0 0 1→←1
Una vez sucedió que en un teatro se declaró un incendio tras bastidores. El payaso
salió al proscenio para dar la noticia
al público. Pero este creyó que se
trataba de un chiste y aplaudió con
ganas. El payaso repitió la noticia y
los aplausos eran todavía más jubilosos. Así creo yo que perecerá el mundo, en
medio del júbilo general del respetable que pensara que se trata de un chiste.
Soren Kierkegaard, Diapsálmata
Sobrino amado te regalo este conocimiento de la muerte
espiritual para que no malogres tu vida cuando la estés cocinando y para que
ayudes a mi hija y a tu hermana y hermano a no malograr la suya, cocinar el espíritu
es sumamente delicado y siempre las cosas se nos mueren pero el espíritu resucita,
el misterio de la resurrección, no es otro que el misterio pascual del que
tanto he escrito y en el que se basan todos mis escritos pero el misterio de la
muerte es algo en lo que reflexiono permanente, siendo la clave de la vida la
transferencia, la muerte es cuando justamente esta no se da:
Pero él le respondió:
"Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre". Jesús le replicó:
"Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de
Dios".
He escrito muchos
obre la transferencia pero la clave es dialéctica, para transferir tenemos que
negarnos a nosotros mismos:
Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. 25 Porque todo el que quiera salvar su
vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.
Una vez no nos neguemos a nosotros para abrirnos al otro
surge la lógica de dominio
A 1 →← 1B
Esta es una contra transferencia se arma el conflicto, y lo
que quiero es dominar al otro y entonces se produce la muerte espiritual
A 0
0 B
Ya no hay transferencia, tanto el dominador como el dominado
mueren, ahora habrá un código algorítmico
A 0 →(1 0 1 0 1 0) 0 B
Estás son instrucciones para configurar el sistema, más ya
no me transfiero a mí mismo, que no es
otra cosa que transferir al ser, que es transferiría a Dios ,que es transferir
amor, como cuando estamos entre hermanos, en familia y es
que no vemos al otro como hermano sino como un dominado no un igual.
Profundiza Tiago te he escogido tres textos sobre estética para
que puedas reconocer la muerte espiritual en tu comida, el primero te enseñara
la mediocridad espiritual, el segundo el ser y el tercero el no ser, es
importante que comprendas que el no ser no implica la muerte espiritual al contrario el no ser es vida, pero si yo me
quedo en el no ser o si me quedo en el ser sin invertirme sin convertirme ,
muero es decir dejo de transferirme y quedo atrapado en un sistema que no es
otra cosa que un bucle transferencial que no puedo traspasar
1
→←1 0 → (1
0 1 0 1 0) 0 1→←1 0 → (1
0 1 0 1 0) 0 1 →←1 0 →
(1 0 1 0 1 0) 0
ESTÉTICA KANTIANA DESPUÉS DEL FIN DEL ARTE. LA VIGENCIA DEL
FORMALISMO KANTIANO EN EL CONCEPTUALISMO CONTEMPORÁNEO George Clarke1 Resumen
Discute la problemática vigencia del formalismo de la estética de Kant en el
arte contemporáneo, en gran parte dominado por el conceptualismo. Aborda la
discusión sobre aquello que define el carácter artístico de un objeto: la forma
o el concepto. Señala que la pretensión de que el arte debe ser bello ―un
derivado del formalismo clásico― ha quedado sin efecto a partir del siglo XX,
lo que debilita el carácter puramente sensualista de la obra de arte y obliga a
revisar el rol protagónico de la tradición formalista. El debate se centra
principalmente en el contraste entre la estética kantiana y la de Arthur Danto.
Palabras clave: formalismo, conceptualismo, estética kantiana, crítica de arte
Introducción En los tiempos de Immanuel Kant el arte era esencialmente
formalista y, además, era bello. A finales del siglo XVIII resultaba difícil
concebir un arte sin belleza y por eso Kant pudo construir su sistema estético
asumiendo que el arte y la belleza eran realidades inseparables. Al respecto,
una de las preguntas de fondo que merodean al arte contemporáneo es la
siguiente: ¿es la belleza aún una parte esencial del arte? El filósofo del arte
Arthur Danto respondió negativamente a dicha pregunta y, en consecuencia, ahora
nos corresponde investigar hasta qué punto la estética de Kant es aún vigente
en un mundo habitado por obras de arte sin belleza y donde gran parte del valor
artístico radica en el concepto. Si el arte conceptual sostiene que el aspecto
más importante de una obra de arte es su concepto, el juicio estético kantiano
resulta impracticable y, al mismo tiempo, el formalismo puro no permitiría la
aceptación de los readymades como objetos artísticos. Si bien Danto afirma que
los aspectos perceptivos ya no forman parte de la definición del arte, la forma
se convertirá en una metáfora para un significado que el observador deberá
completar. La forma entonces ya no es un fin en sí misma, sino que es el
vehículo para la captación 1 Docente a tiempo completo en la Facultad de Arte
y Diseño de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es miembro del Grupo
de Investigación en Arte y Estética (GAE-PUCP). gclarke69@yahoo.com 45 A &
D : N. º 6 - 2019 del concepto. Kant consideraba que el arte debía ser bello, imitando
de este modo a la naturaleza; mientras que Danto nos advierte que el arte
moderno ya no requiere belleza. Existen obras feas que son arte. El arte feo no
puede ser evaluado empleando el juicio estético, porque este presupone que lo
juzgado es bello. Por otra parte, varios críticos modernos consideraban que la
comprensión de un arte nuevo conducía al reconocimiento de su belleza, lo que
refuerza las premisas del formalismo kantiano. Sin embargo, la teoría kantiana
sí goza de cierta vigencia cuando comparamos el concepto de ideas estéticas con
la teoría del significado encarnado de Danto. Por vías distintas podemos llegar
a un resultado bastante similar. La presunción de que el arte debe ser bello
está íntimamente relacionada con la contemplación estética y esta se asocia a
la idea de que el arte debe ser inútil (no instrumental). Una vez que hemos
asumido que la obra de arte es inútil, no tenemos otra opción que contemplarla
y, en el caso de Kant, contemplar su belleza formal. 1. El juicio estético kantiano
En la Crítica de la facultad de juzgar, en la sección titulada Analítica de lo
bello, Kant señala que los juicios estéticos son juicios autónomos, no se basan
en conceptos o razones, por eso afirma que los juicios estéticos son
desinteresados: “El juicio de gusto es solamente contemplativo, es decir, es un
juicio que, indiferente a la existencia de un objeto, sólo mantiene unidos la
índole de éste con el sentimiento de placer y displacer” (Kant, 1992, pp.
126-127). Es un juicio autónomo, porque es un juicio sobre el sentimiento que
nos genera una representación. El juicio estético no se realiza sobre las
cualidades objetivas del objeto, solo nos dice cómo su representación nos
afecta. Esta distinción es importante, pues en la estética contemporánea se suele
hablar de las propiedades estéticas de los objetos como si nos refiriésemos a
su forma y apariencia. Para Kant, el juicio estético solo describe el
sentimiento que los objetos generan en el sujeto y se realiza de manera
inmediata sobre la forma del objeto, por eso se habla de formalismo kantiano
(“En todo arte bello lo esencial consiste en la forma”). Pero también es
universal, porque actúa como si fuese objetivo, aunque es subjetivo, porque el
sujeto afectado exige que los demás compartan su juicio, aunque fácticamente no
lo hagan. El juicio estético es universal e intersubjetivo porque no se basa en
conceptos ni interés privado. Si bien todo objeto artístico contiene conceptos
que lo hacen posible, en el juicio de gusto, dicho concepto debe permanecer
indeterminado y dicha indeterminación debe garantizar el carácter universal del
juicio, aunque esto no se realice en la práctica: “El juicio de gusto postula
una voz universal en la complacencia; Estética kantiana después del fin del
arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo
George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 46 (Fig. 1) (Fig. 2) (Fig. 1) George
Romney, Retrato de Lady Hamilton, 1782 (Fig. 2) Andy Warhol, Brillo box, 1964
Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano
en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 47 A & D : N. º 6 - 2019
sólo se postula la posibilidad de esta universalidad. El mismo juicio de gusto
no postula el acuerdo de todos” (Kant, 1992, p. 132). Esta universalidad debe
presuponer la existencia de un sentido común (sensus communis) compartido por
todos los seres racionales y este sentido común está basado en el libre juego
de la imaginación y el entendimiento. Para Kant, el arte debe dar “muestras de
naturaleza” y la naturaleza es esencialmente bella. Por eso, Kant considera que
el arte debe ser bello (De Duve, 1998, p. 304) (Fig. 1) y al igual que los
productos naturales, el concepto de la obra de arte debe permanecer
indeterminado. Recordemos que Kant vivió entre el neoclasicismo y el
romanticismo, dos corrientes que remarcaban la belleza de la naturaleza: “Una
belleza natural es una cosa bella: la belleza artística es una bella
representación de una cosa” (Kant, 1992, § 48). 2. Formalismo versus
conceptualismo El juicio estético, en términos kantianos, se realiza a partir
de la forma de un objeto bello sin tomar en cuenta su concepto o finalidad. El
problema surge al aplicar esta fórmula al arte contemporáneo, en particular, al
arte conceptual y pop que aparecieron en la década de 1960. Recordemos que el
arte conceptual fue revolucionario no solo por el tipo de arte que propuso,
sino porque quiso redefinir el arte como tal: El arte conceptual no es solo un
tipo particular de arte en el sentido de otra especificación más de un genus
existente, sino que se trata de un intento de redefinir de forma fundamental el
arte como tal, de transformar su genus: un intento de transformar la relación
entre lo sensual y lo conceptual dentro de la ontología de la obra de arte que cuestiona
la definición de ésta como objeto de una experiencia específicamente «estética»
(es decir, «no conceptual») o fundamentalmente visual. El arte conceptual
supuso un ataque al objeto artístico como sede de la mirada. (Osborne, 2010,
pp. 80-81) Para una gran parte del arte contemporáneo la belleza ya no es un
aspecto importante, mientras que el concepto es el protagonista principal.
Tomemos como ejemplo las famosas Brillo box que Andy Warhol expuso en la
muestra The American supermarket en Nueva York en 1964 (Fig. 2). Dichas
esculturas no son particularmente bellas y su producción radica en imitar las
cajas que se venden en los supermercados. La obra induce a una reflexión sobre
el consumismo moderno; pero si ignoramos el concepto y solo contemplamos su
forma, como haría Kant, la obra no tendría valor. Esta exposición en particular
captó la atención de Arthur Danto, quien entendió Estética kantiana después del
fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo
contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 48 que detrás de las
cajas de Warhol yacía la siguiente pregunta: ¿qué distingue un objeto artístico
de un objeto común? La pregunta solo tiene sentido en una época en que la
apariencia de la obra de arte ya no puede distinguirse de los objetos reales.
Obviamente, tal pregunta fue impensable en los tiempos de Kant, pero a partir
del arte contemporáneo dicha pregunta es inevitable y su respuesta conlleva una
problemática compleja, que Danto abordó proponiendo teorías que ahora son esenciales
para la estética contemporánea. La teoría del fin del arte es una parte
inseparable de la respuesta a las revolucionarias cajas de Warhol. Según Danto,
el arte como relato lineal llega a su fin en la década de 1960 con la aparición
del arte pop y conceptual (2012, p. 66). En la era de las vanguardias, cada
movimiento se distinguía por ir acompañado de un manifiesto que intentaba
definir lo que el arte debía ser; cada vanguardia negaba la definición
anterior, lo que creaba una especie de evolución lineal. Pero la posmodernidad
ya no admite definiciones, ya no se puede decir que determinado lenguaje no es
arte. En lo que Danto llama la “era poshistórica”, cualquier cosa puede ser
arte. El arte como relato llega a su fin porque ya no hay un rumbo definido
hacia dónde avanzar; da lo mismo ir para adelante o para atrás, ninguna forma
de arte será mejor o más válida que otra. Hasta antes de la aparición del arte
conceptual, la historia transcurría por periodos de estabilidad artística. Se
podía identificar a las obras de arte de modo inductivo, lo que nos hacía
pensar que existía una definición del arte, cuando en realidad solo había una
generalización accidental. Las obras de arte eran tales porque se adecuaban a
los parámetros culturales de su tiempo (Danto, 2002, p. 104). Lo que se
consideraba como arte terminaba en el límite de lo que era concebible en su
tiempo, de forma análoga a la famosa sentencia de Wittgenstein cuando sostiene
que “«los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Cada época tiene
su propia estabilidad artística que luego es ampliada y desplazada por la
siguiente. En los tiempos de estabilidad artística, las obras de arte comparten
ciertas propiedades comunes; pero actualmente cualquier cosa puede convertirse
en arte, lo que implica que ya no existen propiedades distinguibles propias del
arte contemporáneo. Una de las características más importantes de este cambio
es que el arte hace un giro hacia la filosofía. Discute su propia naturaleza,
alcanza una autoconciencia ontológica (Danto, 2002, p. 96). Esto era algo
impensable en el arte moderno, la obra de arte era cuestionada como objeto por
un sujeto externo y no era posible que la obra se cuestionara a sí misma como
obra de arte. Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del
formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 49 A &
D : N. º 6 - 2019 El caso de los indiscernibles (obras de arte cuya apariencia
no puede distinguirse de los objetos reales) trajo consigo una miríada de
preguntas filosóficas. La primera era por qué un objeto industrial, cuya forma
y material es idéntico a un objeto real, puede ser considerado una obra de arte
y, si lo es, qué significa. ¿Qué ha cambiado en ese objeto para recibir un
trato distinto? En sentido estricto, estas preguntas ya podían haberse
formulado en los tiempos de los readymades duchampianos, pero si no se hicieron
fue porque el mundo del arte aún no estaba preparado para hacerlas. Los gestos
de Duchamp fueron tomados como provocaciones y travesuras, más que como una
verdadera revolución estética. No es casualidad que sus readymades no fueran
imitados por otros artistas coetáneos, además de ser objeto de estudio recién
décadas después de su presentación. Desde esta perspectiva, el readymade fue
literalmente un arte fuera de su tiempo. Para empezar, como todas las obras de
arte, goza de un estatus ontológico distinto de los objetos reales. En este
sentido, las obras de arte son irreales, lo que significa que el objeto de arte
goza de cierta irrealidad que le permite ser tal y ser contemplado o percibido
estéticamente. Hay entre el espectador y lo contemplado una relación tácita, un
juego o simulacro de que lo visto existe en una dimensión teatral, es decir,
que perceptiblemente se parece a lo real, pero no lo es. La misma actitud es la
que permite que los readymades puedan ser percibidos como arte. El problema
surge cuando nos encontramos con un readymade sin saber que es una obra de
arte; entonces, lo más probable es que lo tratemos como un objeto real. Para
evitar esta conducta, primero tendríamos que saber que tal objeto es arte y
solo después podríamos preguntarnos por qué. 3. Apariencia e interpretación
Danto afirma que las cualidades perceptivas de una obra ya no pertenecen a la
definición del arte porque los objetos indiscernibles así lo demuestran (2002:
57). Si la forma, siguiendo la estética de Kant, determina la naturaleza
artística de un readymade ―por ejemplo, el Botellero de Duchamp― todos los
demás botelleros que se venden en las tiendas también deberían ser considerados
como arte. Evidentemente esto no sucede, lo cual nos obliga a concluir que la
forma no determina al objeto de arte. Además, Danto sostiene que la obra de
arte contiene un “significado encarnado” (embodied meaning) (2013, p. 37) y se
atreve a proponer una definición del arte: “Una obra de arte es tal cuando
tiene un significado y cuando este se encuentra encarnado materialmente en la
obra” (2013, p. 149). El objeto artístico pertenece a un “mundo de arte”, una
teoría que le da sentido. Una teoría del arte se refiere a que la obra nunca se
crea Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo
kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 -
2019 50 de forma aislada; tiene detrás un contexto, un trasfondo cultural e
histórico, códigos y parámetros que son conocidos y compartidos por el artista
y el observador (1964, pp. 571-584). La interpretación es también un aspecto
indispensable para entender una obra de arte. Según Danto, toda obra de arte
tiene la voluntad de producir algún tipo de reacción o efecto en el observador.
En este sentido, todo arte sería retórico. La obra de arte, a diferencia de los
objetos comunes, contiene una metáfora que debe ser interpretada por el
observador (2002, p. 247). Las obras de arte nunca se ven de manera neutral:
“Buscar una descripción neutral es ver la obra como un objeto, y no, por lo
tanto, como obra de arte: la necesidad de la interpretación es inherente al
concepto de arte” (2002, p. 184). Con respecto a la interpretación de la obra,
Danto se remite a la noción aristotélica de entimema desarrollada en la
Retórica. Un entimema es un silogismo truncado que omite la conclusión o una de
las premisas. El observador debe “llenar” la parte faltante para completar el
significado de la obra (Aristóteles, 2002. p. 1357a). La metáfora de la obra de
arte, entonces, se descifra como un entimema: mientras que el objeto real solo
es lo que es, la obra de arte contiene además una metáfora. Esto explicaría por
qué, en el caso de los indiscernibles, la obra de arte se puede distinguir como
tal; pero esta lectura debe ser de contenido e intención, no debe ser
perceptiva. Sin embargo, para que esta interpretación sea efectiva, debe
hacerse de acuerdo con los conceptos y parámetros que el artista utilizó en su
época, por lo tanto, la interpretación requiere un trabajo previo de
hermenéutica. Contrariamente, si empleamos el formalismo kantiano, la
apariencia ―belleza― de una obra debería poder apreciarse en cualquier época, de
manera atemporal, puesto que esta apreciación se realiza libre de conceptos.
Esto quiere decir que Kant presupone que la belleza es un concepto
trascendental y ahistórico; la estética kantiana permite la contemplación del
arte bello de manera autónoma y absoluta. Según Danto, el crítico de la
modernidad Clement Greenberg tuvo serios problemas cuando quiso evaluar el arte
pop y conceptual utilizando herramientas kantianas. Greenberg basaba sus
evaluaciones en dos dogmas kantianos: el primer dogma es la autonomía del ojo
entrenado para reconocer la calidad del arte sin basarse en reglas
determinadas, es decir “la calidad del arte no puede ser ni investigada ni
probada por la lógica o el discurso” (Danto, 2012, p. 102); el segundo dogma se
basa en el sensus communis (explicado anteriormente), que permite la
intersubjetividad universal del juicio estético, que a su vez garantiza su
desinterés. Esto permitió Estética kantiana después del fin del arte. La
vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George
Clarke 51 A & D : N. º 6 - 2019 que Greenberg declare que es posible
reconocer lo bueno en el arte independientemente de su entorno histórico y
cultural (1979, p. 20). Una obra de arte debía evidenciar su calidad
primeramente a través de su forma; el concepto era algo posterior que no
definía su carácter artístico. El arte abstracto era para Greenberg la
materialización del juicio estético sin conceptos y consideraba a Jackson
Pollock como su máximo exponente (Fig. 3). Este arte permitía emitir juicios
estéticos libres de contaminación conceptual, pues en este caso la forma era la
obra en sí y el carácter tardío del concepto ―en caso existiese― no eclipsaba
el juicio de gusto: Lo que importa entonces para el juicio de gusto, tanto en
la obra de arte como en el objeto natural declarado bello, es su mera forma.
Los contenidos pueden ser simbólicos o materiales: el acontecimiento que se
narra, o los colores que iluminan la traza. Ahora bien, ese contenido,
absolutamente contingente para el juicio de gusto, puede tornarse
significativo, como es el caso en cierta pintura, si se vuelve pura forma. La
“obra de arte ideal” es pues, aquel objeto que no remite a nada distinto de sí,
pues no tiene contenido, o si se quiere, su contenido es su propia forma; el
eventual placer que la representación de un objeto tal suscite será entonces
independiente de motivos distintos a la mera reflexión sobre su forma. (Parra,
1991, p. 242) Pero la llegada del arte pop y conceptual significó un quiebre
infranqueable para el crítico. Era difícil para Greenberg encontrar belleza en
objetos vulgares y cotidianos, admitir la desmitificación del arte como
ontológicamente particular (1979, p. 23) o algo incluso peor: reconocer que la
belleza formal ya no es un atributo imprescindible del arte, aunque esto ya
fuera planteado por primera vez en 1913 con el primer readymade de Duchamp. Por
su parte, el artista conceptual Joseph Kosuth, en su célebre manifiesto Art
after philosophy, critica el formalismo porque tal apreciación implica un
concepto a priori de lo que el arte debe ser, lo que impide el cuestionamiento
de su naturaleza. “Cuestionar la naturaleza del arte” significa agregar nuevas
proposiciones de lo que debiera o pudiera ser (1999, pp. 163-164). 4. El arte
bello No es casualidad que actualmente nos referimos a las bellas artes como
artes plásticas o artes visuales. Pareciera que nos sentimos incómodos
considerar a las artes como bellas por su definición semántica (en inglés, la
expresión fine arts puede en parte eludir el problema). Debemos admitir que el
adjetivo ‘bello’ ha dejado de Estética kantiana después del fin del arte. La
vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George
Clarke A & D : N. º 6 - 2019 52 (Fig. 3) (Fig. 4) (Fig. 3) Jackson Pollock,
Number 1, 1948 (Fig. 4) Henri Matisse, Madame Matisse, 1913 Estética kantiana
después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el
conceptualismo contemporáneo George Clarke 53 A & D : N. º 6 - 2019 usarse
en el arte contemporáneo y también en gran parte del arte del siglo XX. Para
Kant, el arte “debe dar muestras de naturaleza” (§ 45) y la naturaleza es bella
(Figura 3). En el parágrafo 48 afirma: “Una belleza natural es una cosa bella;
la belleza artística es una bella representación de una cosa”. El arte
entonces, según Kant, puede incluso representar cosas feas y desagradables de
la naturaleza, pero siempre lo hace bellamente; lo único que no puede
representar bellamente es lo que da asco: El arte bello muestra precisamente su
eminencia en que describe bellamente cosas que en la naturaleza serían feas o
desplacientes. Las furias, las enfermedades, las devastaciones de la guerra y
las cosas de esa índole pueden ser descritas, como nocividades, muy bellamente,
e incluso representadas en pinturas; sólo una especie de fealdad no puede ser
representada en conformidad con la naturaleza sin echar por tierra toda
complacencia estética y, con ello, la belleza artística: es la fealdad que
inspira asco. (§ 48) Para Danto, como hemos visto, la belleza ya no forma parte
de la definición del arte (2008, p. 65). Hace décadas que dejó de hacerlo.
Ahora existe un arte indudablemente feo. Pero sigue siendo arte. Además, la
respuesta estética no sirve para distinguir a las obras de arte, porque igualmente
podemos adoptar una actitud estética hacia objetos que no son arte (2002, p.
140). Sin duda alguna, existe belleza sin arte. Sin embargo, es importante
subrayar que el conocimiento de que algo es arte ya nos predispone a una
respuesta estética, lo que sugiere que estamos habituados a esperar que aquello
que se nos señala como arte probablemente deba ser bello o, al menos, debería
aspirar a serlo. Históricamente, gran parte del arte ha generado una
experiencia estética en el espectador, porque dicho arte era bello, pero desde
que existen obras de arte que no son bellas no podemos utilizar la experiencia
estética (entendida como la contemplación de lo bello) como un criterio válido
para distinguir el arte de los objetos reales. Esto significa que debemos buscar
otros criterios que vayan más allá de los aspectos puramente formales y
perceptivos. Entonces, desde la postura kantiana, si el arte no es bello no se
pueden emitir juicios estéticos; los juicios que se emiten sobre un arte que no
es bello deberían ser juicios de lo agradable, que son privados Estética
kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo kantiano en el
conceptualismo contemporáneo George Clarke A & D : N. º 6 - 2019 54 y
subjetivos2 . Con esta aproximación no se podría sostener la universalidad del
juicio estético. Por otra parte, si asumimos que los juicios sobre el arte
contemporáneo son privados, esto, según la estructura kantiana, explicaría la
diferencia de opiniones entre los observadores que juzgan dicho arte. La ausencia
de belleza en el arte no es algo exclusivo de la posmodernidad; gran parte del
arte moderno ya era un arte libre de belleza. En 1910, el crítico Roger Fry
organizó una exposición de posimpresionistas que incluyó a artistas como Manet,
Cézanne, Gauguin y Matisse (Fig. 4). El público rechazó las obras
calificándolas de feas y de mal gusto; Fry respondió afirmando que “toda nueva
obra de diseño creativo es fea hasta que se torna hermosa”. Sostenía que la
obra de arte solo es fea cuando no se entiende. Al momento de entenderlas
descubrimos que son bellas (Danto, 2002, p. 160). Esta forma de pensar sigue el
planteamiento kantiano, considerando que el buen arte debe ser bello, por más
que su forma pareciera decir lo contrario. Por su parte, Greenberg decía que todo
arte profundamente original inicialmente se percibe como feo. Lo curioso es que
estas afirmaciones sostienen que el arte novedoso solo se acepta cuando es
considerado bello, aunque formalmente no lo es, o al menos no se adecúa a los
cánones normales de belleza. Para aceptar algo como arte debemos forzar nuestro
gusto estético hasta considerar que el objeto evaluado es bello. Estamos
diciendo, involuntariamente, que el objeto es artístico porque es bello, aunque
tal vez no sentimos que lo sea. Ante esta contradicción, Danto nos dice que
podemos perfectamente considerar algo como arte sin forzar nuestro gusto;
podemos admirar lo feo artísticamente. 5. Ideas estéticas y significados
encarnados En lo que Kant puede tener aún plena vigencia es en su concepto de
ideas estéticas. La obra de arte, explica Kant, es la contraparte sensible de
una idea racional (concepto). Aunque necesariamente toda obra de arte parte de
un concepto que la genera y determina, como ya hemos visto, esta idea debe
permanecer indeterminada. El concepto, entonces, solo debe ignorarse en el
momento del juicio estético sobre la forma del objeto, pero en un segundo
momento, como veremos más adelante, puede ser tomado en cuenta por el 2
Recordemos que Kant distingue entre juicios de lo agradable, juicios de lo
bueno y juicios estéticos o de gusto. El primero es un juicio privado, basado
en la sensación subjetiva y, por lo tanto, no requiere ni pretende consenso con
los juicios de otros sujetos; los juicios sobre lo bueno están siempre sujetos
a un interés y una finalidad: una cosa es buena para un fin determinado y para
saber la finalidad de un objeto hay que saber qué cosa es; depende de
conceptos. Los juicios estéticos, en cambio, son juicios autónomos, no se basan
en conceptos o razones, por eso se dice que los juicios estéticos son
desinteresados. Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del
formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 55 A &
D : N. º 6 - 2019 observador. El artista expresa una idea estética de manera
sensible a través de la forma, pero nunca logra representarla plenamente por
ser de naturaleza distinta; la idea es intangible, mientras que la forma es
material. La obra de arte contiene en su forma atributos de la idea estética.
Kant los llama “atributos estéticos”; estos nos hacen pensar en la idea
estética, pero no la representan de modo sensible por un problema de
incompatibilidad ontológica: “[…] bajo idea estética entiendo aquella
representación de la imaginación que da ocasión a mucho pensar, sin que pueda
serle adecuado, empero, ningún pensamiento determinado, es decir, ningún
concepto, a la cual, en consecuencia, ningún lenguaje puede plenamente alcanzar
ni hacer comprensible” (§ 49). Según Diarmuid Costello, es en el concepto de ideas
estéticas donde Kant y Danto logran coincidir. La definición dantiana de la
obra de arte como portadora de un significado encarnado puede relacionarse con
las ideas estéticas de Kant (2012, p. 154). Para Danto, la forma de la obra
contiene una metáfora que debe ser completada por el observador (a modo de
entimema aristotélico); esta metáfora podría equipararse a las ideas estéticas
kantianas que la forma de la obra también debe sugerir. Es decir, utilizando
vías distintas se puede llegar al mismo resultado. Tras este análisis podemos
deducir que, a pesar de que Danto sostiene que las cualidades perceptivas ya no
son esenciales a la definición de la obra de arte, sí son imprescindibles para
leer la metáfora de la obra. Vale decir, que para entender el concepto es
necesario descifrar la forma. Como conclusión podemos afirmar que, en este
sentido, la forma ―mas no la belleza― sigue siendo una parte irreemplazable de
la definición del arte. En los parágrafos 51, 52 y 53, Kant esboza una breve
clasificación de las artes. Curiosamente, coloca a la poesía en primer lugar,
porque es el arte que mejor expresa las ideas estéticas a través del lenguaje,
el mejor vehículo para la comunicación. Después de la poesía siguen la música y
la pintura. Es interesante remarcar que al igual que la poesía, la música es
también un arte inmaterial. En mi opinión, si el criterio más importante que
usa Kant para jerarquizar a las bellas artes es el lenguaje, entonces el arte
conceptual, que también utiliza el lenguaje como elemento comunicador, podría
ser aceptado por la jerarquía estética kantiana. Obviamente, tal arte no
existía ni era pensable en los tiempos de Kant, pero podemos deducir que, al
menos con este criterio, el arte conceptual sí sería admisible. Cuando Donald
Crawford sostiene que toda obra de arte, menos tal vez el arte conceptual,
tiene una superficie estética y que el juicio estético se hace sobre dicha
superficie, está mencionando la Estética kantiana después del fin del arte. La
vigencia del formalismo kantiano en el conceptualismo contemporáneo George
Clarke A & D : N. º 6 - 2019 56 tradicional incompatibilidad del arte
conceptual con el formalismo kantiano3 . Crawford está considerando como
cualidad superficial solo a las obras que tienen materialidad, por eso el arte
conceptual que se realiza con el lenguaje quedaría excluido. En este sentido,
Kant se muestra mucho más contemporáneo al incluir a la poesía y a la música
dentro de aquellas artes cuya inmaterialidad pueden expresar ideas estéticas.
Conclusiones 1. En gran parte, el formalismo kantiano resulta inadecuado para
evaluar el arte contemporáneo, en el que el concepto suele ser el elemento más
importante de la obra. Asimismo, como demuestra la existencia de los
readymades, la forma ya no es un rasgo indispensable en la lectura de la obra
del arte. El objeto artístico ya no puede ser identificado exclusivamente por
su apariencia. Sin embargo, la lectura de la “metáfora encarnada” dentro del
objeto, formulada por Danto, requiere alguna forma que la sustente. Es decir,
la interpretación de la obra siempre se realiza de algún modo u otro a partir
de la forma, ya sea esta física o inmaterial. Por lo tanto, la presencia de la
forma nunca desaparece del todo, ni siquiera en las obras conceptuales más
puras, aquellas basadas en el lenguaje, pues el lenguaje es también una forma
que da sentido a un concepto. Asimismo, el arte conceptual que emplea el
lenguaje como forma posiblemente hubiese podido ser admitido por Kant, ya que,
al igual que la poesía, es un arte que transfiere de manera óptima las ideas
estéticas de la obra. 2. El formalismo kantiano presumía que el arte debía ser
bello y por eso era posible un juicio estético basado solo en la forma (bella)
del objeto artístico. Ahora existe un arte feo. Esto supone una profunda
revolución de los criterios tradicionales que consideraban lo que debía ser el
arte. Durante la transición de este cambio se creía que, al entender una obra,
esta se vería como bella. Sin embargo, la comprensión de las obras
contemporáneas ya no altera el juicio estético; es decir, podemos apreciar el
arte, aunque sea feo. Por otra parte, el formalismo de la Crítica del juicio
nos permite deducir que la belleza era para Kant una realidad atemporal y
absoluta, lo que permitiría que la obra de arte pudiera ser admirada por su
belleza en cualquier época, libre de los cuestionamientos del relativismo
cultural. 3 “All works of art, with the possible exception of so-called
conceptual art, are presented in a sensuous, public medium, and thus may be
said to have surface qualities as its ‘aesthestic surface’” (Crawford, 1974, p.
111). Estética kantiana después del fin del arte. La vigencia del formalismo
kantiano en el conceptualismo contemporáneo George Clarke 57 A & D : N. º 6
- 2019 3. Frente a la realidad de un arte que ya no es bello, se pueden deducir
dos consecuencias principales. En un sentido duro, la mayor parte del arte
contemporáneo ya no sería merecedora de juicios estéticos (puesto que no es
bello y no puede ser leído sin conceptos, como portador de una finalidad sin
fin); aunque debemos advertir que gran parte del arte que se produce en la
posmodernidad sigue siendo moderno en términos de intencionalidad y, por ello,
puede perfectamente ser descifrado utilizando parámetros kantianos. En un sentido
blando, se podría asumir una concepción más modesta de la belleza. La ontología
de la belleza podría considerarse de grado y no de estado. La belleza podría
ser el grado sumo de lo agradable. Con ello se abandona la pretensión de
universalidad en el juicio estético, lo que permite que el juicio sea subjetivo
y privado, garantizando la sentencia kantiana de “a cada cual su gusto”. 4.
Posiblemente, la subjetividad y privacidad del juicio estéticoartístico sobre
el arte contemporáneo sea también el producto de la fragmentación del hombre
posmoderno. Una vez desechas las estructuras universales modernas, aparece el
predominio del sujeto individual (pensamiento débil), que también tiene un
juicio estético y artístico individual, que es a su vez el reflejo de su
historia y cultura. Es muy probable que exista una conexión entre las
limitaciones del paradigma estético kantiano y las características propias de
la posmodernidad. Asimismo, las coincidencias en los juicios estéticos no se
deberían a un sentido común intersubjetivo, sino a una cultura e historia
compartidas. Nuestras opiniones estéticas no son plenamente autónomas, sino que
son formadas y deformadas por la autoridad de la educación y la cultura.
Aprendemos a apreciar estéticamente ciertos objetos que llamamos obras de arte.
Si llegaste acá es que me buscaste y yo ese día te diré que
Kant con toda su genialidad es un mediocre y que entender el arte conceptual
como una metáfora que debe de ser completada por el público, es justo desabrir
todo sabor , comprende el arte conceptual desde el dadaísmo y míralo crecer en
el movimiento fluxus la clave está en el dharma y la mejor manera de expresar
el dharma es la desconstrucción donde lo que se produce es una retransferencia,
imagínate permanecer en la destrucción en paz y jugando, iluminado, pero
primero superemos a Kant con Hegel
DESPUÉS de Platón, Aristóteles;
después de Schelling, Hegel; en pos del genio adivinador y poético, el genio
dialéctico, organizador y metódico. Sin el precedente de Schelling, no se
concibe a Hegel, como sin el precedente de Fichte no se concibe a Schelling.
Pero lo que en Schelling apenas llega a sistema, adquiere en manos de Hegel una
trabazón arquitectónica, un rigor lógico inflexible, verdadero círculo de
hierro, en que de grado o por fuerza entran la idea, la naturaleza y el
espíritu. Todo lo racional es real, todo lo real es racional. La lógica se
transforma en metafísica; las categorías del pensar reflejan exactamente las
del ser. La Idea, realidad absoluta, pero realidad próxima a la nada cuando se
la considera en la esfera del pensamiento abstracto, lleva en sí, no obstante,
el germen y la razón de toda cosa, la plenitud de todos los modos de
existencia, que no son más que evoluciones o manifestaciones diversas de la
Idea, sometidas a la ley del ritmo dialéctico. La Idea en sí es el objeto de la
Lógica: la Idea fuera de sí, la Idea inmanente en el mundo de una manera
inconsciente, y con plena conciencia en el hombre, es objeto de las otras dos
divisiones de la ciencia absoluta, la Filosofía de la Naturaleza y
la Filosofía del Espíritu, que, en realidad, no son más que
momentos distintos del proceso de la Idea.
Partiendo de estos principios,
construye Hegel toda la [p. 184] enciclopedia filosófica con
tal carácter de sencillez y de grandeza, que ha fascinado a sus mayores
enemigos. Toda la construcción descansa en un postulado gratuito, esto es, en
dar valor real y trascendental a lo que es puramente formal: toda ella procede
de una abstracción estéril, que la convierte en puro nihilismo, para
salir del cual no hay más medio que admitir la identidad de los contrarios (el
ser y la nada), y resolverlos en un tercer término (el werden, o
llegar a ser). Pero admitida esta primera violación de las leyes del
pensamiento, todo lo demás se desenvuelve con una potencia sintética, que acaso
no tiene igual en la historia de los sistemas humanos. Los anillos de la
inmensa serpiente hegeliana se enroscan al árbol de la ciencia, sin dejar fuera
de su contacto punto alguno del tronco ni de las ramas. No es la unidad
ficticia y puramente exterior de otros sistemas: es una comprensión total y
orgánica, que no suprime ni mutila nada, que a su manera lo explica todo, que
sigue paso a paso a la vida en sus infinitas evoluciones, que para todo
encuentra fórmulas de amplitud extraordinaria, y a veces de grande alcance
práctico, y que junta la riqueza más extraordinaria de conocimientos positivos
con el orden y la disciplina más severa, que los somete todos a la ley
primordial del sistema.
No se trata aquí de analizar y
recorrer íntegra esta construcción, tan vasta como el mundo que ella pretende
explicar. No alcanzan a tanto nuestras fuerzas, y sólo un genio igual al de
Hegel podría seguirle sin desfallecimiento ni vértigos hasta la cumbre de la
especulación. Hegel es el Aristóteles de nuestro siglo, y su monarquía, aunque
no menos negada y combatida que la del Estagirita, dura y durará como la suya,
no sólo en la filosofía pura (que después de él no ofrece más que retazos de su
sistema, derivaciones y rapsodias, o bien ensayos pobres y raquíticos de
sistematización calcados sobre el suyo, aun los que más le contradicen y
maltratan, como el pesimismo y el evolucionismo), sino todavía más en el
corazón de las ciencias particulares que Hegel trató con tanta superioridad de
entendimiento, y a las cuales dió una precisión y un método que antes casi
nunca habían tenido. En medio del clamoreo desacordado que por todas partes se
levanta contra la Metafísica, todavía los mismos materialistas están viviendo
de las migajas de la opulenta mesa de Hegel; [p. 185] y
cualquiera que sea el destino que la Providencia reserve a los estudios
filosóficos, hoy tan necesitados de una total renovación, y aunque el tiempo,
gran depurador de las cosas, anule todo lo que hay de sofístico en la
dialéctica hegeliana y en la Filosofía de la Naturaleza y en
la Filosofía del Espíritu, todavía seguirán, por largas
edades, informadas de espíritu hegeliano la Filosofía del Derecho, la Filosofía
de la Historia, la Historia de la Filosofía, y, sobre todo, la Filosofía del
Arte, a la cual levantó Hegel imperecedero monumento en sus Lecciones
de Estética, obra póstuma publicada por su fiel discípulo y secretario
G. Hotho, desde 1835 a 1838.
Esta obra no agota la ciencia
estética, como algunos creen: sus grandes vacíos los apuntaremos después, y han
sido indicados, y en parte reparados, por Rosenkranz, Vischer, Carrière, Max
Schasler, Weisse y otros hegelianos más o menos poros. Pero estos defectos, que
nacen en parte del sistema de Hegel, y en parte mayor todavía del carácter de
lecciones universitarias que tiene su obra póstuma no revisada ni completada
por el autor, no quitan a la Estética de Hegel la gloria de
ser el primero entre los libros clásicos de esta moderna ciencia, y, en
concepto de muchos, la obra mejor y más duradera de su autor, por lo mismo que
en una parte muy esencial es independiente de su sistema, y puede campear y
vivir sola. Juicio idéntico al nuestro formulan hoy los más severos críticos de
Alemania. «La Estética de Hegel (dice Max Schasler), no sólo
ofrece el primer sistema completo de una filosofía del arte, que por la
profunda vitalidad de la concepción, por la riqueza y variedad de las ideas que
contiene, sobrepuja a cuanto habían intentado los predecesores y contemporáneos
de Hegel, sino que hasta la hora presente, a pesar de todo lo que se ha
trabajado para completarla y distribuir mejor sus partes principales, no ha
sido todavía sobrepujada».
Lo cual no quiere decir que en
Vischer y en todos los demás innumerables sucesores de Hegel no haya muchas
cosas que en vano se buscarían en éste, sino que la obra de Hegel tiene la
perpetua juventud de las obras del genio, lo cual nunca logran ni alcanzan las
obras del talento y de la erudición, condenadas por su índole misma a
sustituirse y destronarse unas a otras.
No hemos de omitir, sin embargo,
que la Estética de Hegel [p. 186] adolece de
un defecto capital y grave, que es el de no corresponder exactamente a su
título. Si se llamara Filosofía del Arte, poco habría que
echar de menos en ella; pero para estética general le falta mucho. Y es caso
bien raro que una Estética compuesta por el más audaz y poderoso metafísico de
nuestro siglo, sea extensa y profundísima en lo que toca a las formas del arte,
al sistema y clasificación de las bellas artes y a la teoría particular de cada
una de ellas, y sea de todo punto incomparable en lo que pertenece al arte
poética, y que, por el contrario, trate con suma rapidez lo que todo el mundo
esperaría encontrar de preferencia en unas lecciones de Hegel, es decir, la
idea misma de lo Bello, la realización de lo bello en la naturaleza, y la
doctrina del ideal artístico. Bajo este aspecto, no hay duda que la Estética de
Hegel aparece muy incompleta, si la comparamos con otras posteriores de mucho
menor fama.
Pero este defecto se convierte
para nosotros en una excelencia, y es la razón principal del respeto con que
deben mirar este libro y del provecho grande que pueden sacar de él hasta los
que más lejanos se hallan del sistema filosófico de su autor. ¡Cuántas
prevenciones absurdas, cuántos juicios disparatados sobre la Estética de
Hegel se evitarían, si los que hablan de ella a tontas y a locas, sólo por
haber hojeado sus primeras páginas, buscando allí lo que el autor no ha querido
poner, se convenciesen de que el Hegel estético es persona distinta del Hegel
filósofo, en casi todo menos en ciertas concepciones generales que luego se
guarda muy mucho de aplicar de un modo inflexible a los fenómenos artísticos!
No; dígase de una vez para todas: lo que hace admirable la Estética de
Hegel, es principalmente el ser una estética práctica, una estética para
los artistas, compuesta por un hombre que no era artista por la forma,
pero que por el pensamiento creador era igual a los mayores artistas del mundo,
y que poseía, aparte de sus filosofías, el gusto más exquisito y el
conocimiento más profundo de la historia y de la técnica del arte. Nada de esto
tiene que ver con el proceso dialéctico, y el que no conozca y sienta de este
modo la belleza realizada por los grandes artistas en mármoles, en cuadros o en
poemas, no debe escribir jamás de estética, porque no producirá más que
insípidas rapsodias morales o filosóficas. [p. 187] Hegel nos
dió el más brillante ejemplo de lo contrario. ¿Quién más filósofo que él entre
los modernos? Y, sin embargo, cuando llegó a tratar del arte, claro es que no
se desprendió de su filosofía, porque ésta era inseparable de su personalidad,
y contenía para él la razón del arte, como de todas las demás cosas; pero no
sólo dejó su enmarañada escolástica a la puerta de la cátedra, donde iba por
única vez en su vida a sacrificar a las Gracias, sino que, comprendiendo que
ninguna ciencia necesita, tanto como la Estética, libertad en sus movimientos,
y un cierto eclecticismo sereno, emancipado de la tiranía de las fórmulas, se
permitió frecuentes infracciones a su método; pareció olvidarse de él por
momentos; dió hospitalidad a ideas críticas venidas de todos los puntos del
horizonte; no se desdeñó de asimilarse de un modo casi sincrético todos los
resultados de la especulación anterior; escribió de literatura como literato
romántico de los mejores, fraternizando con Richter y con los Schlegel;
escribió de escultura antigua mejor que el mismo Winckelmann; procuró, como
dice su discípulo Rosenkranz, «identificarse con la vida espiritual de los
pueblos y con su literatura en toda su extensión y hasta en sus producciones
más insignificantes»; no fué indiferente a ninguna manifestación artística, y
durante toda su vida recorrió sin cansarse (nos lo dice el mismo biógrafo)
conciertos y teatros, galerías y exposiciones, perfeccionando con ejercicio tan
asiduo la facultad que poseía de comprender y de sentir lo bello bajo las
formas más diferentes. El fruto de estos estudios y lo que Hegel valía como
crítico se ve en la tercera parte de su obra, que comprende el sistema de las
artes particulares. Nunca la arquitectura gótica, la escultura clásica, la
pintura italiana y holandesa, la epopeya homérica, la tragedia ateniense, el
drama moderno habían sido juzgados con tan alto señorío de la materia y con una
intuición tan penetrante y segura. La mayor parte de sus juicios quedan en pie,
y son los que dominan hoy mismo entre los verdaderos artistas y los verdaderos
conocedores. Esta parte de la Estética de Hegel (que es casi
toda ella), es un tesoro inagotable de altas y fecundas ideas, que deben entrar
en toda estética futura, venga de donde viniere.
Hay otra parte del libro, la más
corta y la que menos vale, los primeros capítulos, en suma, donde el Hegel
artista no aparece [p. 188] todavía, y en cambio impera a
sus anchas el Hegel metafísico con su genio sistemático y su pasión de las fórmulas.
Para este Hegel, la Estética es un capítulo de la Filosofía del
Espíritu, lo cual explica la rapidez con que está tratado el tema de
lo bello en la naturaleza. Hegel considera la belleza artística como muy
superior a la belleza natural, porque emana directamente del espíritu, que es
siempre más elevado que la naturaleza. La misma hermosura del mundo físico no
tiene valor sino en cuanto es reflejo de la belleza del espíritu. De aquí su
carácter limitado e imperfecto. Hegel lleva esta doctrina hasta sus últimas
consecuencias. Una mala concepción del espíritu humano, sólo por ser libre y
consciente, le parece superior a la misma belleza del sol, que no es libre ni
tiene conciencia de sí mismo. No hay belleza verdaderamente bella sino en
cuanto participa del espíritu y es engendrada por él.
El arte que Hegel estudia, y el
único que considera digno de ocupar la atención de la ciencia, es el arte
independiente y libre en su fin y en sus medios, no el arte que sirve de vano
pasatiempo o de vehículo para la verdad práctica y moral. La verdad que el arte
manifiesta y hace sensible es de especie más alta: es una manera propia de
revelar lo divino a la conciencia, de expresar los intereses más profundos de
la vida y las más ricas intuiciones del espíritu. El arte no es ni la religión
ni la filosofía; pero cumple el mismo fin con diversos medios. El arte no es
tampoco una ilusión o vana apariencia, pues lo que en el arte llamamos
apariencia o forma sensible es tan esencial como el fondo, y aun (en términos
más generales) la verdad no existiría si no apareciese o se manifestase. Si
calificamos de ilusión las formas artísticas, ¿por qué no los fenómenos de la
naturaleza y los actos de la vida humana, puesto que más allá de todos estos
objetos, que inmediatamente se perciben por los sentidos y la conciencia,
tenemos que buscar la verdadera realidad, la sustancia y esencia de todas las
cosas, el principio que se manifiesta en el tiempo y en el espacio por medio de
todas las existencias reales, conservando, no obstante, su existencia absoluta?
Esta misma fuerza universal que en el mundo real anda como perdida en un caos
de circunstancias pasajeras y determinaciones transitorias, es la que el arte
emancipa de las formas mentirosas de ese mundo imperfecto [p. 189] y grosero,
de la arbitrariedad de las pasiones y de las voluntades individuales,
revistiéndola de una forma más elevada y más pura, que es creación del
espíritu. Las formas del arte, muy lejos de ser apariencias puramente
ilusorias, contienen más realidad que las existencias fenomenales del mundo
real; el mundo del arte es más verdadero que el de la naturaleza y el de la
historia; sus representaciones más expresivas y transparentes tienen, además,
una perpetuidad que no alcanzan los seres efímeros de la naturaleza.
Hasta aquí, Hegel está totalmente
de acuerdo con Schelling pero empieza a mostrarse la divergencia en un punto
muy importante. Hegel, aun encareciendo tanto la alta realidad del arte, no le
da el lugar supremo entre las manifestaciones de lo absoluto; no le considera
como la revelación más alta de la Idea. En la misma forma sensible lleva el
arte un carácter de limitación. Hay una manera más profunda de comprender la
verdad, cuando ésta no va unida a lo sensible, sino que lo sobrepuja, hasta tal
punto que no puede el arte contenerla ni expresarla. El cristianismo y la
filosofía nos han iniciado en la esfera de los principios abstractos y de las
reglas generales, y el mismo artista no puede librarse de esta influencia. De
aquí infiere Hegel el más triste y desconsolador vaticinio para el arte: le
destierra a la región de lo pasado; a lo menos declara que ha perdido para
nosotros mucho de su prestigio y de su vida. Le consideramos de un modo
demasiado especulativo; razonamos con exceso nuestras impresiones. El arte no
penetra bastante en nuestra vida, y la crítica y la ciencia estética acabarán
por matar la pura sensación artística. Hegel ha atenuado en lo restante del
curso esta consideración demasiado pesimista, pero lógicamente deducida de su
sistema.
De todos modos, la ciencia
del arte se impone despóticamente al artista mismo en nuestros
tiempos. Y al decir ciencia del arte, no entiende Hegel meras y desatadas
reflexiones filosóficas sobre él, sino una verdadera teoría, un organismo, un
sistema. Las producciones artísticas son obra del espíritu, y pueden y deben
ser estudiadas como lo es el espíritu mismo. El arte está rigurosamente
determinado por ideas que interesan a nuestra inteligencia y por las leyes de
su desarrollo, sea cual fuere la inagotable variedad de formas, que emplea,
porque estas formas nunca [p. 190] son
arbitrarias: toda forma no es propia para expresar toda idea, y la forma se
determina siempre por el fondo, al cual debe ajustarse.
En cuanto al método, Hegel, tan
acusado de idealismo intemperante, se declara aquí partidario de la
conciliación y empleo simultáneo del procedimiento empírico y del procedimiento
racional, de Aristóteles y de Platón, del estudio histórico de las obras de
arte y del estudio metafísico de la idea de lo Bello.
Y, ante todo, ¿existe la belleza,
existe el arte, objeto de la ciencia? ¿Es lo bello un sentimiento, un goce,
algo meramente subjetivo, o hay realidad exterior que corresponda a él? El
objeto de la ciencia tiene que ser demostrado como necesario; pero para hacer
esta demostración hay que acudir a un principio anterior que está fuera del
dominio de la Estética, cuando se la considera aisladamente. Hay que aceptar,
pues, la idea del arte como una especie de lema o corolario, porque
solo en la exposición enciclopédica de toda la filosofía cabe demostrar su
naturaleza esencial y necesaria. Ninguna de las ciencias filosóficas
particulares tiene en sí la razón de su principio; todas forman parte de un
organismo de conocimiento que responde al organismo del ser.
Esta es la razón de otra de las
mayores deficiencias que se han notado en la Estética de
Hegel. Esta Estética no contiene, propiamente hablando, una metafísica de lo
bello. Hegel da por sentada y supuesta la idea de lo bello, y se limita a
examinar en una introducción los principales aspectos con que el sentido común
suele representarse esta idea en el arte. También esta apelación al sentido
común sorprenderá a los que no conozcan la Estética de Hegel
más que de oídas, y se la figuren como un libro lleno de arcanos y
jeroglíficos.
Hegel se limita a enseñarnos, por
de pronto, que el arte no es cosa que se aprende por reglas, puesto que éstas
se refieren tan sólo a la parte mecánica exterior y técnica, de ningún modo a
la parte interior y viva de la obra artística, resultado de la actividad
espontánea del genio; que tampoco es una producción irreflexiva o inconsciente,
pues aun el mismo elemento genial tiene que desarrollarse por la reflexión y la
experiencia, haciéndose el artista hábil para vencer la resistencia de los
materiales de su arte, y perfeccionándose en lo técnico. Prueba, continuando
sus modestas enseñanzas, que el genio, para producir algo maduro [p. 191] y
sustancial y perfecto, debe ser educado por la experiencia de la vida y por la
reflexión, sin lo cual no se producen más que obras juveniles de salvaje
lozanía y espantosa barbarie, como las primeras de Schiller. Insiste, contra la
opinión común, en la superioridad del arte sobre la naturaleza, sin que valga
nada en contra decir que la naturaleza es obra de Dios y el arte obra de los
hombres, como si el círculo de la actividad de Dios no se extendiese fuera de
la materia. «Mucho más honor y gloria resulta a Dios de lo que hace el espíritu
que de lo que produce la naturaleza, porque lo divino se manifiesta en el
hombre bajo una forma mucho más elevada que en la naturaleza. Dios es espíritu;
el hombre, por consiguiente, es su verdadero intermedio y su órgano. En la
naturaleza, el medio por el cual Dios se revela, es una existencia puramente
exterior. Lo inconsciente es siempre inferior en dignidad a lo consciente».
El arte pertenece con toda
evidencia a la actividad práctica y no a la teórica o científica; pero no por
eso hemos de creer que se dirija exclusivamente a la sensibilidad del hombre,
ni que emane del principio sensible, ni que tenga por fin excitar el placer.
Las sensaciones son cosa subjetiva e individual, que admiten como causas los
elementos más opuestos, pero que no los contienen; así decimos: sentimiento
moral, sentimiento religioso, sentimiento de lo sublime. Una cosa son los
diversos estados y modificaciones del sujeto, y otra el objeto y la idea que
los produce. Por eso el análisis de las sensaciones y las teorías sensualistas
sobre el gusto son inútiles, superficiales y fastidiosas; pasan al lado de la
dificultad sin verla. El gusto o sentido de lo bello no puede penetrar en la
parte íntima y profunda de los objetos, porque ésta no se revela a los sentidos
ni aun al entendimiento, sino a la razón pura, que conoce lo verdadero, lo real
y lo sustancial de las cosas.
Con relación a los objetos
exteriores, el arte ocupa un término medio entre la percepción sensible y
la abstracción racional. Lo que el arte ve en el objeto no es
ni su realidad material, ni la idea pura y general, sino una apariencia o
imagen de la verdad, algo de ideal que en el objeto aparece. Comprende, pues,
el lazo interior y armónico de lo ideal y de lo real, y su contemplación es
totalmente desinteresada. Crea imágenes, apariencias destinadas [p. 192] a
representar las ideas, a mostrar la verdad bajo formas sensibles.
Tal es la naturaleza del arte. En
cuanto a su fin, nunca puede ser la imitación, trábajo pueril, indigno del
espíritu al cual se dirige, indigno del hombre que le produce, y trabajo,
después de todo, estéril y vano, porque la copia resultará siempre inferior al
modelo, y cuanto más exacta sea la imitación, menos vivo será el placer. Lo que
nos satisface no es imitar, sino crear. La más pequeña
invención sobrepuja a todas las obras maestras de imitación. Ni se hable de
imitar la bella naturaleza. ¿Dónde está el criterio para distinguirla? Además,
¿qué sentido tiene el principio de imitación, en la arquitectura, en la música,
en la poesía misma, exceptuando la poesía descriptiva, que es el género más
prosaico? El arte emplea las formas de la naturaleza, y debe estudiarlas, pero
no copiarlas ni reproducirlas. Más alta y noble es su misión. Rival de la
naturaleza, como ella y mejor que ella representa ideas, usa de las formas como
símbolos, y aun las mismas formas las modifica conforme a un tipo más perfecto
y puro.
Aunque menos grosera que la
teoría de la imitación, tampoco la de la expresión encuentra
gracia a los ojos de Hegel. Por expresión entienden los
partidarios de esta teoría la representación, no ya de la forma exterior de las
cosas, sino de su principio interno y vivo, especialmente de las ideas,
pasiones y sentimientos humanos. Pero esta teoría, declarando objeto esencial del
arte la expresión, lleva consigo la indiferencia respecto del fondo. Toda
expresión viva y animada de lo bueno, de lo malo, de lo hermoso, de lo feo,
tendrá el mismo derecho a ser considerada como representación artística. El
artista podrá ser inmoral, licencioso, impío; pero habrá llegado al summum de
la perfección cuando exprese fielmente una situación, una pasión, una idea
verdadera o falsa. Hegel se indigna contra semejante realismo (el de Goethe),
que deja reducido el arte a ser una lengua armoniosa, un espejo vivo de
sentimientos y pasiones, sin consideración a su valor ético, ni a lo que tengan
de noble o de bajo, haciéndonos participar, con igual indiferencia, «del
delirio de las bacantes o de la indiferencia del sofista».
Pero no menos que esta
indiferencia estética (que se manifestó luego en la fórmula del arte
por el arte) rechaza Hegel el sistema de la perfección moral. Es
cierto que el arte produce efectos [p. 193] morales y
civilizadores, templa las pasiones, eleva el pensamiento a una región ideal,
contribuye en gran manera a la educación de los pueblos, presentándoles la verdad
bajo el velo de símbolos o de figuras; pero una cosa son los efectos del
arte, y otra muy diversa su fin. Entre la religión, la moral y
el arte existe armonía íntima y eterna; pero no por eso dejan de ser formas
diversas de la verdad, que deben moverse con entera independencia. El arte
tiene sus leyes, sus procedimientos y su jurisdicción particular; no debe
ofender el sentido moral, pero él se dirige al sentido de lo bello. Cuando sus
obras sean puras, el efecto sobre las almas será saludable; pero su fin directo
e inmediato no es producir tal efecto. Si invierte los términos, y se
propone moralizar como principal objeto, no producirá más que obras frías, que
no serán morales ni religiosas, sino sencillamente fastidiosas, porque su autor
habrá tenido siempre delante de los ojos la idea abstracta y general, en vez de
la forma concreta. Por otra parte, el problema del arte es distinto del
problema moral. El bien es la armonía buscada; la belleza es
la armonía realizada. La moral es el cumplimiento del deber
por una voluntad libre, con resistencia, antagonismo y esfuerzo. El arte, por
el contrario, nos presenta en una imagen visible la armonia
realizada de los dos términos de la existencia, de la ley de
los seres y de su manifestación, de la esencia y
de la forma. Lo bello es la esencia realizada, la actividad
conforme a su fin e identificada con él, feliz, serena, libre en su armónico
desarrollo, aun en medio del dolor. Representar la armonía, manifestar lo
bello, es el fin del arte. Lo demás nos será dado por añadidura, puesto que la
contemplación de la belleza no puede menos de producir un goce tranquilo y
puro, incompatible con los groseros placeres de los sentidos, y una
predisposición a las resoluciones nobles y a los impulsos generosos, por el
estrecho parentesco que media entre el bien, la belleza y lo divino.
Consiste, pues, la idea de lo
bello en la unión y armonía de dos términos que se presentan al pensamiento
separados y opuestos: lo ideal y lo real, la idea y
la forma, cuya oposición es, en el fondo, el problema capital
de la filosofía.
La idea artística no
es cualquiera idea: no puede ser una abstracción, porque la abstracción no es
capaz de ser representada en forma sensible. El unitarismo musulmán, v. gr., no
sirve para [p.
194] el arte. La esencia y la forma deben tener entre sí
la misma relación que tienen el cuerpo y el alma en la organización humana. La
idea concreta encierra en sí misma el momento de su determinación
y el de su manifestación exterior. Infiérese de aquí
que la excelencia y perfección del arte dependerán del grado de penetración
íntima y de unidad en que aparezcan la idea y la forma, como nacidas la una
para la otra. La más alta verdad en el arte consistirá en que el espíritu haya
llegado a la manera de ser que mejor convenga a la idea del espíritu.
Este es el fundamento de las
divisiones de la ciencia del arte, porque el espíritu, antes de alcanzar la
verdadera idea de su esencia absoluta, tiene que recorrer una serie gradual de
desarrollos internos, y a estas modificaciones en el fondo corresponde una
sucesión de formas artísticas encadenadas entre sí por las mismas leyes
mediante las cuales el espíritu, como artista, adquiere la conciencia de sí
mismo. Este desarrollo puede ser considerado de dos maneras: como desarrollo general
de las fases del pensamiento manifestadas en el mundo del arte, y como
desarrollo particular verificado en formas sensibles de distinta naturaleza, o
en modos particulares de representación, de donde nacen las diversas artes.
Tres son, pues, las divisiones de
la Estética: 1ª, idea de lo bello en el arte, o sea, lo ideal; 2ª, desarrollo
de lo ideal en la historia general del arte; 3ª, sistema de las artes
particulares. La primera parte se subdivide en otras tres (sabido es que Hegel
procede siempre por división tricotómica): 1ª, noción o idea
abstracta de la Belleza; 2ª, lo Bello en la Naturaleza; 3ª, lo Bello realizado
por las obras de arte.
Ya hemos dicho que todos estos
capítulos son de una brevedad singular. Hegel identifica la belleza con su
idea; pero distingue entre la idea y el ideal, que es la idea misma bajo una
forma particular. No por eso se entienda que la belleza es la idea abstracta,
anterior a su manifestación y no realizada, sino la idea concreta
y realizada, inseparable de la forma. Tampoco es la idea una
pura generalización o un conjunto de cualidades extraídas de los objetos
reales. La idea es un todo, es el tipo, la unidad real y viva
que realizan exteriormente los objetos, la armónica unidad que se desarrolla
eternamente en la naturaleza y en el mundo [p. 195] moral. Lo
que aparece como real a los sentidos y a la conciencia, no es verdadero por ser
real, sino porque corresponde a la idea.
Siendo la belleza la idea, ¿hemos
de tener por términos idénticos belleza y verdad ? En
cierto modo, sí; pero alguna diferencia hay entre ellos. Lo verdadero es la
idea considerada en sí misma, y pensada en su principio universal, sin forma
alguna exterior y sensible. Lo bello es la manifestación sensible de la
idea, la idea confundida e identificada con su apariencia exterior. Lo
bello añade siempre una nota a lo verdadero, y por ser inseparables sus dos
elementos, tiene carácter de infinitud y de libertad, y es inaccesible a la
razón lógica y a la abstracción. La contemplación de lo bello es contemplación liberal, que
deja al objeto en su existencia independiente, y excluye del sujeto todo deseo
de poseerle y de convertirle en instrumento para sus fines.
Hegel no tiene capitulo especial
acerca de lo sublime. Sus ideas sobre este punto hay que buscarlas esparcidas
en diversos lugares de su obra, especialmente en el tratado del arte simbólico.
Acepta totalmente la doctrina de Kant y de Schiller, pero dándola un matiz más
idealista. Lo sublime es una tentativa para expresar lo infinito en lo finito,
sin encontrar ninguna forma sensible que sea capaz de representarlo.
Tampoco hace estudio especial de
lo ridículo ni de lo cómico, que sólo considera en sus formas literarias, y aun
esto de una manera confusa e incompleta. Finalmente, el humorismo que
se desborda en la Estética de Juan Pablo, está reducido en la de Hegel a los
más estrechos límites posibles. Evidentemente, Hegel era anti-humorista. Persigue
con crítica desapiadada el principio de la ironía, fundamental entre los
románticos alemanes y base verdadera del humorismo. Nada le es
tan antipático como esa virtuosidad artística, esa
petulante genialidad divina que no toma nada en serio, ni a
los demás ni a sí mismo, y que proclama audazmente la vanidad y la nada de
todas las cosas, excepto el propio yo. Había repulsión invencible entre la
naturaleza sana y robusta de Hegel, y la naturaleza más o menos enfermiza y
egoísta que siempre supone el humorismo. Convertir su propia personalidad en
principio y en fin, sacrificar la materia a nuestro capricho, interrumpir el
desarrollo racional de un asunto, comenzar arbitrariamente y acabar lo mismo,
amontonar caricaturas de [p. 196] pensamiento y de imaginación
sin lógica ni sustancia, le parece a Hegel una mala especie de originalidad, y,
por de contado, mucho más fácil que desenvolver racional y armónicamente un
asunto y darle las verdaderas condiciones del ideal, no cosiendo
abigarradamente retazos de varios colores, sino dejando que la unidad del
asunto se desarrolle armónicamente conforme a sus propias leyes, sin alterarla
ni corromperla con pormenores extraños. No tener ningún amaneramiento es la
única gran manera, la de Homero y Sófocles, Rafael y Shakespeare. Nada más
opuesto a ella que esos juegos imaginativos que aniquilan el acuerdo necesario
entre la forma y la idea; esa perpetua tensión del espíritu para alterar las
relaciones naturales de las cosas, sustituyéndolas con otras heterogéneas o
falsas. Sólo es tolerable el humorista que reúne, a gran riqueza de
imaginación, mucho sentido y profundidad, de tal suerte, que pueda deducir de
pormenores accidentales una idea sustancial y verdadera.
No menos incompleto que el
capítulo sobre la idea de lo Bello en general, es el de lo Bello en la
Naturaleza. Hegel estudia muy de pasada los caracteres estéticos del mundo
físico, que considera
no más que como la primera e
imperfecta manifestación de la idea. Grados sucesivos de belleza corresponden
al gradual desarrollo de la vida y de la organización en los seres. La belleza
del mineral consiste en la disposición regular de sus partes, y en la fuerza
que en él reside y se manifiesta por la unidad. En el sistema astronómico, la
belleza resulta de la regularidad de los movimientos de los cuerpos celestes,
sometidos a un centro común. En los seres organizados y vivos, lo bello estriba
en la reciprocidad y encadenamiento de los órganos, sometidos a la unidad ideal
del tipo. Pero siempre y en todos sus grados, lo bello natural es exterior e
inconsciente. En rigor, la naturaleza no es hermosa sino para la inteligencia
que la ve y la comprende.
La belleza en los seres vivos y
animados no es la simple regularidad de las partes ni la simple conformidad de
los movimientos a un fin. Todo esto es materia de las ciencias naturales, no de
la Estética. La belleza es la forma total, en tanto que revela
la fuerza que la anima; es la fuerza manifestada por un conjunto de formas, de
movimientos independientes y libres; es la armonía interior y
viviente que se descubre al exterior, sin que nos detengamos [p. 197] a
considerar la relación de las partes al todo, ni el equilibrio de las
funciones, como hace el naturalista.
Además de la belleza de los seres
individuales, podemos llamar a la naturaleza bella en su conjunto, no sólo por
la disposición orgánica y viva y por la unidad exterior, sino por la oculta
relación que tiene con los sentimientos de nuestra alma. Por este carácter
simbólico, la belleza física es reflejo de la belleza moral, y una y otra
expresiones de la verdad interna. Pero, ora consideremos la belleza exterior de
la forma abstracta en sus diversos grados (regularidad, simetría,
armonía, que Hegel analiza con singular delicadeza, considerando la
última como la más elevada entre las formas que no pertenecen todavía a la
actividad libre), ora la miremos como unidad abstracta de la materia sensible,
en su unidad y en su identidad, sin consideración a la forma (pureza de líneas,
de colores, de sonidos, etc.), siempre ofrece lo bello natural cierto carácter
de imperfección, aunque le contemplemos en su punto más alto, en la vida animal,
y aun en el cuerpo humano. En el organismo animal no vemos el punto central de
la vida, sino la multiplicidad de los órganos que viven. El cuerpo humano tiene
la inmensa ventaja de la expresión de la vida del alma, del
sentimiento y de la pasión; pero no todos los miembros son capaces de este
género de expresión, y hay muchos consagrados únicamente a funciones animales.
La vida interna del alma no se nos manifiesta penetrando totalmente la forma
exterior del cuerpo. Y aun en el hombre, como ser espiritual, el carácter no se
nos muestra simultáneamente en su totalidad, sino por una serie de actos
sucesivos y determinados. Además, todo individuo está sujeto a los lazos del
mundo exterior; depende de mil condiciones que él no determina, y obra, en gran
parte, bajo el imperio de la necesidad; de donde nace lo que se llama
vulgarmente prosa de la vida. Además de la contradicción entre los fines de la
vida material y los fines nobilísimos del espíritu, el individuo tiene que
prestarse de mil maneras a servir de instrumento a los fines de otro; y viceversa, convierte
a los demás en instrumentos suyos, impidiéndoles así e impidiéndose a sí propio
llegar a un total y armónico desarrollo. De aquí tanto fraccionamiento y
dispersión en nuestra vida, tanto esfuerzo individual frustrado, tantos
obstáculos para que dé plena muestra de sí la fuerza libre y se realice la
belleza.
[p. 198] Todas
estas imperfecciones y otras muchas se resumen en una sola palabra: lo
finito. Ningún individuo, ora pertenezca al mundo real de la naturaleza,
ora al del espíritu, goza de libertad absoluta; ninguno puede traspasar los
límites de la especie determinada ya fija en que está encerrado. Ni la vida
animal ni la vida humana pueden realizar la idea bajo una forma perfecta, igual
a la idea misma. Por eso el espíritu se ve forzado a satisfacer su ansia de
belleza en otra región, la del arte, donde impera otra realidad más alta, la
del ideal. La necesidad de la belleza artística está fundada, pues, en las
impurezas e imperfecciones de lo real, y en su ineptitud para expresar el
desarrollo libre de la vida, y sobre todo de la vida del espíritu.
Hemos llegado a la región de la
belleza artística. En ella hay que considerar tres cosas: el ideal en
sí mismo, la determinación del ideal como obra de arte, y las
cualidades del artista.
La noción del ideal fácilmente
se deduce de todo lo expuesto. Es el alma que debe irradiar por todas partes a
través de la forma, pero no lo que llamamos alma en la naturaleza inorgánica ni
aun en los seres animados y vivos; no el alma finita y desprovista de
conciencia y libertad, sino la infinitud libre del espíritu, que conserva la
conciencia de sí mismo en medio de su desarrollo y de su propia manifestación
exterior, sustancial, sólida, entera. De este modo, la existencia real, finita
en sí misma, adquiere la posibilidad de manifestarse, al mismo tiempo, como
principio universal y como alma que goza de personalidad.
El fin del arte es, pues, representar lo real corno verdadero, esto
es, en su conformidad con la Idea que ha llegado a la perfección de la
existencia reflexiva. El ideal es, pues, una especie de purificación, un
Jordán que lava las manchas de lo accidental y de lo externo. Aun el mismo
pintor de retratos debe poner en armonía la forma con el alma, sacrificando los
accidentes insignificantes y móviles de la fisonomía, para conservar los
esenciales y permanentes. Lo ideal es la realidad emancipada del dominio de lo
particular y de lo accidental, que son inseparables de todo desarrollo en la
esfera de lo finito. Lo ideal, encerrado en sí propio, independiente en medio
de lo sensible, encuentra en su propia naturaleza la calma y la felicidad: por
eso uno de sus rasgos más esenciales es la inalterable serenidad, correspondiente
a una [p.
199] naturaleza que se basta a sí misma. Toda existencia
ideal participa de la beatitud celeste. Bien ha dicho Schiller: «Lo serio es
propio de la vida; la serenidad pertenece sólo al arte». ¿Y qué es la serenidad
sino el triunfo de la libertad concentrada en sí misma, tal como la vemos en
los mármoles antiguos, no sólo en la calma exenta de combate, sino en la lucha
y en el dolor? Y aunque en el arte romántico el desacuerdo y la oposición estén
llevados mucho más lejos, todavía lo que domina en las obras maestras de la
inspiración cristiana es el goce íntimo y profundo en medio del sacrificio, las
delicias del dolor, una cierta felicidad que cabe aun en el martirio, lo que
Hegel llama con una expresión homérica la sonrisa en las lágrimas, expresión
de la independencia moral y signo indeleble de la belleza. Para Hegel, el
llanto, como simple lamentación, no cabe en el arte.
Hegel desciende luego al estudio
del ideal en sus relaciones con la naturaleza. Tenemos aquí la sabida y vulgar
cuestión del naturalismo y del idealismo. No hay que decir en qué sentido la
resuelve el gran apóstol de la Idea. Aun en el arte que parece
más externo y formal, en aquél cuyo fondo se nos antoja casi indiferente, en el
que reproduce escenas de interés momentáneo, en la pintura holandesa, por
ejemplo, es el ideal quien impera y arranca de la realidad prosaica los
objetos, convirtiéndolos en creaciones del espíritu, realizadas libremente por
su actividad propia. Es una especie de ironía que el espíritu
se permite con las formas exteriores del mundo real, infundiéndoles eternidad
al mismo tiempo que juega con ellas. Pero hay otra idealidad más alta, que
consiste en manifestar lo general por medio de lo particular, en desarrollar y
hacer visible la oculta esencia de las cosas, sin salir de los límites de la
individualidad viva. La expresión del espíritu es lo esencial en la figura
humana, y aquí Hegel, consecuente con su idealismo, se aparta de Lessing, en
cuanto a no considerar esencial el desnudo en la escultura. Lo que le parece
antiartístico y prosaico es el vestido moderno comparado con el antiguo.
Lessing pone el fin de las artes plásticas en la expresión de la hermosura
corpórea. Hegel quiere que por esta hermosura se transparente la superior
belleza de la Idea, el elemento esencial, enérgico, significativo.
Mirada la cuestión desde esta
altura, no tiene sentido la [p. 200] oposición
entre lo ideal y lo natural. La naturaleza no es más que el espíritu encarnado:
si no es esto, carece de todo valor propio. Lo único que puede disputarse, es
si el arte debe preferir como medio las formas naturales, o
crear él otras nuevas, más ideales y perfectas. Pero entiéndase siempre que si
elige las formas naturales, el interés que en estas formas encontramos no nace
de ellas propias, sino de su valor representativo. Sólo así la
naturaleza común o vulgar puede entrar en el arte; v. g.: en la pintura de
género, que en los grandes maestros holandeses expresa admirablemente la
satisfacción de la vida, su libertad animada, el confort o
bienestar doméstico, la poesía algo prosaica de la civilización neerlandesa.
Pero hay otra poesía más alta y más ideal, correspondiente a fines más elevados
y serios de la naturaleza humana, y éstos claro es que no han de expresarse con
formas arbitrarias (nunca lo son las verdaderamente artísticas); pero pueden y
deben ser expresados por formas simbólicas, que no son nada
por sí mismas, sino manifestación y revelación del espíritu.
Lo ideal no puede permanecer
siempre en el estado de pura concepción abstracta. Incluye en su misma idea un
elemento particular y determinable, que tiene que manifestarse en una forma
determinada. Esta determinación de lo ideal puede considerarse de tres maneras:
1ª, en sí propia; 2ª, en su desarrollo, bajo forma de diferencias y oposiciones
que exigen una solución; 3ª, en su determinación exterior.
Lo divino es el centro de las
representaciones del arte; pero concebido como unidad absoluta, lo divino no se
dirige a los sentidos ni a la imaginación, sino al pensamiento. El arte que
sólo dispone de formas concretas y vivas, no puede expresarle directamente, y
sólo se acerca a él en los arranques y efusiones de la poesía lirica. Sólo
cuando lo divino sale de la abstracción es susceptible de ser representado y
contemplado. Así las divinidades politeístas del arte griego. Así en el
cristianismo, Dios inmortal viviendo en carne mortal. De un modo menos alto se
manifiesta el principio divino, en el alma humana heroica (mártires, santos,
hombres llenos del espíritu de Dios). Y finalmente, se muestra, aunque en grado
cada vez menor, en toda conciencia y actividad humanas. Claro es que esta
doctrina tiene en Hegel un sentido profunda y absolutamente panteístico (además
de la profanación [p.
201] de poner las representaciones del paganismo helénico
al lado de la representación de Cristo); aunque alguna parte de ella pudiera
ser interpretada en sentido más benigno, si se hallase en autor menos
sopechoso, pues es frase y doctrina corriente en los místicos cristianos
que Dios está en el centro del alma, y que «este centro del
alma es la simplicísima esencia de ella, sellada con la imagen de Dios, sin
imágenes de cosas creadas». Pero es evidente que Hegel entiende esto de otro
modo, cuando enseña que lo que llamamos noble, excelso, perfecto en
el alma humana, no es más que la verdadera esencia del
espíritu, el principio moral y divino que se manifiesta en el
hombre, le comunica su actividad viva, y domina la parte inferior y mudable del
alma.
El desarrollo del ideal
mediante diferencias y oposiciones es lo que
constituye la acción. Es un segundo grado del ideal, menos alto, menos puro que
el anterior. No es el estado de satisfacción íntima, de serenidad olímpica, de
inalterable beatitud o de amable inocencia; es la manifestación activa que se
caracteriza por el movimiento y la evolución. El espíritu universal, perfecto
en la plenitud y totalidad de sus atributos, después de recorrer el círculo de
manifestaciones particulares que revelan su esencia, sale de su reposo para
entrar en un mundo de oposición y contradicción, de dolor y lucha. Cristo padece
en carne mortal: la espada del dolor traspasa el corazón de su Madre. La vida
humana es campo de batalla, y la fortaleza del espíritu no se mide sino por la
fuerza y violencia de la oposición. Entonces el espíritu se concentra en sí
mismo, desarrolla la profunda energía de su naturaleza interna, y hace ruidosa
y magnífica demostración de su poder.
Tres cosas hay que considerar en
la acción: el estado general del mundo, la situación, la acción misma.
El estado de sociedad más
propicio al ideal será el que permita a sus personajes revelar más libremente
su alta y poderosa personalidad. De aquí la ventaja de las edades heroicas, que
no son ni las edades salvajes, en que el hombre es todavía siervo de la
naturaleza y no ha llegado a la plena conciencia de sí mismo; ni las
civilizaciones adelantadas, que todo lo regulan, limitan y metodizan por medio
de leyes y constituciones.
La independencia del
héroe es lo que constituye mayormente su carácter estético. Cuando la esfera de
actividad del individuo [p. 202] está invadida de todos lados
por la esfera social, resulta un mundo prosaico, del cual sólo puede separarse
el artista llevando sus personajes a edades remotas o a países muy lejanos de
nosotros, donde no son conocidas nuestra administración ni nuestra policía, o
bien presentándolos en lucha con la sociedad (Karl Moor), o fuera de ella por
efecto de pasión o demencia (Don Quijote).
No nos detendremos en las
condiciones que Hegel asigna a las situaciones artísticas, a los que
llama poderes generales de la acción, a los personajes y al
carácter, porque toda esta doctrina reaparece luego, con nuevos e interesantes
desarrollos, en el tratado de la poesía dramática, al cual más rigurosamente
pertenece. Aquí baste indicar que el libro de Hegel, que entre tantas gentes
pasa por pernicioso y vitando, contiene las declaraciones más francas, más
insistentes y más precisas en favor de la moralidad artística. Sólo «los
principios eternos de la religión, de la moral, de la familia, del Estado; los
grandes sentimientos del alma, el amor, el hono», le parecen dignos del arte.
Admite, como no podia menos, la conveniencia artística y aun moral de ciertas
representaciones de lo malo y de lo feo; pero nunca constituyendo el fondo y el
objeto principal de la acción, «porque lo perverso y feo del fondo excluye
lógicamente la belleza de la forma». Condena con el mayor rigor esa «sofística
de las pasiones, que intenta representar lo falso con los colores de lo
verdadero, y sólo consigue mostrarnos un sepulcro blanqueado». Pasiones como la
envidia, la cobardía, la bajeza, le parecen siempre repugnantes; no así otras
como la soberbia y el abuso de la fuerza, que pueden aparecer realzadas por la
fortaleza de carácter o atenuadas por el fin a que aspiran los personajes.
«El mal en sí
(añade) no tiene interés alguno verdadero, porque de lo falso no sale más que
falsedad; los grandes artistas, los grandes poetas de la antigüedad, nunca nos
ofrecen el espectáculo de la perversidad absoluta, a que quieren acostumbrarnos
los modernos...» El verdadero ideal, basta cuando aparece bajo las formas de la
pasión, la realza, la ennoblece y purifica. Lo patético, en su
sentido puro e ideal, no es un movimiento caprichoso y desarreglado del alma,
sino un principio noble, que se confunde con una gran idea, con
una de las verdades eternas del orden moral [p. 203] y
religioso; una potencia del alma esencialmente legítima, que contiene o implica
uno de los principios eternos de la razón y de la voluntad. Esta verdad moral,
este principio eterno, descendiendo al alma del hombre bajo la forma de una
grande y noble pasión, constituye el carácter, que es el punto
culminante de la representación ideal y la piedra de toque del valer del
artista o del poeta.
Nadie ha tratado con más
profundidad que Hegel este punto de los caracteres. Los
quiere ricos y complexos, no limitados a una sola cualidad,
porque entonces serían meras abstracciones o seres alegóricos, sino hombres
reales y completos, con una cualidad dominante, a la cual se subordinan otras
muchas. Los quiere llenos de vitalidad, sencillos y fecundos,
con unidad y variedad a un tiempo, como los de Sófocles y los de Shakespeare,
verdaderos individuos con fisonomía propia y original. Y últimamente, los
quiere fijos y constantes, porque la indecisión es la ausencia
de carácter; pero no quiere que esta fijeza excluya las
contradicciones inherentes a la naturaleza humana, sino que la unidad e
identidad del carácter se sobreponga a todo; que el personaje se determine por
sí propio, y trace y siga con firmeza un designio, al contrario de Werther y de
tantos otros personajes insanos y enfermizos como pululan en la literatura
romántica. «El arte verdadero y sano no representa lo enfermizo y falso, lo que
carece de consistencia y decisión, sino lo verdadero, sano y fuerte. El hombre
no realiza el ideal sino cuando procede como persona libre, desplegando toda la
energía y constancia que pueden darle el triunfo».
Bajo la rúbrica un tanto
escolástica de determinación externa del ideal, o sea,
relaciones del arte con la naturaleza, dice Hegel cosas tan sencillas como
discretas contra el arte puramente descriptivo, que olvida las ideas y
sentimientos del alma humana, verdadero fondo de toda obra estética, para
conceder, en cambio, no justificada importancia al elemento pintoresco, al
color local, a los trajes y a los muebles, a todo el aparato arqueológico que
no tiene más objeto que ocultar por medios artificiales la penuria de ideas, la
falsedad de las situaciones y la pobreza de los caracteres. No por eso debe
olvidar el arte la oculta simpatía que existe entre el hombre y lo natural, ni
olvidar tampoco que hay artes (la poesía épica, la pintura) donde buenamente
cabe mayor [p.
204] fidelidad y riqueza de detalles, siempre que los
anime y dé valor alguna secreta afinidad entre la acción y el teatro donde
pasa, y todavía más cuando se trata de aquellos objetos que libremente modifica
y emplea para sus fines la voluntad humana, estampándoles el cuño de su propia
personalidad; v. gr., los metales, las piedras preciosas, el oro, la púrpura y
el marfil. En cuanto a la satisfacción de las necesidades físicas, el ideal
exige gran sencillez de medios, emanados directamente de la actividad humana,
no múltiples y facticios. Así, los héroes homéricos preparan su propia comida,
sus armas y su lecho, y estas descripciones producen maravilloso efecto, porque
se ve en ellas la alegría y novedad de la invención, y el placer del trabajo
fácil y liberal. Tales objetos ya no parecen inanimados, sino creaciones
propias y directas de la personalidad humana.
Por lo que toca a la relación de
la obra de arte con la capacidad y gusto del público, Hegel se inclina a un
prudente eclecticismo, tan lejano de la manía arqueológica que bajo pretexto
de color local produce obras sólo inteligibles a un grupo de
eruditos, como del anacronismo sistemático (v. gr., el de la tragedia
francesa), que da a los hombres de otros tiempos el lenguaje, los hábitos y
maneras de los de nuestros días. Hay que respetar a un tiempo (dice Hegel) los
derechos del arte y los del público, lo cual se logrará basando siempre la obra
en alguna de las ideas esenciales del espíritu humano o en los intereses
generales de la humanidad, no dando demasiada importancia a ciertos pormenores
de época, pero cuidando de penetrar por simpatía en el alma de otras edades,
cuando el asunto sea histórico o leyendario. Obligado está el artista, en todo
lo que sea esencial, a respetar los rasgos históricos o tradicionales; pero
debe al mismo tiempo poner la idea fundamental de su obra en armonía con el
espíritu de su siglo y el genio de su nación. Esta es la excusa que tienen
ciertos anacronismos en el arte. Algunos son hasta necesarios,
y otros indiferentes. Por otra parte, de estos anacronismos no se ha librado
nadie: los personajes de Homero son, sin duda, mucho más civilizados que lo
eran los personajes reales de la edad homérica, y los de Sófocles parecen casi
contemporáneos nuestros.
La sección consagrada al
artista, a las facultades productoras (imaginación, genio,
inspiración), a la diferencia entre el genio [p. 205] y
el talento, a la manera, al estilo y
a la originalidad, abunda en observaciones delicadísimas; pero
contiene poco nuevo para quien esté ya versado en los escritos estéticos de
Schiller, de Schelling y de Juan Pablo. Hegel, por lo mismo que poseía la más
alta originalidad del genio filosófico, no tuvo nunca la desacordada y absurda
pretensión (tan frecuente en los tratadistas franceses de la escuela
cartesiana) de inventarlo todo de nuevo, de escribir como si nadie hubiese
escrito antes (cosa, en ultimo resultado, tan fácil como estéril), y de sacar
de su cabeza un cuerpo íntegro de ciencia, para ofrecerlo a la admiración del
género humano. Al contrario, en este libro de Estética hizo especial estudio de
no perder ninguna de las ideas útiles consignadas ya por sus predecesores. Lo
mismo han hecho los estéticos que han seguido a Hegel, y ésta es la principal
razón de que en Alemania la Estética sea una ciencia, y no lo sea, hablando con
estricto rigor, en ninguna otra parte. El deslinde entre la imaginación activa
y creadora, y la capacidad puramente pasiva de recibir imágenes y recordarlas,
estaba hecho en términos definitivos por Richter, con su teoría de los genios
masculinos y femeninos; pero Hegel repitió este análisis con talento
psicológico muy superior. El sentido particular, que permite al artista
comprender la realidad en sus formas más diversas y grabar indeleblemente en su
espíritu las imágenes de las cosas; la necesidad (no incompatible ni mucho
menos con el idealismo hegeliano) de explotar los inagotables tesoros de la
naturaleza viva, en vez de encerrarse en el pensamiento puro y en la
generalidad abstracta; el alto papel que en la preparación artística desempeña
la memoria, facultad la más desacreditada de todas las humanas, pero no a los
ojos de Hegel, que la supone inseparable de todo gran entendimiento; el consejo
de ver mucho, oír mucho, vivir mucho, retener mucho, extender
la curiosidad sobre un número infinito de objetos, e interesarse por todos como
hizo Goethe, penetrando el lado individual y particular de las cosas, son
documentos de humilde apariencia, pero de muy jugosa y práctica sabiduría.
Verdad es que toda esta educación exterior y realista la subordina Hegel a la
manifestación de la verdad absoluta o del principio ideal de las cosas,
verdadera alma de la obra artística, idea que debe haber sido
meditada por el genio creador en toda su extensión y profundidad. [p. 206] En
esto se funda la alta importancia de la reflexión en la obra
artística. Pero aunque el fondo del arte sea substancialmente el mismo que el
de la filosofía y el de la religión, no entiende Hegel que pueda ser presentado
nunca en forma de pensamiento filosófico. La imaginación revela a nuestro
espíritu la razón y esencia de las cosas, pero no en su principio o concepción
general, sino en una forma concreta, en una realidad viva, amoldando el
elemento racional a la forma sensible, por lo cual, al lado de una razón
enérgica y activa, se requiere en el artista una sensibilidad viva y profunda.
Hegel mira con el mayor desprecio el error grosero de los que
imaginan que obras como los poemas homéricos han podido formarse de una manera
inconsciente, como un ensueño o visión del poeta.
No por eso desconoce Hegel el
carácter semidivino de la inspiración, que no responde ni a
las excitaciones sensibles ni al trabajo reflexivo. ¿Y cómo había de
desconocerlo, si en su sistema medio teosófico es la Idea divina quien
verdaderamente habla a los mortales por boca del genio artístico? Pero repito
que en Hegel hay dos hombres: uno, el metafísico, y otro, el conocedor
inteligente de la historia del arte. Este sabe muy bien que producciones
admirables, como las odas de Píndaro, y la mayor parte de los edificios y
muchos cuadros y estatuas, han nacido al calor de circunstancias exteriores, y
son propiamente obras de encargo, en las cuales el artista ha
tenido que inspirarse sobre un tema dado. Pero esto sólo en apariencia
perjudica al libre desarrollo de la inspiración, y en muchos casos le ha
favorecido, cuando esas circunstancias exteriores, que representan en este caso
el elemento natural y sensible del arte, se han encontrado en
oculta armonía con la genialidad del artista. Poco importa que el asunto venga
de fuera: lo importante es que el artista se penetre de él con interés real y
vivo, y sienta en su mente animarse el objeto, que no le dejará reposar hasta
que el artista le haya dado la vida inagotable de la forma perfecta.
Hegel es decidido partidario de
la objetividad e impersonalidad, propias del grande arte; y
mira con aversión la poesía subjetiva sin contenido de valor humano, y los
caprichos fantásticos del humorismo. Para él es dogma de absoluta certidumbre
que el genio debe absorberse enteramente en su obra, convirtiéndose [p. 207] en
una forma viva, dentro de la cual se organice y desarrolle
la idea. Su alma entera ha de penetrar y vivificar el asunto y
ser penetrada por él. El desdén hacia el argumento, y la exageración de la
individualidad, lleva a la manera, que está en oposición
directa con el verdadero principio de lo ideal. Sólo en la parte exterior de la
obra puede campear lo que en buen sentido se llama manera de
cada artista, es decir, su modo particular de representación y de ejecución, y
aun allí fácilmente se cae en la rutina, en el procedimiento mecánico, en la
habilidad manual. La verdadera originalidad es inseparable de
la objetividad.
Sería tarea de todo punto inútil,
y por otra parte imposible, exponer, con la misma prolijidad que hasta aquí, el
contenido de las dos últimas partes de la Estética de Hegel, y
esto no ciertamente porque ofrezcan nada de sutil y tenebroso, sino, al
contrario, porque su transparencia y lucidez extraordinarias las hacen
perfectamente accesibles a cualquier hombre culto (aunque no esté iniciado en
los misterios de la especulación germánica), sin necesidad de ningún otro
comentario o preparación. Por otro lado, el mérito mayor de esta parte inmortal
de la obra de Hegel no consiste (como ya he advertido) en las líneas generales,
sino en la riqueza extraordinaria de detalles y de ejemplos, en la amplitud de
la exposición, en la parte crítica, que ningún análisis puede aspirar a
reproducir. Además, no todo pertenece a Hegel: mucho lo hemos visto ya, mucho
hemos de verlo, con notable ventaja, en otros autores. No resistimos, sin
embargo, a la grata tentación de dar una idea muy sumaria de estas dos partes
de la construcción hegeliana.
Hemos dicho que la segunda
comprende el estudio de las formas particulares de lo ideal. Nadie
ignora, por superficial conocimiento que tenga de la filosofía de Hegel, que el
ritmo dialéctico (tesis, antítesis, síntesis) se manifiesta siempre en forma
trilógica. Tres son, pues, los momentos esenciales de la idea, que en el reino
de la Belleza se traducen por tres formas particulares de arte, engendradas por
la fuerza propia e inherente a la idea misma. Estas tres formas son: el
arte simbólico, el arte clásico y el arte romántico. En el arte
simbólico, la idea, todavía abstracta e indeterminada, busca, sin
encontrarla, una expresión o manifestación perfectamente adecuada a su esencia.
Como no [p.
208] lo consigue, se pierde en esfuerzos impotentes para
dar forma a sus concepciones vagas y poco definidas, y altera, confunde y
estropea las formas del mundo real valiéndose de relaciones arbitrarias. El
arte simbólico, no llegando a combinar la forma y la idea, las presenta como
términos desproporcionados y heterogéneos. En el arte clásico, la
idea (que no es ya abstracta ni indeterminada), determinándose con plena
conciencia en su actividad libre, encuentra en su propia esencia la forma
exterior adecuada, realizándose así la armonía perfecta de la idea como
individualidad espiritual y de la forma como realidad sensible
y corpórea. Pero la Idea no puede detenerse en esta perfecta armonía, y aspira
a sobrepujar la forma, llegando a la espiritualidad pura y concentrándose en sí
misma. El arte de la perfección finita cede ante el arte de la aspiración
infinita. Y entonces nace la forma romántica, que, encontrando
insuficientes las formas del mundo exterior, rompe la armonía del arte clásico,
y produce una excisión de fondo y forma, en sentido opuesto al del arte
simbólico. El arte romántico es el arte del mundo interior y
de la libre espiritualidad.
Esta división hegeliana de la historia
artística puede ser juzgada desde dos puntos de vista distintos, y, según la
miremos de uno o de otro modo, podremos encontrarla ingeniosa y falsa, o
verdadera y profunda. Si se la mira como concepción filosófica a
priori, dependiente del sistema de Hegel, adolece del vicio radical de
todo el sistema, comenzando por la Lógica, de la cual no es más que un caso
particular. Pero para nosotros es muy dudoso que Hegel hiciese su
clasificación a priori: creemos que empezó por deducirla de
los hechos artísticos, y que luego intentó razonarla conforme a su sistema. La
prueba es que esta clasificación subsiste e impera todavía en la crítica, y es
generalmente aceptada por muchos que no son hegelianos, puesto que, en
realidad, agota todas las formas históricas del arte, aunque
no todas las posibles. Es, pues, una clasificación a posteriori, y
ésta es su fuerza, por más que una ilusión metafísica, muy natural en todo
filósofo idealista, hiciese creer a Hegel que con su sistema construía la
historia, cuando precisamente era la historia la que construía su sistema, y le
daba solidez y condiciones de duración. Porque, efectivamente, lo que hizo
Hegel fué añadir un nuevo miembro a la clasificación, vulgarísima en su tiempo
y enteramente histórica, [p. 209] de arte clásico y arte
romático. En el primero entraban naturalmente las obras de Grecia y
Roma y las de sus imitadores modernos; en el segundo, las producciones dictadas
por el espíritu de los pueblos cristianos, en aquello en que más se apartan de
la antigüedad. Pero es evidente que esta clasificación pecaba de incompleta,
quedando fuera de ella la poesía de los Hebreos, y todo el arte oriental de la
India, de la Persia, del Egipto, etc., que evidentemente no eran ni arte
clásico ni arte romántico, como no se tomasen estas palabras en sentido
latísimo y algo violento, como hacían Juan Pablo y los Schlegel. Hegel cayó en
la cuenta de esto, y completó felizmente la clasificación con el arte
simbólico, siendo para él no pequeña fortuna poder encerrar en tres términos
todas las manifestaciones artísticas. Si llega a haber una más, la ley
del ritmo dialéctico y de los momentos esenciales hubiera
sufrido no pequeño menoscabo. Por ahora parece que no hay peligro, puesto que
nadie sostendrá en serio que el llamado arte realista o naturalista moderno
(parodia o degeneración grosera del más decrépito romanticismo) pueda
considerarse como una forma de arte nueva, digna de alternar con la simbólica,
con la clásica o con la romántica.
En casi todas las doctrinas
artísticas de Hegel hay que hacer la misma distinción entre la apariencia apriorística y
la realidad experimental. El que haga esta distinción, podrá sacar de la Estética todo
el fruto que en tanta abundancia contiene, sin contagiar se para nada de la
metafísica hegeliana.
El nombre de arte
simbólico debió de ser sugerido a Hegel por los escritos de Schelling
y de Solger, si bien uno y otro, en sus obras de Estética, se habían mantenido
fieles a la clasificacion bimembre del arte. Hay que conceder a Hegel lo que es
suyo, y marcar bien la diferencia que media entre él y sus predecesores Para
Schelling y Solger, todo arte era simbólico; para Hegel, el simbolismo no es
más que una forma particular, la primera y más imperfecta del arte. En rigor,
ni siquiera es arte puro, sino precursor del arte.
El símbolo de que habla Hegel no
es el tipo simbólico general que se encuentra en toda concepción artística, en
lo clásico como en lo romántico, sino aquella especie de simbolismo particular,
desproporcionado, gigantesco, enigmático y misterioso, a veces [p. 210] grotesco,
que caracteriza los monumentos orientales, cuya forma sensible, que en sí no
nos agrada ni satisface, nos invita a penetrar en un sentido más recóndito y
profundo. Toda mitología es simbólica; pero en los mitos griegos hay perfecta
adecuación de la idea y de la forma: no así en los orientales. Sólo
cuando la libre subjetividad (personalidad) sustituye a esas
concepciones oscuras y mal definidas, desaparece el arte simbólico para ceder
su puesto al arte clásico, que representa sus dioses como verdaderas personas
morales, libres y completas en sí, y admirables por sí propias, sin el cortejo
de una idea general. Entonces el simbolismo suele refugiarse en los atributos o
accesorios de las divinidades, cuando antes constituía la divinidad misma.
La ausencia de personalidad y
de libertad: es, pues, lo que caracteriza al arte simbólico.
Lentamente, por una evolución progresiva, va desarrollándose el símbolo, hasta
confundirse con el arte verdadero. Hegel estudia paso a paso este combate entre
el fondo y la forma, desde el símbolo inconsciente hasta
el simbolismo reflexivo. Es lo que pudiéramos llamar la Simbólica de
Hegel, muy distinta ciertamente de la de Creuzer, aunque inspirada en parte por
ella.
En el grado más bajo del arte y
del símbolo, el fondo y la forma, el espíritu y la naturaleza, Dios y el
hombre, se confunden e identifican. Es lo que Hegel llama unidad
inmediata, en la cual incluye, con evidente yerro histórico, la misma
religión del Zendavesta. En el segundo grado, el fondo y la
forma aparecen como separa dos y apuestos. Tenemos entonces el simbolismo
de la imaginación, representado especialmente por la religión, el arte
y la poesía de la India; arte que, en medio de su imponente grandeza,
«precipita al ser universal en las formas más innobles del mundo sensible». A
Hegel le era profundarnente antipático el indianismo de los Schlegel y de
Schelling, y no acertaba a ver en los poemas sanscritos más que «quimeras
extravagantes y monstruosas». Toda esta parte de su obra se resiente algo de
esta prevención suya. Hegel es el único panteísta moderno que no ha sentido
afición ni cariño hacia la India, quizá por ser el suyo, un panteísmo
dialéctico, y de ninguna manera cosmológico y naturalista, como el de
Schelling. Aparte de esto, y sin participar de las exageraciones de la crítica
de Hegel, nos inclinamos a creer con él que en la [p. 211] literatura
sanscrita es más lo desmesurado que lo sublime, más lo fantástico que lo
poético, más lo enigmático que lo racional; y que la influencia de este arte y
de esta cultura no puede menos de producir, y está produciendo ya, a la cultura
europea más daño que provecho, apartándola cada vez más de los senderos del
buen gusto, que lleva siempre consigo cierto carácter de limitación ; pero
limitación saludable e inherente a todo desarrollo racional de la actividad
humana.
No negaremos, sin embargo, que
Hegel, dominado por un helenismo algo intransigente, exagera este punto de
vista suyo hasta sacrificar el arte del Indostán, no sólo a la poesía de los
persas, sobre la cual ha hecho delicadísimas observaciones (inspiradas quizá
más por la lectura del Diván de Goethe que por la de Sadi,
Hafiz o Firdusi), sino al arte del Egipto, en el cual le parece encontrar la
verdadera simbólica, un principio espiritual más emancipado de la
naturaleza física, una conciliación más alta de la idea y la forma, mayor
tendencia al arte puro manifestada por el emblema, una
elección más inteligente de las formas simbólicas y mayor disciplina en los
esfuerzos imaginativos. Por caso verdaderamente singular y digno de
consideración, el más idealista de los filósofos se siente dominado
invenciblemente por el punto de vista plástico, en cuanto pone el pie en el
terreno de la Estética. La mayor perfección e independencia de la figura
humana, sobre todo en las obras de las primeras dinastías, anteriores al
despotismo de los cánones hieráticos, le basta para declarar
la superioridad del genio egipcio (casi nulo en el arte superior y primero de
todos, en el arte literario) sobre la opulenta y espléndida poesía de las
grandes epopeyas y de los admirables himnos sacros, nacidos a orillas del
Ganges. Es enorme injusticia, y lo era todavía más en tiempo de Hegel, cuando
ni siquiera los más notables monumentos que hoy conocemos del arte egipcio
habían salido a flor de tierra, declarar a ese pueblo, tan propenso a caer bajo
el yugo del canon, el único pueblo oriental verdaderamente artístico, y
esto en cotejo, no ya sólo con el pueblo de los Vedas, del Ramayana y
del Mahabarata, sino con la misma divina e incomparable poesía
de los libros santos, si bien en cuanto a ésta, Hegel, que la sentía muy bien,
procura salvar la dificultad, declarándola todavía más sublime que bella, por
la superioridad y el dominio [p. 212] que en
ella tiene lo infinito sobre lo finito, y por la enorme distancia que los
separa.
Bajo el nombre poco feliz
de simbólica reflexiva, como si fuesen irreflexivas todas
las manifestaciones del arte oriental que hasta ahora viene describiendo,
agrupa, o más bien confunde Hegel verdaderos géneros poéticos, como la fábula, la parábola, el proverbioo, la metamorfosis, la poesía
didáctica y la descriptiva, y procedimientos de
estilo, tropos y figuras tales como la metáfora, la alegoría y
la comparación, de donde resulta un conjunto sobremanera
abigarrado. Todas las formas de arte y de estilo, cuya base es la comparación, es
decir, todas aquellas en que la idea se pone expresamente como distinta de la
forma sensible que la representa; todas las que dependen de una combinación
accidental, son para Hegel formas de transición, que marcan el paso del arte
simbólico al arte clásico, y constituyen la simbólica reflexiva, en
que el fondo de la representación no es ya lo absoluto, sino algo finito. La
teoría general es oscura, y, además de oscura, embarazosa e inútil. Se ve que
Hegel ha querido echar a toda costa un puente entre el arte simbólico y el arte
clásico, y olvidando que éste había tenido en sus primeros pasos un simbolismo
análogo al oriental, y del cual nunca dejaron de persistir vestigios, aun en
las obras más perfectas de la escultura helénica, ha apartado los ojos de esta
transición histórica tan obvia, y se ha perdido en un laberinto de
clasificaciones retóricas, que en rigor no se aplican a ningún período del
arte, sino a éste considerado en su totalidad, independientemente de toda
determinación histórica, puesto que la metáfora, la comparación y la alegoría
son medios que usa el arte clásico lo mismo que el romántico y el simbólico; y
lo mismo decimos de los géneros, aunque haya algunos predilectos o más propios
de cada una de las grandes épocas artísticas.
En los pormenores hay siempre
mucho que aplaudir, aunque se les pueda aplicar el sabido sed nunc non
erat his locus. Sobre todo, está notado con singular talento el contraste
entre la poesía didáctica y la poesía descriptiva, géneros
igualmente mancos e incompletos, aunque por razones opuestas: el uno porque
presenta ideas generales en su forma abstracta y prosaica; el otro porque
reproduce, sin idea, las formas sensibles del mundo exterior, que [p. 213] no
tiene derecho a figurar en el arte sino como manifestación del espíritu o
teatro de su desarrollo. Claro es que uno y otro género admiten verdadera
poesía, pero mucho más en los episodios que en el conjunto. Ni la forma sin la
idea, ni la idea sin la forma: el desacuerdo entre ambos elementos es el vicio
capital del arte simbólico; su perfecta armonía es el triunfo del arte clásico.
No hay que encarecer el amor con
que Hegel estudia el desarrollo del ideal clásico, el valor
estético de la concepción antropomórfica, la serenidad
inalterable de los dioses inmortales (que llevaba consigo, cierto es, y él lo
confiesa, la exclusión de toda una fase de la existencia: el mal, el pecado, el
dolor, el remordimiento...), la reacción del politeísmo griego contra la
simbólica oriental, cuyas formas animales va lentamente degradando, hasta
hacerlas expresivas de la parte ínfima y servil de la naturaleza humana; la
derrota de los antiguos dioses (encarnación ciega y salvaje de las fuerzas
naturales), y el triunfo del espíritu en las nuevas divinidades personales y
libres; las creaciones informes y caóticas de la imaginación desarreglada; los
elementos telúricos, astronómicos y titánicos huyendo
ante la luz purísima de la Idea o teniendo que refugiarse en
el secreto recinto de las asociaciones mistagógicas. Hoy que
la ciencia de la Mitología comparada avanza a pasos de
gigante, estas páginas de Hegel nos parecen algo anticuadas, como la
misma Simbólica de Creuzer, en la cual manifiestamente se
apoyan; pero lo que Hegel pierde como mitólogo, lo gana como crítico de arte,
en la determinación puramente estética del ideal clásico, al cual ha consagrado
páginas cuya alta (y algo melancólica) serenidad rivaliza con la de las mismas
estatuas. ¡Con qué profunda sagacidad está notado, en medio de tanta armonia,
un germen de desacuerdo entre la bienaventurada grandeza del espíritu y la
belleza exterior y corpórea; por donde se engendra en el ánimo, ante los
mármoles de más pura idealidad, cierto vago sentimiento de tristeza, que
anuncia la proximidad de un principio de destrucción oculto en la forma misma,
como si aquellas existencias divinas sometidas, en medio de su Divinidad, a la
inflexible ley del Destino, se quejasen a un tiempo de su felicidad celeste y
de su existencia física! Esta contradicción interna entre el mundo moral y la
realidad sensible, acabará por destruir la paz divina de la
antigua plástica, manifestación la [p. 214] más
genuina del ideal clásico, y abrirá la puerta al arte romántico. La transición
apunta en cuanto los dioses del arte clásico comienzan a abandonar la serenidad
silenciosa de lo ideal, para descender a la multiplicidad de las situaciones
individuales y al conflicto de las pasiones humanas; cuando lo divino comienza
a absorberse en lo finito, y el elemento particular se
desborda sin regla ni medida, destruyéndose los Dioses en fuerza de su
propio antropomorfismo, anulado por el progreso de la
conciencia filosófica y religiosa, que le sustituye con otro ideal de incomparable
pureza. Así como el arte simbólico termina por la excisión de la forma y de la
idea en una porción de géneros particulares (comparación, fábula,
enigma, etc.), así el arte clásico termina por la sátira, género
de oposición y descomposición, género eminentemente prosaico (y por eso más
propio de los romanos que de los griegos), género que vive del contraste entre
el mundo real y los principios de la moral abstracta. La sátira tiene desgracia
entre los estéticos alemanes, que generalmente se niegan a reconocerla todo
carácter lírico. Y no menos desgraciados suelen ser ante esa Estética los
romanos, cuya literatura, calificada en su totalidad por Hegel de eminentemente
prosaica, viene a reducirse, según él, a expansiones diversas del
genio satírico, lo mismo en la poesía que en la historia y en la oratoria. «El
espíritu del mundo romano (añade nuestro filósofo) es el dominio de la ley
abstracta, la destrucción de la belleza, la ausencia de serenidad en las
costumbres, el sacrificio de la individualidad». Si se quiere protestar contra
tan rigurosa sentencia con los nombres de Lucrecio y de Catulo, de Horacio y de
Virgilio, Hegel nos contestará, quizá con razón, que eran ingenios
totalmente helenizados, y que su pueblo no los entendió ni
gustó de ellos.
El arte romántico (sinónimo
para Hegel de arte cristiano) se caracteriza por el principio de la subjetividad
infinita. El arte clásico había sido la representación perfecta del
ideal, el reino de la Belleza: nada más bello se ha visto ni verá. Pero hay
algo todavía más elevado que la manifestación bella del espíritu bajo la forma
sensible; y es la conciencia que el espíritu adquiere de su naturaleza absoluta
e infinita, la cual lleva consigo la absoluta negación de todo lo
finito y particular. «La llama de la subjetividad devora todos
los dioses del Panteón clásico». Pero esta [p. 215] subjetividad
infinita ha de realizarse en alguna forma, no suficiente y adecuada, es cierto,
pero al cabo forma artística y sensible, cuya más alta expresión es la naturaleza
humana en su vida interna y personal. El arte romántico es, por
decirlo así, la historia íntima del alma, y bajo este aspecto
es riquísimo, mucho más que el arte antiguo, en manifestaciones diversas de la
conciencia humana y del principio individual, en afectos, pasiones y conflictos
morales. Como ya no es la belleza el principio esencial (no se olvide nunca que
Hegel no define el arte por la belleza, sino por la idea), el
arte nuevo admite en proporciones mucho mayores que el antiguo lo real con
sus imperfeccciones y defectos, lo indiferente, lo vulgar y hasta lo feo. La
Estética de lo feo es importantísima en el arte romántico,
que, por el contrario, no aspira a reproducir la belleza ideal en el reposo
infinito, sino que tiende, como a ultimo término de su desarrollo, a la
espiritualidad pura e invisible, a la región levantada sobre todo sentido,
donde ninguna forma hiere los ojos y ningún son vibra en los oídos. Si la
escultura es el arte clásico por excelencia, la música y la poesía lírica son,
por excelencia, artes románticas, que dejan oír su acento hasta en la epopeya y
en el drama, y esparcen sobre las creaciones de las artes figurativas una
atmósfera de sentimiento profundo.
Tres momentos principales ofrece
en su desarrollo el arte romántico: 1º, el momento religioso, en que la vida de
Cristo, su muerte y su resurrección son el centro de las representaciones
artísticas; 2º, el momento de la actividad humana, en que el
interés se concentra en el principio personal o
individualista, y en las virtudes que de él emanan, honor, amor,
fidelidad; en una palabra, todos los sentimientos y deberes de la
caballería romántica: podemos llamar a este segundo momento arte
caballeresco; 3º , el momento de la independencia formal o
exterior de los caracteres y de las particularidades individuales, o,
lo que es lo mismo, la exageración del individualismo y del espíritu de
aventura, el predominio de lo accidental, errabundo y caprichoso, que marcan la
ruina y disolución del arte romántico en formas tales como el realismo de
la pintura de género y el humorismo.
Es imposible dar idea de la
riqueza de desarrollos que contiene esta especie de poética romántica. Hegel
recorre, no sin [p.
216] resabios panteístas y heterodoxos, pero con cierta
unción religiosa, que no parece afectada, las diversas expresiones del amor
divino en el arte. Sobre el gran misterio de la Redención, sobre el culto de la
Virgen, sobre el espíritu de la Iglesia, tiene páginas de verdadera elevación y
aun de exquisita ternura; pero no faltan sombras que impiden detenerse mucho en
esta parte del libro, peligrosa para ciertos espíritus por su propia vaguedad
mística. En cambio, puede elogiarse y recomendarse sin reparos todo lo que se
refiere al ideal caballeresco y a los sentimientos que de él emanan, los cuales
Hegel, quizá sistemático en demasía, refiere todos al
principio individualista, con exclusión de toda idea de un orden más
general, con lo cual deja en la sombra el aspecto social e histórico de
la caballería, reducida por él a «la independencia personal, que se satisface
en sí misma». El empeño de ver en todo antítesis radicales entre el arte
moderno y el arte antiguo, le llevó a exagerar el carácter disperso e
individualista del mundo caballeresco, que indudablemente llevaba en sí un
germen de unidad y de armonía, y surgió en gran parte como remedio contra el
atomismo y la digregación social, creando nuevos lazos y vínculos entre la
familia humana.
Por lo demás, los motivos
caballerescos están apreciados por Hegel con alta sensatez, muy lejana del
irreflexivo entusiasmo de otros críticos románticos. El honor, v. gr., cuando
no es más que culto egoísta de la propia personalidad, le parece una pasión
fría y sin interés dramático, como todo lo que es vano y falso: la sutil y
enredosa casuística de nuestros dramaturgos, ni le interesa, ni le agrada,
aunque admira en ellos otras cualidades de mucho más valor. En la
representación del amor, tema eterno de las novelas y de los dramas modernos,
encuentra también cierto exclusivismo egoísta y pernicioso, que sacrifica a un
sentimiento personal los grandes intereses de la vida humana, dignos con
preferencia de servir de tema al arte, por lo mismo que tienen un carácter
menos accidental y arbitrario.
El capítulo concerniente a lo que
pudiéramos llamar el ideal humano (tercer momento del arte
romántico), es, en realidad, una admirable teoría de los caracteres dramáticos,
estudiados principalmente a la luz de las obras de Shakespeare, que ha
encontrado en Hegel uno de sus más luminosos intérpretes. ¡Qué páginas [p. 217] sobre Macbeth y
sobre Hamlet! Sólo a los grandes es dado comprender y sentir
totalmente a los grandes, y expresar de esta manera su grandeza.
Lo que caracteriza a este tercer
período es: 1º, la independencia del carácter individual que persigue sus
propios fines y designios particulares, sin ningun fin moral ni religioso; 2º,
la exageración del principio caballeresco y del espíritu de aventuras; 3º, la
separación de los dos elementos, en cuya unión consiste el arte, y por término
fatal de todo, la destrucción del arte mismo de la cual ya son síntomas la
predilección por la realidad común la imitación de lo vulgar, el abuso de la
habilidad técnica, el capricho, la fantasía y el humorismo.
Pero lo que anuncia mejor la
destrucción del arte romántico, es la novela moderna (con sus
precedentes caballerescos y pastoriles). La novela es la caballería que
pretende volver a entrar en la vida real; es el ideal en medio de una sociedad
perfectamente reglamentada; es la caballería bourgeoise, la
caballería de la clase media. Por un lado, lo real se presenta en su objetividad prosaica;
por otra parte, el artista, con su manera personal de sentir y de concebir, se
erige en dueño y árbitro de la realidad, produciendo monstruos contradictorios
y espectáculos fantásticos.
No es que Hegel desdeñe toda
imitación de lo real, puesto que da grande importancia a la concepción y ejecución artísticas,
en las cuales puede, en último caso, refugiarse el ideal, como vemos en la
pintura holandesa y en ciertas representaciones dramáticas o novelescas de la
vida, hechas por Diderot, Goethe o Schiller, a quienes expresamente exceptúa
Hegel por haber conservado, en medio de esa reproducción de pormenores vivos,
un sentido más elevado y profundo. Pero aun así, no satisfacen completamente al
espíritu; y lo que más nos enamora, por ejemplo, en los maestros holandeses, es
el arte de pintar, el talento del pintor, abstracción hecha del asunto, la
habilidad superior para representar todos los secretos de la apariencia
visible, el discreto empleo de los medios técnicos, gracias a los cuales
creemos ver y tocar el oro y la plata, las piedras preciosas, la seda, las
pieles riquísimas. Sobre todo esto dice Hegel cosas bellísimas. Para el arte de
los Países Bajos no han sido los peores jueces los idealistas. Cuando Hegel no
puede ensalzar la transcendencia de la idea, ensalza el [p. 218] poder
creador del artista, que es, a su modo, una manifestación de la idea suprema.
Por un procedimiento semejante se
libra Hegel de la estricta consecuencia lógica que su doctrina debería
imponerle respecto del arte contemporáneo. Agotados y destruídos el arte
simbólico, el clásico y el romántico, ¿hay que doblar las campanas por el arte
en general, contándole entre los difuntos? La lógica imponía esta consecuencia
a Hegel, y no le hubieran faltado, dentro de su sistema, buenas razones en que
apoyarla; pero su buen sentido triunfa aquí, como en otras partes, de su
lógica. Comprende que al arte moderno le falta fe y le sobra espíritu crítico;
pero no puede resignarse a su total desaparición, y concibe una especie
de arte de la humanidad, arte ecléctico, basado en el libre
empleo de todo género de ideas y de formas, combinadas entre sí de mil maneras
diversas, bajo la inspiración del criterio actual. Es lo que
algunos llaman ahora modernismo; pero que en el pensamiento de
Hegel no implica de ningún modo la proscripción de los asuntos históricos,
aunque pertenezcan a la antigüedad más remota. La actualidad de que él habla es
la actualidad del espíritu. El fondo que asigna al arte futuro
es la «manifestación de la naturaleza humana, en lo que tiene de invariable», y
al mismo tiempo en la multiplicidad de sus elementos y de sus formas.
La tercera y última parte de
la Estética de Hegel, o sea, el Sistema de las artes
particulares, es la más extensa y la más importante de todas; pero por
su naturaleza misma se resiste a todo análisis. Esta obra maestra de la
preceptiva moderna no puede ni debe leerse más que en el libro mismo, y perderá
vanamente su tiempo quien pretenda enterarse de ella en compendio ni extracto
alguno. Nos limitaremos a indicar rápidamente los principales tratados, para no
dejar incompleta la idea que venimos dando de la construcción arquitectónica
del libro.
Hegel clasifica las artes según
su mayor o menor capacidad para la representación del ideal. Estas artes son
cinco: la Arquitectura (arte simbólica), la Escultura (arte clásica por
excelencia), la Pintura, la Música y la Poesía (artes románticas).
Esta división, generalmente
seguida e inatacable en cuanto al fondo, tiene quizá el defecto de establecer
cierta jerarquía entre las artes, suponiendo ventaja en cada una de ellas
respecto de [p.
219] la que inmediatamente la sigue, siendo así que cada
una puede con sus propios medios realizar bellezas artísticas de valor perfecto
y absoluto, siendo en este concepto iguales todas, y estando contrapesadas sus
respectivas excelencias. A lo sumo, puede hacerse una excepción en favor de la
poesía, que Hegel, muy dominado siempre, como casi todos los estéticos, por el
criterio literario, considera como el arte universal que
reproduce en su propio círculo los portentos de todas las demás artes. Más
grave reparo puede hacerse a Hegel por haber dado valor histórico a su
clasificación, suponiendo que las artes han aparecido y se han desarrollado en
el mundo por los mismos pasos y en el mismo orden en que las coloca el
pensamiento dialéctico. No es cierto que, históricamente considerada, sea la
arquitectura la primera de las artes; tan antigua como ella, y, si se quiere,
más antigua, es la poesía, y en cierto sentido la música, que Hegel coloca en
los últimos términos de su clasificación como artes más espirituales.
Pero todo esto, lo repetimos, es
independiente de la clasificación en sí misma. Esta nos parece definitiva,
puesto que las artes que en ella se pueden echar de menos son artes mixtas,
artes de transición, artes secundarias, que participan de lo útil o de lo
agradable en mayor grado que de lo bello; artes en que caben ciertamente
elementos estéticos, como en toda obra humana, pero que no presentan estos
elementos en estado de pureza y de libertad, sino cruzados por mil influencias
extrañas. Las Bellas Artes, propiamente dichas, no son ni pueden ser más de
cinco: tres de la vista y dos del oído. Estas artes pueden combinarse entre sí
indefinidamente, dando origen a producciones a las cuales no podemos negar
carácter artístico, pero sólo en cuanto participan de alguna de las artes puras
y elementales, o han nacido del hibridismo de dos o más de ellas. Así, v. gr.,
el arte de los jardines, en lo que tiene de arte, es una derivación de la
arquitectura, o más bien, un apéndice y complemento de ella; la danza, bajo su
aspecto plástico, es una escultura viva; bajo su aspecto
pantomímico, un drama mudo.
El tratado De la
Arquitectura no da motivo en Hegel a particulares alabanzas (excepto
en la parte relativa al arte gótico), pero tampoco a muchas objeciones. La más
grave se refiere a la [p. 220] ausencia casi total de
indicaciones sobre la arquitectura civil, que sólo tiene un párrafo insignificante.
Preocupado Hegel con la idea del arte simbólico, no concede atención más que a
la arquitectura religiosa, si bien en este punto su exposición abraza todo lo
que entonces se sabía de la historia del arte. Hoy la noticia de los pueblos
asiáticos nos parece anticuada y somera: cualquier libro de arqueología
oriental nos da nociones más exactas sobre los monumentos de la India y del
Egipto, obeliscos, laberintos, pirámides, hipogeos. Hay, sin embargo, cierta
grandiosidad en el conjunto de este capítulo, y la teoría de la columna como
transición del arte simbólico al arte clásico es de grande importancia, así
como revela grandísima intuición artística todo lo que dice de las cariátides y
de los arabescos, y del empleo de las formas orgánicas en la
arquitectura y en las artes ornamentales. La descripción del templo griego,
aunque hecha con mucha precisión y rigor técnico y con clara inteligencia de la
adaptación del edificio a su fin, parece algo pálida al lado de la arrogante
descripción del templo gótico, descripción universalmente admirada, y sin duda
la más bella que puede leerse en libro alguno. Ella sola bastaría para hacer
inolvidable la Estética de Hegel.
Tampoco nos detendremos en el
tratado de la Escultura. Es Winckelmann perfeccionado y engrandecido por un
hombre que no era arqueólogo de profesión, pero que sentía como pocos la forma
ideal humana. Tuvo sobre Winckelmann la ventaja de conocer mayor
número de mármoles, y algunos de época más pura, sobre todo las estatuas y los
bajo-relieves del Partenón. De todo ello se aprovechó para rectificar o
completar algunas teorías de su predecesor, a quien, por lo general, sigue con
extraordinaria veneración, no menor que la que le consagraron Schelling y
Guillermo Schlegel. Winckelmann, estético platónico, fué reverenciado como
precursor y patriarca suyo por los idealistas alemanes, que en cambio miraron
siempre con no disimulada prevención a Lessing, de quien, no obstante, toma
Hegel, conforme a su plan sincrético, mucha y notable doctrina sobre las relaciones
de la escultura con las demás artes figurativas y con la poesía. Quizá el mismo
exclusivismo clásico con que Hegel trata de la escultura, atento sólo a la
parte plástica y al ideal de la belleza corpórea, mucho más que a la parte
íntima y a la manifestación del [p. 221] espíritu,
por él en otras partes tan preconizada, sea reminiscencia de Lessing antes que
de Winckelmann. Nunca dejó de sentirse en Alemania la influencia del primero de
estos dos grandes críticos, pero se confesaba mucho menos.
Materia tan vasta y compleja como
la Estética pictórica, no podía ser agotada en límites
relativamente tan estrechos como los que Hegel le ha concedido. La parte
teórica, es decir, todo lo que respecta al fondo de la representación, a los
materiales de la pintura y a su ejecución artística, a la perspectiva, al
dibujo, al colorido y a la composición, resulta incompleta y manca, si bien
ingeniosa y a veces profunda. Aun la parte histórica, que Hegel trata con más
cuidado, adolece de omisiones indisculpables, por lo mismo que son voluntarias
y sistemáticas. El propio criterio exclusivo que impide a Hegel ver otra
escultura que la escultura clásica, le cierra los ojos para toda pintura que no
sea la pintura romántica, y especialmente la pintura religiosa de los italianos.
Sólo una excepción hizo, brillantísima por cierto, en favor de la pintura de
género, flamenca o neerlandesa. Las páginas en que opone esta pintura a la
italiana, deben contarse entre las más bellas del libro. En cambio, ninguna
atención concede a la pintura de historia, y muy poca a la pintura de paisaje.
El mismo arte holandés viene más bien como contraste que como traído por su
valor propio. Para Hegel, la pintura es arte eminentemente espiritualista, arte
de la subjetividad interna, y a esta consideración está
sacrificado todo, así como en el tratado de la escultura todo se sacrifica al
ideal corpóreo. La concentración del espíritu en sí mismo: tal es el fondo de
las representaciones pictóricas; su más alto empleo, la profundidad del amor
místico. ¿Es Hegel u Overbeck el que habla en estas páginas de sabor tan purista y
pre-rafaelesco? Hegel reaparece, sin embargo, en otras consideraciones de sabor
más ecléctico, condenando la predilección exclusiva por los maestros de la Edad
Media, y haciendo plena justicia a los del Renacimiento, «que realizaron la
fusión de la vida real en toda su riqueza, con lo que el sentimiento religioso
tiene de más íntimo y profundo».
El capítulo consagrado a la
Música pasa generalmente, y creo que con razón, por el más endeble de esta
Estética, como de casi todas las que hasta el presente conocemos, ora proceda
tal defecto [p.
222] del carácter por una parte aéreo, vago e impalpable,
y por otra fisiológico en demasía, de la impresión musical, ora no reconozca
otra causa que el hecho de haber sido compuestos la mayor parte de los libros
de teoría del arte por filósofos o por literatos ajenos a la parte técnica de
la Música. Hegel confiesa modestamente estar poco versado en tal conocimiento;
se excusa de tener que tocar esta materia por las exigencias de su obra, y
declara desde el principio que se limitará a puntos de vista generales y a
indicaciones sueltas. No hemos de creer por eso que fuera insensible, como
Kant, a los halagos del arte del sonido; al contrario: parece haber sentido por
la Música verdadera pasión, según nos informa su discípulo Rosenkranz, y según
lo patentizan las mismas páginas que dedica a los efectos de la expresión
melódica. La Música era para él la segunda en jerarquía entre las bellas artes,
porque expresaba el espirítu en sí, el elemento interno, que
aniquila la forma visible, pero sin llegar todavía a la perfecta
independencia ideal de la poesía, emancipada igualnente de las
formas ópticas y de las acústicas. Arte del sentimiento, expresión del
sentimiento: esto y no otra cosa era para Hegel la Música; consideraba el
sonido como un simple medio de transmisión sin valor propio, puesto que su
carácter consiste precisamente en destruirse y aniquilarse conforme se produce,
quedando sólo su resonancia en las profundidades del alma. Entendida de este
modo la Música, claro es que lo que principalmente preocupa al grande estético
alemán no es la ciencia del sonido, no es lo que los antiguos llamaban música
especulativa, sino los efectos que pudiéramos decir morales o psicológicos de
la Música, lo que él llama el elemento poético de la
Música, el alma que canta. Por eso su tratado de la música
de acompañamiento (sagrada, lírica o dramática) es muy superior al de
la música independiente, que, a pesar de su independencia,
parece haberle inspirado mucha menor simpatía.
Por íntimo y sincero que fuese su
amor a la belleza en todas sus manifestaciones plásticas y musicales, Hegel era
un espíritu plenamente literario, y hablando de literatura tenía que sobrepujarse
a sí mismo. No hay en el mundo moderno mejor poética que la
suya, tan admirable en su género y tan digna de ser venerada como los
inmortales fragmentos de Aristóteles. Uno y otro libro son piedras angulares de
la preceptiva literaria, obras en que [p. 223] el genio
filosófico no ha temido descender de la abstracta y helada región metafísica,
para entrar con planta segura en la fragua viva y ardiente del arte. Ningún
artista ha discurrido del suyo con tan intenso y reconcentrado entusiasmo como
el que palpita en el estilo de Hegel cuando discurre sobre el arte de la
poesía, ya nos exponga su universalidad, basada en el privilegio de ser el
único arte que se encamina en derechura al entendimiento y a la imaginación y
no a los sentidos, y el único que puede concentrar todas las formas y todas las
ideas, el mundo físico y el mundo moral, y seguir el desarrollo de una acción
entera, merced a su carácter de arte sucesivo; ora nos muestre
al poeta como soberano taumaturgo, dueño del signo de los signos, intérprete de
la fuerza espiritual y del principio oculto de la vida, revelador del alma
misteriosa de los seres, y capaz de infundirles una existencia más alta que la
que tienen en el mundo de las apariencias sensibles; ora trace los linderos
inviolables entre el pensamiento científico o prosaico y el pensamiento
poético, determinado el primero por el encadenamiento lógico, y nacido el
segundo para comprender la armonía visible, la actualidad viva, y concebir a un
tiempo el efecto y la causa, sin tener que valerse de las escalas del
raciocinio ni de las categorías del entendimiento, sin reflexión ni análisis,
sin comparación ni clasificación, sin géneros ni especies, ni tipos abstractos,
ni unidades artificiales, sino en una síntesis superior a toda síntesis
científica, porque es trasunto intuitivo de la unidad concreta del universo y
de los seres que le pueblan. ¡Con qué elevación casi platónica lleva Hengel
tras de sí el pensamiento, cuando define esa intuición rápida y primitiva con
que acerca sus labios el poeta a la fuente fresca y sin cesar manante de la
vida, o cuando nos declara los misterios de la forma artística, que no está
respecto de la idea en las relaciones de la vestidura con el cuerpo, sino del
cuerpo con el alma, y aun en una relación más íntima, si más íntima pudiera
imaginarse!
Hay defectos, es verdad, en
esta poéica, como en toda obra humana. Hegel, por ejemplo,
restringe demasiado el campo de las manifestaciones literarias, negando, o poco
menos, todo carácter estético a la historia y a la elocuencia, que le parecen
géneros utilitarios y prosaicos. Para Hegel, no ya la forma, sino la materia
misma de la historia, es impropia del arte, porque la [p. 224] historia
empieza cuando la poesía acaba, cuando la razón positiva y el orden social triunfan
de la enérgica individualidad que campea en las edades bárbaras. No digamos
nada de la oratoria, sometida a un fin de utilidad preciso y positivo:
consagrada, no al culto de lo bello, sino al de lo honesto y de lo útil, de lo
verdadero y de lo bueno, sometida por otra parte a las reglas de la
argumentación, y opuesta radicalmente a la poesía hasta en el arte de excitar
los afectos, puesto que muy rara vez busca por impresión final la serenidad
artística, sino el tumulto desbordado de la pasión, y, lejos de arrebatar a los
oyentes a una esfera más pura y elevada, los encadena más y más a la tierra,
haciéndolos esclavos del sentimiento. Uno y otro género (la historia en mayor
grado) admiten, no obstante, elementos verdaderamente artísticos, y Hegel no lo
niega; pero se fija poco en ellos, dominado por una idea sistemática, que no
reconoce más arte que el arte puro y libre de toda sugestión
exterior, de todo propósito interesado, de todo conato de acción inmediata
sobre la voluntad o sobre la razón discursiva.
Pero entendido el arte en este
sentido rígido y puritano, no hay sino rendirse a Hegel, y dar por buena su
famosa clasificación de los géneros (épico, lírico y dramático, o, lo que es lo
mismo, objetivo, subjetivo y subjetivo-objetivo); clasificación
que en rigor nada tiene de nueva, ni Hegel la da por tal, puesto que se
encuentra en germen hasta en los tratadistas más rutinarios y empíricos, siendo
verdad de trivial experiencia que hay composiciones en que el poeta habla solo,
otras en que hace hablar a sus personajes, y otras en que toman parte
alternativamente el poeta y sus héroes: poemas puramente personales, poemas
narrativos, y poemas representativos. Claro es que estos géneros se combinan
entre sí de mil modos diversos; pero de estos tres tipos fundamentales no es
posible salir. O se cuenta una acción, o esta acción se representa, o se
expresa un sentimiento individual. Hegel ha dado razones más sutiles para la
división; quizá no eran necesarias. La poesía épica es el mundo de lo objetivo,
la poesía lírica el mundo de lo subjetivo; en la dramática (éste es el punto
más flaco del sistema) andan unidos ambos elementos. Y, sin embargo, tan
objetiva o más objetiva, si cabe, que la poesía épica, es la dramática, pues
aunque en ella aparezcan individuos, ninguno de estos individuos es el poeta,
el cual interviene o debe intervenir todavía [p. 225] menos en
el drama que en el relato épico. Pero no conviene hacer demasiado hincapié en
las fórmulas y en las divisiones, que son en el fondo lo que menos importa de
la Poética de Hegel, aunque por la mayor facilidad de
recordarlas sea lo único que busquen y aprendan en ella los que aspiran a
disimular con aforismos compendiosos y huecos su total ausencia de espíritu
literario. Lo que conviene aprender en Hegel es su manera elevada de comprender
las cuestiones técnicas, enlazándolas con principios filosóficos de grande
alcance; por ejemplo: sus teorías de la versificación y del lenguaje poético,
materias a primera vista tan lejanas de toda filosofía, y consideradas por la
mayor parte de los teóricos como jurisdicción acotada de la gramática y de la
ortología. Hegel entiende, por el contrario, que en una poética, aunque la
escriba un filósofo, no puede omitirse la teoría de la expresión
poética, la teoría de las imágenes y de las figuras. Si el lenguaje
poético es figurado, es porque el poeta piensa por medio de imágenes o figuras,
sin que éstas sean algo postizo ni sobrepuesto a la idea, sino el mismo
pensamiento, tal como espontáneamente se produce en la imaginación del artista.
Para Hegel, nada hay arbitrario en el arte; todo tiene su lógica, aunque
distinta de la lógica de las escuelas; todo, hasta la versificación, que él
considera como esencial a la poesía en sus formas más altas y puras, relegando
la prosa a géneros inferiores, tales como la novela y la comedia de costumbres.
Quitar la versificación a la poesía elevado, valdría tanto como quitar el ritmo
a la música. Todo arte tiene sus materiales propios, y no se exime de esta ley
la poesía, si no quiere confundirse con la prosa, cuyos dominios confinan por
tantas partes con los suyos. El ritmo sirve en la poesía para recordar al menos
atento que las imágenes y las ideas se enlazan allí, obedeciendo a una ley muy
diversa de la que rige el mundo real. La forma prosaica trae consigo fatalmente
los hábitos del pensamiento prosaico. Por eso Hegel concede tanta importancia y
analiza con tanto esmero los dos principales sistemas de versificación: el
antiguo, o sea, el de la cuantidad silábica, y el moderno, o sea, el de la rima
y número de sílabas. A sus ojos no hay aquí una cuestión meramente prosódica,
sino algo que toca a la esencia misma del arte, un contraste verdadero entre el
arte clásico y el romántico. Cada uno de esos sistemas responde a una
necesidad [p.
226] lógica interior, derivada, no de la naturaleza de los
idiomas antiguos o modernos, sino del constitutivo esencial de la poesía. Busca
sabiamente la ley de ambos sistemas, y encuentra en la versificación métrica
una armonía más exterior y sensible, fijeza y regularidad geométricas, armonía
más delicada, semejante a la euritmia de las formas
arquitectónicas. Pero en este sistema tan complicado y tan sabio, la forma
material se sobrepone a la idea; no así en el ritmo romántico, más
espiritualista, más reconcentrado, más analítico, y que, por la misma
repetición de sonidos idénticos, parece convidar a la meditación y a la
melancolía. Quizá esta teoría es más brillante e ingeniosa que sólida, y no
faltará quien encuentre más espiritualista el exámetro antiguo, sometido a la
única ley de la armonía interna, que el verso moderno, con la repetición
grosera y mecánica de los finales. Pero aun los más convencidos adversarios de
la rima tendrán que convenir en que no se puede defender con más garbo una
causa que es y debe ser eternamente litigiosa, para que la humanidad disfrute a
un mismo tiempo de hermosos versos sueltos y de hermosos versos rimados.
De los tres tratados que Hegel
consagra a los géneros poéticos, el mejor y más luminoso es el de la poesía
épica, materia la más descuidada de todas en las poéticas antiguas,
que por lo general son poéticas teatrales. No existía, cuando Hegel escribió,
verdadera teoría del poema épico, dado que no merecen tal nombre las absurdas y
pedantescas disertaciones del P. Le Bossu y de Madame Dacier, que consideraban
la Ilíaada como obra de especial utilidad para los grandes
capitanes y los ministros de poderosos imperios. Y aunque Batteux y Marmontel
anduvieron más cerca de la verdad, especialmente el primero, que llegó a dar
una definición muy elevada y comprensiva (quizá demasiado comprensiva) de la
epopeya, apellidándola la historia de la Humanidad y de la Divinidad, todavía
ni uno ni otro tuvieron el más leve barrunto de la distinción entre las
verdaderas y primitivas epopeyas y sus imitaciones literarias, ni se dieron
cuenta del medio social y de las circunstancias históricas que hacen posible la
producción épica.
Hegel es, pues, el verdadero
fundador de la teoría del poema épico, y, como todo el que emprende un camino
nuevo, no ha [p.
227] podido menos de tropezar algunas veces. Deslumbrado
por el carácter sintético de las grandes epopeyas, y por el ejemplo de la Divina
Comedia, que en rigor no es poema épico, sino que constituye por sí un
género o especie nueva, en que predominan lo lírico y lo didáctico, no se
contentó con ver en el poema épico un cuadro grandioso de la vida humana, o la
representación completa de una época histórica, sino que usó los términos harto
impropios de enciclopedia y de biblia de un
pueblo, dando ocasión a que algunos exagerasen el carácter religioso o
teogónico de la poesía heroica, y otros pretendieran encontrar en ella cierto
espíritu científico, totalmente contrario a la noción misma de la epopeya, y
aun de toda poesía, y contrario, además, a la evidencia de los hechos, puesto
que, si es verdad que las epopeyas nos presentan con más detalle y animación
que otro monumento alguno la vida política, civil y doméstica de los pueblos
antiguos, sus costumbres guerreras y sus tradiciones religiosas, no lo hacen
jamás de un modo directo y docente, sino por la necesidad de la acción, y
mediante los caracteres atribuídos a sus personajes. De donde se infiere que la
epopeya es, ante todo, un vastísimo poema narrativo, que relata una acción
humana interesante para todo un pueblo, y en la cual todas las fuerzas vivas de
este pueblo aparecen empeñadas.
Hegel mismo lo ha comprendido
así, y lo explica admirablemente al tratar de la unidad de la obra épica, de la
acción y de sus partes, del momento histórico en que aparece la epopeya, y de
la relación del poeta con las creencias populares. Le acusan algunos de haber
tomado por único tipo la epopeya homérica; pero, si bien se mira, este reparo
carece de fundamento, puesto que precisamente las formas épicas, por su carácter
objetivo e impersonal, por depender menos que otras ningunas del arbitrio del
poeta, son las que más fielmente se repiten de una raza a otra raza, y de una
civilización a otra civilización. Por eso los mismos principios que sirven para
interpretar la epopeya homérica, preparan a la inteligencia de un cantar
de gesta de la Edad Media, o de un fragmento del Mahabarata.
Por mi parte, más encuentro que
reparar en el desdén con que Hegel trata los productos de la epopeya artística,
género radicalmente distinto de la epopeya primitiva, es verdad, pero [p. 228] que
puede producir y ha producido altísimas bellezas. La injusticia es todavía
mayor respecto de la novela, que Hegel no excluye ni podía excluir totalmente
de la poesía épica u objetiva, pero que relega desdeñosamente al último rincón,
no sólo porque suele escribirse en prosa, sino porque representa una sociedad
organizada prosaicamente. Esta consideración basta a Hegel para poner la novela
al lado de los poemas didácticos sobre la pesca, la caza, la medicina o el
juego de ajedrez. La teoría de los géneros secundarios es siempre muy confusa
en Hegel, y a veces contradictoria. Los trae y los lleva de una parte a otra,
según lo exigen las necesidades de su tesis. ¿A quién no asombra, v. gr., ver
comenzar un tratado de la poesía épica con la definición del epigrama, de
la poesía gnómica, o sea, de las máximas morales en verso, de
la elegía y de los poemas cosmogónicos, y encontrar, más
adelante, clasificado entre las producciones épicas el idilio? Para
Hegel, todo lo que no es personal es épico, sinónimo aquí de objetivo. Pero
¿en qué se parece un canto de la Odisea a la inscripción de un
monumento, o a los versos áureos de la escuela pitagórica? Evidentemente en
nada. Las teogonías y los poemas de rerum natura tienen
sin duda mucho más de épico (en la antigüedad, se entiende); pero su fondo no
es épico, sino didáctico; no cuentan, enseñan; y si consignan tradiciones de
índole épica, es porque todavía la ciencia y la religión andaban mezcladas con
el arte. El uso de un mismo metro no autoriza la confusión, porque el metro es
cosa accidental en la poesía, si bien Hegel, con ser tan idealista, da mucha
importancia a esta forma externa del arte, a veces con menoscabo de la íntima y
sustancial. La Elegía, v. gr., conserva entre los griegos rastros de origen
épico, puesto que emplea el exámetro combinado con el pentámetro; pero el
contenido de la elegía es, en todas partes, esencialmente lírico, lo mismo en
Tirteo que en Mimnermo o en Solón. No es preciso violentar la doctrina de los
tres géneros para colocar holgadamente todas las formas literarias, sin
necesidad de crear, como algunos estéticos posteriores a Hegel, especies mixtas
o de transición. En rigor, la única dificultad está en la poesía didáctica;
pero si ésta es género de transición, lo será del arte a la ciencia o de la
ciencia al arte, no de una forma poética a otra.
Y aun dando por buena la
extraordinaria ampliación que [p. 229] Hegel hace
del concepto de la poesía objetiva, siempre habría que reparar que el orden
histórico de la aparición de esos supuestos modos épicos rudimentarios,
es diametralmente opuesto al que Hegel establece, a lo menos en la literatura
griega, de donde él saca la mayor parte de sus ejemplos. Ni Hegel ni nadie sabe
lo que fué la primitiva poesía de los pelasgos y de los helenos, aunque lo poco
que de ella alcanzamos induce a creer que tuvo más de lírica que de otra cosa;
pero la literatura griega que conocemos y leemos empieza con Homero, y de
ningún modo con elegías ni con epigramas.
De intento hemos marcado estos
puntos débiles, por lo mismo que consideramos el tratado de la poesía
épica como definitivo y magistral en todo lo que concierne al epos propiamente
dicho. El espíritu de Hegel, abierto a todo lo grande, suele despreciar lo secundario
y pequeño; pero se muestra con todo su poder y esplendor en el examen de esos
mundos artísticos que se llaman la catedral gótica o la epopeya homérica. Nadie
como él ha comprendido el ingenuo despertar de la musa épica, la conciencia de
un pueblo que por primera vez se revela en forma poética, y ninguno, al propio
tiempo, ha logrado esquivar mejor que él los inconvenientes del sistema de la
pura objetividad, que niega al artista la libertad de su producción, y hasta su
carácter de individuo. Recuérdese que Hegel escribía en el tiempo de mayor
intolerancia de la escuela wolfiana, cuando pasaba por gran descubrimiento el
de la no existencia de Homero, atribuyéndose absurdamente las dos epopeyas
griegas, y aun todas las del género humano, a la obra ciega y fatal de una
muchedumbre de cantores o de pueblos y razas enteras, a las cuales se concedían
con admirable candor aptitudes estéticas que luego la humanidad colectiva
parece haber perdido del todo. ¡Estupendo milagro, ciertamente, y más duro de
ser creído que la existencia y el genio de uno o de dos Homeros! Hegel se hizo
superior al torrente, y penetrando más que otro alguno en las entrañas de la
obra épica, mostró que ella, en igual o mayor grado que cualquiera otra
producción humana, era libre producto de la conciencia individual ,
y que ni en las edades bárbaras ni en las artísticas se habían construido las
epopeyas por sí solas y como por arte de encantamiento, brotando en medio de
una plaza pública o de un colegio de rapsodas, porque «si bien [p. 230] los
poemas heroicos expresan la vida de un pueblo entero, no por eso es el pueblo
quien los compone, sino un individuo de él...» El genio de un siglo, de una
nación, es ciertamente la causa general y sustancial; pero no llega a
realizarse sino cuando se concentra en el genio de un poeta que, inspirándose
en el espíritu de su raza y penetrándose de su esencia, la transforma en
concepción propia, que sirve de fondo a su libro. Nunca de muchos trozos
cantados puede resultar una obra llena de unidad, un todo orgánico. Puede
decirse que Hegel enterró para siempre el wolfismo intransigente, que él
llama concepción bárbara, contraria a la idea misma de la poesía. La
crítica filológica ha venido a confirmar las intuiciones filosóficas de Hegel.
Si no entendemos hoy la unidad de los poemas homéricos en el mismo sentido en
que se entendía antes de los Prolegómenos de Wolff; si cobra
cada día más partidarios la opinión que atribuye a un autor la Ilíada y
a otro la Odisea; si en el texto mismo de ambos poemas (texto
evidentemente ecléctico, y formado por la comparación de diversas lecciones),
es fácil reconocer intercalados, no ya sólo versos, sino episodios enteros
(catálogo de las naves, robo de los caballos de Reso, hazañas de Diómedes,
etc., en la Ilíada; evocación de los muertos, en la Odisea); si
puede sostenerse con alguna verosimilitud que ambos poemas suponen otros más
antiguos, largos o cortos, que luego se han fundido en una concepción épica
superior, todo ello está muy lejos de la teoría grosera y mecánica que Hegel
combatía, y que después de él combatió el grande helenista Otfriedo Müller,
defendiendo, no sólo la unidad de plan, sino la unidad de estilo, en las dos
epopeyas, y, como él dice, la personalidad absoluta de Homero.
Aun los que no van tan lejos, admiten siempre la personalidad de
un poeta, ora autor del núcleo primitivo (como pretende Hermann), ora de la
obra definitiva (opinión de Nitzsch). Puede decirse que la refutación de Hegel
ha triunfado en toda la línea, aunque los filólogos suelen hacer caso omiso de
su nombre. No hay helenista alguno que se atreva a sostener ya la paradoja de
Wolff, a lo menos en los términos en que él la enunció. La objetividad se
entiende hoy en el sentido en que la entendía Hegel, no como negación de
personalidad, sino como absorción del poeta en su obra y penetración total del
espíritu colectivo en el espíritu individual. Todos los modernos estudios
y [p.
231] descubrimientos sobre las epopeyas orientales y sobre
las epopeyas de la Edad Media, no han hecho más que venir a confirmar cuanto
Hegel especuló y adivinó sobre el estado de civilización propio de la epopeya;
sobre la intervención de lo maravilloso y de lo divino, tan propia de tiempos
en que andaban mezclados el cielo y la tierra, y tan distinta de la pueril maquinaria de
los poemas literarios; sobre el principio de individualización (acción
particular y limitada), en la poesía épica. Hegel, a pesar de su célebre frase
de las Biblias épicas, no transige con las absurdas tentativas
de escribir la epopeya de la humanidad, la epopeya absoluta, tomando por héroe
de ella al espíritu abstracto, y por campo de su acción toda la historia
universal. Hegel era idealista y panteísta; pero ni su panteísmo ni su
idealismo se parecían al de los tontos. Donde no hay individuo, no hay acción,
y donde no hay acción, no hay epopeya; habrá, a lo sumo, una serie de acciones
particulares y de rapsodias, que nunca llegarán a constituir el todo orgánico y
poético.
Las consideraciones sobre el
desarrollo histórico de la epopeya son de alto sentido en Hegel, pero adolecen
del atraso de las investigaciones en aquella fecha. Hoy todo esto se ha
renovado, y por lo mismo es tanto más admirable el acierto y penetración que
muestra casi siempre. Ni siquiera alcanzó el descubrimiento de la Canción
de Rolando (1837), ni otro monumento alguno de la primitiva epopeya
francesa; y en cuanto a nuestro poema del Mío Cid, es para mí
indudable que no le leyó nunca, contentándose con los romances traducidos por
Herder. Estos son los que llamó «bella y graciosa corona, que los modernos nos
atrevemos a poner al lado de lo más bello que posee la antigüedad». El elogio
puede ser justo, y nos envanece como españoles; pero si Hegel hubiera llegado a
saber que aquellos romances que le parecían tan primitivos eran en su mayor
parte una imitación literaria, hecha por poetas artísticos de época bien
reciente, quizá él, tan desdeñoso con Virgilio y con el Tasso, hubiera juzgado
de un modo algo diverso, reservando sus elogios para los escasos y
preciosísimos restos de la primitiva tradición épica castellana, y no para las
elegantes falsificaciones del siglo XVI, donde no es caso infrecuente encontrar
rastros de suave ironía y aun de parodia.
No nos detendremos en el capítulo
de la poesía lírica, a pesar [p. 232] de las delicadísimas
observaciones en que abunda. No es completo, ni podía serlo: todo ensayo de
preceptiva ha fracasado en este punto: esperemos que los futuros estéticos se
mostrarán más felices en aprisionar y reducir a fórmula y a sistema una cosa
tan indisciplinable y fugitiva como la inspiración lírica. Convendrá, no
obstante, leer y meditar despacio este capítulo de Hegel, siquiera para no caer
en el vulgar error de exagerar el aspecto subjetivo o personal
de la poesía lírica. La poesía lírica es ciertamente subjetiva; pero esta subjetividad (que
se dice tal en oposición a la objetividad épica o dramática)
no implica el que los sentimientos sean propiedad exclusiva del poeta: basta
que él participe del sentimiento colectivo. La poesía lírica más antigua y clásica
expresa ideas y sentimientos generales (David, Píndaro, los coros de las
tragedias...), y cuanto más universal y más humano sea el interés de estos
afectos e ideas, tanto mayor será su eficacia sobre las almas. Los
términos subjetivo objetivo envuelven cierto equívoco, contra
el cual conviene prevenirse más que nunca, hoy que la personalidad o el
subjetivismo lírico va degenerando en lo que Hegel tanto temía, en verdadero
egoísmo o dilettantismo artístico, en capricho psicológico
divorciado del sentir común y de las grandes fuentes del entusiasmo y de la
vida. Si no hubiese cierta atmósfera respirable para todos las almas, la poesía
lírica llegaría a disgregarse hasta el punto de volverse ininteligible.
Hegel no se ha salvado
enteramente de esta interpretación exagerada del subjetivismo, en
el cual funda precisamente todas sus reglas acerca de la unidad de la poesía
lírica, su desarrollo, sus formas exteriores, metros y acompañamiento musical,
empeñándose en hacer de la oda una antítesis continua de la epopeya. Pero el
mismo Hegel concede la existencia de una poesía lírica de fondo épico
(romances, baladas, etc.); concede la existencia de poesías líricas inspiradas
por circunstancias no personales del poeta (Calino, Tirteo, Píndaro, la
misma Campana de Schiller); no olvida ni desconoce (aunque no
admira mucho) la poesía popular, que es muchas veces lírica, pero siempre
impersonal y anónima; y, finalmente, considera como altísima especie de canto
lírico el himno, el ditirambo, el pean, el psalmo, todas
las formas de la poesía religiosa, cuya característica es, según él, «la
anulación de todo sentimiento y de toda idea particular y personal, para [p. 233] absorberse
en la contemplación general de Dios o de los Dioses».
Las teorías dramáticas de Hegel
han sido muy variamente juzgadas. En general, la de la comedia alcanza menos
aprecio que la de la tragedia, aunque no falta quien niegue o escatime toda
alabanza a una y a otra. De éstos es el traductor francés Carlos de Benard,
que, contra la costumbre y el interés general de los traductores, extrema sus
censuras sobre esta parte de la obra de Hegel, llegando a insinuar que Hegel,
como panteísta, no podía concebir plenamente el arte dramático, que es el campo
de la libertad humana. Pero esta objeción, si bien se mira, carece de todo
fundamento, puesto que el panteísmo dialéctico de Hegel no excluye ni el
reconocimiento de la propia individualidad, ni el conflicto con
individualidades distintas, siendo de esto prueba irrecusable (sin salir de
nuestro asunto) el haber comprendido Hegel, mejor que otro preceptista alguno,
la esencia e índole de la poesía épica, donde la actividad libre campea no con
menores bríos que en la poesía dramática, puesto que es uno mismo el sujeto de
entrambas.
Para nosotros, lo más débil en
esta parte de la obra de Hegel, es la noción general del drama, como un
poema subjetivo-objetivo, en que se armonizan el elemento
épico y el elemento lírico. El drama nada tiene ni puede tener de subjetivo, en
la recta acepción de la palabra. La personalidad del poeta debe aparecer en el
teatro todavía menos que en la epopeya: es verdad que el poeta dramático
expresa sentimientos, pero no los suyos, sino los de sus héroes. Los personajes
del teatro de Shakespeare no son Shakespeare: lo que sabemos del Shakespeare
moral e íntimo (y no es mucho), no está en sus dramas, sino en sus sonetos.
También los personajes épicos tienen sentimientos y los expresan: tan subjetivo
es, bajo este aspecto, el Aquiles de Homero, como el de los trágicos. Hay
diferencias, lo sé; hay un desarrollo psicológico más complejo en los tipos
dramáticos; pero esto no procede de la esencia del drama, sino de ser las más
veces producto de una civilización menos sencilla, más refinada. Los vestigios
del teatro primitivo, donde los hay, son en esta parte muy inferiores a los
cantos épicos. Cotéjese, por ejemplo, el Poema del Cid con
el Misterio de los Reyes Magos, o la Canción de
Rolando con el Misterio de las vírgenes fatuas.
[p. 234] Hegel
peca aquí, como en otras partes, por exceso de sutileza y por afán de buscar
explicaciones recónditas a las cosas más sencillas. El drama y la epopeya
exigen igualmente la presencia de una persona moral; pero la acción, que en el
poema épico se cuenta, en el teatro se representa: ni
más ni menos. Esto será trivial, pero es cierto, y es la única distinción entre
ambos géneros que no puede impugnarse ni discutirse, a despecho de todos los
poemas épico-dramáticos que hasta el presente se hayan compuesto y puedan
componerse de aquí en adelante. El drama es acción, la epopeya
es narración; pero su fondo común es la objetividad humana,
determinándose libremente, en edades heroicas o en edades cultas, con un fin
general o con un fin particular, en grandes empresas o en pequeñas, en
situaciones cómicas o en situaciones trágicas.
La diferencia, pues, entre el
drama y la epopeya (tomada esta palabra como sinónimo de poesía
narrativa) no es esencial, sino accidental; no está en el fondo, sino
en la forma. En rigor, los tres géneros pueden reducirse a dos, subjetivo y objetivo, subdividiéndose
éste en dos especies, conforme a los dos principales modos de representar la
vida humana. Aristóteles lo dijo en su profundo y conciso lenguaje: «Todo lo
que cabe en la epopeya, cabe también en la tragedia».
Concedamos, sin embargo, a Hegel
que, en el drama, lo que principalmente nos interesa es el destino individual,
al paso que sobre la epopeya se cierne una ley superior, cuyos efectos alcanzan
a toda una nación o pueblo. Sobre esta base discurre Hegel, y todo su sistema
dramático está fundado en esto, que no es falso, aunque puede ser exagerado. Su
teoría de la tragedia (como discretamente advirtió nuestro maestro Milá) es una
ampliación de la que ya había esbozado Guillermo Schlegel en su paralelo de las
dos Fedras. Para Hegel, el fondo de la acción trágica es la
lucha de los que él llama opuestos poderes morales, y su
conciliación y armonía final. «La Sustancia moral y su unidad
se restablecen mediante la destrucción de las individualidades que turban su
reposo». Sobre los sentimientos trágicos del terror y de la compasión debe
alzarse el sentimiento de armonía que resulta del cumplimiento de la justicia
eterna, anuladora, o más bien pacificadora de los fines y pasiones exclusivas
que han luchado en el curso de [p. 235] la tragedia.
Lejos del pensamiento de Hegel la superficial manera con que muchos comprenden
el futum de la tragedia antigua. No era, en verdad, una
providencia consciente; pero sí la alta razón de los acaecimientos humanos, la
idea suprema y divina que se revela en el mundo, para manifestar la nada de las
cosas finitas, y restablecer el equilibrio entre las fuerzas morales, unas
veces por el perdón, como en la Orestiada, otras por la
conciliación interna en el alma del héroe, como en Edipo en Colona.
Hegel examinó profundamente las
diferencias entre la escena antigua y la moderna; pero su teoría de lo cómico
satisface poco, y no sin razón ha sido tildada de paradógica y confusa. Es, en
el fondo, la misma de Guillermo Schlegel: lo cómico es todo lo contrario de lo
serio, y, por tanto, el personaje más cómico será el que más se burle de sí
mismo, el que menos tome por lo serio sus propios fines. Un personaje objetivamente cómico,
como los de Molière, resulta prosaico, porque aspira con seriedad a un fin
absurdo; no excita la risa sino el hastío, y muchas veces la indignación. El
verdadero personaje cómico lo es subjetivamente, y es el
primero en reírse de sus propias imaginaciones, con libertad, con alegría
franca y ex abundantia cordis. Hegel no reconoce más comedia digna
de este nombre y verdaderamente poética que la comedia ideal y fantástica de
Aristófanes y de Shakespeare. Es una reacción natural, después de todo, pero
extremadísima, contra el despotismo de la lógica y de la verosimilitud moral y
material (algo prosaicas, en efecto) que han sido el nervio de la poesía
clásica francesa, de la cual Hegel muy raras veces se digna hablar, y siempre
con notorio desdén.
Tal es, en esqueleto, muy en
esqueleto, la Estética de Hegel. Quizá ha sido temeridad
nuestra querer dar en pocas líneas idea de tanta riqueza. Quien no conoce este
libro, no conoce la Estética moderna, que no tiene en él su perfección y
complemento, pero sí su punto de partida. Sin Hegel, su desarrollo sería
incomprensible. La Estética de Hegel, tal como es, anticuada
en algunos puntos, deficiente en otros, ruinosa en todo aquello que se enlaza
con las opiniones metafísicas de su autor, más brillante que sólida en ciertas
fórmulas generales, y no exenta tampoco de caprichos y decisiones puramente
subjetivas, más disculpables en un crítico impresionista que en un filósofo,
es, con todas sus faltas y sus [p. 236] sobras, la
introducción necesaria a todo libro de Estética, no ya sólo a los de Vischer,
Rosenkranz, Ruge, Danzel, Weisse, Carrière, y demás hegelianos, que propiamente
son glosas, comentarios y ampliaciones de la doctrina del maestro, sino a los
mismos libros inspirados por la escuela realista de Herbart, a las obras de
Zimmermann y de Lotze, que han surgido como reacción contra el idealismo
hegeliano. La influencia estética de Hegel está en todas partes, hasta en la
escuela pesimista, que le injuria y maldice. Todavía no ha aparecido
construcción del arte que supere a la suya, ni se ha vuelto a ver en ningún
otro teórico aquella dichosa unión del sentimiento artístico y de la filosofía,
que da tanta animación y calor a la palabra de Hegel, y que le hace penetrar
tan adelante en los misterios de la forma. Ningún estético ha poseído en tanto
grado el don precioso y rarísimo de admirarlo y comprenderlo todo, y de
comunicar a los demás esta admiración en un estilo digno de las mismas obras
ideales y puras que va analizando. Su obra (descartados los errores
filosóficos, que, por otra parte, influyen en ella mucho menos de lo que
pudiera creerse) es todavía hoy el mejor antídoto contra las torpezas
naturalistas y realistas, y la exhortación más elocuente al culto del ideal y a
la vida del espíritu. Los peligros que Hegel ofrece a entendimientos mal
prevenidos, son peligros de otra índole, y, por nuestra parte, no queremos
negarlos ni disimularlos; pero conste que Hegel enseña hasta cuando yerra; que
sus mismas aberraciones presentan un sello de grandeza, y que nunca, al leerle,
se siente degradada ni rebajada nuestra naturaleza moral, como la sentimos, mal
que nos pese, al terminar la lectura de los libros de filosofía que hoy andan
por el mundo, y de las prosaicas y groseras representaciones de la vida carnal,
que el arte moderno quiere imponer a nuestra admiración. [1] Hegel podía entender el ideal
como [p.
237] quisiera; pero su libro respira e infunde amor a la
belleza inmaculada y espintual.
https://www.redalyc.org/pdf/809/80915462001.pdf
Si algún día nos sentamos en la mesa a devorar a Hegel, es
que ya somos amigos, no importa que no esté en cuerpo presente, si mi espíritu se
transfiere en mis textos en mis obras en mis hijos y mis sobrinos yo estoy vivo
y Hegel por supuesto que lo está y lo estará
hasta el final más el grave problema con Hegel es que no puede negarse del todo,
ve en el humor, en la burla una necedad que no permite la organicidad del espíritu
y entonces para a una lógica Aristotélica y elimina el obstáculo para poder
continuar con la dialéctica, pero eliminar a Moliere es imperdonable aunque
nuestros errores nos hacen humanos , el problema está en que Hegel se afirma en una razón progresista
y por lo mismo se horroriza con el hinduismo , nosotros descubrimos la
retransferencia
0←1←0
Que no es otra cosa que una redeconstrucción, un volver a la
deconstrucción Tiago Luca no ignores esto guárdalo en tu corazón, tienes que
pasar a l otro la do del espejo y creer como un niño para que la transferencia funcione,
pero si no funciones tienes que regresar a este lado y deconstrurir todo
ejercicio hermenéutico, esta es la labor de una análisis máximo que solo se
puede hacer esquizofrenicamente más el payaso juega con su propia esquizofrenia
y la logra traspasar siendo un iluminado, ilumínate sobrino amado.
LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN (THE AESTHETIC
AXIOMATIC: DECONSTRUCTION) IRINA VASKES SANTCHES UNIVERSIDAD DEL VALLE CALI,
COLOMBIA irinavs@univalle.edu.co Resumen: El presente trabajo contribuye al
debate sobre la actualidad estética, abordando diferentes enfoques del polémico
concepto de deconstrucción, introducido por Jacques Derrida. Esta categoría es
de referencia casi obligatoria cuando se habla sobre teoría estética
contemporánea, forma parte de su nuevo aparato conceptual y expresa bien la
nueva realidad que no tiene análogos históricos en lo que antes llamaban arte,
estética y cultura. La elaboración del concepto de deconstrucción, el análisis
de cómo funciona esa nueva forma del pensamiento crítico, y el método creativo
de la interpretación y de la producción del texto artístico, nos permite entrar
en el código de muchas obras artísticas actuales donde el espacio entre arte y
teoría del arte es cada vez más incierto, especialmente en las diversas formas
de arte conceptual o “performance art”. Palabras clave: Derrida, estética,
deconstrucción, texto. Abstract: Tackling polemic concept of deconstruction,
introduced by Jacqes Derrida, from different approaches this article
contributes to the debate on aesthetic current issues. This category is of
almost obligatory reference when discussing about contemporary aesthetic
theory. Deconstruction belongs to its new conceptual apparatus, and expresses
well new reality that does not have historical analogy with what before was
called art, aesthetics and culture. The elaboration of the concept of
deconstruction, and the analysis of how this new form of strategical
“procedure” of interpretation and production of the text (as textual reading)
is functioning allow us to enter the code of many current art works where the
space between art and theory of the art is more and more uncertain, specially
in the diverse forms of conceptual art or “performance art“. Key words:
Derrida, aesthtic, deconstruction, text. La moda en el mundo intelectual cambia
rápidamente; hace poco tiempo todos habían leído a S. Freud, Th. W. Adorno, C.
Levi-Strauss, M. Heidegger, hoy en día no conviene desconocer las obras de M. Foucault,
U. Eco, R. Barthes, J. Baudrillard, G. Deleuze. Sin embargo, entre todos los
nombres actuales se puede destacar con seguridad el filósofo y crítico francés
Jacques Derrida (1930-2004), autor de la teoría postestructuralista llamada
deconstrucción (ambos términos son a menudo intercambiables). Fue este
pensador, provocador y controvertido, especialmente por el estilo de sus
textos, quien determinó el desarrollo filosófico-intelectual en los años 70-80.
4 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES El concepto de deconstrucción, introducido por
Derrida para “suavizar” la traducción en francés, el sentido “destructivo” de
la palabra Destruktion de M. Heidegger, hace referencia al método de análisis
de textos de tradición filosófica –la metacrítica-, que más adelante se hizo
extensivo a los textos literarios, y a la crítica literaria propiamente dicha.
Poco a poco la deconstrucción como forma del pensamiento crítico, como proceso
de razonamiento o aproximación filosófica, dirigida a la búsqueda de las
contradicciones a través del análisis de los elementos formales del texto, se
extendió, y hoy en día con éxito se aplica a la historia, a la teología, a la
antropología, al psicoanálisis, a la lingüística y hasta al arte, para el cual
significa el método creativo de la interpretación y de la producción del texto
artístico, esto es, de la obra que reconocemos como artística1 . En un sentido
general, la deconstrucción es la manera crítica de mirar la realidad que
cuestiona el sistema de “los valores metafísicos falsos” del denominado
“proyecto moderno”, que dentro de la teoría derridiana reconoce una crisis de
legitimidad. Las ideas principales de Derrida se encuentran en sus tres obras
fundamentales publicadas casi simultáneamente en el año 1967: La voz y el
fenómeno (cf. Derridaa ), De la gramatología (cf. Derridab ) y La escritura y
la diferencia (cf. Derridac ). Pero antes Derrida se había presentado
exitosamente al público en 1966, en una conferencia en la Universidad de Johns
Hopkins, donde polemizó con el maestro de la antropología estructuralista C.
Levi-Strauss. Por primera vez los principios del estructuralismo fueron
aprobatoriamente cuestionados. La deconstrucción es el traspaso del
estructuralismo al postestructuralismo, de los métodos estrictos del análisis
del texto a los más 1 La expresión el texto artístico se cristaliza en la
década de los años sesenta como consecuencia de un aluvión de estéticas
estructuralistas, semiológicas y semióticas. Para estas corrientes la obra
artística es una estructura que la vincula a las nociones de modelo o sistema,
tal como se entienden en las ciencias físico-matemáticas y son trasvasadas al
sistema lingüístico. La aplicación indiscriminada de tales modelos al mundo
artístico provocó lo que se ha denominado el imperialismo de la lingüística
sobre la teoría estética, así como una tendencia a diluir lo artístico en el
lenguaje. Lo sintomático es que, desde comienzos de la década de los setenta,
la estética estructuralista y semiótica entra en declive; en los distintos
vectores de las estéticas de interpretación se abandonan las obsesiones por las
equivalencias entre el significante y el significado, por codificar las obras
artísticas y formalizar todos sus sentidos como si fuesen sistemas
lingüísticos, se vuelve a recuperar el protagonismo del artista y del
espectador como productor o activador de sentido. La afirmación gozosa sobre un
mundo de signos sin centro ni jerarquías, pero abierto a la interpretación
activa, decanta en la diseminación y deconstrucción, figuras derridianas que
inspiran a toda una corriente de la cultura francesa preocupada por el estudio
del lenguaje poético y artístico. A partir de la obra de R. Barthes, el texto
ya no se considera solamente como concepción lingüística, sino como la
categoría universal según la cual cualquier fenómeno cultural puede ser
considerado como texto (ver Barthesb ). 5 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA:
DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 “suaves”. Los modelos estructuralistas de
análisis del texto son más precisos, más rígidos, más obligatorios, porque
ellos forman el sistema que todavía mantiene el centro y la lógica, el sistema
logocéntrico2 . Para los postestructuralistas-deconstructivistas, al contrario,
no existen reglas universales de análisis del texto, y cada texto exige su
propio y único modelo de comprensión; en otras palabras, bajo la creciente
influencia de la fenomenología sobre los estudios literarios, los
deconstructivistas dejan de tratar el texto como realización concreta de
estructuras abstractas. Incluso, sostienen que cualquier texto es
principalmente incomprensible. Cada palabra, cada frase, el modo como las
colocamos en una oración, engendran ambigüedades confusas que eluden la
claridad y la precisión. Esa es la postura de R. Barthes, quien en el año 1967
provocó un verdadero escándalo anunciando “la muerte del autor”. En los textos,
considerados “abiertos” e “inacabados”, el papel del autor es mínimo, porque es
el lector quien determina sus significados, de los cuales el autor no tiene ni
idea. Esta multitud de inagotables interpretaciones es posible, porque el texto
tiende al “grado cero” de su sentido: la reducción, el desvío y la abstinencia
del significado (cf. Barthesa ). Derrida lleva esta situación hasta el extremo.
La esencia de la estrategia deconstructivista es la demostración de la
autocontradicción textual para detectar los errores lógicos en la argumentación
de un oponente, donde las contradicciones puestas de manifiesto revelan una
incompatibilidad subyacente entre lo que el escritor cree argumentar y lo que
el texto dice realmente. Este divorcio entre la intención del autor y el
significado del texto es la clave de la deconstrucción postestructuralista. Con
una originalidad bastante polémica, el autor desarrolla una técnica que
pretende restituir el valor fundamental del texto, eliminando muchas de las
cadenas con las que el discurso escrito encierra a la reflexión filosófica. Es
cierto que la deconstrucción declara la guerra a toda la filosofía occidental
con su interminable búsqueda del logocentrismo, desde su fundador Platón,
incluyendo a Aristóteles, Kant, Hegel, hasta Wittgenstein y Heidegger. Le
enfurece a Derrida la soberbia totalitaria detrás de la doctrina de la razón, y
su “cólera” no se verá tan “excéntrica” si recordamos la historia de las
barbaridades realizadas por las culturas occidentales “racionalistas”: el
“sistemático y racionalmente argumentado” exterminio humano masivo en la época
del nazismo, el “racionalismo científico” de la bomba nuclear, el holocausto de
Hiroshima, etc. 2 Logocentrismo es la orientación que da primacía a la lengua
hablada sobre la escritura como consecuencia de la metafísica de la
“presencia”, de los sistemas formados alrededor de las mitologemas del centro
sagrado (Dios, Hombre, Sentido de la Vida), y que rechaza la problemática de la
escritura y del “juego metalingüístico”. 6 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES Pero el
propósito de la deconstrucción derridiana no es del todo destructivo y
negativo; pues reúne dos procedimientos simultáneos, la destrucción y la
construcción. A través de la “lógica paradójica”3 , propia de la
deconstrucción, se desmonta el sentido tradicional del texto y se arma el
nuevo. Tal método es la condición de la interpretación irónica y libre del
texto, del juego metalingüístico que permite jugar con la pluralidad de
sentidos de un mismo término y no pensar sobre el resultado final de este
juego. Es la garantía de lograr un pensamiento que está más allá de la lógica,
un pensamiento independiente y libre de los diversos dogmas, “narrativas
modernas” que predeterminan nuestra conciencia. Analizando la cuestión
axiomática del saber científico, como problema central de Husserl (cf.
Derridad), Derrida llegó a un resultado sorprendente: mostró que el filósofo
que quería liberar el conocimiento científico, e incluso filosófico, de todo
tipo de relativismo para llegar al pensamiento fenomenológico puro, no pudo sin
embargo liberarse de la “axiomática inconsciente” –de las metáforas repetidas
de habla y escritura científica–, pues conocemos el mundo a través del “espejo del
lenguaje” que inevitablemente distorsiona lo que pensamos y escribimos. Esta
conclusión determinó el punto principal para todas las búsquedas posteriores de
Derrida: ¿cómo lograr el pensamiento independiente, si nuestra conciencia desde
el comienzo, a través del lenguaje, está contaminada por diversos clichés,
presupuestos e hipótesis culturales? Desde la infancia, de manera inconsciente,
aprendemos los nombres de los objetos y el sistema de sus relaciones, los
acentos que determinan nuestras ideas sobre lo que es la cortesía, lo
masculino, lo femenino, los estereotipos nacionales, etc. Realmente todos los
postulados iniciales que producen nuestro cuadro del mundo llegan “de
contrabando” a través de nuestras expresiones lingüísticas. Debemos liberarnos
de esos clichés para pensar libremente; interpretar los significados, que no
son fijos y que cambian según el contexto. También la deconstrucción puede ser
comparada con el método de las prácticas artísticas actuales basadas en el
principio del desmontaje de una construcción en diferentes componentes, su
renovación mediante el ensamblaje de esos componentes y de otras partes
complementarias, por medio del montaje y del collage, en una construcción nueva
que frecuentemente no tiene nada en común con la construcción desarmada.
Aunque, a veces, los textos y sus nuevas construcciones significativas creadas
por los deconstructivistas 3 Esta noción supone una deliberada contradicción en
los términos, puesto que la lógica se define como aquello que no contraviene las
“leyes” del pensamiento, mientras que la paradoja es explícitamente
auto-contradictoria y contraria a la razón. 7 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA:
DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 resultan, quizás, más interesantes y
producen mayor placer estético que los análogos artefactos postmodernos. Los
últimos también tienen necesidad de ser deconstruidos. Y, a veces, su posterior
deconstrucción, realizada por un crítico talentoso, resulta, en el sentido
estético, más significativa que los mismos artefactos analizados. Por fin, es
inútil y contra-prudente buscar una definición precisa, inequívoca y a priori
de la deconstrucción. Porque tal definición resulta difícil, ya que el término
no es perfecto. El mismo Derrida reconoce las dificultades de su definición
verbal. “¿Qué es la deconstrucción? – ¡Nada! ¿Qué no es la deconstrucción? –
Todo” (Derridah). Y en otro lugar dice: “Todos los intentos de definir la
deconstrucción están destinados a ser falsos” (Strathern: 93). Preguntar ¿qué
es la deconstrucción? significa indagar en su propia esencia que es incierta e
indefinible. Ahora bien, la deconstrucción como método de análisis y como modo
crítico y particular de pensar, tiene características propias: es libre al
máximo, anti-dogmática, no tiene ninguna metodología fija, su objetivo es
debilitar el pensamiento filosófico occidental, destruir su cosa más “sagrada”
–la verdad– en todas sus formas y significados; la verdad no existe
principalmente, es relativa y, por eso, no le interesa a los
deconstructivistas. Para ellos significa más el proceso de su búsqueda como
juego metalingüístico. De otro modo, la deconstrucción, como nuevo método de
análisis de textos, sirve para superar los límites y callejones sin salida del
pensamiento lógico-formal que predomina en la filosofía y estética occidental
desde los tiempos de Platón y Aristóteles. Como una de las herramientas de la
deconstrucción aparece la ironía, que no es otra cosa que la capacidad de
dudar. La técnica de la duda filosófica es conocida desde los tiempos de los
escépticos griegos, que mostraron la imposibilidad de alcanzar un conocimiento
verdadero. Es claro que la deconstrucción postmoderna no es lo mismo que el
escepticismo antiguo, pero el objetivo de una y de otro es igual, pues se trata
de destruir todo tipo de dogmatismo. De igual manera la ironía
deconstructivista tiene mucho que ver con el método de la mayéutica de
Sócrates; su lucha con los sofistas resulta familiar con el método de
deconstrucción: cuando se ve que un fragmento del texto no es comprensible y no
existe ninguna manera de lograr un sentido, lo único que queda es irónicamente
aceptar los límites de su comprensión. Y esa actitud es más honesta que la de
un “sabio” que simplemente ignora las “extravagancias” del texto y las acomoda
según el esquema lógico. El deconstructivista, al contrario, siempre está listo
para notar lo exótico, lo marginal, lo incomprensible, todo lo que no cabe en
el esquema tradicional del pensamiento logocéntrico occidental. 8 IDEAS Y
VALORES IRINA VASKES Ahora bien, hemos dicho que resulta inútil preguntar qué
es la deconstrucción, de modo que la pregunta más adecuada y constructiva
sería: ¿cómo funciona? Se mira la deconstruccón derridiana “en acción”,
describiendo su funcionamiento como “lógica paradójica”, a través del estudio
de la obra de Derrida, La farmacia de Platón (Derridae : 91-261), ejemplo
clásico de la metacrítica deconstructivista, donde analiza el diálogo de Platón
Fedro, el mito platónico consagrado al origen, a la historia y al valor de la
escritura. Acerca de este diálogo los comentaristas “han roto muchas lanzas”,
porque el texto resulta bastante contradictorio y, en el momento decisivo,
Platón, junto a la argumentación rigurosa, apela a los mitos, y la vinculación
de la escritura con el mito se precisa como su oposición al saber. Incluso se
afirma que Fedro fue escrito, no en los mejores años de su autor –primero se
había creído que Platón era demasiado joven para hacer bien la cosa o, al
contrario, demasiado anciano-, con lo cual se explican sus debilidades. Pero
Derrida renuncia a considerarlo como un diálogo mal compuesto; para él es un
texto bien pensado, estéticamente equilibrado, y su carácter contradictorio
solamente confirma la naturaleza misma de la escritura. Consultando el texto de
Platón, nos encontramos con una leyenda egipcia contada por Sócrates: el dios
de la escritura, Theuth, ofreció al rey Thamus enseñarle a los egipcios el arte
de las letras: “He aquí, oh rey, un conocimiento que tendrá como efecto hacer a
los egipcios más instruidos y más capaces de acordarse: la memoria (mneme), así
como la instrucción (sofía), han hallado su remedio (farmacon)” (Derridae :
143). Y así le respondió Thamus, denunciando el poco valor de la escritura: No
es, pues, un fármaco de la memoria lo que haz hallado, sino un simple
recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos,
pero no la verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá
que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los
casos, totalmente ignorantes, y difíciles además de tratar, porque han acabado
por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad. (Platónb :
402-403) Aparece así la oposición clave: por un lado, la verdadera sabiduría,
el habla, la voz, el discurso vivo, el “saber de memoria” basado en la
tradición de “lengua hablada”, en la mneme (memoria viva y conocimiento); es la
sabiduría “viva” como el diálogo entre el alumno (hijo) y el maestro (padre).
Por otra parte se observa la apariencia de la sabiduría, la escritura, que
aparta a los alumnos de la sabiduría verdadera, que es la hipomnesis
(re-memoración, recolección). 9 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134
AGOSTO DE 2007 En tanto que ayuda a la hypomnesis y no a la memoria viva, la
escritura resulta, pues, tan ajena a la verdadera ciencia, a la anamnesis en su
movimiento propiamente psíquico, a la verdad en el proceso de su presentación,
a la dialéctica. La escritura puede únicamente imitarlas. (Derridae : 160-161)
En otras palabras, la escritura es esencialmente mala, exterior a la memoria,
productora, no de ciencia, sino de opinión, no de verdad, sino de apariencia;
es el signo sin aliento. La escritura no posee el calor del contacto personal
del alumno (hijo) con el maestro (padre). El autor de los Diálogos plantea la
imposibilidad de la escritura en varias ocasiones, incluso la condena, negando
sus propias obras. En la segunda carta de Platón se encuentra: La medida
preventiva más acertada será la de no escribir, sino aprendérselo de memoria.
Por esta razón, nunca jamás he escrito yo mismo acerca de estas cuestiones. No
hay ninguna obra de Platón, y jamás la habrá. Lo que actualmente se designa con
este nombre es de Sócrates, escrito en el tiempo de su hermosa juventud.
(Platóna : 1554) Aquí Platón ya formula la tesis principal de la lingüística
estructuralista a partir de Saussure: la importancia mayor de la lengua hablada
sobre la escritura, la separación de esas dos tradiciones de sabiduría. En
Fedro la verdadera sabiduría y la apariencia de la sabiduría es una de las
primeras versiones de la oposición entre el lenguaje hablado y el escrito. Más
tarde esa oposición se convirtió en la antítesis del espíritu y la letra, del
alma y el cuerpo. La cultura europea moderna es logocéntrica; su actitud hacia
la escritura es despectiva. Platón, Rousseau, Saussure son las tres “épocas” de
la exclusión y la humillación de la escritura, donde la última aparece como la
deformación de la palabra-logos, como una metáfora engañosa, como una imitación
inferior y mediocre. Parece así que los acentos están bien colocados por Platón
y todo está claro; en él la lengua hablada tiene importancia mayor que la
escritura. Sin embargo, en esa plena “claridad” se vislumbra lo más
interesante: a través del análisis del léxico filosófico de Platón, Derrida
muestra que ¡la “verdadera” sabiduría hablada en el Diálogo de Platón se
caracteriza a través de las metáforas prestadas de la escritura! “Las
‘metáforas de Platón’ son exclusiva e irreductiblemente escriturales” (Derridae
: 243). Por ejemplo, expresiones como: “leer la mente” o “escribir en el alma”,
son metáforas que suponen la aceptación de la escritura. Surge inevitable el
interrogante: si algo positivo (la lengua hablada, la sabiduría “viva”), se
describe solamente a través de algo negativo 10 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES
(la escritura como sucedánea de la memoria), entonces ¿ese negativo es inicial,
es más antiguo, más autóctono y más verdadero? Para contestar a esta pregunta
pasamos al juego metalinguístico realizado por Derrida. El autor dedica
atención especial al ambivalente término fármakon, que abunda en los textos
platónicos: “…se ha inventando como un fármaco de la memoria y de la
sabiduría”; “…no es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un
simple recordatorio”, etc. Aquí vale la pena recordar que la palabra griega
fármakon tiene doble significado: remedio y veneno. Esos opuestos significados
no siempre se diferencian con seguridad según el contexto, produciendo un
problema serio para la comprensión del diálogo. Su duplicidad significativa
destruye la unidad interpretativa. Así ¿la escritura es el veneno, el daño para
los adeptos de la sabiduría verdadera? ¿O, por el contrario, es droga de
efectos benéficos que aumenta el saber y reduce el olvido, en otras palabras,
es el “salvavidas” para quien desea aprender algo? Según la comprensión
tradicional de los diálogos, la actitud de Platón hacia la escritura-fármakon
es negativa y sospechosa, asociada con la magia o la curandería. Como la
pintura, a la que más adelante la comparará, y como el trompe-l’oeil, o como
las técnicas de la mimesis en general. Aunque el caso de la escritura es más
grave, pues, a diferencia de la pintura, la escritura no crea ni siquiera un
fantasma. El pintor, es sabido, no produce el ser-verdadero, sino la
apariencia, el fantasma, es decir, lo que ya simula la copia. El que escribe
con el alfabeto ni siquiera imita ya. En las Leyes, en especial, propone
expulsar de la República a los brujos, los charlatanes y los artistas, y les
reserva castigos terribles. Así, el rechazo de Thamus al ambiguo fármakon
merece, desde el punto de vista de Platón, el elogio, porque la escritura es un
veneno, es la apariencia de la verdad. No existe remedio inofensivo. El
fármakon no puede nunca ser simplemente benéfico. Derrida, aprovechando la
interpretación “doble” de la palabra fármakon, cambia el significado negativo
de la escritura por el positivo. Su resumen del análisis del texto de Platón
es: sí, la escritura, por su naturaleza, siempre es contradictoria, funciona a
través de la diferencia, de la descomposición del Logos. Y ¡esa es su gran
ventaja! ¡No importa qué significa el texto, sino cómo adquiere un sentido! La
cultura occidental anula los momentos de escritura que lógicamente se excluyen
uno al otro, le quita la contradicción original del pensamiento platónico
haciéndolo más “unilateral”. Cerramos los ojos, no queremos ver esas
contradicciones; queremos borrarlas y subordinarlas al Logos. Con eso se pierde
la cosa más valiosa de la escritura, su esencia lúdica, metafórica y, podemos
decir, estética. Sucede lo mismo cuando se intenta trasladar la poesía a la
narración. Se pierde el encanto del texto escrito, su encanto lúdico-estético.
11 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 En esta
perspectiva, ¿qué hace Derrida con el texto de Platón? Mientras la filosofía
posterior le quita su contradicción original, Derrida la acentúa. Él quiere
restituir al Platón “auténtico”, no deformado por los comentaristas
neoplatónicos y por los traductores. Definitivamente, Derrida toma en su
relación con Platón la posición de Sócrates en relación con los sofistas,
cuando, bajo la apariencia de preguntas ingenuas, los acusa, los enreda en
contradicciones y los lleva a reflexionar. El método socrático de mayéutica, su
lucha con opiniones falsas, se muestra genéticamente familiar con el método
deconstructivista. En los textos originales de Platón, la filosofía y la
literatura todavía no están separadas; por eso están llenos de metáforas,
mitemas, alegorías, tan extrañas e “inapropiadas” para un texto filosófico
“serio”. Derrida hace todo lo posible para descubrirlas, buscando los
significados no tradicionales, “raros”, extravagantes, sobre los cuales Platón
de pronto ni sospechaba, pero que sin embargo existen, ocultos en sentidos
dobles, “inacostumbrados”, de las palabras. De este material “poco importante”,
como los sentidos dobles de las palabras, la frecuencia en el uso de
repeticiones, conjunciones, preposiciones, Derrida obtiene significados nuevos
que nunca antes de él fueron percibidos en el texto dado. Finalmente [N]o es
posible en la farmacia distinguir el remedio del veneno, el bien del mal, lo
verdadero de lo falso, etc. Pensando en esa reversibilidad original, el
fármakon es el mismo, precisamente porque no tiene identidad. Y el mismo (es)
como suplemento. O como diferencia. Como escritura. (Derridae : 257) Según uno
de los mitos de la filosofía occidental, Platón es discípulo de su maestro
Sócrates. La enseñanza de Sócrates significa la prioridad de la voz, de la
presencia y, al mismo tiempo, el papel secundario de la escritura. Esta última,
separada de la voz del maestro, comprende su inferioridad y deficiencia. Y es
muy difícil derribar ese arquetipo, desarrollado durante veinticinco siglos;
decirle que no existe el regreso a la voz que goza de autoridad competente; que
las ideas que están buscando sus raíces orales giran en el círculo de las
metáforas creadas por el lenguaje escrito. Derrida intenta destruir este mito
milenario. Veamos cómo lo hace. El símbolo de la revelación para el autor fue
un grabado en la cubierta de un libro cartomántico del siglo XIII, descubierto
en la Biblioteca de Bodleian en Oxford (cf. Derridaf : 238). Allí se encuentra
una increíble representación de Sócrates, si acaso es él, dice Derrida, dando
la espalda a Platón y escribiendo ante él: Sócrates, el que escribe –sentado,
agachado, dócil copista, como secretario de Platón, pues… Platón está detrás de
él, más pequeño 12 IDEAS Y VALORES IRINA VASKES (¿por qué más pequeño?) pero de
pie. Con el dedo en alto parece indicar, designar, mostrar el camino o dar una
orden –o dictar, autoritario, magistral, imperioso. Malvado casi. (Derridaf :
18-19) Esa imagen apócrifa produce en Derrida algunas preguntasinterpretaciones:
-¿Sócrates está firmando su sentencia de muerte por órdenes de Platón? La base
de esta interpretación es el dudoso comportamiento de Platón durante el juicio
de Sócrates, cuando huyó de Atenas durante el proceso judicial; se dice que
Platón no asistió (Felón 59 b: “Platón, me parece, estaba enfermo”) (cf.
Derridae : 234); es la alegoría de la traición de Sócrates por parte de Platón.
-O ¿Platón es el hijo celoso de Sócrates, quien sufre del complejo de Edipo y
quien odia a su padre (variante freudiana)? -¿El índice de Platón nos dice
sobre enseñanza o amenaza? etc. Las hipótesis son muy fantásticas, y gracias a
ellas se pierde la firmeza de la imagen canónica, tanto de Sócrates como de
Platón, quebrándose el modelo clásico de la relación entre el Maestro y el
discípulo. ¿Sócrates realiza la anotación secreta de los crímenes y
falsificaciones de Platón? - pregunta Derrida, y ¿por qué no? Sócrates mismo
escribe las obras, corrige los diálogos de Platón y al mismo tiempo borra el
nombre de Platón de la carátula. Eso es posible (en la pesadilla de Platón).
Derrida presta atención a las manos de Sócrates, al decir que con una mano él
escribe y con la otra sostiene el borrador: ¿No es una alegoría del
indispensable elemento esotérico de la escritura? 13 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA:
DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 Por fin, Derrida admite que Sócrates nunca
existió, que su figura es una invención de Platón, una mistificación literaria
para aumentar su propia fama. Sin embargo, más eficaz es su última hipótesis:
Sócrates realiza ni más ni menos la deconstrucción de las obras de Platón:
“Borra con una mano, raspa, y con la otra raspa de nuevo, mientras escribe”
(Derridaf : 33). Como se puede ver, la interpretación derridiana de esa
imagentexto es un juego libre de asociaciones que no reconocen ninguna lógica
histórica. La misma actitud no-histórica se encuentra en la fantasmagórica
conversación telefónica, inventada por Derrida, entre Platón, Sócrates, Freud,
Heidegger y el demonio, realizada a través de los siglos e interrumpida por la
operadora norteamericana que recuerda a los participantes que pongan
suficientes quarters en la máquina (Derridaf : 38). ¿Y por qué no? La verdad
histórica simplemente no existe. Es que semejante conversación produce “gran
placer” lúdico en el autor. Y el origen del libre juego, de las
interpretaciones absurdas (desde el punto de vista de la lógica occidental), es
para Derrida el lenguaje. Algunas interpretaciones de Derrida tienen su origen
en calambures: Platón en francés suena como “plano” (plat); y como consecuencia
aparece el motivo para improvisar sobre la pequeña gorra plana de Platón, y la
grande y puntiaguda, como un paraguas, de Sócrates. Las iniciales S/P se
interpretan como Subject/Predicate o Speculation/ Psicoanálisis. La cópula et
en el par “Socrates et Plato” se interpreta como el homófono est – (Sócrates es
Platón) o como hait (Sócrates odia a Platón). Así, el inicial sintagma
“Sócrates es Maestro de Platón” se destruye y se dispersa en las metáforas. Tal
relativismo derridiano en la interpretación del tiempo y del espacio histórico
convierte a Platón, en las obras de Derrida, en una figura más simbólica que
histórica. Según el logocentrismo occidental, el lenguaje hablado tiene gran
ventaja sobre la escritura: está más cercano al sujeto. El habla es más precisa
por la pronunciación de las palabras, por el acento, por el tono: estos
momentos mantienen la autenticidad del significado. Es poco probable que la
frase hablada, “El rey de Francia es sabio”, vaya a provocar confusión: la
situación concreta siempre nos dice sobre de qué rey se trata. Pero si la misma
frase aparece simplemente escrita así, o sea, despojada del contexto, entonces
se convierte en algo abstracto, multisignificante, puede ser cualquier monarca
francés. Las mitologenas de la cultura europea reflejan esta prioridad de la
autencidad de la lengua hablada: “la voz del corazón”, “la voz de la 14 IDEAS Y
VALORES IRINA VASKES razón”, “la voz de la naturaleza”, “la voz del Señor”, “En
el principio era el Verbo y el Verbo estaba frente a Dios y el Verbo era Dios…
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan I: 1, 14). En un
comienzo fue la Palabra, fue la sabiduría oral, fue el Maestro, el Padre. Dios
rey no sabe escribir, pero esta ignorancia o esta incapacidad dan testimonio de
su soberana independencia. No tiene necesidad de escribir, habla, dice, dicta,
y su palabra basta. Y la actitud hacia la escritura es despectiva, tiene
carácter secundario (con la escritura el lenguaje hablado se convierte en el
signo del signo), es sucedáneo muerto, está llena de contradicciones. Pero ¡en
esto consiste la belleza del texto escrito, en la ausencia de sentido!
Cualquier significado es casual y relativo, nunca es completo. El objetivo de
la deconstrucción consiste en suprimir todos los sentidos introducidos
posteriormente por los intérpretes de los textos escritos, hasta el “nivel
cero” de su significado. La escritura, por sus indispensables contradicciones,
estimula los juegos formales-verbales que destruyen la lógica, tan odiada por
Derrida. “¿Lady Macbeth tenía dos hijos?”, “¿Cuántos años tenía Hamlet?” -
Shakespeare no lo dice. Y esa imposibilidad de contestar a esas preguntas
provoca la confusión y la perplejidad de los logocéntricos. El texto, el seguro
“origen del saber”, no da la respuesta. Mejor, dice Derrida, porque de esa
manera el “único” significado del texto queda abierto para múltiples
interpretaciones. Para los deconstructivistas tales preguntas y “extrañezas”
son legales, porque tarde o temprano el principio lúdico del lenguaje, su
“desobediencia”, aparecerá. Cada texto tiene su “escena de escritura”; el
fragmento donde la escritura deprimida da señales de desesperación: aquí se
oculta algo autóctono y está reemplazado por lo artificial. En la “escena de la
escritura” se descubre el “carácter artificioso” del texto que permite el
descubrimiento de algo oculto. Eso “escondido” se revela en las faltas
temáticas, en los autocomentarios inesperados, en las retiradas del tema
principal, etc. Según Derrida, la incomprensibilidad es el rasgo sustancial y
más valioso de la escritura. Así la deconstrucción, como nuevo método de
lectura del texto, es el deseo de ir más allá de su contenido debilitando el
mundo dogmático de los clichés. Eso da licencia a cualquier error, a cualquier
lectura “incorrecta”, hasta tal punto de que “no existe el texto, sino sólo su
interpretación”. Es precisamente este aspecto de la escritura de Derrida lo que
lo ha hecho merecedor del desprecio de muchos filósofos, quienes lo acusan de
proponer teorías del significado que, en su opinión, carecen por completo de
sentido; lo inculpan de relativismo, solipsismo e irracionalismo absolutos.
¿Quién tiene razón? El siguiente diálogo imaginario entre acusador y acusado
(Derrida), encontrado en el texto de R. Appignanesi, puede ilustrarnos sobre 15
LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 la situación:
Acusador: Usted rechaza la Razón. Derrida: No… Solamente su autopresentación
como “verdad eterna”. Acusador: Usted afirma que nada es real, pues es el
resultado de una construcción cultural, lingüística o histórica. Derrida: Nada
se hace menos real por estar relacionado con la cultura, la lingüística o la
historia; especialmente si tenemos en cuenta que la realidad universal, al
margen del tiempo con el cual podemos compararla, simplemente no existe.
Acusador: Usted afirma que existe una cantidad infinita de significados.
Derrida: No… Yo solamente sostengo que no puede existir un sólo significado.
Acusador: Usted afirma que todo tiene igual valor. Derrida: No… Yo afirmo que
este tema debe quedar abierto. ¿Hay más preguntas? (Aппиньянези: 81. Traducción
de la autora) Creemos que sí, por lo menos una: ¿La negación de la Verdad
absoluta como principio de deconstrucción no se vuelve contra el
deconstructivismo mismo, convirtiéndose en un dogma absoluto? Aunque el
carácter principalmente abierto y no determinista del pensamiento postmoderno
despierta el espíritu creativo y la audacia analítica, al mismo tiempo es
inestable y vulnerable frente al “ilimitado relativismo”. No es difícil
criticar el postmodernismo en general y la deconstrucción en particular: el
nihilismo total y el relativismo realmente son sus “pecados originales”. De esa
manera, el principio “todo lo pongo en duda”, puede adquirir, en el
postmodernismo (deconstructivismo), la estabilidad de un dogma absoluto. Las
observaciones de Steven Connor, autor de Cultura postmoderna. Introducción a
las teorías de la contemporaneidad, sobre la fuerza totalizadora de la teoría
postmoderna, son del mismo parecer: Es sorprendente el grado de consenso al que
se ha llegado en el discurso postmoderno sobre la inexistencia de posibilidad
alguna de consenso, los pronunciamientos autoritarios sobre la desaparición de
la autoridad última […] Paradójicamente, si la teoría postmoderna insiste en la
irreductibilidad de diferencias entre las diversas áreas de práctica crítica y
cultural, el lenguaje conceptual de la teoría postmoderna cae en sus propias
redes tejidas entre inconmensurabilidades, adquiriendo la suficiente solidez
como para soportar el peso de un nuevo aparato conceptual […] (Connor: 14) 16
IDEAS Y VALORES IRINA VASKES Muchos oponentes de Derrida, presentando como
argumento el hecho de que los niños aprenden primero a hablar y después a escribir,
y que existen los lenguajes que no poseen escritura, desfiguran con esto su
idea, diciendo que, según él, la escritura gráfica históricamente apareció
antes que el lenguaje hablado. Y no es así. El término “escritura” no lo
comprende Derrida literalmente; no se trata del texto como cuerpo gráfico
solamente. El sentido de la escritura se concreta con el término
“archiescritura”, categoría filosófica especialmente inventada por el autor
para su obra De la gramatología. La archiescritura es la raíz común del
lenguaje hablado y de la escritura gráfica, es la categoría que les elimina su
oposición histórica, mientras la escritura gráfica es solamente el símbolo
material de la archiescritura. La archiescritura no tiene presencia, ni centro;
no puede ser objeto de reflexión racional, no tiene ningún sentido metafísico.
Sin embargo, crea las condiciones para la formación del significado. Solamente
en ese sentido especial de la archiescritura habla Derrida sobre la prioridad
de la escritura sobre el lenguaje hablado. Habiendo cumplido con la tarea de
aclarar la esencia de la deconstrucción como categoría estética postmoderna,
conviene pasar a otro texto de Derrida, La verdad en pintura (Derridag ).
Realmente resulta difícil explicar el sentido de este libro, donde la
percepción íntegra se pierde entre juicios que mutuamente se excluyen uno a
otro, alusiones, lapsus lingüísticos, diferentes tonos y matices. Sin embargo,
con todo esto el lector cae prisionero de Derrida. Los lectores y admiradores
del filósofo francés son gente que de ningún modo son ingenuas; por regla
general se trata de personas bien educadas, expertas en sutilezas filosóficas,
lingüísticas y estético-artísticas. Pero ¿qué les atrae de sus libros?
¿Refinada sofística? Probablemente sea así. No en vano se considera el
postmodernismo como período de decadencia en la historia de la cultura, y
llaman a Derrida el maestro de la “sofística retórica”. Por otra parte, la
sofística ha jugado el papel dinamizador, reforzando la dialéctica (en el caso
de Zenón, por ejemplo). Ahora bien, la base filosófica del arte clásico es la
dialéctica del contenido y la forma, que sobresale en la Estética de Hegel. Sin
embargo, no es la estética hegeliana, sino la kantiana, la que está en el
centro de atención de Derrida. La parte teórica y más amplia de La verdad en
pintura, llamada Párergon, está dedicada al análisis de la Analítica de lo
bello y de la Analítica de lo sublime de la Crítica del Juicio de Kant
(Derridag : 29-153). Es una interpretación muy poco ortodoxa de la principal
obra estética kantiana. El texto se halla dividido en varios fragmentos que no
tienen ni comienzo ni fin; que conducen al abismo, a nada. Sin embargo, tal
división no es un 17 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE
2007 suplemento, como dice Kant, sino que tiene relación muy importante con el
método deconstructivo. Derrida dedica su atención a una cuestión que la mayoría
de los investigadores ignoran por completo: la esencia de la pintura está en el
dibujo. El dibujo y la composición constituyen el objeto propio del puro juicio
estético. El color es un suplemento al dibujo que solamente permite ver la
belleza en forma más exacta y completa. El color es párerga o párergon: un
ornamento que aumenta el placer del gusto, pero no es cosa esencial. Es una
adición del ergon (de la obra); no es una parte integrante del objeto, sino
sólo le pertenece de manera extrínseca, como una adición o un suplemento. Un
párergon se ubica contra, al lado y además del ergon, del trabajo hecho, de la
obra, pero no es ajeno, afecta el interior de la operación y coopera con él
desde cierto afuera. No está simplemente afuera, ni simplemente adentro. Como
un accesorio que uno está obligado a recibir en el borde. (Derridag : 65) Otros
ejemplos de párerga corresponden a los marcos de los cuadros, los vestidos de
las estatuas o las columnas. Son párerga, suplementos, conceptos centrales de
la deconstrucción derridiana. Es lo otro de la obra; pero no es un “otro
absoluto”, sino un “otro suyo”, porque no está ni dentro ni fuera de la obra.
Por ejemplo, el vestido revela la esencia de la persona, su mundo interior,
pero también puede ocultarlo, disfrazarlo. Entonces la ropa es simultáneamente
lo otro absoluto de la cosa, y es lo otro suyo. Los vestidos de las estatuas
tendrían una función de párergon o de ornamento. Esto quiere decir: lo que no
es una parte integrante de la representación del objeto, sino que sólo le
pertenece de manera extrínseca como una adición, un suplemento. ¿Por qué
algunas estatuas griegas tienen vestido, si los griegos tanto valoraron y
adoraron el cuerpo desnudo? ¿Y los velos completamente transparentes? Por
ejemplo, la Lucrecia de Cranach sólo tiene una ligera banda de velo
transparente delante de su sexo. ¿Cuál es el papel de esos párerga? ¿Dónde está
la línea divisoria, la frontera entre el párergon (vestido o velo) y el ergon
(el cuerpo desnudo), si está en contacto estrecho con su piel? ¿Dónde empieza y
termina el vestido-párergon? ¿Es un párergon el collar que lleva en su cuello?
Si el párergon sólo se agrega, ¿qué es lo que le falta a la representación del
cuerpo para que el vestido venga a suplirlo? ¿Y qué tendría que ver el arte con
todo esto? (cf. Derridag : 68). Un marco donde tiene lugar el cuadro de pintura
es un párergon. ¿Tiene lugar? ¿Dónde comienza, dónde termina; cuál es su límite
interno y externo? Cuando Kant, a quien se le pregunta, ¿qué es un 18 IDEAS Y
VALORES IRINA VASKES marco?, responde que es un párergon, un mixto de afuera y
de dentro, decimos que allí hay grandes dificultades. Pero este marco es
problemático. No sé lo que es esencial y accesorio en una obra. Y sobre todo no
sé lo que es esta cosa, ni esencial ni accesoria, ni propia ni impropia, que
Kant llama párergon. (Derridag : 74) El análisis del párergon, la búsqueda de
su esencia, lleva a Derrida al estudio etimológico de las palabras “el borde” y
“la frontera”4 . Ambos términos están relacionados con el objeto que une y que
separa. El borde y la frontera coinciden en el punto donde las diferencias
tienen algo en común, donde, por ejemplo, dos estados diferentes se unen. Y si
existe el concepto de la frontera, del borde, entonces dos objetos diferentes
no son solamente separados, sino también unidos. Como lo verdadero y lo falso.
Un ejemplo es párergon, un puente. Cuando no tenemos argumentos para explicar
un concepto complicado, buscamos los ejemplos. “Así los ejemplos son las ruedas
de la facultad de juzgar y quien carece de talento natural no podría prescindir
de ellas” (Derridag : 89). Kant tenía muchas antinomias; definitivamente, dice
Derrida, no pudo superar el abismo entre el objeto y el sujeto, el puente entre
ellos nunca fue colocado; sin embargo sujeto y objeto existen realmente, el
objeto todavía no se ha convertido en el fantasma del sujeto. También existe el
abismo entre la razón y el sentimiento, y por eso las sensaciones de color
pueden ser solamente un suplemento externo del dibujo que es más cercano a la
actividad racional que el color. Por eso tiene Kant que recurrir frecuentemente
a los ejemplos. Sin embargo las ruedas no reemplazan el juicio; son prótesis
que no reemplazan nada, son párerga. Con todo esto, ¿qué quiere decir Derrida
cuando analiza esas “migajas” kantianas? Porque no se trata de problemas
centrales de su estética. Él no dice nada, evita cualquier resumen general. La
prudencia, así como la delicadeza en la manera de tratar los problemas globales
y metafísicos, son principios de deconstrucción. Y es comprensible, porque “la
niebla ideológica” es tan espesa, que cualquier palabra pronunciada en esa
atmósfera puede sonar falsa. 4 Es uno de los métodos favoritos del filósofo:
muchas páginas de sus obras se convierten en la citación aburrida de los
diccionarios. Aunque en el caso nuestro el análisis de la palabra “el borde” es
más divertido que abrumador: “Si quisiéramos jugar un poco con etimología –por
amor a la poética–, dice, nos remitiría a alto alemán bort. La borda,
rigurosamente hablando, una plancha; y la etimología permite aprehender el
encajamiento de las significaciones. La primera es la de borda de un navío, es
decir, una construcción de planchas; luego, por metonimia, lo que bordea…
Burdel tiene la misma etimología, una pequeña cabaña de madera”, etc. (Derridag
: 65). 19 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 En esta
situación resulta mejor callarse. Y eso es lo que hace: aunque la
postmodernidad parece “habladora”, la cantidad de sus palabras es más
“silenciosa” que la ausencia de cualquier palabra. Tal es el caso de Derrida,
quien, con una sola palabra kantiana, párergon, produce un capítulo amplio de
comentarios5 . Pero con todo esto no dice nada sobre “la verdad en pintura”. La
respuesta a esta pregunta no existe, no existe la verdad, “ninguna cosa es
conocida en sentido estricto”. Sus reflexiones no pretenden ser más que un
“suplemento”. No es un cuadro objetivo del mundo, tampoco es su interpretación.
Es algo que limita con la verdad; con lo cual “la frontera”, ni se une, ni se
separa de la “verdad objetiva”, sino que existe entre la verdad y la mentira. En
muchas ocasiones Derrida resalta el carácter creativo-inventivo de la
deconstrucción, o sea, prácticamente la asimila con lo que la estética clásica
llamaba la creación artística. “La deconstrucción es inventiva o simplemente no
existe”, “la única invención posible es la invención de lo imposible. Esa es la
paradoja de la deconstrucción” (Derridah: 59). Este principio lo considera
especialmente importante para la esfera artística, asociada con la invención de
los nuevos lenguajes, géneros y estilos artísticos. Parece que la
deconstrucción repite el proceso de la construcción y destrucción de la Torre
de Babel, cuyo resultado es la desaparición de lo que pudo haber sido un
lenguaje artístico universal, la confusión de los diferentes lenguajes,
géneros, estilos de la literatura, la arquitectura, la pintura, del teatro, del
cine; la aniquilación de las fronteras entre ellos. A decir verdad, los rasgos
principales del arte actual son rasgos característicos de la deconstrucción,
tales como la ironía, la mezcla de fragmentos, de estilos, de citas, de
estereotipos del pensamiento artístico de todos los tiempos y pueblos, el
eclecticismo consciente que no le permite al lenguaje artístico “marchitarse”,
atrofiarse en el desacompañamiento, asfixiarse en el “corsé” del sentido, y el
rechazo de la mimesis, es decir, la exclusión del significado desde la
“comunicación” artística, su tradición conocida como “el absurdo”, su
componente lúdico y ambiguo. Hablando sobre la relación entre la deconstrucción
y el arte, se puede mencionar que, en 1984, el arquitecto Bernard Tschumi
invitó a Derrida a colaborar en el diseño de una sección del Parc de la Villete
en Francia. Este caso, una vez más, vislumbró la relación que existe entre
cierto tipo de pensamiento teórico y el modo de concebir el espacio
arquitectónico. El deconstructivismo como estilo arquitec5 Un comentario
semejante sobre el particular lo podemos encontrar en P. Strathern: Derrida
“añadió a su traducción del Origen de la geometría, de Edmund Husserl, una
introducción del tamaño de un libro, que empequeñeció el trabajo de Husserl,
que tenía la longitud de un ensayo” (Strathern: 19). 20 IDEAS Y VALORES IRINA
VASKES tónico contemporáneo, atribuido a finales de la década de 1980 a
diversos arquitectos estadounidenses y europeos, también debe su nombre y
legitimación filosófica a la deconstrucción ilustrada por los trabajos de
Derrida. Entre otros efectos producidos por la deconstrucción podemos también
mencionar la estetización del lenguaje y la estetización sustancial de la
filosofía, así como la utilización de la experiencia artística para la
ampliación de los recursos de la nueva tradición filosófica europea: “la
práctica de la deconstrucción niega a los textos teóricos su aparente contenido
cognoscitivo, reduciéndolos a un conjunto de recursos retóricos, y al hacerlo
borra toda diferencia entre ellos y los textos explícitamente literarios”
(Habermas: 229). Esta eliminación de la distinción entre filosofía y literatura
conduce a Derrida a escribir algunos libros que, con su estilo irónico y
elusivo, su interminable desenvolvimiento de los significados de las palabras y
su absorción reflexiva al exponer su propia naturaleza retórica, sólo se
asemejan a las obras de arte modernistas (ver: Callinicos: 141). Con esto, como
dice J. Baudrillard, “el arte se ha realizado hoy en todas partes… La
estetización del mundo es total…” (Baudrillard: 11). Finalmente, a manera de
síntesis, podemos decir que la deconstrucción derridiana tal vez no tiene mucho
que ver con claridad de un razonamiento filosófico, sino que mas bien cuestiona
la posibilidad de la filosofía misma, y con esto los fundamentos de todo
conocimiento (cf. Strathern: 22-23). Derrida –dice Jim Powell– ha sido
considerado por algunos el filósofo más importante del siglo XX.
Desafortunadamente nadie está seguro de si el movimiento intelectual que
engendró –la deconstrucción– hizo avanzar la filosofía, o si la asesinó.
(Strathern: 95) No obstante, podemos estar seguros de que la deconstrucción,
como método creativo de interpretación y producción de textos artísticos,
encaja muy bien en el ámbito del arte y de la literatura. Y eso la convierte en
una categoría central de la estética actual, que se halla en un proceso de
búsqueda permanente de un adecuado aparato categorial para expresar la nueva
realidad, que no tiene análogos históricos en lo que antes llamaban arte,
estética y cultura. La elaboración de este concepto nos permitirá entrar en el
código de muchas obras artísticas contemporáneas, que vienen a representarse
ellas mismas como actividades autorreflexivas, casi críticas, y donde el
espacio entre arte y teoría del arte es cada vez más incierto (especialmente en
las diversas formas de arte conceptual o performance art). Actualmente las
obras de arte no son sólo objetos para el goce visual y el juicio crítico, sino
también son repositorios para ideas que 21 LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA:
DECONSTRUCCIÓN Nº 134 AGOSTO DE 2007 reverberan. Esta característica del arte
actual es tal vez la que provoca el rechazo generalizado hacia sus proyectos
“elitistas”, tan poco comprensibles por el público en general, y que, gracias
al discurso estético, pueden convertirse en obras enriquecedoras.
Toca despedirme la cuestión es muy simple si puedes pasar de la dialéctica
de Hegel a la desconstrucion para volver a la dialéctica de Hegel tendrás una
transferencia
Dialéctica 1 →Deconstrucción 0→ Transferencia 10
Si puedes volver de
la deconstrucción a la dialéctica de Hegel para regresar a la deconstrucción
tienes una retransferencia
Retransferencia 01 ← Dialéctica
1 ← Deconstrución 0
Más si quieres imponer tu transferencia o tu retransferencia
sin negarte a ti mismo mueres:
1→0→10 → (1 0
1 0 1 0) 01←1←0
Como lo que ocurre en todo este tiempo posmoderno de pos
verdad donde todo es un mal chiste así el mundo se está quemando y a todos les parece una broma, no lo
es Tiago, no lo es, a ti te digo Talita kumi.
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