario: parece haber sentido por la Música verdadera pasión, según nos informa su discípulo Rosenkranz, y según lo patentizan las mismas páginas que dedica a los efectos de la expresión melódica. La Música era para él la segunda en jerarquía entre las bellas artes, porque expresaba el espirítu en sí, el elemento interno, que aniquila la forma visible, pero sin llegar todavía a la perfecta independencia ideal de la poesía, emancipada igualnente de las formas ópticas y de las acústicas. Arte del sentimiento, expresión del sentimiento: esto y no otra cosa era para Hegel la Música; consideraba el sonido como un simple medio de transmisión sin valor propio, puesto que su carácter consiste precisamente en destruirse y aniquilarse conforme se produce, quedando sólo su resonancia en las profundidades del alma. Entendida de este modo la Música, claro es que lo que principalmente preocupa al grande estético alemán no es la ciencia del sonido, no es lo que los antiguos llamaban música especulativa, sino los efectos que pudiéramos decir morales o psicológicos de la Música, lo que él llama el elemento poético de la Música, el alma que canta. Por eso su tratado de la música de acompañamiento (sagrada, lírica o dramática) es muy superior al de la música independiente, que, a pesar de su independencia, parece haberle inspirado mucha menor simpatía.

Por íntimo y sincero que fuese su amor a la belleza en todas sus manifestaciones plásticas y musicales, Hegel era un espíritu plenamente literario, y hablando de literatura tenía que sobrepujarse a sí mismo. No hay en el mundo moderno mejor poética que la suya, tan admirable en su género y tan digna de ser venerada como los inmortales fragmentos de Aristóteles. Uno y otro libro son piedras angulares de la preceptiva literaria, obras en que [p. 223] el genio filosófico no ha temido descender de la abstracta y helada región metafísica, para entrar con planta segura en la fragua viva y ardiente del arte. Ningún artista ha discurrido del suyo con tan intenso y reconcentrado entusiasmo como el que palpita en el estilo de Hegel cuando discurre sobre el arte de la poesía, ya nos exponga su universalidad, basada en el privilegio de ser el único arte que se encamina en derechura al entendimiento y a la imaginación y no a los sentidos, y el único que puede concentrar todas las formas y todas las ideas, el mundo físico y el mundo moral, y seguir el desarrollo de una acción entera, merced a su carácter de arte sucesivo; ora nos muestre al poeta como soberano taumaturgo, dueño del signo de los signos, intérprete de la fuerza espiritual y del principio oculto de la vida, revelador del alma misteriosa de los seres, y capaz de infundirles una existencia más alta que la que tienen en el mundo de las apariencias sensibles; ora trace los linderos inviolables entre el pensamiento científico o prosaico y el pensamiento poético, determinado el primero por el encadenamiento lógico, y nacido el segundo para comprender la armonía visible, la actualidad viva, y concebir a un tiempo el efecto y la causa, sin tener que valerse de las escalas del raciocinio ni de las categorías del entendimiento, sin reflexión ni análisis, sin comparación ni clasificación, sin géneros ni especies, ni tipos abstractos, ni unidades artificiales, sino en una síntesis superior a toda síntesis científica, porque es trasunto intuitivo de la unidad concreta del universo y de los seres que le pueblan. ¡Con qué elevación casi platónica lleva Hengel tras de sí el pensamiento, cuando define esa intuición rápida y primitiva con que acerca sus labios el poeta a la fuente fresca y sin cesar manante de la vida, o cuando nos declara los misterios de la forma artística, que no está respecto de la idea en las relaciones de la vestidura con el cuerpo, sino del cuerpo con el alma, y aun en una relación más íntima, si más íntima pudiera imaginarse!

Hay defectos, es verdad, en esta poéica, como en toda obra humana. Hegel, por ejemplo, restringe demasiado el campo de las manifestaciones literarias, negando, o poco menos, todo carácter estético a la historia y a la elocuencia, que le parecen géneros utilitarios y prosaicos. Para Hegel, no ya la forma, sino la materia misma de la historia, es impropia del arte, porque la [p. 224] historia empieza cuando la poesía acaba, cuando la razón positiva y el orden social triunfan de la enérgica individualidad que campea en las edades bárbaras. No digamos nada de la oratoria, sometida a un fin de utilidad preciso y positivo: consagrada, no al culto de lo bello, sino al de lo honesto y de lo útil, de lo verdadero y de lo bueno, sometida por otra parte a las reglas de la argumentación, y opuesta radicalmente a la poesía hasta en el arte de excitar los afectos, puesto que muy rara vez busca por impresión final la serenidad artística, sino el tumulto desbordado de la pasión, y, lejos de arrebatar a los oyentes a una esfera más pura y elevada, los encadena más y más a la tierra, haciéndolos esclavos del sentimiento. Uno y otro género (la historia en mayor grado) admiten, no obstante, elementos verdaderamente artísticos, y Hegel no lo niega; pero se fija poco en ellos, dominado por una idea sistemática, que no reconoce más arte que el arte puro y libre de toda sugestión exterior, de todo propósito interesado, de todo conato de acción inmediata sobre la voluntad o sobre la razón discursiva.

Pero entendido el arte en este sentido rígido y puritano, no hay sino rendirse a Hegel, y dar por buena su famosa clasificación de los géneros (épico, lírico y dramático, o, lo que es lo mismo, objetivo, subjetivo y subjetivo-objetivo); clasificación que en rigor nada tiene de nueva, ni Hegel la da por tal, puesto que se encuentra en germen hasta en los tratadistas más rutinarios y empíricos, siendo verdad de trivial experiencia que hay composiciones en que el poeta habla solo, otras en que hace hablar a sus personajes, y otras en que toman parte alternativamente el poeta y sus héroes: poemas puramente personales, poemas narrativos, y poemas representativos. Claro es que estos géneros se combinan entre sí de mil modos diversos; pero de estos tres tipos fundamentales no es posible salir. O se cuenta una acción, o esta acción se representa, o se expresa un sentimiento individual. Hegel ha dado razones más sutiles para la división; quizá no eran necesarias. La poesía épica es el mundo de lo objetivo, la poesía lírica el mundo de lo subjetivo; en la dramática (éste es el punto más flaco del sistema) andan unidos ambos elementos. Y, sin embargo, tan objetiva o más objetiva, si cabe, que la poesía épica, es la dramática, pues aunque en ella aparezcan individuos, ninguno de estos individuos es el poeta, el cual interviene o debe intervenir todavía [p. 225] menos en el drama que en el relato épico. Pero no conviene hacer demasiado hincapié en las fórmulas y en las divisiones, que son en el fondo lo que menos importa de la Poética de Hegel, aunque por la mayor facilidad de recordarlas sea lo único que busquen y aprendan en ella los que aspiran a disimular con aforismos compendiosos y huecos su total ausencia de espíritu literario. Lo que conviene aprender en Hegel es su manera elevada de comprender las cuestiones técnicas, enlazándolas con principios filosóficos de grande alcance; por ejemplo: sus teorías de la versificación y del lenguaje poético, materias a primera vista tan lejanas de toda filosofía, y consideradas por la mayor parte de los teóricos como jurisdicción acotada de la gramática y de la ortología. Hegel entiende, por el contrario, que en una poética, aunque la escriba un filósofo, no puede omitirse la teoría de la expresión poética, la teoría de las imágenes y de las figuras. Si el lenguaje poético es figurado, es porque el poeta piensa por medio de imágenes o figuras, sin que éstas sean algo postizo ni sobrepuesto a la idea, sino el mismo pensamiento, tal como espontáneamente se produce en la imaginación del artista. Para Hegel, nada hay arbitrario en el arte; todo tiene su lógica, aunque distinta de la lógica de las escuelas; todo, hasta la versificación, que él considera como esencial a la poesía en sus formas más altas y puras, relegando la prosa a géneros inferiores, tales como la novela y la comedia de costumbres. Quitar la versificación a la poesía elevado, valdría tanto como quitar el ritmo a la música. Todo arte tiene sus materiales propios, y no se exime de esta ley la poesía, si no quiere confundirse con la prosa, cuyos dominios confinan por tantas partes con los suyos. El ritmo sirve en la poesía para recordar al menos atento que las imágenes y las ideas se enlazan allí, obedeciendo a una ley muy diversa de la que rige el mundo real. La forma prosaica trae consigo fatalmente los hábitos del pensamiento prosaico. Por eso Hegel concede tanta importancia y analiza con tanto esmero los dos principales sistemas de versificación: el antiguo, o sea, el de la cuantidad silábica, y el moderno, o sea, el de la rima y número de sílabas. A sus ojos no hay aquí una cuestión meramente prosódica, sino algo que toca a la esencia misma del arte, un contraste verdadero entre el arte clásico y el romántico. Cada uno de esos sistemas responde a una necesidad [p. 226] lógica interior, derivada, no de la naturaleza de los idiomas antiguos o modernos, sino del constitutivo esencial de la poesía. Busca sabiamente la ley de ambos sistemas, y encuentra en la versificación métrica una armonía más exterior y sensible, fijeza y regularidad geométricas, armonía más delicada, semejante a la euritmia de las formas arquitectónicas. Pero en este sistema tan complicado y tan sabio, la forma material se sobrepone a la idea; no así en el ritmo romántico, más espiritualista, más reconcentrado, más analítico, y que, por la misma repetición de sonidos idénticos, parece convidar a la meditación y a la melancolía. Quizá esta teoría es más brillante e ingeniosa que sólida, y no faltará quien encuentre más espiritualista el exámetro antiguo, sometido a la única ley de la armonía interna, que el verso moderno, con la repetición grosera y mecánica de los finales. Pero aun los más convencidos adversarios de la rima tendrán que convenir en que no se puede defender con más garbo una causa que es y debe ser eternamente litigiosa, para que la humanidad disfrute a un mismo tiempo de hermosos versos sueltos y de hermosos versos rimados.

De los tres tratados que Hegel consagra a los géneros poéticos, el mejor y más luminoso es el de la poesía épica, materia la más descuidada de todas en las poéticas antiguas, que por lo general son poéticas teatrales. No existía, cuando Hegel escribió, verdadera teoría del poema épico, dado que no merecen tal nombre las absurdas y pedantescas disertaciones del P. Le Bossu y de Madame Dacier, que consideraban la Ilíaada como obra de especial utilidad para los grandes capitanes y los ministros de poderosos imperios. Y aunque Batteux y Marmontel anduvieron más cerca de la verdad, especialmente el primero, que llegó a dar una definición muy elevada y comprensiva (quizá demasiado comprensiva) de la epopeya, apellidándola la historia de la Humanidad y de la Divinidad, todavía ni uno ni otro tuvieron el más leve barrunto de la distinción entre las verdaderas y primitivas epopeyas y sus imitaciones literarias, ni se dieron cuenta del medio social y de las circunstancias históricas que hacen posible la producción épica.

Hegel es, pues, el verdadero fundador de la teoría del poema épico, y, como todo el que emprende un camino nuevo, no ha [p. 227] podido menos de tropezar algunas veces. Deslumbrado por el carácter sintético de las grandes epopeyas, y por el ejemplo de la Divina Comedia, que en rigor no es poema épico, sino que constituye por sí un género o especie nueva, en que predominan lo lírico y lo didáctico, no se contentó con ver en el poema épico un cuadro grandioso de la vida humana, o la representación completa de una época histórica, sino que usó los términos harto impropios de enciclopedia y de biblia de un pueblo, dando ocasión a que algunos exagerasen el carácter religioso o teogónico de la poesía heroica, y otros pretendieran encontrar en ella cierto espíritu científico, totalmente contrario a la noción misma de la epopeya, y aun de toda poesía, y contrario, además, a la evidencia de los hechos, puesto que, si es verdad que las epopeyas nos presentan con más detalle y animación que otro monumento alguno la vida política, civil y doméstica de los pueblos antiguos, sus costumbres guerreras y sus tradiciones religiosas, no lo hacen jamás de un modo directo y docente, sino por la necesidad de la acción, y mediante los caracteres atribuídos a sus personajes. De donde se infiere que la epopeya es, ante todo, un vastísimo poema narrativo, que relata una acción humana interesante para todo un pueblo, y en la cual todas las fuerzas vivas de este pueblo aparecen empeñadas.

Hegel mismo lo ha comprendido así, y lo explica admirablemente al tratar de la unidad de la obra épica, de la acción y de sus partes, del momento histórico en que aparece la epopeya, y de la relación del poeta con las creencias populares. Le acusan algunos de haber tomado por único tipo la epopeya homérica; pero, si bien se mira, este reparo carece de fundamento, puesto que precisamente las formas épicas, por su carácter objetivo e impersonal, por depender menos que otras ningunas del arbitrio del poeta, son las que más fielmente se repiten de una raza a otra raza, y de una civilización a otra civilización. Por eso los mismos principios que sirven para interpretar la epopeya homérica, preparan a la inteligencia de un cantar de gesta de la Edad Media, o de un fragmento del Mahabarata.

Por mi parte, más encuentro que reparar en el desdén con que Hegel trata los productos de la epopeya artística, género radicalmente distinto de la epopeya primitiva, es verdad, pero [p. 228] que puede producir y ha producido altísimas bellezas. La injusticia es todavía mayor respecto de la novela, que Hegel no excluye ni podía excluir totalmente de la poesía épica u objetiva, pero que relega desdeñosamente al último rincón, no sólo porque suele escribirse en prosa, sino porque representa una sociedad organizada prosaicamente. Esta consideración basta a Hegel para poner la novela al lado de los poemas didácticos sobre la pesca, la caza, la medicina o el juego de ajedrez. La teoría de los géneros secundarios es siempre muy confusa en Hegel, y a veces contradictoria. Los trae y los lleva de una parte a otra, según lo exigen las necesidades de su tesis. ¿A quién no asombra, v. gr., ver comenzar un tratado de la poesía épica con la definición del epigrama, de la poesía gnómica, o sea, de las máximas morales en verso, de la elegía y de los poemas cosmogónicos, y encontrar, más adelante, clasificado entre las producciones épicas el idilio? Para Hegel, todo lo que no es personal es épico, sinónimo aquí de objetivo. Pero ¿en qué se parece un canto de la Odisea a la inscripción de un monumento, o a los versos áureos de la escuela pitagórica? Evidentemente en nada. Las teogonías y los poemas de rerum natura tienen sin duda mucho más de épico (en la antigüedad, se entiende); pero su fondo no es épico, sino didáctico; no cuentan, enseñan; y si consignan tradiciones de índole épica, es porque todavía la ciencia y la religión andaban mezcladas con el arte. El uso de un mismo metro no autoriza la confusión, porque el metro es cosa accidental en la poesía, si bien Hegel, con ser tan idealista, da mucha importancia a esta forma externa del arte, a veces con menoscabo de la íntima y sustancial. La Elegía, v. gr., conserva entre los griegos rastros de origen épico, puesto que emplea el exámetro combinado con el pentámetro; pero el contenido de la elegía es, en todas partes, esencialmente lírico, lo mismo en Tirteo que en Mimnermo o en Solón. No es preciso violentar la doctrina de los tres géneros para colocar holgadamente todas las formas literarias, sin necesidad de crear, como algunos estéticos posteriores a Hegel, especies mixtas o de transición. En rigor, la única dificultad está en la poesía didáctica; pero si ésta es género de transición, lo será del arte a la ciencia o de la ciencia al arte, no de una forma poética a otra.

Y aun dando por buena la extraordinaria ampliación que [p. 229] Hegel hace del concepto de la poesía objetiva, siempre habría que reparar que el orden histórico de la aparición de esos supuestos modos épicos rudimentarios, es diametralmente opuesto al que Hegel establece, a lo menos en la literatura griega, de donde él saca la mayor parte de sus ejemplos. Ni Hegel ni nadie sabe lo que fué la primitiva poesía de los pelasgos y de los helenos, aunque lo poco que de ella alcanzamos induce a creer que tuvo más de lírica que de otra cosa; pero la literatura griega que conocemos y leemos empieza con Homero, y de ningún modo con elegías ni con epigramas.

De intento hemos marcado estos puntos débiles, por lo mismo que consideramos el tratado de la poesía épica como definitivo y magistral en todo lo que concierne al epos propiamente dicho. El espíritu de Hegel, abierto a todo lo grande, suele despreciar lo secundario y pequeño; pero se muestra con todo su poder y esplendor en el examen de esos mundos artísticos que se llaman la catedral gótica o la epopeya homérica. Nadie como él ha comprendido el ingenuo despertar de la musa épica, la conciencia de un pueblo que por primera vez se revela en forma poética, y ninguno, al propio tiempo, ha logrado esquivar mejor que él los inconvenientes del sistema de la pura objetividad, que niega al artista la libertad de su producción, y hasta su carácter de individuo. Recuérdese que Hegel escribía en el tiempo de mayor intolerancia de la escuela wolfiana, cuando pasaba por gran descubrimiento el de la no existencia de Homero, atribuyéndose absurdamente las dos epopeyas griegas, y aun todas las del género humano, a la obra ciega y fatal de una muchedumbre de cantores o de pueblos y razas enteras, a las cuales se concedían con admirable candor aptitudes estéticas que luego la humanidad colectiva parece haber perdido del todo. ¡Estupendo milagro, ciertamente, y más duro de ser creído que la existencia y el genio de uno o de dos Homeros! Hegel se hizo superior al torrente, y penetrando más que otro alguno en las entrañas de la obra épica, mostró que ella, en igual o mayor grado que cualquiera otra producción humana, era libre producto de la conciencia individual , y que ni en las edades bárbaras ni en las artísticas se habían construido las epopeyas por sí solas y como por arte de encantamiento, brotando en medio de una plaza pública o de un colegio de rapsodas, porque «si bien [p. 230] los poemas heroicos expresan la vida de un pueblo entero, no por eso es el pueblo quien los compone, sino un individuo de él...» El genio de un siglo, de una nación, es ciertamente la causa general y sustancial; pero no llega a realizarse sino cuando se concentra en el genio de un poeta que, inspirándose en el espíritu de su raza y penetrándose de su esencia, la transforma en concepción propia, que sirve de fondo a su libro. Nunca de muchos trozos cantados puede resultar una obra llena de unidad, un todo orgánico. Puede decirse que Hegel enterró para siempre el wolfismo intransigente, que él llama concepción bárbara, contraria a la idea misma de la poesía. La crítica filológica ha venido a confirmar las intuiciones filosóficas de Hegel. Si no entendemos hoy la unidad de los poemas homéricos en el mismo sentido en que se entendía antes de los Prolegómenos de Wolff; si cobra cada día más partidarios la opinión que atribuye a un autor la Ilíada y a otro la Odisea; si en el texto mismo de ambos poemas (texto evidentemente ecléctico, y formado por la comparación de diversas lecciones), es fácil reconocer intercalados, no ya sólo versos, sino episodios enteros (catálogo de las naves, robo de los caballos de Reso, hazañas de Diómedes, etc., en la Ilíada; evocación de los muertos, en la Odisea); si puede sostenerse con alguna verosimilitud que ambos poemas suponen otros más antiguos, largos o cortos, que luego se han fundido en una concepción épica superior, todo ello está muy lejos de la teoría grosera y mecánica que Hegel combatía, y que después de él combatió el grande helenista Otfriedo Müller, defendiendo, no sólo la unidad de plan, sino la unidad de estilo, en las dos epopeyas, y, como él dice, la personalidad absoluta de Homero. Aun los que no van tan lejos, admiten siempre la personalidad de un poeta, ora autor del núcleo primitivo (como pretende Hermann), ora de la obra definitiva (opinión de Nitzsch). Puede decirse que la refutación de Hegel ha triunfado en toda la línea, aunque los filólogos suelen hacer caso omiso de su nombre. No hay helenista alguno que se atreva a sostener ya la paradoja de Wolff, a lo menos en los términos en que él la enunció. La objetividad se entiende hoy en el sentido en que la entendía Hegel, no como negación de personalidad, sino como absorción del poeta en su obra y penetración total del espíritu colectivo en el espíritu individual. Todos los modernos estudios y [p. 231] descubrimientos sobre las epopeyas orientales y sobre las epopeyas de la Edad Media, no han hecho más que venir a confirmar cuanto Hegel especuló y adivinó sobre el estado de civilización propio de la epopeya; sobre la intervención de lo maravilloso y de lo divino, tan propia de tiempos en que andaban mezclados el cielo y la tierra, y tan distinta de la pueril maquinaria de los poemas literarios; sobre el principio de individualización (acción particular y limitada), en la poesía épica. Hegel, a pesar de su célebre frase de las Biblias épicas, no transige con las absurdas tentativas de escribir la epopeya de la humanidad, la epopeya absoluta, tomando por héroe de ella al espíritu abstracto, y por campo de su acción toda la historia universal. Hegel era idealista y panteísta; pero ni su panteísmo ni su idealismo se parecían al de los tontos. Donde no hay individuo, no hay acción, y donde no hay acción, no hay epopeya; habrá, a lo sumo, una serie de acciones particulares y de rapsodias, que nunca llegarán a constituir el todo orgánico y poético.

Las consideraciones sobre el desarrollo histórico de la epopeya son de alto sentido en Hegel, pero adolecen del atraso de las investigaciones en aquella fecha. Hoy todo esto se ha renovado, y por lo mismo es tanto más admirable el acierto y penetración que muestra casi siempre. Ni siquiera alcanzó el descubrimiento de la Canción de Rolando (1837), ni otro monumento alguno de la primitiva epopeya francesa; y en cuanto a nuestro poema del Mío Cid, es para mí indudable que no le leyó nunca, contentándose con los romances traducidos por Herder. Estos son los que llamó «bella y graciosa corona, que los modernos nos atrevemos a poner al lado de lo más bello que posee la antigüedad». El elogio puede ser justo, y nos envanece como españoles; pero si Hegel hubiera llegado a saber que aquellos romances que le parecían tan primitivos eran en su mayor parte una imitación literaria, hecha por poetas artísticos de época bien reciente, quizá él, tan desdeñoso con Virgilio y con el Tasso, hubiera juzgado de un modo algo diverso, reservando sus elogios para los escasos y preciosísimos restos de la primitiva tradición épica castellana, y no para las elegantes falsificaciones del siglo XVI, donde no es caso infrecuente encontrar rastros de suave ironía y aun de parodia.

No nos detendremos en el capítulo de la poesía lírica, a pesar [p. 232] de las delicadísimas observaciones en que abunda. No es completo, ni podía serlo: todo ensayo de preceptiva ha fracasado en este punto: esperemos que los futuros estéticos se mostrarán más felices en aprisionar y reducir a fórmula y a sistema una cosa tan indisciplinable y fugitiva como la inspiración lírica. Convendrá, no obstante, leer y meditar despacio este capítulo de Hegel, siquiera para no caer en el vulgar error de exagerar el aspecto subjetivo o personal de la poesía lírica. La poesía lírica es ciertamente subjetiva; pero esta subjetividad (que se dice tal en oposición a la objetividad épica o dramática) no implica el que los sentimientos sean propiedad exclusiva del poeta: basta que él participe del sentimiento colectivo. La poesía lírica más antigua y clásica expresa ideas y sentimientos generales (David, Píndaro, los coros de las tragedias...), y cuanto más universal y más humano sea el interés de estos afectos e ideas, tanto mayor será su eficacia sobre las almas. Los términos subjetivo objetivo envuelven cierto equívoco, contra el cual conviene prevenirse más que nunca, hoy que la personalidad o el subjetivismo lírico va degenerando en lo que Hegel tanto temía, en verdadero egoísmo o dilettantismo artístico, en capricho psicológico divorciado del sentir común y de las grandes fuentes del entusiasmo y de la vida. Si no hubiese cierta atmósfera respirable para todos las almas, la poesía lírica llegaría a disgregarse hasta el punto de volverse ininteligible.

Hegel no se ha salvado enteramente de esta interpretación exagerada del subjetivismo, en el cual funda precisamente todas sus reglas acerca de la unidad de la poesía lírica, su desarrollo, sus formas exteriores, metros y acompañamiento musical, empeñándose en hacer de la oda una antítesis continua de la epopeya. Pero el mismo Hegel concede la existencia de una poesía lírica de fondo épico (romances, baladas, etc.); concede la existencia de poesías líricas inspiradas por circunstancias no personales del poeta (Calino, Tirteo, Píndaro, la misma Campana de Schiller); no olvida ni desconoce (aunque no admira mucho) la poesía popular, que es muchas veces lírica, pero siempre impersonal y anónima; y, finalmente, considera como altísima especie de canto lírico el himno, el ditirambo, el pean, el psalmo, todas las formas de la poesía religiosa, cuya característica es, según él, «la anulación de todo sentimiento y de toda idea particular y personal, para [p. 233] absorberse en la contemplación general de Dios o de los Dioses».

Las teorías dramáticas de Hegel han sido muy variamente juzgadas. En general, la de la comedia alcanza menos aprecio que la de la tragedia, aunque no falta quien niegue o escatime toda alabanza a una y a otra. De éstos es el traductor francés Carlos de Benard, que, contra la costumbre y el interés general de los traductores, extrema sus censuras sobre esta parte de la obra de Hegel, llegando a insinuar que Hegel, como panteísta, no podía concebir plenamente el arte dramático, que es el campo de la libertad humana. Pero esta objeción, si bien se mira, carece de todo fundamento, puesto que el panteísmo dialéctico de Hegel no excluye ni el reconocimiento de la propia individualidad, ni el conflicto con individualidades distintas, siendo de esto prueba irrecusable (sin salir de nuestro asunto) el haber comprendido Hegel, mejor que otro preceptista alguno, la esencia e índole de la poesía épica, donde la actividad libre campea no con menores bríos que en la poesía dramática, puesto que es uno mismo el sujeto de entrambas.

Para nosotros, lo más débil en esta parte de la obra de Hegel, es la noción general del drama, como un poema subjetivo-objetivo, en que se armonizan el elemento épico y el elemento lírico. El drama nada tiene ni puede tener de subjetivo, en la recta acepción de la palabra. La personalidad del poeta debe aparecer en el teatro todavía menos que en la epopeya: es verdad que el poeta dramático expresa sentimientos, pero no los suyos, sino los de sus héroes. Los personajes del teatro de Shakespeare no son Shakespeare: lo que sabemos del Shakespeare moral e íntimo (y no es mucho), no está en sus dramas, sino en sus sonetos. También los personajes épicos tienen sentimientos y los expresan: tan subjetivo es, bajo este aspecto, el Aquiles de Homero, como el de los trágicos. Hay diferencias, lo sé; hay un desarrollo psicológico más complejo en los tipos dramáticos; pero esto no procede de la esencia del drama, sino de ser las más veces producto de una civilización menos sencilla, más refinada. Los vestigios del teatro primitivo, donde los hay, son en esta parte muy inferiores a los cantos épicos. Cotéjese, por ejemplo, el Poema del Cid con el Misterio de los Reyes Magos, o la Canción de Rolando con el Misterio de las vírgenes fatuas.

[p. 234] Hegel peca aquí, como en otras partes, por exceso de sutileza y por afán de buscar explicaciones recónditas a las cosas más sencillas. El drama y la epopeya exigen igualmente la presencia de una persona moral; pero la acción, que en el poema épico se cuenta, en el teatro se representa: ni más ni menos. Esto será trivial, pero es cierto, y es la única distinción entre ambos géneros que no puede impugnarse ni discutirse, a despecho de todos los poemas épico-dramáticos que hasta el presente se hayan compuesto y puedan componerse de aquí en adelante. El drama es acción, la epopeya es narración; pero su fondo común es la objetividad humana, determinándose libremente, en edades heroicas o en edades cultas, con un fin general o con un fin particular, en grandes empresas o en pequeñas, en situaciones cómicas o en situaciones trágicas.

La diferencia, pues, entre el drama y la epopeya (tomada esta palabra como sinónimo de poesía narrativa) no es esencial, sino accidental; no está en el fondo, sino en la forma. En rigor, los tres géneros pueden reducirse a dos, subjetivo y objetivo, subdividiéndose éste en dos especies, conforme a los dos principales modos de representar la vida humana. Aristóteles lo dijo en su profundo y conciso lenguaje: «Todo lo que cabe en la epopeya, cabe también en la tragedia».

Concedamos, sin embargo, a Hegel que, en el drama, lo que principalmente nos interesa es el destino individual, al paso que sobre la epopeya se cierne una ley superior, cuyos efectos alcanzan a toda una nación o pueblo. Sobre esta base discurre Hegel, y todo su sistema dramático está fundado en esto, que no es falso, aunque puede ser exagerado. Su teoría de la tragedia (como discretamente advirtió nuestro maestro Milá) es una ampliación de la que ya había esbozado Guillermo Schlegel en su paralelo de las dos Fedras. Para Hegel, el fondo de la acción trágica es la lucha de los que él llama opuestos poderes morales, y su conciliación y armonía final. «La Sustancia moral y su unidad se restablecen mediante la destrucción de las individualidades que turban su reposo». Sobre los sentimientos trágicos del terror y de la compasión debe alzarse el sentimiento de armonía que resulta del cumplimiento de la justicia eterna, anuladora, o más bien pacificadora de los fines y pasiones exclusivas que han luchado en el curso de [p. 235] la tragedia. Lejos del pensamiento de Hegel la superficial manera con que muchos comprenden el futum de la tragedia antigua. No era, en verdad, una providencia consciente; pero sí la alta razón de los acaecimientos humanos, la idea suprema y divina que se revela en el mundo, para manifestar la nada de las cosas finitas, y restablecer el equilibrio entre las fuerzas morales, unas veces por el perdón, como en la Orestiada, otras por la conciliación interna en el alma del héroe, como en Edipo en Colona.

Hegel examinó profundamente las diferencias entre la escena antigua y la moderna; pero su teoría de lo cómico satisface poco, y no sin razón ha sido tildada de paradógica y confusa. Es, en el fondo, la misma de Guillermo Schlegel: lo cómico es todo lo contrario de lo serio, y, por tanto, el personaje más cómico será el que más se burle de sí mismo, el que menos tome por lo serio sus propios fines. Un personaje objetivamente cómico, como los de Molière, resulta prosaico, porque aspira con seriedad a un fin absurdo; no excita la risa sino el hastío, y muchas veces la indignación. El verdadero personaje cómico lo es subjetivamente, y es el primero en reírse de sus propias imaginaciones, con libertad, con alegría franca y ex abundantia cordis. Hegel no reconoce más comedia digna de este nombre y verdaderamente poética que la comedia ideal y fantástica de Aristófanes y de Shakespeare. Es una reacción natural, después de todo, pero extremadísima, contra el despotismo de la lógica y de la verosimilitud moral y material (algo prosaicas, en efecto) que han sido el nervio de la poesía clásica francesa, de la cual Hegel muy raras veces se digna hablar, y siempre con notorio desdén.

Tal es, en esqueleto, muy en esqueleto, la Estética de Hegel. Quizá ha sido temeridad nuestra querer dar en pocas líneas idea de tanta riqueza. Quien no conoce este libro, no conoce la Estética moderna, que no tiene en él su perfección y complemento, pero sí su punto de partida. Sin Hegel, su desarrollo sería incomprensible. La Estética de Hegel, tal como es, anticuada en algunos puntos, deficiente en otros, ruinosa en todo aquello que se enlaza con las opiniones metafísicas de su autor, más brillante que sólida en ciertas fórmulas generales, y no exenta tampoco de caprichos y decisiones puramente subjetivas, más disculpables en un crítico impresionista que en un filósofo, es, con todas sus faltas y sus [p. 236] sobras, la introducción necesaria a todo libro de Estética, no ya sólo a los de Vischer, Rosenkranz, Ruge, Danzel, Weisse, Carrière, y demás hegelianos, que propiamente son glosas, comentarios y ampliaciones de la doctrina del maestro, sino a los mismos libros inspirados por la escuela realista de Herbart, a las obras de Zimmermann y de Lotze, que han surgido como reacción contra el idealismo hegeliano. La influencia estética de Hegel está en todas partes, hasta en la escuela pesimista, que le injuria y maldice. Todavía no ha aparecido construcción del arte que supere a la suya, ni se ha vuelto a ver en ningún otro teórico aquella dichosa unión del sentimiento artístico y de la filosofía, que da tanta animación y calor a la palabra de Hegel, y que le hace penetrar tan adelante en los misterios de la forma. Ningún estético ha poseído en tanto grado el don precioso y rarísimo de admirarlo y comprenderlo todo, y de comunicar a los demás esta admiración en un estilo digno de las mismas obras ideales y puras que va analizando. Su obra (descartados los errores filosóficos, que, por otra parte, influyen en ella mucho menos de lo que pudiera creerse) es todavía hoy el mejor antídoto contra las torpezas naturalistas y realistas, y la exhortación más elocuente al culto del ideal y a la vida del espíritu. Los peligros que Hegel ofrece a entendimientos mal prevenidos, son peligros de otra índole, y, por nuestra parte, no queremos negarlos ni disimularlos; pero conste que Hegel enseña hasta cuando yerra; que sus mismas aberraciones presentan un sello de grandeza, y que nunca, al leerle, se siente degradada ni rebajada nuestra naturaleza moral, como la sentimos, mal que nos pese, al terminar la lectura de los libros de filosofía que hoy andan por el mundo, y de las prosaicas y groseras representaciones de la vida carnal, que el arte moderno quiere imponer a nuestra admiración. [1] Hegel podía entender el ideal como [p. 237] quisiera; pero su libro respira e infunde amor a la belleza inmaculada y espintual.

https://www.redalyc.org/pdf/809/80915462001.pdf

Si algún día nos sentamos en la mesa a devorar a Hegel, es que ya somos amigos, no importa que no esté  en cuerpo presente, si mi espíritu se transfiere en mis textos en mis obras en mis hijos y mis sobrinos yo estoy vivo y Hegel por supuesto que lo está  y lo estará hasta el final más el grave problema con Hegel es que no puede negarse del todo, ve en el humor, en la burla una necedad que no permite la organicidad del espíritu y entonces para a una lógica Aristotélica y elimina el obstáculo para poder continuar con la dialéctica, pero eliminar a Moliere es imperdonable aunque nuestros errores nos hacen humanos , el problema está  en que Hegel se afirma en una razón progresista y por lo mismo se horroriza con el hinduismo , nosotros descubrimos la retransferencia

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Que no es otra cosa que una redeconstrucción, un volver a la deconstrucción Tiago Luca no ignores esto guárdalo en tu corazón, tienes que pasar a l otro la do del espejo y creer como un niño para que la transferencia funcione, pero si no funciones tienes que regresar a este lado y deconstrurir todo ejercicio hermenéutico, esta es la labor de una análisis máximo que solo se puede hacer esquizofrenicamente más el payaso juega con su propia esquizofrenia y la logra traspasar siendo un iluminado, ilumínate sobrino amado.             

 

LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN (THE AESTHETIC AXIOMATIC: DECONSTRUCTION) IRINA VASKES SANTCHES UNIVERSIDAD DEL VALLE CALI, COLOMBIA irinavs@univalle.edu.co Resumen: El presente trabajo contribuye al debate sobre la actualidad estética, abordando diferentes enfoques del polémico concepto de deconstrucción, introducido por Jacques Derrida. Esta categoría es de referencia casi obligatoria cuando se habla sobre teoría estética contemporánea, forma parte de su nuevo aparato conceptual y expresa bien la nueva realidad que no tiene análogos históricos en lo que antes llamaban arte, estética y cultura. La elaboración del concepto de deconstrucción, el análisis de cómo funciona esa nueva forma del pensamiento crítico, y el método creativo de la interpretación y de la producción del texto artístico, nos permite entrar en el código de muchas obras artísticas actuales donde el espacio entre arte y teoría del arte es cada vez más incierto, especialmente en las diversas formas de arte conceptual o “performance art”. Palabras clave: Derrida, estética, deconstrucción, texto. Abstract: Tackling polemic concept of deconstruction, introduced by Jacqes Derrida, from different approaches this article contributes to the debate on aesthetic current issues. This category is of almost obligatory reference when discussing about contemporary aesthetic theory. Deconstruction belongs to its new conceptual apparatus, and expresses well new reality that does not have historical analogy with what before was called art, aesthetics and culture. The elaboration of the concept of deconstruction, and the analysis of how this new form of strategical “procedure” of interpretation and production of the text (as textual reading) is functioning allow us to enter the code of many current art works where the space between art and theory of the art is more and more uncertain, specially in the diverse forms of conceptual art or “performance art“. Key words: Derrida, aesthtic, deconstruction, text. La moda en el mundo intelectual cambia rápidamente; hace poco tiempo todos habían leído a S. Freud, Th. W. Adorno, C. Levi-Strauss, M. Heidegger, hoy en día no conviene desconocer las obras de M. Foucault, U. Eco, R. Barthes, J. Baudrillard, G. Deleuze. Sin embargo, entre todos los nombres actuales se puede destacar con seguridad el filósofo y crítico francés Jacques Derrida (1930-2004), autor de la teoría postestructuralista llamada deconstrucción (ambos términos son a menudo intercambiables). Fue este pensador, provocador y controvertido, especialmente por el estilo de sus textos, quien determinó el desarrollo filosófico-intelectual en los años 70-80. 4 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES El concepto de deconstrucción, introducido por Derrida para “suavizar” la traducción en francés, el sentido “destructivo” de la palabra Destruktion de M. Heidegger, hace referencia al método de análisis de textos de tradición filosófica –la metacrítica-, que más adelante se hizo extensivo a los textos literarios, y a la crítica literaria propiamente dicha. Poco a poco la deconstrucción como forma del pensamiento crítico, como proceso de razonamiento o aproximación filosófica, dirigida a la búsqueda de las contradicciones a través del análisis de los elementos formales del texto, se extendió, y hoy en día con éxito se aplica a la historia, a la teología, a la antropología, al psicoanálisis, a la lingüística y hasta al arte, para el cual significa el método creativo de la interpretación y de la producción del texto artístico, esto es, de la obra que reconocemos como artística1 . En un sentido general, la deconstrucción es la manera crítica de mirar la realidad que cuestiona el sistema de “los valores metafísicos falsos” del denominado “proyecto moderno”, que dentro de la teoría derridiana reconoce una crisis de legitimidad. Las ideas principales de Derrida se encuentran en sus tres obras fundamentales publicadas casi simultáneamente en el año 1967: La voz y el fenómeno (cf. Derridaa ), De la gramatología (cf. Derridab ) y La escritura y la diferencia (cf. Derridac ). Pero antes Derrida se había presentado exitosamente al público en 1966, en una conferencia en la Universidad de Johns Hopkins, donde polemizó con el maestro de la antropología estructuralista C. Levi-Strauss. Por primera vez los principios del estructuralismo fueron aprobatoriamente cuestionados. La deconstrucción es el traspaso del estructuralismo al postestructuralismo, de los métodos estrictos del análisis del texto a los más 1 La expresión el texto artístico se cristaliza en la década de los años sesenta como consecuencia de un aluvión de estéticas estructuralistas, semiológicas y semióticas. Para estas corrientes la obra artística es una estructura que la vincula a las nociones de modelo o sistema, tal como se entienden en las ciencias físico-matemáticas y son trasvasadas al sistema lingüístico. La aplicación indiscriminada de tales modelos al mundo artístico provocó lo que se ha denominado el imperialismo de la lingüística sobre la teoría estética, así como una tendencia a diluir lo artístico en el lenguaje. Lo sintomático es que, desde comienzos de la década de los setenta, la estética estructuralista y semiótica entra en declive; en los distintos vectores de las estéticas de interpretación se abandonan las obsesiones por las equivalencias entre el significante y el significado, por codificar las obras artísticas y formalizar todos sus sentidos como si fuesen sistemas lingüísticos, se vuelve a recuperar el protagonismo del artista y del espectador como productor o activador de sentido. La afirmación gozosa sobre un mundo de signos sin centro ni jerarquías, pero abierto a la interpretación activa, decanta en la diseminación y deconstrucción, figuras derridianas que inspiran a toda una corriente de la cultura francesa preocupada por el estudio del lenguaje poético y artístico. A partir de la obra de R. Barthes, el texto ya no se considera solamente como concepción lingüística, sino como la categoría universal según la cual cualquier fenómeno cultural puede ser considerado como texto (ver Barthesb ). 5 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 “suaves”. Los modelos estructuralistas de análisis del texto son más precisos, más rígidos, más obligatorios, porque ellos forman el sistema que todavía mantiene el centro y la lógica, el sistema logocéntrico2 . Para los postestructuralistas-deconstructivistas, al contrario, no existen reglas universales de análisis del texto, y cada texto exige su propio y único modelo de comprensión; en otras palabras, bajo la creciente influencia de la fenomenología sobre los estudios literarios, los deconstructivistas dejan de tratar el texto como realización concreta de estructuras abstractas. Incluso, sostienen que cualquier texto es principalmente incomprensible. Cada palabra, cada frase, el modo como las colocamos en una oración, engendran ambigüedades confusas que eluden la claridad y la precisión. Esa es la postura de R. Barthes, quien en el año 1967 provocó un verdadero escándalo anunciando “la muerte del autor”. En los textos, considerados “abiertos” e “inacabados”, el papel del autor es mínimo, porque es el lector quien determina sus significados, de los cuales el autor no tiene ni idea. Esta multitud de inagotables interpretaciones es posible, porque el texto tiende al “grado cero” de su sentido: la reducción, el desvío y la abstinencia del significado (cf. Barthesa ). Derrida lleva esta situación hasta el extremo. La esencia de la estrategia deconstructivista es la demostración de la autocontradicción textual para detectar los errores lógicos en la argumentación de un oponente, donde las contradicciones puestas de manifiesto revelan una incompatibilidad subyacente entre lo que el escritor cree argumentar y lo que el texto dice realmente. Este divorcio entre la intención del autor y el significado del texto es la clave de la deconstrucción postestructuralista. Con una originalidad bastante polémica, el autor desarrolla una técnica que pretende restituir el valor fundamental del texto, eliminando muchas de las cadenas con las que el discurso escrito encierra a la reflexión filosófica. Es cierto que la deconstrucción declara la guerra a toda la filosofía occidental con su interminable búsqueda del logocentrismo, desde su fundador Platón, incluyendo a Aristóteles, Kant, Hegel, hasta Wittgenstein y Heidegger. Le enfurece a Derrida la soberbia totalitaria detrás de la doctrina de la razón, y su “cólera” no se verá tan “excéntrica” si recordamos la historia de las barbaridades realizadas por las culturas occidentales “racionalistas”: el “sistemático y racionalmente argumentado” exterminio humano masivo en la época del nazismo, el “racionalismo científico” de la bomba nuclear, el holocausto de Hiroshima, etc. 2 Logocentrismo es la orientación que da primacía a la lengua hablada sobre la escritura como consecuencia de la metafísica de la “presencia”, de los sistemas formados alrededor de las mitologemas del centro sagrado (Dios, Hombre, Sentido de la Vida), y que rechaza la problemática de la escritura y del “juego metalingüístico”. 6 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES Pero el propósito de la deconstrucción derridiana no es del todo destructivo y negativo; pues reúne dos procedimientos simultáneos, la destrucción y la construcción. A través de la “lógica paradójica”3 , propia de la deconstrucción, se desmonta el sentido tradicional del texto y se arma el nuevo. Tal método es la condición de la interpretación irónica y libre del texto, del juego metalingüístico que permite jugar con la pluralidad de sentidos de un mismo término y no pensar sobre el resultado final de este juego. Es la garantía de lograr un pensamiento que está más allá de la lógica, un pensamiento independiente y libre de los diversos dogmas, “narrativas modernas” que predeterminan nuestra conciencia. Analizando la cuestión axiomática del saber científico, como problema central de Husserl (cf. Derridad), Derrida llegó a un resultado sorprendente: mostró que el filósofo que quería liberar el conocimiento científico, e incluso filosófico, de todo tipo de relativismo para llegar al pensamiento fenomenológico puro, no pudo sin embargo liberarse de la “axiomática inconsciente” –de las metáforas repetidas de habla y escritura científica–, pues conocemos el mundo a través del “espejo del lenguaje” que inevitablemente distorsiona lo que pensamos y escribimos. Esta conclusión determinó el punto principal para todas las búsquedas posteriores de Derrida: ¿cómo lograr el pensamiento independiente, si nuestra conciencia desde el comienzo, a través del lenguaje, está contaminada por diversos clichés, presupuestos e hipótesis culturales? Desde la infancia, de manera inconsciente, aprendemos los nombres de los objetos y el sistema de sus relaciones, los acentos que determinan nuestras ideas sobre lo que es la cortesía, lo masculino, lo femenino, los estereotipos nacionales, etc. Realmente todos los postulados iniciales que producen nuestro cuadro del mundo llegan “de contrabando” a través de nuestras expresiones lingüísticas. Debemos liberarnos de esos clichés para pensar libremente; interpretar los significados, que no son fijos y que cambian según el contexto. También la deconstrucción puede ser comparada con el método de las prácticas artísticas actuales basadas en el principio del desmontaje de una construcción en diferentes componentes, su renovación mediante el ensamblaje de esos componentes y de otras partes complementarias, por medio del montaje y del collage, en una construcción nueva que frecuentemente no tiene nada en común con la construcción desarmada. Aunque, a veces, los textos y sus nuevas construcciones significativas creadas por los deconstructivistas 3 Esta noción supone una deliberada contradicción en los términos, puesto que la lógica se define como aquello que no contraviene las “leyes” del pensamiento, mientras que la paradoja es explícitamente auto-contradictoria y contraria a la razón. 7 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 resultan, quizás, más interesantes y producen mayor placer estético que los análogos artefactos postmodernos. Los últimos también tienen necesidad de ser deconstruidos. Y, a veces, su posterior deconstrucción, realizada por un crítico talentoso, resulta, en el sentido estético, más significativa que los mismos artefactos analizados. Por fin, es inútil y contra-prudente buscar una definición precisa, inequívoca y a priori de la deconstrucción. Porque tal definición resulta difícil, ya que el término no es perfecto. El mismo Derrida reconoce las dificultades de su definición verbal. “¿Qué es la deconstrucción? – ¡Nada! ¿Qué no es la deconstrucción? – Todo” (Derridah). Y en otro lugar dice: “Todos los intentos de definir la deconstrucción están destinados a ser falsos” (Strathern: 93). Preguntar ¿qué es la deconstrucción? significa indagar en su propia esencia que es incierta e indefinible. Ahora bien, la deconstrucción como método de análisis y como modo crítico y particular de pensar, tiene características propias: es libre al máximo, anti-dogmática, no tiene ninguna metodología fija, su objetivo es debilitar el pensamiento filosófico occidental, destruir su cosa más “sagrada” –la verdad– en todas sus formas y significados; la verdad no existe principalmente, es relativa y, por eso, no le interesa a los deconstructivistas. Para ellos significa más el proceso de su búsqueda como juego metalingüístico. De otro modo, la deconstrucción, como nuevo método de análisis de textos, sirve para superar los límites y callejones sin salida del pensamiento lógico-formal que predomina en la filosofía y estética occidental desde los tiempos de Platón y Aristóteles. Como una de las herramientas de la deconstrucción aparece la ironía, que no es otra cosa que la capacidad de dudar. La técnica de la duda filosófica es conocida desde los tiempos de los escépticos griegos, que mostraron la imposibilidad de alcanzar un conocimiento verdadero. Es claro que la deconstrucción postmoderna no es lo mismo que el escepticismo antiguo, pero el objetivo de una y de otro es igual, pues se trata de destruir todo tipo de dogmatismo. De igual manera la ironía deconstructivista tiene mucho que ver con el método de la mayéutica de Sócrates; su lucha con los sofistas resulta familiar con el método de deconstrucción: cuando se ve que un fragmento del texto no es comprensible y no existe ninguna manera de lograr un sentido, lo único que queda es irónicamente aceptar los límites de su comprensión. Y esa actitud es más honesta que la de un “sabio” que simplemente ignora las “extravagancias” del texto y las acomoda según el esquema lógico. El deconstructivista, al contrario, siempre está listo para notar lo exótico, lo marginal, lo incomprensible, todo lo que no cabe en el esquema tradicional del pensamiento logocéntrico occidental. 8 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES Ahora bien, hemos dicho que resulta inútil preguntar qué es la deconstrucción, de modo que la pregunta más adecuada y constructiva sería: ¿cómo funciona? Se mira la deconstruccón derridiana “en acción”, describiendo su funcionamiento como “lógica paradójica”, a través del estudio de la obra de Derrida, La farmacia de Platón (Derridae : 91-261), ejemplo clásico de la metacrítica deconstructivista, donde analiza el diálogo de Platón Fedro, el mito platónico consagrado al origen, a la historia y al valor de la escritura. Acerca de este diálogo los comentaristas “han roto muchas lanzas”, porque el texto resulta bastante contradictorio y, en el momento decisivo, Platón, junto a la argumentación rigurosa, apela a los mitos, y la vinculación de la escritura con el mito se precisa como su oposición al saber. Incluso se afirma que Fedro fue escrito, no en los mejores años de su autor –primero se había creído que Platón era demasiado joven para hacer bien la cosa o, al contrario, demasiado anciano-, con lo cual se explican sus debilidades. Pero Derrida renuncia a considerarlo como un diálogo mal compuesto; para él es un texto bien pensado, estéticamente equilibrado, y su carácter contradictorio solamente confirma la naturaleza misma de la escritura. Consultando el texto de Platón, nos encontramos con una leyenda egipcia contada por Sócrates: el dios de la escritura, Theuth, ofreció al rey Thamus enseñarle a los egipcios el arte de las letras: “He aquí, oh rey, un conocimiento que tendrá como efecto hacer a los egipcios más instruidos y más capaces de acordarse: la memoria (mneme), así como la instrucción (sofía), han hallado su remedio (farmacon)” (Derridae : 143). Y así le respondió Thamus, denunciando el poco valor de la escritura: No es, pues, un fármaco de la memoria lo que haz hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, pero no la verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles además de tratar, porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad. (Platónb : 402-403) Aparece así la oposición clave: por un lado, la verdadera sabiduría, el habla, la voz, el discurso vivo, el “saber de memoria” basado en la tradición de “lengua hablada”, en la mneme (memoria viva y conocimiento); es la sabiduría “viva” como el diálogo entre el alumno (hijo) y el maestro (padre). Por otra parte se observa la apariencia de la sabiduría, la escritura, que aparta a los alumnos de la sabiduría verdadera, que es la hipomnesis (re-memoración, recolección). 9 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 En tanto que ayuda a la hypomnesis y no a la memoria viva, la escritura resulta, pues, tan ajena a la verdadera ciencia, a la anamnesis en su movimiento propiamente psíquico, a la verdad en el proceso de su presentación, a la dialéctica. La escritura puede únicamente imitarlas. (Derridae : 160-161) En otras palabras, la escritura es esencialmente mala, exterior a la memoria, productora, no de ciencia, sino de opinión, no de verdad, sino de apariencia; es el signo sin aliento. La escritura no posee el calor del contacto personal del alumno (hijo) con el maestro (padre). El autor de los Diálogos plantea la imposibilidad de la escritura en varias ocasiones, incluso la condena, negando sus propias obras. En la segunda carta de Platón se encuentra: La medida preventiva más acertada será la de no escribir, sino aprendérselo de memoria. Por esta razón, nunca jamás he escrito yo mismo acerca de estas cuestiones. No hay ninguna obra de Platón, y jamás la habrá. Lo que actualmente se designa con este nombre es de Sócrates, escrito en el tiempo de su hermosa juventud. (Platóna : 1554) Aquí Platón ya formula la tesis principal de la lingüística estructuralista a partir de Saussure: la importancia mayor de la lengua hablada sobre la escritura, la separación de esas dos tradiciones de sabiduría. En Fedro la verdadera sabiduría y la apariencia de la sabiduría es una de las primeras versiones de la oposición entre el lenguaje hablado y el escrito. Más tarde esa oposición se convirtió en la antítesis del espíritu y la letra, del alma y el cuerpo. La cultura europea moderna es logocéntrica; su actitud hacia la escritura es despectiva. Platón, Rousseau, Saussure son las tres “épocas” de la exclusión y la humillación de la escritura, donde la última aparece como la deformación de la palabra-logos, como una metáfora engañosa, como una imitación inferior y mediocre. Parece así que los acentos están bien colocados por Platón y todo está claro; en él la lengua hablada tiene importancia mayor que la escritura. Sin embargo, en esa plena “claridad” se vislumbra lo más interesante: a través del análisis del léxico filosófico de Platón, Derrida muestra que ¡la “verdadera” sabiduría hablada en el Diálogo de Platón se caracteriza a través de las metáforas prestadas de la escritura! “Las ‘metáforas de Platón’ son exclusiva e irreductiblemente escriturales” (Derridae : 243). Por ejemplo, expresiones como: “leer la mente” o “escribir en el alma”, son metáforas que suponen la aceptación de la escritura. Surge inevitable el interrogante: si algo positivo (la lengua hablada, la sabiduría “viva”), se describe solamente a través de algo negativo 10 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES (la escritura como sucedánea de la memoria), entonces ¿ese negativo es inicial, es más antiguo, más autóctono y más verdadero? Para contestar a esta pregunta pasamos al juego metalinguístico realizado por Derrida. El autor dedica atención especial al ambivalente término fármakon, que abunda en los textos platónicos: “…se ha inventando como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”; “…no es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio”, etc. Aquí vale la pena recordar que la palabra griega fármakon tiene doble significado: remedio y veneno. Esos opuestos significados no siempre se diferencian con seguridad según el contexto, produciendo un problema serio para la comprensión del diálogo. Su duplicidad significativa destruye la unidad interpretativa. Así ¿la escritura es el veneno, el daño para los adeptos de la sabiduría verdadera? ¿O, por el contrario, es droga de efectos benéficos que aumenta el saber y reduce el olvido, en otras palabras, es el “salvavidas” para quien desea aprender algo? Según la comprensión tradicional de los diálogos, la actitud de Platón hacia la escritura-fármakon es negativa y sospechosa, asociada con la magia o la curandería. Como la pintura, a la que más adelante la comparará, y como el trompe-l’oeil, o como las técnicas de la mimesis en general. Aunque el caso de la escritura es más grave, pues, a diferencia de la pintura, la escritura no crea ni siquiera un fantasma. El pintor, es sabido, no produce el ser-verdadero, sino la apariencia, el fantasma, es decir, lo que ya simula la copia. El que escribe con el alfabeto ni siquiera imita ya. En las Leyes, en especial, propone expulsar de la República a los brujos, los charlatanes y los artistas, y les reserva castigos terribles. Así, el rechazo de Thamus al ambiguo fármakon merece, desde el punto de vista de Platón, el elogio, porque la escritura es un veneno, es la apariencia de la verdad. No existe remedio inofensivo. El fármakon no puede nunca ser simplemente benéfico. Derrida, aprovechando la interpretación “doble” de la palabra fármakon, cambia el significado negativo de la escritura por el positivo. Su resumen del análisis del texto de Platón es: sí, la escritura, por su naturaleza, siempre es contradictoria, funciona a través de la diferencia, de la descomposición del Logos. Y ¡esa es su gran ventaja! ¡No importa qué significa el texto, sino cómo adquiere un sentido! La cultura occidental anula los momentos de escritura que lógicamente se excluyen uno al otro, le quita la contradicción original del pensamiento platónico haciéndolo más “unilateral”. Cerramos los ojos, no queremos ver esas contradicciones; queremos borrarlas y subordinarlas al Logos. Con eso se pierde la cosa más valiosa de la escritura, su esencia lúdica, metafórica y, podemos decir, estética. Sucede lo mismo cuando se intenta trasladar la poesía a la narración. Se pierde el encanto del texto escrito, su encanto lúdico-estético. 11 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 En esta perspectiva, ¿qué hace Derrida con el texto de Platón? Mientras la filosofía posterior le quita su contradicción original, Derrida la acentúa. Él quiere restituir al Platón “auténtico”, no deformado por los comentaristas neoplatónicos y por los traductores. Definitivamente, Derrida toma en su relación con Platón la posición de Sócrates en relación con los sofistas, cuando, bajo la apariencia de preguntas ingenuas, los acusa, los enreda en contradicciones y los lleva a reflexionar. El método socrático de mayéutica, su lucha con opiniones falsas, se muestra genéticamente familiar con el método deconstructivista. En los textos originales de Platón, la filosofía y la literatura todavía no están separadas; por eso están llenos de metáforas, mitemas, alegorías, tan extrañas e “inapropiadas” para un texto filosófico “serio”. Derrida hace todo lo posible para descubrirlas, buscando los significados no tradicionales, “raros”, extravagantes, sobre los cuales Platón de pronto ni sospechaba, pero que sin embargo existen, ocultos en sentidos dobles, “inacostumbrados”, de las palabras. De este material “poco importante”, como los sentidos dobles de las palabras, la frecuencia en el uso de repeticiones, conjunciones, preposiciones, Derrida obtiene significados nuevos que nunca antes de él fueron percibidos en el texto dado. Finalmente [N]o es posible en la farmacia distinguir el remedio del veneno, el bien del mal, lo verdadero de lo falso, etc. Pensando en esa reversibilidad original, el fármakon es el mismo, precisamente porque no tiene identidad. Y el mismo (es) como suplemento. O como diferencia. Como escritura. (Derridae : 257) Según uno de los mitos de la filosofía occidental, Platón es discípulo de su maestro Sócrates. La enseñanza de Sócrates significa la prioridad de la voz, de la presencia y, al mismo tiempo, el papel secundario de la escritura. Esta última, separada de la voz del maestro, comprende su inferioridad y deficiencia. Y es muy difícil derribar ese arquetipo, desarrollado durante veinticinco siglos; decirle que no existe el regreso a la voz que goza de autoridad competente; que las ideas que están buscando sus raíces orales giran en el círculo de las metáforas creadas por el lenguaje escrito. Derrida intenta destruir este mito milenario. Veamos cómo lo hace. El símbolo de la revelación para el autor fue un grabado en la cubierta de un libro cartomántico del siglo XIII, descubierto en la Biblioteca de Bodleian en Oxford (cf. Derridaf : 238). Allí se encuentra una increíble representación de Sócrates, si acaso es él, dice Derrida, dando la espalda a Platón y escribiendo ante él: Sócrates, el que escribe –sentado, agachado, dócil copista, como secretario de Platón, pues… Platón está detrás de él, más pequeño 12 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES (¿por qué más pequeño?) pero de pie. Con el dedo en alto parece indicar, designar, mostrar el camino o dar una orden –o dictar, autoritario, magistral, imperioso. Malvado casi. (Derridaf : 18-19) Esa imagen apócrifa produce en Derrida algunas preguntasinterpretaciones: -¿Sócrates está firmando su sentencia de muerte por órdenes de Platón? La base de esta interpretación es el dudoso comportamiento de Platón durante el juicio de Sócrates, cuando huyó de Atenas durante el proceso judicial; se dice que Platón no asistió (Felón 59 b: “Platón, me parece, estaba enfermo”) (cf. Derridae : 234); es la alegoría de la traición de Sócrates por parte de Platón. -O ¿Platón es el hijo celoso de Sócrates, quien sufre del complejo de Edipo y quien odia a su padre (variante freudiana)? -¿El índice de Platón nos dice sobre enseñanza o amenaza? etc. Las hipótesis son muy fantásticas, y gracias a ellas se pierde la firmeza de la imagen canónica, tanto de Sócrates como de Platón, quebrándose el modelo clásico de la relación entre el Maestro y el discípulo. ¿Sócrates realiza la anotación secreta de los crímenes y falsificaciones de Platón? - pregunta Derrida, y ¿por qué no? Sócrates mismo escribe las obras, corrige los diálogos de Platón y al mismo tiempo borra el nombre de Platón de la carátula. Eso es posible (en la pesadilla de Platón). Derrida presta atención a las manos de Sócrates, al decir que con una mano él escribe y con la otra sostiene el borrador: ¿No es una alegoría del indispensable elemento esotérico de la escritura? 13 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 Por fin, Derrida admite que Sócrates nunca existió, que su figura es una invención de Platón, una mistificación literaria para aumentar su propia fama. Sin embargo, más eficaz es su última hipótesis: Sócrates realiza ni más ni menos la deconstrucción de las obras de Platón: “Borra con una mano, raspa, y con la otra raspa de nuevo, mientras escribe” (Derridaf : 33). Como se puede ver, la interpretación derridiana de esa imagentexto es un juego libre de asociaciones que no reconocen ninguna lógica histórica. La misma actitud no-histórica se encuentra en la fantasmagórica conversación telefónica, inventada por Derrida, entre Platón, Sócrates, Freud, Heidegger y el demonio, realizada a través de los siglos e interrumpida por la operadora norteamericana que recuerda a los participantes que pongan suficientes quarters en la máquina (Derridaf : 38). ¿Y por qué no? La verdad histórica simplemente no existe. Es que semejante conversación produce “gran placer” lúdico en el autor. Y el origen del libre juego, de las interpretaciones absurdas (desde el punto de vista de la lógica occidental), es para Derrida el lenguaje. Algunas interpretaciones de Derrida tienen su origen en calambures: Platón en francés suena como “plano” (plat); y como consecuencia aparece el motivo para improvisar sobre la pequeña gorra plana de Platón, y la grande y puntiaguda, como un paraguas, de Sócrates. Las iniciales S/P se interpretan como Subject/Predicate o Speculation/ Psicoanálisis. La cópula et en el par “Socrates et Plato” se interpreta como el homófono est – (Sócrates es Platón) o como hait (Sócrates odia a Platón). Así, el inicial sintagma “Sócrates es Maestro de Platón” se destruye y se dispersa en las metáforas. Tal relativismo derridiano en la interpretación del tiempo y del espacio histórico convierte a Platón, en las obras de Derrida, en una figura más simbólica que histórica. Según el logocentrismo occidental, el lenguaje hablado tiene gran ventaja sobre la escritura: está más cercano al sujeto. El habla es más precisa por la pronunciación de las palabras, por el acento, por el tono: estos momentos mantienen la autenticidad del significado. Es poco probable que la frase hablada, “El rey de Francia es sabio”, vaya a provocar confusión: la situación concreta siempre nos dice sobre de qué rey se trata. Pero si la misma frase aparece simplemente escrita así, o sea, despojada del contexto, entonces se convierte en algo abstracto, multisignificante, puede ser cualquier monarca francés. Las mitologenas de la cultura europea reflejan esta prioridad de la autencidad de la lengua hablada: “la voz del corazón”, “la voz de la 14 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES razón”, “la voz de la naturaleza”, “la voz del Señor”, “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba frente a Dios y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan I: 1, 14). En un comienzo fue la Palabra, fue la sabiduría oral, fue el Maestro, el Padre. Dios rey no sabe escribir, pero esta ignorancia o esta incapacidad dan testimonio de su soberana independencia. No tiene necesidad de escribir, habla, dice, dicta, y su palabra basta. Y la actitud hacia la escritura es despectiva, tiene carácter secundario (con la escritura el lenguaje hablado se convierte en el signo del signo), es sucedáneo muerto, está llena de contradicciones. Pero ¡en esto consiste la belleza del texto escrito, en la ausencia de sentido! Cualquier significado es casual y relativo, nunca es completo. El objetivo de la deconstrucción consiste en suprimir todos los sentidos introducidos posteriormente por los intérpretes de los textos escritos, hasta el “nivel cero” de su significado. La escritura, por sus indispensables contradicciones, estimula los juegos formales-verbales que destruyen la lógica, tan odiada por Derrida. “¿Lady Macbeth tenía dos hijos?”, “¿Cuántos años tenía Hamlet?” - Shakespeare no lo dice. Y esa imposibilidad de contestar a esas preguntas provoca la confusión y la perplejidad de los logocéntricos. El texto, el seguro “origen del saber”, no da la respuesta. Mejor, dice Derrida, porque de esa manera el “único” significado del texto queda abierto para múltiples interpretaciones. Para los deconstructivistas tales preguntas y “extrañezas” son legales, porque tarde o temprano el principio lúdico del lenguaje, su “desobediencia”, aparecerá. Cada texto tiene su “escena de escritura”; el fragmento donde la escritura deprimida da señales de desesperación: aquí se oculta algo autóctono y está reemplazado por lo artificial. En la “escena de la escritura” se descubre el “carácter artificioso” del texto que permite el descubrimiento de algo oculto. Eso “escondido” se revela en las faltas temáticas, en los autocomentarios inesperados, en las retiradas del tema principal, etc. Según Derrida, la incomprensibilidad es el rasgo sustancial y más valioso de la escritura. Así la deconstrucción, como nuevo método de lectura del texto, es el deseo de ir más allá de su contenido debilitando el mundo dogmático de los clichés. Eso da licencia a cualquier error, a cualquier lectura “incorrecta”, hasta tal punto de que “no existe el texto, sino sólo su interpretación”. Es precisamente este aspecto de la escritura de Derrida lo que lo ha hecho merecedor del desprecio de muchos filósofos, quienes lo acusan de proponer teorías del significado que, en su opinión, carecen por completo de sentido; lo inculpan de relativismo, solipsismo e irracionalismo absolutos. ¿Quién tiene razón? El siguiente diálogo imaginario entre acusador y acusado (Derrida), encontrado en el texto de R. Appignanesi, puede ilustrarnos sobre 15 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 la situación: Acusador: Usted rechaza la Razón. Derrida: No… Solamente su autopresentación como “verdad eterna”. Acusador: Usted afirma que nada es real, pues es el resultado de una construcción cultural, lingüística o histórica. Derrida: Nada se hace menos real por estar relacionado con la cultura, la lingüística o la historia; especialmente si tenemos en cuenta que la realidad universal, al margen del tiempo con el cual podemos compararla, simplemente no existe. Acusador: Usted afirma que existe una cantidad infinita de significados. Derrida: No… Yo solamente sostengo que no puede existir un sólo significado. Acusador: Usted afirma que todo tiene igual valor. Derrida: No… Yo afirmo que este tema debe quedar abierto. ¿Hay más preguntas? (Aппиньянези: 81. Traducción de la autora) Creemos que sí, por lo menos una: ¿La negación de la Verdad absoluta como principio de deconstrucción no se vuelve contra el deconstructivismo mismo, convirtiéndose en un dogma absoluto? Aunque el carácter principalmente abierto y no determinista del pensamiento postmoderno despierta el espíritu creativo y la audacia analítica, al mismo tiempo es inestable y vulnerable frente al “ilimitado relativismo”. No es difícil criticar el postmodernismo en general y la deconstrucción en particular: el nihilismo total y el relativismo realmente son sus “pecados originales”. De esa manera, el principio “todo lo pongo en duda”, puede adquirir, en el postmodernismo (deconstructivismo), la estabilidad de un dogma absoluto. Las observaciones de Steven Connor, autor de Cultura postmoderna. Introducción a las teorías de la contemporaneidad, sobre la fuerza totalizadora de la teoría postmoderna, son del mismo parecer: Es sorprendente el grado de consenso al que se ha llegado en el discurso postmoderno sobre la inexistencia de posibilidad alguna de consenso, los pronunciamientos autoritarios sobre la desaparición de la autoridad última […] Paradójicamente, si la teoría postmoderna insiste en la irreductibilidad de diferencias entre las diversas áreas de práctica crítica y cultural, el lenguaje conceptual de la teoría postmoderna cae en sus propias redes tejidas entre inconmensurabilidades, adquiriendo la suficiente solidez como para soportar el peso de un nuevo aparato conceptual […] (Connor: 14) 16 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES Muchos oponentes de Derrida, presentando como argumento el hecho de que los niños aprenden primero a hablar y después a escribir, y que existen los lenguajes que no poseen escritura, desfiguran con esto su idea, diciendo que, según él, la escritura gráfica históricamente apareció antes que el lenguaje hablado. Y no es así. El término “escritura” no lo comprende Derrida literalmente; no se trata del texto como cuerpo gráfico solamente. El sentido de la escritura se concreta con el término “archiescritura”, categoría filosófica especialmente inventada por el autor para su obra De la gramatología. La archiescritura es la raíz común del lenguaje hablado y de la escritura gráfica, es la categoría que les elimina su oposición histórica, mientras la escritura gráfica es solamente el símbolo material de la archiescritura. La archiescritura no tiene presencia, ni centro; no puede ser objeto de reflexión racional, no tiene ningún sentido metafísico. Sin embargo, crea las condiciones para la formación del significado. Solamente en ese sentido especial de la archiescritura habla Derrida sobre la prioridad de la escritura sobre el lenguaje hablado. Habiendo cumplido con la tarea de aclarar la esencia de la deconstrucción como categoría estética postmoderna, conviene pasar a otro texto de Derrida, La verdad en pintura (Derridag ). Realmente resulta difícil explicar el sentido de este libro, donde la percepción íntegra se pierde entre juicios que mutuamente se excluyen uno a otro, alusiones, lapsus lingüísticos, diferentes tonos y matices. Sin embargo, con todo esto el lector cae prisionero de Derrida. Los lectores y admiradores del filósofo francés son gente que de ningún modo son ingenuas; por regla general se trata de personas bien educadas, expertas en sutilezas filosóficas, lingüísticas y estético-artísticas. Pero ¿qué les atrae de sus libros? ¿Refinada sofística? Probablemente sea así. No en vano se considera el postmodernismo como período de decadencia en la historia de la cultura, y llaman a Derrida el maestro de la “sofística retórica”. Por otra parte, la sofística ha jugado el papel dinamizador, reforzando la dialéctica (en el caso de Zenón, por ejemplo). Ahora bien, la base filosófica del arte clásico es la dialéctica del contenido y la forma, que sobresale en la Estética de Hegel. Sin embargo, no es la estética hegeliana, sino la kantiana, la que está en el centro de atención de Derrida. La parte teórica y más amplia de La verdad en pintura, llamada Párergon, está dedicada al análisis de la Analítica de lo bello y de la Analítica de lo sublime de la Crítica del Juicio de Kant (Derridag : 29-153). Es una interpretación muy poco ortodoxa de la principal obra estética kantiana. El texto se halla dividido en varios fragmentos que no tienen ni comienzo ni fin; que conducen al abismo, a nada. Sin embargo, tal división no es un 17 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 suplemento, como dice Kant, sino que tiene relación muy importante con el método deconstructivo. Derrida dedica su atención a una cuestión que la mayoría de los investigadores ignoran por completo: la esencia de la pintura está en el dibujo. El dibujo y la composición constituyen el objeto propio del puro juicio estético. El color es un suplemento al dibujo que solamente permite ver la belleza en forma más exacta y completa. El color es párerga o párergon: un ornamento que aumenta el placer del gusto, pero no es cosa esencial. Es una adición del ergon (de la obra); no es una parte integrante del objeto, sino sólo le pertenece de manera extrínseca, como una adición o un suplemento. Un párergon se ubica contra, al lado y además del ergon, del trabajo hecho, de la obra, pero no es ajeno, afecta el interior de la operación y coopera con él desde cierto afuera. No está simplemente afuera, ni simplemente adentro. Como un accesorio que uno está obligado a recibir en el borde. (Derridag : 65) Otros ejemplos de párerga corresponden a los marcos de los cuadros, los vestidos de las estatuas o las columnas. Son párerga, suplementos, conceptos centrales de la deconstrucción derridiana. Es lo otro de la obra; pero no es un “otro absoluto”, sino un “otro suyo”, porque no está ni dentro ni fuera de la obra. Por ejemplo, el vestido revela la esencia de la persona, su mundo interior, pero también puede ocultarlo, disfrazarlo. Entonces la ropa es simultáneamente lo otro absoluto de la cosa, y es lo otro suyo. Los vestidos de las estatuas tendrían una función de párergon o de ornamento. Esto quiere decir: lo que no es una parte integrante de la representación del objeto, sino que sólo le pertenece de manera extrínseca como una adición, un suplemento. ¿Por qué algunas estatuas griegas tienen vestido, si los griegos tanto valoraron y adoraron el cuerpo desnudo? ¿Y los velos completamente transparentes? Por ejemplo, la Lucrecia de Cranach sólo tiene una ligera banda de velo transparente delante de su sexo. ¿Cuál es el papel de esos párerga? ¿Dónde está la línea divisoria, la frontera entre el párergon (vestido o velo) y el ergon (el cuerpo desnudo), si está en contacto estrecho con su piel? ¿Dónde empieza y termina el vestido-párergon? ¿Es un párergon el collar que lleva en su cuello? Si el párergon sólo se agrega, ¿qué es lo que le falta a la representación del cuerpo para que el vestido venga a suplirlo? ¿Y qué tendría que ver el arte con todo esto? (cf. Derridag : 68). Un marco donde tiene lugar el cuadro de pintura es un párergon. ¿Tiene lugar? ¿Dónde comienza, dónde termina; cuál es su límite interno y externo? Cuando Kant, a quien se le pregunta, ¿qué es un 18 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES marco?, responde que es un párergon, un mixto de afuera y de dentro, decimos que allí hay grandes dificultades. Pero este marco es problemático. No sé lo que es esencial y accesorio en una obra. Y sobre todo no sé lo que es esta cosa, ni esencial ni accesoria, ni propia ni impropia, que Kant llama párergon. (Derridag : 74) El análisis del párergon, la búsqueda de su esencia, lleva a Derrida al estudio etimológico de las palabras “el borde” y “la frontera”4 . Ambos términos están relacionados con el objeto que une y que separa. El borde y la frontera coinciden en el punto donde las diferencias tienen algo en común, donde, por ejemplo, dos estados diferentes se unen. Y si existe el concepto de la frontera, del borde, entonces dos objetos diferentes no son solamente separados, sino también unidos. Como lo verdadero y lo falso. Un ejemplo es párergon, un puente. Cuando no tenemos argumentos para explicar un concepto complicado, buscamos los ejemplos. “Así los ejemplos son las ruedas de la facultad de juzgar y quien carece de talento natural no podría prescindir de ellas” (Derridag : 89). Kant tenía muchas antinomias; definitivamente, dice Derrida, no pudo superar el abismo entre el objeto y el sujeto, el puente entre ellos nunca fue colocado; sin embargo sujeto y objeto existen realmente, el objeto todavía no se ha convertido en el fantasma del sujeto. También existe el abismo entre la razón y el sentimiento, y por eso las sensaciones de color pueden ser solamente un suplemento externo del dibujo que es más cercano a la actividad racional que el color. Por eso tiene Kant que recurrir frecuentemente a los ejemplos. Sin embargo las ruedas no reemplazan el juicio; son prótesis que no reemplazan nada, son párerga. Con todo esto, ¿qué quiere decir Derrida cuando analiza esas “migajas” kantianas? Porque no se trata de problemas centrales de su estética. Él no dice nada, evita cualquier resumen general. La prudencia, así como la delicadeza en la manera de tratar los problemas globales y metafísicos, son principios de deconstrucción. Y es comprensible, porque “la niebla ideológica” es tan espesa, que cualquier palabra pronunciada en esa atmósfera puede sonar falsa. 4 Es uno de los métodos favoritos del filósofo: muchas páginas de sus obras se convierten en la citación aburrida de los diccionarios. Aunque en el caso nuestro el análisis de la palabra “el borde” es más divertido que abrumador: “Si quisiéramos jugar un poco con etimología –por amor a la poética–, dice, nos remitiría a alto alemán bort. La borda, rigurosamente hablando, una plancha; y la etimología permite aprehender el encajamiento de las significaciones. La primera es la de borda de un navío, es decir, una construcción de planchas; luego, por metonimia, lo que bordea… Burdel tiene la misma etimología, una pequeña cabaña de madera”, etc. (Derridag : 65). 19 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 En esta situación resulta mejor callarse. Y eso es lo que hace: aunque la postmodernidad parece “habladora”, la cantidad de sus palabras es más “silenciosa” que la ausencia de cualquier palabra. Tal es el caso de Derrida, quien, con una sola palabra kantiana, párergon, produce un capítulo amplio de comentarios5 . Pero con todo esto no dice nada sobre “la verdad en pintura”. La respuesta a esta pregunta no existe, no existe la verdad, “ninguna cosa es conocida en sentido estricto”. Sus reflexiones no pretenden ser más que un “suplemento”. No es un cuadro objetivo del mundo, tampoco es su interpretación. Es algo que limita con la verdad; con lo cual “la frontera”, ni se une, ni se separa de la “verdad objetiva”, sino que existe entre la verdad y la mentira. En muchas ocasiones Derrida resalta el carácter creativo-inventivo de la deconstrucción, o sea, prácticamente la asimila con lo que la estética clásica llamaba la creación artística. “La deconstrucción es inventiva o simplemente no existe”, “la única invención posible es la invención de lo imposible. Esa es la paradoja de la deconstrucción” (Derridah: 59). Este principio lo considera especialmente importante para la esfera artística, asociada con la invención de los nuevos lenguajes, géneros y estilos artísticos. Parece que la deconstrucción repite el proceso de la construcción y destrucción de la Torre de Babel, cuyo resultado es la desaparición de lo que pudo haber sido un lenguaje artístico universal, la confusión de los diferentes lenguajes, géneros, estilos de la literatura, la arquitectura, la pintura, del teatro, del cine; la aniquilación de las fronteras entre ellos. A decir verdad, los rasgos principales del arte actual son rasgos característicos de la deconstrucción, tales como la ironía, la mezcla de fragmentos, de estilos, de citas, de estereotipos del pensamiento artístico de todos los tiempos y pueblos, el eclecticismo consciente que no le permite al lenguaje artístico “marchitarse”, atrofiarse en el desacompañamiento, asfixiarse en el “corsé” del sentido, y el rechazo de la mimesis, es decir, la exclusión del significado desde la “comunicación” artística, su tradición conocida como “el absurdo”, su componente lúdico y ambiguo. Hablando sobre la relación entre la deconstrucción y el arte, se puede mencionar que, en 1984, el arquitecto Bernard Tschumi invitó a Derrida a colaborar en el diseño de una sección del Parc de la Villete en Francia. Este caso, una vez más, vislumbró la relación que existe entre cierto tipo de pensamiento teórico y el modo de concebir el espacio arquitectónico. El deconstructivismo como estilo arquitec5 Un comentario semejante sobre el particular lo podemos encontrar en P. Strathern: Derrida “añadió a su traducción del Origen de la geometría, de Edmund Husserl, una introducción del tamaño de un libro, que empequeñeció el trabajo de Husserl, que tenía la longitud de un ensayo” (Strathern: 19). 20 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES tónico contemporáneo, atribuido a finales de la década de 1980 a diversos arquitectos estadounidenses y europeos, también debe su nombre y legitimación filosófica a la deconstrucción ilustrada por los trabajos de Derrida. Entre otros efectos producidos por la deconstrucción podemos también mencionar la estetización del lenguaje y la estetización sustancial de la filosofía, así como la utilización de la experiencia artística para la ampliación de los recursos de la nueva tradición filosófica europea: “la práctica de la deconstrucción niega a los textos teóricos su aparente contenido cognoscitivo, reduciéndolos a un conjunto de recursos retóricos, y al hacerlo borra toda diferencia entre ellos y los textos explícitamente literarios” (Habermas: 229). Esta eliminación de la distinción entre filosofía y literatura conduce a Derrida a escribir algunos libros que, con su estilo irónico y elusivo, su interminable desenvolvimiento de los significados de las palabras y su absorción reflexiva al exponer su propia naturaleza retórica, sólo se asemejan a las obras de arte modernistas (ver: Callinicos: 141). Con esto, como dice J. Baudrillard, “el arte se ha realizado hoy en todas partes… La estetización del mundo es total…” (Baudrillard: 11). Finalmente, a manera de síntesis, podemos decir que la deconstrucción derridiana tal vez no tiene mucho que ver con claridad de un razonamiento filosófico, sino que mas bien cuestiona la posibilidad de la filosofía misma, y con esto los fundamentos de todo conocimiento (cf. Strathern: 22-23). Derrida –dice Jim Powell– ha sido considerado por algunos el filósofo más importante del siglo XX. Desafortunadamente nadie está seguro de si el movimiento intelectual que engendró –la deconstrucción– hizo avanzar la filosofía, o si la asesinó. (Strathern: 95) No obstante, podemos estar seguros de que la deconstrucción, como método creativo de interpretación y producción de textos artísticos, encaja muy bien en el ámbito del arte y de la literatura. Y eso la convierte en una categoría central de la estética actual, que se halla en un proceso de búsqueda permanente de un adecuado aparato categorial para expresar la nueva realidad, que no tiene análogos históricos en lo que antes llamaban arte, estética y cultura. La elaboración de este concepto nos permitirá entrar en el código de muchas obras artísticas contemporáneas, que vienen a representarse ellas mismas como actividades autorreflexivas, casi críticas, y donde el espacio entre arte y teoría del arte es cada vez más incierto (especialmente en las diversas formas de arte conceptual o performance art). Actualmente las obras de arte no son sólo objetos para el goce visual y el juicio crítico, sino también son repositorios para ideas que 21 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 reverberan. Esta característica del arte actual es tal vez la que provoca el rechazo generalizado hacia sus proyectos “elitistas”, tan poco comprensibles por el público en general, y que, gracias al discurso estético, pueden convertirse en obras enriquecedoras.

 

 

 

 

Toca despedirme la cuestión  es muy simple si puedes pasar de la dialéctica de Hegel a la desconstrucion para volver a la dialéctica de Hegel tendrás una transferencia

Dialéctica 1 →Deconstrucción 0→ Transferencia 10

 

Si puedes volver  de la deconstrucción a la dialéctica de Hegel para regresar a la deconstrucción tienes una retransferencia

Retransferencia  01 ← Dialéctica 1 ← Deconstrución 0

 

Más si quieres imponer tu transferencia o tu retransferencia sin negarte a ti mismo mueres:

1→0→10     (1 0 1 0 1 0)     01←1←0

Como lo que ocurre en todo este tiempo posmoderno de pos verdad donde todo es un mal chiste así el mundo se está  quemando y a todos les parece una broma, no lo es Tiago, no lo es, a ti te digo Talita kumi.

     


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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