Buscar este blog

viernes, 5 de julio de 2024

Biodramaturgia II

 

 

Biodramaturgia II  

 

Te agradezco  Hermano que me hayas hablado de tu vida cotidiana. ¿Echas de menos aun los pájaros del pirineo? Yo no sé si el silencio no es más hermoso que todos los cantos. En un amplio paisaje, cuando el sol, se pone o cuando amanece, no hay armonía más completa que el silencio. Incluso si los hombres hablan y hacen ruido alrededor, se oye el silencio que planea por encima y se extiende tan lejos como el cielo. Soy feliz de que tengas agua pura, el agua pura es algo bello. En Argentina  las noches deben de ser muy claras y llenas de estrellas. ¿Las miras mucho?, ¿las conoces? Platón decía que la vista es verdaderamente valiosa porque nos hace conocer las estrellas, los planetas la luna, el sol. Por mi parte me avergüenza decir que apenas conozco las constelaciones y sus nombres. Hace algunos meses me procuré un planisferio para acabar con mi ignorancia, pero no lo estudié porque pensé después que no necesitaba libros para mirar el cielo y que mirándolo a menudo y durante mucho tiempo puedo llegar a reconocer sin ayuda los grupos de estrellas y el movimiento del cielo como los pastores que inventaron la astronomía hace miles de años. No hay mayor gozo para mí que mirar el cielo una noche clara, con una atención tan concentrada que todos los demás pensamientos desaparecen. Entonces se dirá que las estrellas entran en el alma. 

 

Ahora permíteme a mi entrar en la tuya

1.       «Hay Uno», pero un Uno totalmente inefable-impredecible, sin Ser, un Uno que no es ni falso ni verdadero.  Este uno no es el uno divino sino su  reflejo es decir nuestra consciencia que se reflejara en nuestra existencia o más bien el reflejo de nuestra existencia , porque realmente las cosas inician con el dos que no es otra cosa que un cero que refleja al uno divino primero en la existencia y luego en la conciencia más una vez alcanzado el reflejo de la existencia, el espíritu absoluto no da el reflejo de la conciencia y está  conciencia se refleja en la existencia dándonos el espíritu revelado, que es el espíritu cero como voluntad en el misterio dhramico, pero que una vez realizado el misterio pascual es su contrataparte para luego constituirse como el anti espíritu que configura el espíritu objetivo en su tensión con el espíritu subjetivo y que luego deconstruye todo el lenguaje.     

2.        . 2. Uno con Ser, «Uno es» he aquí el espíritu revelado: podemos predicar de él, ya que se trata de un Uno que es; pero aquí es crucial la sugerida diferencia entre Uno y Ser: «Si el uno es, participa en el ser, y por lo tanto es algo diferente del ser, puesto que de otro modo no tendría sentido afirmar que uno es» [41] . Pero en el momento en que concedemos esta diferencia, nos vemos obligados a repetirlo indefinidamente, esto es, dentro de cada uno de sus polos: cada Uno es, y es Uno, cada ser es y es uno, etc. «“El uno que es” se derrumba en uno y ser, pero de tal modo que cada parte incluye a la otra como su parte. Esta división interna, una vez que ha comenzado, no puede detenerse: en el momento en que tenemos dos partes, tenemos infinitamente muchas de ellas». O por decirlo en hegeliano, cada término tiene dos especies, a sí mismo y al otro término; cada término es la unidad abarcante de sí mismo y su otro. Entramos por este camino en el problemático espacio de las paradojas autorreferenciales: «Ahora Uno es a la vez el todo y la parte, y así hasta la infinidad, y es tanto limitado como ilimitado, se mueve y permanece quieto, es idéntico y diferente, al igual y a diferencia de sí mismo y los otros, tanto iguales como desiguales a sí mismos y a los otros, etc.». Si el resultado de la primera hipótesis es que «todo vale», en el sentido de que entramos a lo sobrenatural :

 

   Para entender, la visión de lo sobrenatural weliana —más allá de los estudios místicos138 de su obra— es preciso decir en palabras de Emilia Bea que: “lo sobrenatural es una mirada que no puede quedar atrapada en la aceptación de la fuerza como inevitable y necesaria, sino que tiene el poder de penetrar en la injusticia y trasformar su lógica.”[2010:162] Lo sobrenatural es una nueva lógica frente al movimiento natural y la vulnerabilidad con que se aceptan las cosas que suceden en el mundo, una inflexión, aunque sea en un solo punto para revertir “la mecánica infernal de las fuerzas que rigen la vida social

 

 podemos predicar todos los predicados posibles, incluso mutuamente excluyentes. Dolar extrae aquí exactamente la conclusión opuesta a Armand Zaloszyc: el Y a d’l’Un de Lacan es una paráfrasis no de la primera, sino de la segunda hipótesis del Parménides: El famoso dictum Y a d’l’Un de Lacan puede leerse como una paráfrasis de esta segunda hipótesis. Traduciéndola simplemente como «Hay Uno» perdemos la paradoja de la formulación francesa, donde el artículo partitivo (de) trata al uno como una cantidad indefinida (como en Il y a de l’eau, «hay agua», esto es, una cantidad indefinida de ella), implicando, en primer lugar, que puede haber una cantidad no determinable de uno, es decir, de lo que es en sí misma la base de toda medida, y en segundo lugar, si la cantidad es indefinida, entonces es divisible (como el agua) –¿pero divisible en qué, si uno es la unidad mínima? [42] . Esta extraña cantidad no determinable, ¿no significa acaso que el Uno de la segunda hipótesis no debe vincularse al Y a d’l’Un de Lacan?; ¿no implica que el «Uno que es», el significante unario o S1 , debería más bien oponerse al inmensurable «hay (algo del) Uno», que se caracteriza por una divisibilidad y por lo tanto por una multiplicidad no compuesta de Unos? Aquí tenemos una paradoja hegeliana muy  elegante: aunque Platón es el filósofo del Uno, lo que es incapaz de pensar (y no simplemente «representarse») es precisamente el Uno como concepto. Para hacer esto, se necesita no solo una predicación reflexiva autorrelacionada (el Uno es un «Uno uno», una x que participa de la Idea de Uno respecto a la Uneidad misma) – predicación que Platón posee–, sino también el concepto positivo del cero (que Platón no posee) pero que nostros si posemos,  para adquirir un concepto puro del Uno, no solo la noción de una cosa, la x que «participa de la idea de Uno con respecto a la Uneidad misma» debe ser cero, un vacío carente de todo contenido. O por decirlo de un modo más descriptivo: ser-un-Uno no añade nada al contenido de un objeto; su único contenido es la forma de la autoidentidad misma. Pero justamente el 0 nos da la diferencia y eso es el espíritu revelado la diferencia del espíritu absoluto .

 

“sólo la luz que cae continuamente del cielo, le proporciona, a un árbol la energía que hunde profundamente en la tierra las poderosas raíces. En verdad está enraizado en el cielo. Sólo lo que viene del cielo es susceptible de imprimir una marca sobre la tierra.”

 

 

Hegel sin duda considera que Cristo es un ejemplo, pero añade: un «ejemplo de ejemplo» y por tanto «el ejemplo absoluto», lo que significa precisamente que ya no es un mero ejemplo, sino un ejemplo que es más «la cosa misma» ejemplificada en/por ella que la cosa misma. En otras palabras, solo a través de este «ejemplo» la «cosa misma» ejemplificada llega a ser lo que es. Por esto la encarnación de Cristo «contradice todo entendimiento»: lo que el entendimiento no puede captar es el modo en que, en el cristianismo, su Verdad universal/eterna está basada «en un accidente histórico», es decir, en cómo su necesidad en sí misma se fundamenta en una contingencia. En este preciso sentido Hegel no es un «humanista»: para un humanista es fácil ver cómo todos los individuos son sucesivos ejemplos/encarnaciones contingentes del eterno Espíritu humano [29] . Lo que no puede imaginar un humanista es que el Espíritu universal, capaz de devenir «para sí» y hacerse plenamente real, debe encarnarse directamente en un individuo singular contingente que no es su mero «ejemplo» sino la plena realidad efectiva del Universal. De modo que, cuando este individuo singular muere, no es simplemente el En-sí sustancial de un Dios trascendente el que muere; lo que muere es también Dios qua sustancia espiritual, el Espíritu universal que se mantiene vivo mediante la actividad incesante de todos los sucesivos individuos contingentes –tal representación es todavía demasiado «sustancial». En un nivel más básico, lo que estamos tratando aquí es el cambio de la universalidad abstracta a la concreta. En el nivel de la universalidad abstracta, podemos oponer el sistema simbólico universal, en cuanto «hecho social objetivo» no-psicológico, a los sujetos individuales y sus interacciones. Alcanzamos la universalidad concreta cuando preguntamos cómo existe el sistema simbólico anónimo para el sujeto, esto es, cómo el sujeto lo experimenta como «objetivo», universal. Para que tal universalidad se haga «concreta», Para-sí, debe ser experimentada como tal, como un orden universal nopsicológico, por el sujeto [30] . Esta precisa distinción nos permite dar cuenta del paso de lo que Hegel llamó «espíritu objetivo» (EO) a «espíritu absoluto» (EA). No pasamos de EO a EA por medio de una simple apropiación subjetiva de la «reificada» subjetividad del EO (en el archiconocido modo feuerbachiano-jovenmarxista y pseudohegeliano: «la subjetividad humana colectiva reconoce en el EO su propio producto, la expresión  reificada de su propio poder creativo»); esto sería una simple reducción del EO al espíritu subjetivo (ES). Pero tampoco completamos este paso postulando más allá del EO otra entidad absoluta, incluso más En-sí, que abarque tanto el ES como el EO. El paso del EO al EA no reside en otra cosa que en la mediación dialéctica entre el EO y el ES, en la inclusión –antes indicada– de la fractura que separa al EO del ES dentro del ES, de modo que el EO debe aparecer (ser experimentado) como tal, como una objetiva entidad «reificada», por el ES mismo (y en el reconocimiento invertido de que, sin la referencia subjetiva a un En-sí del EO, la subjetividad misma se desintegra, colapsa en un autismo psicótico) [31] . Entonces, ¿qué es lo que no muere, cuál es el apoyo material del Espíritu Santo? Cuando Robeson cantaba «Joe Hill» en el legendario concierto de Peace Arch en 1952, cambió el importante verso «Lo que olvidaron matar…» por: «Lo que nunca pueden matar continuó organizando». La dimensión inmortal en el hombre, aquello que está en el hombre y «se necesitan más que armas para matarlo», el Espíritu, es lo que continuó organizando. Esto no debería despacharse como una metáfora espiritualista-oscurantista. Hay una verdad subjetiva en ella: cuando los sujetos emancipatorios se organizan, es el «espíritu» mismo el que se organiza a través de ellos. A la lista de aquello que hace el «eso» impersonal como das Es, o ça (en el inconsciente, «eso habla», «eso goza»), habría que añadir: se organiza a sí mismo, ça s’organise. Ahí reside el núcleo de la «idea eterna» de un partido revolucionario. Deberíamos además evocar sin vergüenza la escena habitual en las películas de ciencia-ficción de terror en las que el alienígena que ha adoptado apariencia humana (o invadido y colonizado a un ser humano) se ve expuesto, su forma humana es destruida, y todo lo que queda es una mucosidad informe, como un charco de metal fundido… el héroe sale de escena, satisfecho de que la amenaza haya sido neutralizada –y es entonces cuando la baba informe que el héroe olvidó matar (o no pudo matar) comienza a moverse, organizándose lentamente de nuevo, y la antigua figura amenazadora se reconstituye–. Quizá es algo así lo que deberíamos leer en la práctica cristiana de la eucaristía, en la que los participantes en este festín del amor o comida sacrificial establecen una solidaridad mutua a través de un cuerpo mutilado. De este modo participan, al nivel del signo o sacramento, en el sangriento paso que da Cristo de la debilidad al poder, de la muerte a la vida transfigurada [32] . Lo que los creyentes consumimos en la eucaristía, la carne (pan) y sangre (vino) de Cristo, ¿no es precisamente ese mismo resto informe, «lo que ellos [los soldados romanos que le crucificaron] nunca podrán matar», que después continúa organizándose a sí mismo como comunidad de creyentes? Desde este punto de vista deberíamos entender a Edipo como precursor de Cristo: contra aquellos –incluyendo al propio Lacan– que perciben a Edipo en Colono y Antígona como figuras impulsadas por una pulsión de muerte inflexiblemente suicida, «sin plegarse hasta el final, exigiéndolo todo, sin entregar nada, absolutamente irreconciliables» [33] , Terry Eagleton acierta al señalar que Edipo en Colono se convierte en la piedra miliar de un nuevo orden político. El cuerpo contaminado de Edipo significa, entre otras cosas, el monstruoso terror que acecha y en el que, de tener oportunidad de renacer, la polis debe reconocer su propia deformidad repulsiva. Esta dimensión profundamente política de la tragedia recibe poca atención en las meditaciones de Lacan… 

 

Al convertirse en nada sino chusma y rechazar la polis (la «mierda de la tierra» tal como describe san Pablo a los seguidores de Jesús, o la «total pérdida de humanidad» que Marx describe en el proletariado), Edipo se ve privado de su identidad y autoridad y así puede ofrecer su cuerpo lacerado como la piedra angular de un nuevo orden social. «¿Se me hace hombre en esta hora en que ceso de ser?» (o quizá «¿Debo ser considerado algo solo cuando soy nada / no soy ya más humano?»), se pregunta en voz alta el rey vagabundo [35] . ¿No recuerda esto a un rey vagabundo posterior, Cristo, que al morir como un nadie, como un marginado abandonado incluso por sus discípulos, coloca las bases de una nueva comunidad de creyentes? Ambos reemergen tras sumergirse en el nivel más bajo, tras verse reducidos a un mero resto excrementicio. El concepto del colectivo cristiano de creyentes (y sus versiones posteriores, desde los movimientos políticos emancipatorios hasta las sociedades psicoanalíticas) es una respuesta a una pregunta materialista muy precisa: ¿cómo afirmar el materialismo, no como una enseñanza, sino como una forma de vida colectiva? Ahí reside el fracaso del estalinismo: no importa cuán «materialista» fuera su enseñanza, su forma de organización (el Partido, que es un instrumento del gran Otro histórico) siguió siendo idealista. Solo un colectivo del Espíritu Santo, fundado en la «muerte de Dios», al aceptar la inexistencia del gran Otro, puede ser materialista comenzando por la forma misma de su organización social. Esta «transustanciación», por medio de la cual nuestros actos se viven como si extrajeran fuerza del resultado de su propia actividad, no debería desecharse como una ilusión ideológica («en realidad simplemente hay individuos que se están organizando»). Aquí está el relato más corto de Jacob y Wilhelm Grimm, «El niño testarudo»: Érase una vez un niño en extremo obstinado, que jamás hacía lo que le mandaba su madre. Por eso, Dios no estaba contento con él e hizo que enfermara. Y como ningún médico supo acertar el remedio a su dolencia, al poco tiempo estaba tendido sobre su lecho de muerte. Cuando lo bajaron a la sepultura, y lo cubrieron de tierra, volvió a salir su bracito, y aunque lo doblaron poniendo más y más tierra encima, de nada sirvió: siempre volvía a asomar el bracito. Fue preciso que la propia madre fuese a la tumba y le diese unos golpes con su vara; solo entonces se dobló, y el niño pudo descansar bajo la tierra. Esta obstinación que persiste incluso más allá de la muerte, ¿no es la libertad –la pulsión de muerte– en su forma más elemental? En vez de condenarla, ¿no deberíamos más bien celebrarla como el último recurso de nuestra resistencia? La muerte de Cristo es también la muerte/final de la mortalidad humana, la «muerte de la muerte», la negación de la negación: la muerte de Dios es el alzarse de la pulsión no-muerta (el objeto parcial no-muerto). Aquí, sin embargo, Hegel no es lo suficientemente radical: puesto que no es capaz de pensar el objet a, ignora también la inmortalidad corporal («la condición nomuerta»); tanto Spinoza como Hegel comparten esta ceguera ante la auténtica dimensión del objet a. ¿Cómo puede un creyente cristiano habérselas con este exceso obsceno de inmortalidad? ¿La respuesta es una vez más el amor? ¿Puede uno amar este exceso? ¿Exactamente en qué sentido es el cristianismo la religión del amor? Badiou nos recuerda antes una lectura típica: si bien el cristianismo, como Platón, pone en movimiento el poder del amor para vincular a los sujetos y sostener su fidelidad a un Acontecimiento que marca una ruptura con sus utilitarias vidas cotidianas, también subordina al Uno el amor entendido como el ascenso del Dos (como la construcción de un mundo desde el Dos), lo subordina al Uno de la divinidad trascendente. El riesgo claro de una relación amorosa, la exploración de las consecuencias del amor sin garantía de éxito final, se ve reinscrito en el Uno: el Dios por encima del Dos, como objetivo definitivo y garantía de amor. Contra esta intervención de un Uno trascendente que resuelve la imposibilidad inscrita en el Dos, Badiou insiste en la inmanencia del amor: lo real de un encuentro amoroso se transforma en un vínculo simbólico, la contingencia se transforma en necesidad mediante la declaración de amor («Te quiero»), y el compromiso anunciado en esta declaración debe ser puesto a prueba en el continuo trabajo del amor. La «eternidad» del amor es la eternidad de este compromiso, no la eternidad de una garantía trascendente-eterna. Pero tal lectura del cristianismo ¿es la única posible? Cuando Cristo responde a sus discípulos «Donde dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estaré», ¿no prescinde esto de toda trascendencia? El amor, el amor divino, ¿no es reducido aquí a la inmanencia del vínculo que une al Dos? En otras palabras: el pasaje de Dios al Espíritu Santo, ¿no es precisamente el paso de la trascendencia a un vínculo inmanente? El problema reside en la naturaleza exacta de este vínculo: tras la reducción de la trascendencia, ¿sigue estando el gran Otro? Además, ¿podemos simplemente librarnos del gran Otro, o es inevitable un desvío a través de la ilusión del gran Otro? En el Seminario XXIII, Lacan señala que «el psicoanálisis, con su éxito, demuestra que uno puede librarse también del Nombre-delPadre. Uno puede librarse de él (ignorarlo: s’en passer) a condición de que uno se sirva de él (s’en server)» [36] . Lo que acecha en el fondo aquí es el dictum de Lacan la vérité surgit de la méprise; o más exactamente de la méprise du sss (sujet supposé savoir). No puede llegarse directamente a la inexistencia del gran Otro, antes hay que dejarse engañar por el Otro, porque le Nom-du-Père significa les non-dupes errent: aquellos que se niegan a sucumbir a la ilusión del sss tampoco ven la verdad escondida por esta ilusión. Esto nos lleva de vuelta a «Dios es inconsciente»: «Dios» (como sujeto supuesto saber, como gran Otro, como el destinatario definitivo más allá de todos los destinatarios empíricos) es una estructura permanente y constitutiva del lenguaje; sin Él, nos encontramos en la psicosis – sin el Dios-Padre el sujeto acaba en un delirio schreberiano– [37] . Dios como sss es inseparable, en su dimensión básica de gran Otro, del lugar de la Verdad. El gran Otro es por tanto el grado cero de lo divino, es «precisamente el lugar donde, si me permites este juego de palabras, el dios–el diocir–el decir (le dieu–le dieur–le dire) se produce a sí mismo. Es decir, lo que hace surgir a Dios de la nada. Y mientras algo se diga, la hipótesis de Dios seguirá aquí» [38] . En el momento en que hablamos, (inconscientemente, al menos) creemos en Dios –es aquí donde encontramos el «materialismo teológico» de Lacan en su forma más pura: es el discurso (nuestro, en última instancia) lo que crea a Dios; sin embargo, Dios está aquí en el momento en que hablamos–, o por citar el Talmud: «Me habéis hecho una única entidad en el mundo, pues está escrito “Escucha, Israel, el Señor es nuestro dios, el Señor es uno” y os haré una entidad única en el mundo» [39] . Ahí reside el límite del judaísmo: desde luego que puede llevar a cabo la inversión humanista, nosotros –el colectivo de creyentes– creamos al Dios-Uno al rezarle; pero entonces Cristo, su exceso monstruoso, no puede ser pensado. La fórmula talmúdica ejemplifica el habitual círculo de los sujetos y su sustancia virtual, viva gracias a la actividad incesante del sujeto, esa sustancia como «el trabajo de uno y todos». En su seminario sobre La ética del psicoanálisis, Lacan opone a la tesis de la muerte de Dios la afirmación de que Dios está muerto desde el principio, pero no lo sabía; en el cristianismo finalmente lo aprende, en la Cruz. La muerte de Cristo por tanto no es una muerte auténtica, sino más bien un devenir consciente de lo que ya es. Deberíamos notar sin embargo cómo este proceso se desarrolla en dos etapas, la judía y la cristiana. Mientras que en las religiones paganas los dioses están vivos, los creyentes judíos tomaban ya en cuenta la muerte de dios; indicaciones de esta consciencia abundan en los textos sagrados judíos. Recordemos, del Talmud, la historia acerca de los dos rabinos que básicamente le dicen a Dios que se calle: discuten por una cuestión teológica hasta que, incapaces de resolverla, uno de ellos propone: «Dejemos que el mismo Cielo testifique que la Ley está de acuerdo con mi juicio». Una voz del cielo acuerda con el rabino que apeló primero; sin embargo, el otro rabino entonces se levanta y afirma que incluso una voz del cielo no debe ser contemplada, «Pues Tú, oh Dios, tiempo ha escribiste la ley que Tú nos diste en el Sinaí: “Seguirás a la multitud”». Dios mismo se ve impelido a estar de acuerdo: tras decir «¡Mis hijos me han derrotado!¡Mis hijos me han derrotado!», huye… Hay una historia similar en el Talmud babilónico (Baba Metzia 59b), pero aquí, en un maravilloso giro argumental nietzscheano, Dios acepta su derrota con gozosas risas: Rabí Eliezer llevó adelante todo argumento imaginable, pero los Sabios no aceptaron ninguno de ellos. Finalmente les dijo: «Si la Halajá [Ley religiosa] está de acuerdo conmigo, ¡que este árbol algarrobo lo pruebe!». El algarrobo inmediatamente se desarraigó y se movió cien codos, y algunos dicen 400 codos. «Ninguna prueba es válida proviniendo de un algarrobo», replicaron. Y de nuevo les dijo «Si la Halajá está de acuerdo conmigo, ¡que el canal de agua lo pruebe!». Por supuesto, el canal de agua fluyó hacia atrás. «Ninguna prueba es válida proviniendo de un canal de agua», respondieron. Tras otro juicio inútil, Rabí Eliezer entonces dijo a los Sabios: «Si la Halajá está de acuerdo conmigo, que sea probado por el cielo». Entonces, una voz divina gritó, «¿Por qué disputáis con Rabí Eliezer, con el que la Halajá siempre está de acuerdo?». Rabí Josué se levantó y protestó: «“¡La Torá no está en el cielo!” (Deut 30, 12). No prestamos atención a una voz divina porque hace mucho en el Monte Sinaí escribiste en tu Torá, “Ante la ley debe uno inclinarse” (Ex 23, 2)». Rabí Natán se encontró con [el profeta] Elías y le preguntó «¿Qué hizo el Sagrado en ese momento?». Elías «Rio [con alegría], diciendo, “Mis hijos me han derrotado, mis hijos me han derrotado”». La característica más destacada de esta historia no es solo la risa divina que reemplaza al lamento de la versión anterior, sino el modo en que los Sabios (que representan al gran Otro, desde luego) ganan la discusión con Dios: incluso Dios mismo, el Sujeto absoluto, está descentrado respecto al gran Otro (el orden del registro simbólico), de modo que, una vez que sus órdenes se inscriben, no puede ya tocarlas. Podemos imaginar entonces por qué Dios reacciona ante esta derrota con una risa satisfecha: los Sabios han aprendido la lección de que Dios está muerto, y que la Verdad reside en la letra muerta de la Ley que está más allá de su control. En resumen, después de que el acto de la Creación se haya completado, Dios pierde incluso el derecho a intervenir en el modo en que la gente interpreta su ley. Los modernos lectores democrático-liberales gustan en remitirse a esta historia como una parábola acerca de la democracia: la mayoría gana, Dios, el Amo de lo creado, debe conceder la derrota. Esto sin embargo no da con el mensaje clave: los Sabios no representan simplemente a la mayoría; representan al gran Otro, a la autoridad incondicional de la letra muerta de la Ley, ante la que incluso Dios debe arrodillarse. Para darle a esta historia un giro cristiano (y simultáneamente, democrático-radical), debemos suspender la referencia al gran Otro, aceptar la inexistencia del gran Otro, y concebir a los sabios como un colectivo que ne s’autorise que de lui-même. Dicho en hegeliano: en las  dos historias talmúdicas, Dios está muerto «para nosotros o en sí mismo», razón por la cual incluso los creyentes ya no creen realmente en él, sino que continúan practicando el ritual de la creencia; solo en el cristianismo Dios muere «para sí». Dios por lo tanto debe morir dos veces: en sí y para sí. En el judaísmo muere en sí mediante su reducción al mero efecto performativo de que (los humanos) hablen de él; pero ese Dios continúa funcionando, de modo que debe morir para sí mismo, que es lo que ocurre en el cristianismo. Esta quizá es la definición más concisa del Saber Absoluto hegeliano: asumiendo plenamente la inexistencia del gran Otro, es decir, la inexistencia del gran Otro como sujeto supuesto saber. Hay una diferencia clave entre este saber y lo que en ciertas tradiciones socráticas o místicas se llama docta ignorantia: esta se refiere al saber del sujeto acerca de su ignorancia, mientras que la ignorancia registrada por el sujeto del Saber Absoluto es la ignorancia del gran Otro. La fórmula para describir al auténtico ateísmo es por lo tanto la siguiente: el saber divino y la existencia son incompatibles, y Dios existe solo en la medida en que no conoce (toma nota de, registra) su propia inexistencia. En el momento en que Dios sabe, colapsa en el abismo de inexistencia, como el típico dibujo animado en el que el gato solamente cae cuando se da cuenta de que no hay suelo bajo sus pies. ¿Por qué entonces debe morir Cristo? La paradoja es que, para que la Sustancia virtual (el gran Otro) muera, el precio debe pagarse en lo real de la carne y la sangre. En otras palabras, Dios es una ficción, pero para que muera la ficción (que estructura la realidad), una parte de lo real debe ser destruida. Puesto que el gran Otro como orden virtual, como ficción simbolica, es efectivo en su misma inexistencia –no existe, pero igualmente sigue funcionando–, no es por tanto suficiente con destruir la ficción desde fuera, reducirla a la realidad o demostrar cómo surgió de la realidad (pace los ateos «vulgares» como Richard Dawkins). La ficción debe ser destruida desde dentro, es decir, su falsedad inherente debe ser mostrada. Por expresarlo en términos descriptivos, no es suficiente con probar que Dios no existe: la fórmula del auténtico ateísmo es que Dios mismo debe ser forzado a proclamar su propia inexistencia, debe dejar de creer en sí mismo. Ahí reside la paradoja: si destruimos la ficción desde fuera, reduciéndola a la realidad, continúa funcionando en la realidad; continúa ejerciendo su eficacia simbólica, como los ya citados sionistas ateos que no creen que Dios existe, pero no obstante creen que les otorgó la tierra de Israel. «Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, oh Jacob, y Formador tuyo, oh Israel: No temas, porque Yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú» (Isaías 43, 1). Esto exactamente es lo que se invierte (deshace) en la «destitución subjetiva» que opera en un cristianismo coherente: debo afrontar el terror de la no-existencia del gran Otro, lo que significa que yo mismo me veo desposeído de mi identidad simbólica; como sujeto barrado ($) yo no soy de nadie y carezco de nombre. Y lo mismo se aplica a Dios mismo, razón por la que en su seminario no publicado de 1974-1975, Lacan explica que el cristianismo es la religión «verdadera»: en ella, Dios ex-siste con respecto a todo: «Él es ex-sistencia por excelencia, esto es, él es la represión en persona, él es incluso la persona supuesta en la represión. Y es respecto a esto que el cristianismo es verdadero» [40] . Lacan se refiere aquí a «Yo soy el que soy», la respuesta que da la zarza ardiendo en el Monte Sinaí cuando Moisés pregunta qué es; y lo interpreta como la designación de un punto en el que un significante falta, donde hay un agujero en el orden simbólico –y esto debería tomarse en un sentido reflexivo fuerte, no solo como una indicación de que Dios es una realidad  profunda más allá del alcance de nuestro lenguaje, sino que Dios no es nada sino esta falta en el orden simbólico (gran Otro)–. Como tal, el divino «Yo soy el que soy» efectivamente prefigura el cogito cartesiano, o el sujeto barrado ($); ese puro punto evanescente de enunciación que se asoma en cualquier enunciado. Esta nada, cuyo representante (o marcador) es el objet a, es el foco del amor, o como dijo Simone Weil: «Donde nada hay, lee que te quiero». Es respecto a esta característica crucial como podemos localizar también la limitación definitiva del concepto de plasticidad en Malabou, que ella todavía concibe como la unidad de opuestos, de actividad y pasividad, de encuentro y separación. Malabou parece estar atrapada en el marco conceptual de la polaridad; el (mal infinito) de los dos polos que se redirigen uno al otro indefinidamente, siguiendo al Eros y Tánatos de Freud, o la noción pagana del universo que se origina en la lucha constante de masculino y femenino, luz y oscuridad, etc. Así que cuando escribe lo siguiente, en un pasaje casi programático, lo que falta es la afirmación del momento puntual singular de la plena identidad de los opuestos: Potencia integrativa e informadora, potencia originariamente sintética, la plasticidad comporta también una potencia contraria de disociación y ruptura. Estas dos potencias caracterizan perfectamente la marcha del texto hegeliano: reunión y fisión, ambas en marcha en la formación misma del Sistema. Estas dos potencias son inseparables, y permiten articular conjuntamente un pensamiento de la síntesis temporizadora y un pensamiento de la irrupción acontecedera. Toda la apuesta de mi trabajo consistió en mostrar que la concepción hegeliana de la temporalidad tenía precisamente su sitio en la economía abierta por esta articulación [41] . Cuando un caótico periodo de gestación culmina en la erupción explosiva de una nueva Forma que reorganiza todo el campo, esta misma imposición de una nueva Necesidad/Orden es en sí misma completamente contingente, un acto de decisión subjetiva abismal/sin-fundamento. Esto nos lleva al concepto estrictamente filosófico de subjetividad, puesto que lo que caracteriza al sujeto –a diferencia de la sustancia– es precisamente esta completa coincidencia de opuestos: en el caso de la sustancia, la síntesis y la separación permanecen externamente opuestos. Mientras que «sustancia» representa ya la unidad abarcadora de opuestos, el medio dentro del cual las fuerzas particulares se reproducen a través de su lucha, en una relación «sustancial» los dos aspectos (síntesis y separación) no se ven todavía llevados a la autorrelación, así que la separación como tal sería la que lleva a cabo una síntesis, de modo que imponer una nueva Necesidad sería el gesto más alto de contingencia. Dos características que no pueden sino parecer opuestas caracterizan al sujeto moderno tal como fue conceptualizado por el idealismo alemán: (1) el sujeto es el poder de la actividad sintética «espontánea» (esto es: autónoma, que comienza-en-sí-misma, irreductible a una causa anterior), la fuerza de unificación, la fuerza que reúne la panoplia de datos sensoriales con los que se nos bombardea en una representación unificada de objetos; (2) el sujeto es el poder de la negatividad, de introducir una fractura/corte en la unidad sustancial dada-inmediata; es el poder de la diferenciación, de «abstraer» rompiendo y tratando como autosuficiente lo que en realidad es parte de una unidad orgánica. Para comprender realmente el idealismo alemán es crucial pensar estas dos características no solo juntas (como dos aspectos de una y la misma actividad; es decir, el sujeto primero rasga la unidad natural y después junta los membra disjecta en una nueva [su propia y «subjetiva»] unidad), sino como idénticas stricto sensu: la actividad sintética misma introduce una fractura/diferencia en la realidad sustancial; de igual modo, la diferenciación misma consiste en imponer una unidad. ¿Pero cómo, exactamente, debemos entender esto? La espontaneidad del sujeto emerge como un perturbador corte en la realidad sustancial, puesto que la unidad que impone la síntesis trascendental en la realidad múltiple es precisamente «sintética» (en el sentido habitual del término, más que en el kantiano, es decir: artificial, «in-natural»). Por evocar una típica experiencia política: todos los grandes unificadores comienzan con un gesto divisor; De Gaulle, por ejemplo, unificó a los franceses introduciendo una diferencia irreconciliable entre aquellos que querían paz con Alemania y aquellos que no. Lo mismo vale para el cristianismo: no nos vemos primero separados de Dios y después milagrosamente unidos con él; la clave del cristianismo es que la misma separación es la que nos une –es en esta separación cuando somos «como Dios», como Cristo en la cruz, de modo que nuestra separación de Dios se ve transportada a Dios mismo–. De modo que cuando Meister Eckhart habla de cómo para abrirse a la gracia de Dios permitiendo a Cristo nacer en nuestra alma, debemos «vaciarnos» de todo lo «criatural», ¿cómo se relaciona esta kenosis con la kenosis propiamente divina (o para el caso, incluso con la kenosis de la alienación, del sujeto privado de todo su contenido sustancial)? Y lo mismo respecto a la ética: un acto radical del Bien debe mostrarse primero como «malo», como algo que perturba la estabilidad sustancial de las costumbres tradicionales. Kafka formuló sucintamente el principio básico judeocristiano respecto al Bien y el Mal: «El Mal sabe del Bien, pero el Bien no conoce Mal. El conocimiento de uno mismo es algo que solo tiene el Mal» [42] . Esta es la respuesta propiamente judeocristiana al lema gnóstico-socrático «¡Cónocete a ti mismo!». La idea subyacente de que el Mal proviene de comer la fruta del árbol de la ciencia se opone radicalmente a la tradición oriental y platónica, para las que el Mal se fundamenta en la carencia de conocimiento del malhechor (no puedes hacer deliberadamente cosas malas), de modo que el lema «¡Conócete a ti mismo!» es simultáneamente ético y epistemológico. (Por esto es por lo que, en algunas lecturas gnósticas del Viejo Testamento, la serpiente que seduce a Adán y Eva para que coman del árbol de la ciencia es un agente del Bien, trabajando contra el malvado Dios-Creador.) ¿Significa esto que, para ser buenos, debemos limitarnos a la ignorancia? La posición dialéctica es más radical: hay una tercera vía, la de la primacía del Mal sobre el Bien. Es necesario comenzar eligiendo el Mal. De hecho, incluso un auténtico Comienzo (como una ruptura radical con el pasado) es por definición el Mal, del que surge el Bien solo después, en el espacio abierto por aquel Mal [43] . La tristemente célebre serie de libros negros (sobre el comunismo, el capitalismo, el psicoanálisis…) debería recapitularse en un libro negro de la humanidad –Brecht estaba en lo cierto, los humanos son por naturaleza malvados y corruptos; no se les puede cambiar, solo limitar las oportunidades que tienen para materializar su potencial para el mal. Por esto en el cristianismo se le atribuyen características opuestas a Cristo: él trae amor, paz, etc., y trae la espada, enfrenta al hijo contra el padre, al hermano contra el hermano. De nuevo, este es uno y el mismo gesto, no una lógica de «primero divide y después une». Y de nuevo es crucial no confundir esta «identidad de opuestos» con el motivo pagano habitual de una divinidad que tiene dos rostros, uno amoroso y otro  destructivo; estamos hablando de un mismo rostro. Pero esto no significa que «la diferencia está solo en nosotros, no en Dios, que mora en su Más Allá bendito» (como en el viejo símil que ve la realidad como una pintura: si la miramos desde demasiado cerca, solo vemos manchas borrosas; pero vista desde la distancia adecuada podemos ver la armonía global), o mejor dicho: esa diferencia que está en nosotros es así, pero no como externa a Dios-en-sí: este desplazamiento es inherente a Dios. La dialéctica de la apariencia vale aquí también: el aparecer no es externo a Dios; Dios es tan profundo como aparece, y su profundidad debe aparecer como profundidad, y es este aparecer lo que introduce una fractura/corte. Dios debe aparecer «como tal» en el dominio mismo de la apariencia, rompiéndolo: Dios no es nada sino este aparecer. Por esto mismo, aquellos que ven una profunda afinidad entre Heidegger y el budismo se equivocan: cuando Heidegger habla del «acontecimiento apropiador (Ereignis)», introduce una dimensión que, precisamente, falta en el budismo: la dimensión de la historicidad fundamental del Ser. Si bien aquello que se denomina erróneamente «ontología budista» desustancializa la realidad en un puro flujo de acontecimientos singulares, lo que no puede pensar es la «acontecimentalidad» del Vacío del Ser. Dicho de otro modo: el objetivo del budismo es permitir a una persona alcanzar la iluminación «atravesando» la ilusión del Yo y reuniéndose con el Vacío –lo que es impensable dentro de este espacio es el concepto heideggeriano del ser humano en cuanto Da-Sein, el «serahí» del Ser mismo, el lugar de la llegada-acontecimiento del Ser, de modo que es el Ser mismo el que «necesita» al Dasein; con la desaparición del Dasein, no hay tampoco Ser, no hay lugar donde el Ser pueda tener lugar–. ¿Puede imaginarse a un budista afirmando que el Vacío (sunyata) necesita a los humanos como el lugar de su llegada? Podría ser, pero en una forma condicional que difiere totalmente de la de Heidegger, esto es: de todos los seres vivientes, solo los humanos son capaces de alcanzar la iluminación y romper así el círculo del sufrimiento. Quizá la indicación más clara de la fractura que separa al cristianismo del budismo es la diferencia en sus tríadas respectivas. En la historia de ambos se produce una división en tres ramas principales. En el caso del cristianismo tenemos la tríada ortodoxiacatolicismo-protestantismo, que encaja claramente con la lógica universal-particularindividual. En el budismo, sin embargo, tenemos un caso de aquello que en Hegel resulta ser una «síntesis hacia abajo», en la que el tercer término, cuya función es mediar entre los dos primeros, lo hace de un modo decepcionante-regresivo (en la Fenomenología de Hegel, por ejemplo, toda la dialéctica de la Razón observante culmina en la ridícula figura de la frenología). La separación principal dentro del budismo es entre Hinayana («la pequeña rueda») y Mahayana («la gran rueda»). La primera es elitista y exigente, intenta mantener una fidelidad a la enseñanza de Buda, centrándose en el esfuerzo individual por superar la ilusión del Yo y conseguir la iluminación. La segunda, que surgió de un cisma dentro de la primera, sutilmente desplaza el acento hacia la compasión por los otros: su figura central es el bodhisattva, el individuo que tras alcanzar la iluminación decide retornar al mundo de las ilusiones materiales por compasión, para ayudar a otros a alcanzar la iluminación. En otras palabras: retorna para trabajar por el fin del sufrimiento de todos los seres vivientes. La separación aquí es irreductible: trabajar por la iluminación de uno mismo solo consolida la centralidad del Yo en el mismo acto de luchar por su superación, mientras que la opción de la «gran rueda», que supone alejarse de la situación, solo aplaza el problema: se supera el egoísmo, pero al precio de que la  iluminación misma se convierte en objeto de la actividad instrumental del Yo. Es fácil identificar la inconsistencia de la vía Mahayana, que no puede tener sino desgraciadas consecuencias: cuando la reinterpretación Mahayana se centra en la figura del bodhisattva –aquel que, tras alcanzar la iluminación y entrar en el nirvana, retorna a la vida de las pasiones ilusorias por compasión hacia todos los demás, atrapados en la Rueda del Deseo–, surge entonces una sencilla pregunta. Si –como apuntan los budistas radicales tan enfáticamente– entrar en el nirvana no significa que abandonemos este mundo y entremos en otra realidad más alta (en otras palabras, si la realidad sigue siendo la misma y todo lo que cambia es la actitud del individuo hacia ella), ¿por qué, entonces, para ayudar a acabar con el sufrimiento de otros seres debemos retornar a la realidad cotidiana? ¿Por qué no podemos continuar habitando el estado de iluminación en el que – se nos dice– seguimos viviendo en este mundo? No hay necesidad de Mahayana, de «gran rueda»: la pequeña (Hinayana) es lo suficientemente grande como para permitir al iluminado que ayude a otros a alcanzar la iluminación. En otras palabras, ¿no está el concepto mismo de bodhisattva basado en una malinterpretación teológico-metafísica de la naturaleza del nirvana? ¿No convierte al nirvana, de modo subrepticio, en una realidad superior metafísica? No sorprende que los budistas Mahayana fueran los primeros en darle un giro religioso al budismo, abandonando el materialismo agnóstico original de Buda y su indiferencia explícita hacia la cuestión religiosa. Esto supondría hacer una lectura totalmente no-hegeliana del budismo si localizáramos «la Caída» en su desarrollo histórico a partir de la «traición» humanitaria de su mensaje original realizada por el giro Mahayana: de haber un axioma hegeliano, este sería que el error tendría que situarse en el principio mismo del movimiento en su totalidad. ¿Qué es entonces lo que ya sería erróneo desde el comienzo en la vía Hinayana? Su fallo es precisamente aquel error ante el que reacciona el Mahayana, como su inversión simétrica: al buscar mi propia iluminación, retrocedo hacia el egoísmo al intentar borrar los límites de mi Yo. Así que, ¿cómo unir estas dos orientaciones, Hinayana y Mahayana? Lo que ambas axcluyen es una intuición demoledoramente protoconservadora: ¿y si la verdad no alivia nuestro sufrimiento? ¿Y si la verdad duele? ¿Y si la única paz alcanzable viene de sumergirse en la ilusión? ¿No es esta conclusión la premisa oculta tras la tercera escuela principal, la Vajrayana, que predomina en el Tíbet y en Mongolia? Vajrayana es claramente regresiva, implica la reinscripción de las prácticas rituales y mágicas en el budismo: la oposición entre el Yo y los otros se supera, pero a través de su «reificación» en prácticas ritualizadas que son indiferentes a esta distinción. Es un hecho interesante de la dialéctica histórica que el budismo, que originalmente prescindía de todo ritual y dogma institucional para centrarse únicamente en la iluminación individual y la superación del sufrimiento, acabara agarrándose al marco más mecánico y a la más firme jerarquía institucional. La clave aquí no está en burlarse del carácter «supersticioso» del budismo tibetano, sino en ser conscientes de cómo esta externalización total consigue su meta, «cumple lo prometido»: ¿no es el uso de la rueda de rezos, y el ritual en general, un medio de alcanzar también el «vacío mental», de vaciar la propia mente y descansar en paz? De modo que, en cierto modo, el budismo tibetano sí es plenamente fiel a la orientación pragmática de Buda (ignora los detalles teológicos, céntrate en ayudar a la gente): a veces, seguir un ritual ciegamente y sumergirse en los detalles teológico-dogmáticos es el modo más efectivo de alcanzar el objetivo de la paz interior. Lo mismo vale para la sexualidad, donde a veces la mejor cura para la impotencia no es simplemente «relajarse y dejarse llevar» (en cuanto esta solución se formula de este modo, acaba teniendo el efecto opuesto), sino afrontar el sexo como un procedimiento burocrático, estableciendo al detalle aquello que uno planea hacer. Esta lógica es también la de los utilitaristas inteligentes que son bien conscientes de que los actos morales no pueden fundamentarse directamente en consideraciones utilitarias («Haré esto porque, a largo plazo, es la mejor estrategia para obtener la mayor felicidad y placer…»), sino que la conclusión que extraen es que una moralidad «absolutista» kantiana («haz tu deber por el deber mismo») puede y debe ser defendida precisamente por razones utilitarias, y también es lo que mejor funciona en la vida real. ¿Cuál es entonces la respuesta budista a la pregunta hegeliana: si los sufrientes humanos necesitamos ser elevados hacia la iluminación, cómo es que antes caímos en la ensoñación? ¿Cómo surgió la Rueda del Deseo a partir del Vacío eterno? Hay tres respuestas principales que, extrañamente, se hacen eco de la tríada Hinayana–Mahayana– Vajrayana. La primera respuesta, más habitual, invoca la actitud práctico-ética de Buda: en vez de demorarnos en enigmas metafísicos, comencemos con el hecho del sufrimiento y la tarea de liberar a la gente de él. La siguiente respuesta llama nuestra atención sobre la obvia paradoja cognitiva ínsita en la pregunta misma: nuestro estado de ignorancia nos hace imposible responderla, y solo puede responderse (o incluso formularse adecuadamente) una vez que uno alcanza la plena iluminación. (Entonces ¿por qué no recibimos una respuesta de aquellos que afirman haber alcanzado la iluminación?) Finalmente, hay algunas menciones budistas tibetanas a las fuerzas oscuras y demoníacas que perturban el equilibrio del nirvana desde dentro. Aquí es donde la divergencia entre Hegel y la experiencia budista es insuperable: para Hegel, como filósofo cristiano, el problema no es «cómo superar la separación», ya que la separación representa la subjetividad, la fractura de la negatividad, y esta negatividad no es un problema sino una solución: ya es en sí misma divina. Lo divino no es la Unidad/Sustancia abismal, omniabarcante y escondida tras la multitud de apariencias; lo divino es el poder negativo que rasga la unidad orgánica. La «muerte» de Cristo no se supera, sino que se eleva (asume) en la negatividad del Espíritu [44] . Imaginémonos a nosotros mismos abandonados por Dios, solos y sin nada más que nuestros propios recursos, sin ningún gran Otro que secretamente observe y garantice un resultado feliz; ¿no es este otro nombre para el abismo de la libertad? Este abandono en un estado de libertad causa ansiedad –tal como Lacan reinterpretaba a Freud– no porque lo divino esté lejos de nosotros, sino porque está demasiado cerca, ya que es en nuestra libertad como somos «divinos»; como dijo Lacan, la ansiedad no señala la pérdida del objeto-causa de deseo, sino su sobre-proximidad. Si la libertad es el regalo supremo de Dios para nosotros (tomando la palabra «gift» en toda su ambigüedad esencial: «presente, regalo» y «veneno»; un presente venenoso y peligroso), entonces ser abandonados por Dios es lo mejor que Dios puede regalarnos. De la máxima importancia para el cristianismo, a diferencia de todas las otras religiones, es esta inversión inmanente del abandono en la proximidad. O por decirlo como en los chistes médicos de «malas y buenas noticias»: la mala noticia es que nos ha abandonado Dios; la buena es que nos ha abandonado y nos deja a solas con nuestra libertad. ¿Qué hacer entonces con el típico reproche de que Hegel transforma el cristianismo  una religión de amor y pasión, de total implicación subjetiva– en una representación narrativa de una verdad especulativa «abstracta» ? Aunque el cristianismo es la religión «verdadera», en ella la verdad sigue apareciendo en el medio de representación (y no en su propio medio conceptual), de modo que la filosofía especulativa es la verdad (la forma verdadera-adecuada) de la verdad (contenido) cristiana; la pasión y dolor de la implicación subjetiva son desechados como una cáscara narrativa secundaria que debe descartarse si queremos alcanzar la verdad en su propio elemento conceptual. Lo que esta crítica ignora es que deshacerse de la experiencia existencial patética-narrativa (la transustanciación del sujeto desde un yo «concreto» inmerso en su mundo de vida hacia el sujeto del pensamiento puro) es en sí mismo un proceso de «abstracción» que debe alcanzarse en la experiencia «concreta» del individuo, y que como tal implica el supremo dolor de la renuncia. Para Badiou, el amor es una «escena de Dos», fundamentada solo en sí misma, en su propio «trabajo del amor», carente de cualquier Tercera parte implicada que proporcione un apoyo o fundamento adecuado: cuando estoy enamorado de alguien, mi amor no es Uno ni Tres (no formo con mi amante un Uno armonioso de fusión, ni nuestra relación se basa en un Tercero, un medio que proporcionaría las coordenadas a nuestro amor y así garantizaría su armonía) [45] . Esto es lo que hace del amor algo tan frágil: es, como afirma Badiou, un proceso de pura presentación, un incesante encuentro radicalmente contingente en búsqueda de alguna forma de re-presentación en el gran Otro que garantice su consistencia. Ahí reside la función del matrimonio: a través del ritual, lo real en crudo de una pasión amorosa se registra, y por tanto es reconocida por el gran Otro del orden público, y en última instancia (en un matrimonio por la iglesia) por Dios, el gran Otro definitivo. Por ello, como señala perspicazmente Badiou, el amor es en su mismo concepto ateo, sin dios: toda la cháchara sobre el amor de Dios hacia nosotros, o nuestro amor por Dios, no debería engañarnos. ¿Cómo podemos explicar el papel central del amor (de Dios por la humanidad) en el cristianismo? Precisamente por el hecho de que el cristianismo ya es ateo en su núcleo más profundo: es una religión paradójicamente atea. Cuando Cristo les dice a sus discípulos, engañados por su muerte en la Cruz, que siempre que haya amor entre ellos él estará ahí, vivo entre ellos, esto no debería leerse como una garantía de que el amor de Cristo es un Tercero en la relación de amor, su garantía y fundamento, sino al contrario; como otro modo de proclamar la muerte de Dios. No hay un gran Otro que garantice nuestro destino; todo lo que tenemos es el abismo autofundamentado de nuestro amor. Esto también significa que Hegel en realidad es el filósofo cristiano definitivo: no es ninguna sorpresa que a menudo utilice el término «amor» para designar el juego de mediación dialéctica entre opuestos. Lo que hace de él un filósofo cristiano y un filósofo del amor es el hecho de que, a diferencia de la concepción común, en la arena de la lucha dialéctica no hay ningún Tercero que una y reconcilie los dos opuestos en liza.   

 

En las fórmulas de Lacan de la sexuación, «no-Todo» designa la posición femenina, un campo que no está totalizado porque carece de excepción, el Significante-Amo. Aplicado al cristianismo, esto significa que el Espíritu Santo es femenino, una comunidad no basada en un líder. El cambio hacia lo femenino acaece ya en Cristo: Cristo no es una figura masculina; como muchos lectores sutiles han notado, su posición extrañamente pasiva es la de la feminización, no la de la intervención masculina. La impasibilidad de Cristo apunta por tanto hacia la feminización de Dios: su sacrificio sigue la misma lógica que la heroína de Retrato de una dama, de Henry James, o de Sygne de Coûfontaine en L’Otage de Claudel. Cristo no es una figura del Amo, sino el objet a, el lugar que ocupa la posición del analista: es un exceso perturbador, que responde a las preguntas con chistes y acertijos que solo confunden aún más a los que escuchan, actuando desde el principio como una blasfemia de sí mismo.

 

La pregunta entonces que nos remueve hermano es ¿Cómo revelar esta blasfemia de la blasfemia, como ser espejo de Cristo?

Para responder esta pregunta tenemos que ver con atención como funciona el espíritu cero es decir la voluntad, el misterio dharmico.

0←1←0

Para luego hacernos una idea de como funciona el espíritu revelado.  

 

1→0→1→0→1→0

 

  

 

 

La repetición no modifica nada en el objeto que se repite, pero cambia algo en el espíritu que la contempla: esta célebre tesis de Hume nos lleva al centro de un problema. ¿Cómo es posible que la repetición cambie algo en el caso o en el elemento que se repite, puesto que implica, de derecho, una perfecta independencia de cada presentación? La regla de discontinuidad o de instantaneidad en la repetición se formula en los siguientes términos: el uno no aparece sin que el otro haya desaparecido. Así, el estado de la materia como mens momentanea. Pero ¿cómo podría decirse «el segundo», «el tercero» y «es el mismo», puesto que la repetición se deshace a medida que se hace, carece de en-sí? Por el contrario, modifica algo en el espíritu que la contempla. Tal es la esencia de la modificación. Hume toma como ejemplo una repetición de casos, del tipo AB, AB, AB, A... Cada caso, cada secuencia objetiva AB es independiente de la otra. La repetición (pero precisamente no puede hablarse todavía de repetición) no cambia nada en el objeto, en el estado de cosas AB. Por el contrario, se produce un cambio en el espíritu que contempla: una diferencia, algo nuevo en el espíritu. Cuando A aparece, espero la aparición de B. ¿Es ese el para-sí de la repetición, como una subjetividad originaria que debe entrar necesariamente en su constitución? La paradoja de la repetición, ¿no consiste en que no pueda hablarse de repetición más que por la diferencia o el cambio que introduce en el espíritu que la contempla? ¿Por una diferencia que el espíritu sonsaca a la repetición?

 

¿En qué consiste ese cambio? Hume explica que los casos idénticos o semejantes pero independientes se funden en la imaginación. La imaginación se define aquí como un poder de contracción: placa sensible, retiene el uno cuando el otro aparece. Contrae los casos, los elementos, los sobresaltos, los instantes homogéneos y los funde en una impresión cualitativa interna de un cierto peso. Cuando A aparece, esperamos a B con una fuerza correspondiente a la impresión cualitativa de todos los AB contraídos. No es, ante todo, una memoria, ni una operación del entendimiento: la contracción no es una reflexión. Estrictamente hablando, forma una síntesis del tiempo. Una sucesión de instantes no hace el tiempo, sino que lo deshace. Marca tan sólo el punto de su nacimiento, siempre abortado. El tiempo no se constituye más que en la síntesis originaria que apunta a la repetición de los instantes. Esta síntesis contrae los instantes sucesivos independientes los unos en los otros. Constituye así el presente viviente. Y el tiempo se despliega en este presente. A él pertenecen el pasado y el futuro; el pasado, en la medida en que los instantes precedentes son retenidos en la contracción; el futuro, porque la espera es anticipación en esta misma contracción. El pasado y el futuro no designan instantes distintos de un instante que se supone presente, sino las dimensiones del presente mismo en tanto contrae los instantes. El presente no tiene por qué salir de sí para ir del pasado al futuro. El presente viviente va, entonces, del pasado al futuro que constituye en el tiempo, es decir, de lo particular a lo general, de los particulares que engloba en la contracción, a lo general que desarrolla en el campo de su espera (la diferencia producida en el espíritu es la generalidad misma, en tanto forma una regla viviente del futuro). Esta síntesis debe, desde todos los puntos de vista, ser nombrada: se trata de la síntesis pasiva. Constituyente, no es por ello activa. No está hecha por el espíritu, sino que se hace en el espíritu que contempla, precediendo toda memoria y toda reflexión. El tiempo es subjetivo, pero es la subjetividad de un sujeto pasivo. La síntesis pasiva, o contracción, es esencialmente asimétrica: va del pasado al futuro en el presente; por consiguiente, de lo particular a lo general, y, por ese camino, orienta la flecha del tiempo.

 

Cuando consideramos la repetición en el objeto, nos quedamos más acá de las condiciones que vuelven posible una idea de repetición. Pero si consideramos el cambio en el sujeto, estamos ya más allá, ante la forma general de la diferencia. Por ese motivo, la constitución ideal de la repetición implica una suerte de movimiento retroactivo entre estos dos límites. Se teje entre los dos. Hume analiza profundamente este movimiento cuando muestra que los casos con traídos o fundidos en la imaginación no se encuentran por ello menos diferenciados en la memoria o en el entendimiento. Esto no significa volver al estado de la materia que no produce un caso sin que el otro haya desaparecido. Pero a partir de la impresión cualitativa de la imaginación, la memoria reconstituye los casos particulares como distintos, conservándolos en el «espacio de tiempo» que le es propio. El pasado ya no es entonces el pasado inmediato de la retención, sino el pasado reflexivo de la representación, la particularidad reflejada y reproducida. Correlativamente, el futuro deja también de ser el futuro inmediato de la anticipación para transformarse en el futuro reflexivo de la previsión, la generalidad reflejada del entendimiento (el entendimiento proporciona la espera de la imaginación al número de casos semejantes diferenciados observados y recordados). Es decir que las síntesis activas de la memoria y el entendimiento se superponen a la síntesis pasiva de la imaginación y se apoyan sobre ella. La constitución de la repetición implica ya tres instancias: ese en-sí que la deja impensable o que la deshace a medida que se hace; el para-sí de la síntesis pasiva, y, fundada sobre esta, la representación reflejada de un «para-nosotros» en las síntesis activas. El asociacionismo tiene una sutileza irreemplazable. No es extraño que los análisis de Bergson coincidan con los de Hume, en cuanto tropiezan con un problema análogo: el reloj da las cuatro. .. Cada campanada, cada sacudida o excitación es lógicamente independiente de la otra, mens momentanea. Pero las contraemos en una impresión cualitativa interna, fuera de todo recuerdo o cálculo distinto, en ese presente vivo, en esa síntesis pasiva que es la duración. Las restituimos luego a un espacio auxiliar, en un tiempo derivado, donde podemos reproducirlas, reflejarlas, contarlas como otras tantas impresiones-exteriores cuantificables.

El ejemplo de Bergson no es sin duda igual al de Hume. El uno designa una repetición cerrada; el otro, abierta. Además, el uno designa una repetición de elementos del tipo A AA A(tic, tic, tic, tic); el otro, una repetición de casos, AB AB AB A... (tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic. ..). La distinción principal de estas formas descansa sobre lo siguiente: en la segunda, la diferencia no aparece sólo en la contracción de los elementos en general, sino que existe también en cada caso particular, entre dos elementos determinados y reunidos por una relación de oposición. En este caso, la función de la oposición consiste en limitar de derecho la repetición elemental, en cerrarla sobre el grupo más simple, en reducirla al mínimo de dos (el tac es un tic invertido). La diferencia parece, pues, abandonar su primera figura de generalidad, se distribuye en lo particular que se repite, pero para suscitar nuevas generalidades vivientes. La repetición se encuentra encerrada en el «caso», reducida a dos, pero se abre un nuevo infinito: la repetición de los casos mismos. Por consiguiente, sería erróneo creer que toda repetición de casos es por naturaleza abierta, así como toda repetición de elementos es cerrada. La repetición de los casos sólo es abierta si pasa por el cierre de una oposición binaria entre elementos; a la inversa, la repetición de los elementos sólo es cerrada cuando remite a estructuras de casos en las cuales desempeña ella misma, en su conjunto, el papel de uno de los dos elementos opuestos: no sólo cuatro es una generalidad con relación a las cuatro campanadas, sino que «las cuatro» enfrenta la media hora precedente o siguiente, y aun, en el horizonte del universo perceptivo, con las cuatro contrapuestas de la mañana y de la tarde. Las dos formas de la repetición remiten siempre la una a la otra en la síntesis pasiva: la de los casos supone la de los elementos, pero la de los elementos se supera necesariamente en la de los casos (de allíla tendencia natural de la síntesis pasiva a sentir el tic-tic como un tic-tac).

 

 

Tal es la razón por la cual, más aún que la distinción de las dos formas, cuenta la distinción de los niveles en donde la una y la otra se ejercen y se combinan. Tanto el ejemplo  de Hume como el de Bergson nos dejan en el nivel de síntesis sensibles y perceptivas. La cualidad sentida se confunde con la contracción de excitaciones elementales; pero el objeto percibido mismo implica una contracción de casos tal que una cualidad pueda ser leída en la otra y una estructura en la que la forma se acople a la cualidad, al menos como parte intencional. Pero, en el orden de la pasividad constituyente, las síntesis perceptivas remiten a síntesis orgánicas, así como la sensibilidad de los sentidos, a una sensibilidad primaria que somos. Somos agua, tierra, luz y aire contraídos, no sólo antes de reconocerlos o de representarlos, sino antes de sentirlos. Todo organismo es, en sus elementos receptivos y perceptivos, pero también en sus vísceras, una suma de contracciones, de retenciones y de esperas. En el nivel de esta sensibilidad vital primaria, el presente vivido constituye ya en el tiempo un pasado y un futuro. Este futuro aparece en la necesidad como forma orgánica de la espera; el pasado de la retención aparece en la herencia celular. Más aún: al combinarse con las síntesis perceptivas montadas sobre ellas, estas síntesis orgánicas vuelven a desplegarse en las síntesis activas de una memoria y de una inteligencia psico-orgánicas (instinto y aprendizaje). Por lo tanto, no debemos solamente distinguir formas de repetición con respecto a la síntesis pasiva, sino niveles de síntesis pasivas y combinaciones de esos niveles entre sí, y combinaciones de esos niveles con las síntesis activas. Todo esto forma un rico campo de signos, que envuelve cada vez lo heterogéneo y anima el comportamiento. Pues cada contracción, cada síntesis pasiva es constitutiva de un signo, que se interpreta o se despliega en las síntesis activas. Los signos frente a los cuales el animal «siente» la presencia del agua no se parecen a los elementos de los que carece su organismo sediento. La manera en que la sensación, la percepción, pero también la necesidad y la herencia, el aprendizaje y el instinto, la inteligencia y la memoria participan de la repetición se mide en cada caso por la combinación de formas de repetición, por los niveles en que se elaboran esas combinaciones, por la puesta en relación de esos niveles, por la interferencia de las síntesis activas con las síntesis pasivas. ¿De qué se trata en todo este campo que hemos debido ampliar hasta lo orgánico? Hume lo dice precisamente: se trata del problema del hábito. Pero ¿cómo explicar que, tanto en las campanadas de reloj de Bergson como en las secuencias causales de Hume nos sentíamos, en efecto, tan cerca del misterio del hábito, y sin embargo no reconocíamos nada de lo que «habitualmente» llamamos hábito? La razón de este asunto deba ser tal vez buscada en las ilusiones de la psicología. Esta ha hecho de la actividad su fetiche. Su temor endiablado de la introspección hace que no observe más que lo que se mueve. Se pregunta cómo se adquieren costumbres actuando. Pero de esta forma, todo el estudio del learning corre el riesgo de ser falseado mientras no se plantee la pregunta previa: ¿los hábitos se adquieren actuando. .. o, por el contrario, contemplando? La psicología da por sentado que el yo no puede contemplarse a sí mismo. Pero no es esa la cuestión. La cuestión consiste en saber si el yo mismo no es una contemplación, si no es en sí mismo una contemplación, y si se puede aprender, formar un comportamiento y formarse a uno mismo de otra manera que contemplando.

 

El hábito sonsaca a la repetición algo nuevo: la diferencia (planteada primero como generalidad). El hábito es, en su esencia, contracción. El lenguaje da pruebas de ello, cuando habla de «contraer» un hábito y no emplea el verbo contraer más que con un complemento capaz de constituir un habitus. Se objeta que el corazón, cuando se contrae, no tiene (o no es) un hábito más que cuando se dilata. Pero lo que sucede es que confundimos dos géneros de contracción completamente diferentes: la contracción puede designar uno de los dos elementos activos, uno de los dos tiempos opuestos en una serie del tipo tic-tac.. ., ya que el otro elemento es la distensión o la dilatación. Pero la contracción designa también la fusión de los tic-tac sucesivos en un alma contemplativa. Tal es la síntesis pasiva, que constituye nuestro hábito de vivir, es decir, nuestra espera de que «aquello» continúe, que uno de los dos elementos sobrevenga después del otro, asegurando la perpetuación de nuestro caso. Cuando decimos que el hábito es contracción, no hablamos, por consiguiente, de la acción instantánea que se compone con la otra para formar un elemento de repetición, sino de la fusión de esta repetición en el espíritu que contempla. Es preciso atribuir un alma al corazón, a los músculos, a los nervios, a las células, pero un alma contemplativa cuyo rol se limita a contraer el hábito. No hay en esto ninguna hipótesis bárbara o mística: por el contrario, el hábito manifiesta en ella su plena generalidad, que no atañe solamente a los hábitos sensorio-motores que tenemos (psicológicamente), sino, en primer lugar, a los hábitos primarios que somos, a las miles de síntesis pasivas que nos componen orgánicamente. A la vez, contrayendo somos hábitos, pero es por medio de la contemplación que contraemos. Somos contemplaciones, somos imaginaciones, somos generalidades, somos pretensiones, somos satisfacciones. Pues el fenómeno de la pretensión no es otra cosa que la contemplación contrayente mediante la cual afirmamos nuestro derecho y nuestra espera sobre lo que contraemos, y nuestra satisfacción de nosotros mismos en tanto contemplamos. No nos contemplamos a nosotros mismos, pero no existimos más que contemplando, es decir, contrayendo aquello de lo cual procedemos. La cuestión de saber si el placer es él mismo una contracción, una tensión, o si está siempre ligado a un proceso de distensión, no está bien planteada; se encontrarán elementos de placer en la sucesión activa de las distensiones y de las contracciones de excitantes. Pero una cuestión muy distinta es preguntar por qué el placer no es simplemente un elemento o un caso en nuestra vida psíquica, sino un principio que la rige soberanamente en todos los casos. El placer es un principio en tanto es la emoción de una contemplación que colma, que contrae en sí misma los casos de distensión y de contracción. Existe una beatitud de la síntesis pasiva; y todos somos Narciso por el placer que experimentamos contemplando (autosatisfacción) aun cuando contemplemos algo ajeno a nosotros mismos. Somos siempre Acteón por lo que contemplamos, aunque seamos Narciso por el placer que obtenemos de ello. Contemplar es sonsacar. Es siempre otra cosa, es el agua, Diana o los bosques lo que debe contemplarse antes que nada, para llenarse de una imagen de sí mismo.

 

Nadie mejor que Samuel Butler ha sabido mostrar que no había otra continuidad que la del hábito y que no teníamos otras continuidades más que nuestros miles de hábitos componentes, formando en nosotros otros tantos yo supersticiosos y contemplativos, otros tantos pretendientes y satisfacciones: «Pues el propio trigo de los campos funda su crecimiento en una base supersticiosa en lo relativo a su existencia, y no transforma la tierra y la humedad en trigo  más que gracias a la presuntuosa confianza que tiene en su propia habilidad de hacerlo, confianza o fe en sí mismo sin la cual sería impotente».? Sólo el empirista puede arriesgar con felicidad semejantes fórmulas. Hay una contracción de la tierra y de la humedad que se llama trigo, y esta contracción es una contemplación y la autosatisfacción de esta contemplación. El lirio del campo, por su mera existencia, canta la gloria de los cielos, de las diosas y de los dioses, es decir, de los elementos que contempla contrayéndose. ¿Qué organismo no está hecho de elementos y de casos de repetición, de agua, de nitrógeno, de carbono, de cloruros, de sulfatos contemplados y contraídos, enlazando así todos los hábitos por los cuales se compone? Los organismos despiertan bajo el influjo de las palabras sublimes de la tercera Enéada; ¡todo es contemplación! y tal vez sea una «ironía» decir que todo es contemplación, aun las rocas y los bosques, los animales y los hombres, aun Acteón y el ciervo, Narciso y la flor, aun nuestras acciones y nuestras necesidades. Pero, a su vez, la ironía es también una contemplación, nada más que una contemplación. .. Plotino dice: no determinamos nuestra propia imagen, y sólo la gozamos, volviéndonos, para contemplarlo, hacia aquello de lo cual procedemos.

 

Es fácil multiplicar las razones que convierten al hábito en independiente de la repetición: actuar no es nunca repetir, ni en la acción que se monta ni en la ya montada. Hemos visto cómo la acción tenía más bien lo particular como variable y la generalidad por elemento. Pero si es cierto que la generalidad es muy distinta de la repetición, remite sin embargo a la repetición como a la base oculta sobre la cual se construye. La acción no se constituye, en el orden de generalidad y en el campo de variables que le corresponden, más que por la contracción de elementos de repetición. Pero esta contracción no se hace en ella, se hace en un yo que contempla y que duplica al agente. Y para integrar acciones en una acción más compleja, es preciso que las acciones primarias, a su vez, desempeñen en un «caso» el papel de elementos de repetición, pero siempre con relación a un alma contemplativa subyacente al sujeto de la acción compuesta. Bajo el yo que actúa, hay pequeños yo que contemplan y que  vuelven posibles la acción y el sujeto activo. No decimos «yo» más que por esos mil testigos que contemplan en nosotros; es siempre un tercero que dice yo. Y aun en la rata del laberinto, y en cada uno de sus músculos, hay que incluir esas almas contemplativas. Ahora bien, como en ningún momento la contemplación surge de la acción, como se encuentra siempre en un plano posterior, como no «hace» nada (aunque algo, y algo completamente nuevo se haga en ella), es fácil olvidarla, e interpretar el proceso completo de la excitación y de la reacción sin referencia alguna a la repetición, puesto que esta referencia aparece solamente en la relación de las reacciones como excitaciones con las almas contemplativas.

 

Sonsacar a la repetición algo nuevo, sonsacarle la diferencia, tal el rol de la imaginación o del espíritu que contempla en sus estados múltiples y parcelados. Además, la repetición es, en su esencia, imaginaria, puesto que sólo la imaginación forma aquí el «momento» de la vis repetitiva desde el punto de vista de la constitución, haciendo existir lo que contrae a título de elementos o de casos de repetición. La repetición imaginaria no es una falsa repetición, que vendría a suplir la ausencia de la verdadera; la verdadera repetición es imaginación. Entre una repetición que no deja de deshacerse en sí, y una repetición que se despliega y se conserva para nosotros en el espacio de la representación, hubo la diferencia, que es el para-sí de la repetición, lo imaginario. La diferencia habita la repetición. Por una parte, como en longitud, la diferencia nos hace pasar de un orden a otro de la repetición: de la repetición instantánea que se deshace en sí, ala repetición activamente representada, por intermedio de la síntesis pasiva. Por otra parte, en profundidad, la diferencia nos hace pasar de un orden de repetición a otro, y de una generalidad a otra, en las síntesis pasivas mismas. Los movimientos de cabeza del pollo acompañan las pulsaciones cardíacas en una síntesis orgánica, antes de servir para picotear en la síntesis perceptiva del grano. Y ya originariamente la generalidad formada por la contracción de los «tic» se redistribuye en particularidades en la repetición más compleja de los «tic-tac», a su vez contraídos, en la serie de las síntesis pasivas. De todas las maneras, la repetición material y desnuda, la repetición dicha de lo mismo, es la envoltura exterior, como una piel que se deshace, para un núcleo de diferencia y de las repeticiones internas más complicadas. La diferencia se halla entre dos repeticiones. ¿No equivale esto a decir, inversamente, que la repetición también está entre dos diferencias, que nos hace pasar de un orden de diferencia a otro? Gabriel Tarde asignaba así el desarrollo dialéctico: la repetición como paso de un estado de las diferencias generales a la diferencia singular, de las diferencias exteriores a la diferencia interna; en una palabra, la repetición como el diferenciante de la diferencia.

 

 

La de Gabriel Tarde, una de las últimas grandes filosofías de la Naturaleza, heredera de Leibniz, se desenvuelve en dos planos. En el primero, pone en juego tres categorías fundamentales que rigen todos los fenómenos: repetición, oposición, adaptación (cf. Les lois sociales, Alcan, 1898). Pero la oposición es tan sólo la figura bajo la cual una diferencia se distribuye en la repetición para limitar a esta y abrirla a un nuevo orden o a un nuevo infinito; por ejemplo, cuando la vida opone sus partes de a dos, renuncia a un crecimiento o multiplicación indefinidos para formar todos limitados, pero gana de este modo un infinito de otra clase, una repetición de otra naturaleza, la de la generación (L'opposition universelle, Alcan, 1897). La adaptación misma es la figura bajo la cual corrientes repetitivas se cruzan y se integran en una repetición superior. Hasta el punto de que la diferencia aparece entre dos tipos de repetición, y de que cada repetición supone una diferencia del mismo grado que ella (la imitación como repetición de una invención, la reproducción como repetición de una variación, la irradiación como repetición de una perturbación, la sumatoria como repetición de un diferencial. . ., cf. Les lois de l'imitation, Alcan, 1890).

 

Pero, en un plano más profundo, es más bien la repetición quien es «para» la diferencia. Porque ni la oposición, y ni siquiera la adaptación, manifiestan la figura libre de la diferencia: la diferencia «que no se opone a nada y que no sirve para nada», como «fin final de las cosas» (L'opposition universelle, pág. 445). Desde este punto de vista, la repetición está entre dos diferencias, y nos hace pasar de un orden de la diferencia a otro: de la diferencia externa a la diferencia interna, de la diferencia elemental a la diferencia trascendente, de la diferencia infinitesimal a la diferencia personal y monadológica. La repetición es, pues, el proceso por el cual la diferencia no aumenta ni disminuye sino que «va difiriendo», y «se da por meta a sí misma» (cf. «Monadologie et sociologie» y «La variation universelle», en Essais et mélanges sociologiques, ed. Maloine, 1895).

 

Es un error absoluto reducir la sociología de Tarde a un psicologismo o incluso a una interpsicología. Lo que Tarde reprocha a Durkheim es darse lo que hay que explicar, «la similitud de millones de hombres». Tarde sustituye la alternativa entre datos impersonales o Ideas de los grandes hombres, por las pequeñas ideas de los pequeños hombres, las pequeñas invenciones y las interferencias entre corrientes imitativas. Lo que Tarde instaura es la microsociología, que no se establece necesariamente entre dos individuos sino que está ya fundada en un solo y mismo individuo (por ejemplo, la vacilación como «oposición social infinitesimal» o la invención como «adaptación social infinitesimal»; cf. Les lois sociales). Utilizando este método, procediendo por monografías, se mostrará de qué modo la repetición suma e integra las pequeñas variaciones, siempre para desgajar lo «diferentemente diferente» (La logique sociale, Alcan, 1893). El conjunto de la filosofía de Tarde se presenta así: una dialéctica de la diferencia y de la repetición que funda sobre toda una cosmología la posibilidad de una microsociología. 

 

La síntesis del tiempo constituye el presente en el tiempo. Esto no significa que el presente sea una dimensión del tiempo. Sólo el presente existe. La síntesis constituye el tiempo como presente vivo; y el pasado y el futuro, como dimensiones de ese presente. Sin embargo, esta síntesis es intratemporal, lo que significa que este presente pasa. Es posible, sin duda, concebir un perpetuo presente, un presente coextensivo al tiempo; basta hacer referir la contemplación al infinito de la sucesión de instantes. Pero no existe la posibilidad física de semejante presente: la contracción en la contemplación opera siempre la calificación de un orden de repetición según elementos o casos. Forma necesariamente un presente de cierta duración, un presente que se agota y que pasa, variable según las especies, los individuos, los organismos y las partes de organismos consideradas. Dos presentes sucesivos pueden ser contemporáneos de un mismo tercero, más extendido por el número de instantes que contrae. Un organismo dispone de una duración de presente, de diversas duraciones de presente, según el alcance natural de contracción de sus almas contemplativas. Es decir que la fatiga pertenece realmente a la contemplación. Bien se dice que el que se cansa es el que no hace nada; el cansancio marca ese momento en que el alma ya no puede contraer lo que contempla, en el que contemplación y contracción se deshacen. Estamos compuestos tanto de fatigas como de contemplaciones. Tal es el motivo por el cual un fenómeno como la necesidad puede ser comprendido bajo la especie de la «carencia», desde el punto de vista de la acción y de las síntesis que determina, pero, por el contrario, como una extrema «saciedad», como una «fatiga» desde el punto de vista de la síntesis pasiva que lo condiciona. Precisamente la necesidad marca los límites del presente variable. El presente se extiende entre dos surgimientos de la necesidad y se confunde con el tiempo que dura una contemplación. La repetición de la necesidad y de todo lo que de ella depende, expresa el tiempo propio de la síntesis del tiempo, el carácter intratemporal de esta síntesis. La repetición se inscribe esencialmente en la necesidad, porque la necesidad descansa en una instancia que atañe esencialmente a la repetición, que forma el para-sí de una repetición, el para-sí de una cierta duración. Todos nuestros ritmos, nuestras reservas, nuestros tiempos de reacción, los mil entrelazamientos, los presentes y las fatigas que nos componen, se definen a partir de nuestras contemplaciones. La regla es que no podemos ir más ligero que nuestro propio presente, o mejor dicho, que nuestros presentes. Los signos, tal como los hemos definido como habitus, o contracciones que se remiten las unas a las otras, pertenecen siempre al presente. Una de las grandezas del estoicismo consiste en haber señalado que todo signo era signo de un presente, desde el punto de vista de la síntesis pasiva donde pasado y futuro no son precisamente más que dimensiones del presente mismo (la cicatriz es el signo, no ya de la herida pasada, sino del «hecho presente de haber tenido una herida»: digamos que es contemplación de la herida, contrae todos los instantes que me separan de ella en un presente vivo). O, mejor dicho, allí reside el verdadero sentido de la distinción entre natural y artificial. Son naturales los signos del presente que remiten al presente en lo que significan, los signos fundados en la síntesis pasiva. Son artificiales, por el contrario, los signos que remiten al pasado o al futuro en tanto dimensiones distintas del presente, de las cuales el presente quizá dependería a su vez. Tales signos implican síntesis activas, es decir, el tránsito de la imaginación espontánea a las facultades activas de la representación refleja, de la memoria y de la inteligencia.

 

La necesidad misma se comprende, entonces, en forma muy imperfecta a partir de estructuras negativas que la refieren ya a la actividad. Ni siquiera basta invocar la actividad en vías de realización, de entablarse, si no se determina el suelo contemplativo sobre el cual se erige. También aquí, sobre este suelo, estamos llevados a ver en lo negativo (la necesidad como carencia) la sombra de una instancia más alta. La necesidad expresa la brecha de una pregunta, antes de expresar el no-ser o la ausencia de una respuesta. Contemplar es interrogar. ¿No es acaso lo propio de la pregunta «sonsacar» una respuesta? La pregunta presenta a la vez este empecinamiento o esta obstinación, y este cansancio, esta laxitud que corresponden a la necesidad. ¿Qué diferencia existe. . .? Tal es la pregunta que el alma contemplativa plantea a la repetición, y a partir de la cual sonsaca la respuesta a la repetición. Las contemplaciones son preguntas, y las contracciones que se hacen en ella, y que vienen a llenarlas, son otras tantas afirmaciones finitas que se engendran como se engendran los presentes a través del perpetuo presente en la síntesis pasiva del tiempo. Las concepciones de lo negativo provienen de nuestra precipitación por comprender la necesidad en relación con las síntesis activas, que, de hecho, se elaboran solamente sobre este fondo. Más aún: si volvemos a colocar las síntesis activas mismas sobre este fondo que suponen, vemos que la actividad significa más bien la constitución de campos problemáticos en relación con las preguntas. Toda el área del comportamiento, el entrelazamiento de los signos artificiales y de los signos naturales, la intervención del instinto y del aprendizaje, de la memoria y de la inteligencia, muestran cómo las preguntas de la contemplación se desarrollan en campos problemáticos activos. A la primera síntesis del tiempo corresponde un primer complejo pregunta-problema tal como aparece en el presente vivo (urgencia de la vida). Este presente vivo y, junto con él, toda la vida orgánica y psíquica descansan sobre el hábito. A partir de Condillac, debemos considerar el hábito como la fundación de la cual derivan todos los otros fenómenos psíquicos. Lo que sucede es que todos los otros fenómenos o bien descansan sobre contemplaciones o bien son, a su vez, contemplaciones: aun la necesidad, aun la pregunta, aun la «ironía». 

 

Estos miles de hábitos que nos componen —esas contracciones, esas contemplaciones, esas pretensiones, esas presunciones, esas satisfacciones, esas fatigas, esos presentes variables— forman pues el dominio básico de las síntesis pasivas. El Yo [Moi] pasivo no se define simplemente por la receptividad, es decir, por la capacidad de experimentar sensaciones, sino por la contemplación contrayente que constituye el organismo mismo antes de constituir sus sensaciones. Por tal motivo ese yo no tiene ningún carácter de simplicidad: ni siquiera basta relativizar, pluralizar el yo, sin dejar de conservarle cada vez una forma simple atenuada. Los yo son sujetos larvados; el mundo de las síntesis pasivas constituye el sistema del yo, en condiciones por determinar, pero el sistema del yo disuelto. Hay yo en cuanto se establece en alguna parte una contemplación furtiva, en cuanto funciona una máquina de contraer, capaz, por un momento, de sonsacar una diferencia a la repetición. El yo no tiene modificaciones, es él mismo una modificación, ya que este término designa precisamente la diferencia sonsacada. Por último, sólo se es lo que se tiene, y es gracias a un tener que el ser se forma aquí, o que el yo pasivo es. Toda contracción es una presunción, una pretensión, es decir, emite una espera o un derecho sobre lo que contrae, y se deshace en cuanto su objeto se le escapa. En todas sus novelas, Samuel Beckett ha descripto el inventario de los atributos a los cuales sujetos larvarios se entregan con fatiga y pasión: la serie de los cantos rodados de Molloy, los bizcochos de Murphy, las pertenencias de Malone —se trata siempre de sonsacar una pequeña diferencia, pobre generalidad, a la repetición de los elementos o a la organización de los casos—. Sin duda, una de las intenciones más profundas de la nueva novela es la de alcanzar, más acá de la síntesis activa, el campo de las síntesis pasivas que nos constituyen, modificaciones, tropismos y pequeños atributos. Y en todas sus fatigas componentes, en todas sus autosatisfacciones mediocres, en sus presunciones irrisorias, en su miseria y en su pobreza, el yo disuelto canta todavía la gloria de Dios, es decir, de lo que contempla, contrae y posee.

 

 

 

Me adelanto demasiado hermano si te hablo del dolor de la muerte en la contemplación, pero es que lo uno todo es decir este fluir de la existencia no es continuo está  roto, se ha roto la transferencia ya sea con la madre que no recibió el amor ni lo dio, ya sea con el padre que entro en conflicto con el hijo haciendo una contratransferencia o ya sea con el hermano o la hermana, he aquí la muerte espiritual porque esta contracción y distención que se da en todo nuestro cuerpo queda traumada , rota y entonces el trabajo consiste en recuperar el flujo de la transferencia, ene l devenir de estas contracciones y distenciones que generan nuestros primeros signos, nuestro imaginario, así un autista no es autista por algún defecto neuronal sino principalmente porque protege su flujo espiritual, transferencial en una rutina, como Kie cuando se apartaba de niño, como nuestra madre o como tú en el celular, por lo mismo el flujo de  debe integrar la ruptura que es lo que hace Cristo en el movimiento del espíritu absoluto donde revela al padre y donde se dan todos los movimientos, a  nosotros nos toca realizar su repetición la recreación del misterio pascual, pero en su otra cara el misterio dharmico así la superación trágica cristiana  se refleja en la superación cómica dharmica.   

 

 

 

No por ser originaria, la primera síntesis del tiempo es menos intratemporal. Constituye el tiempo como presente, pero como presente que pasa. El tiempo no sale del presente, pero el presente no deja de moverse, por saltos que empalman los unos sobre los otros. Tal es la paradoja del presente: constituir el tiempo, pero pasar en ese tiempo constituido. No debemos recusar la consecuencia necesaria: es preciso otro tiempo en el que se opera la primera síntesis del tiempo. Esta remite necesariamente a una segunda síntesis. Al insistir sobre la finitud de la contracción, hemos mostrado el efecto, pero no mostramos por qué el presente pasaba, ni lo que le impedía ser coextensivo al tiempo. La primera síntesis, la del hábito, es verdaderamente la fundación del tiempo; pero debemos distinguir la fundación y el fundamento. La fundación concierne al suelo y muestra cómo algo se establece sobre ese suelo, lo ocupa y lo posee; pero el fundamento viene más bien del cielo, va de la cúspide a los cimientos, mide el suelo y al poseedor según un título de propiedad. El hábito es la fundación del tiempo, el suelo móvil ocupado por el presente que pasa. Pasar es, precisamente, la pretensión del presente. Pero lo que hace pasar el presente, y lo que apropia el presente y el hábito, debe estar determinado como fundamento del tiempo. El fundamento del tiempo es la Memoria. Se ha visto que la memoria, como síntesis activa derivada, descansaba sobre el hábito: en efecto, todo se apoya sobre la fundación. Pero lo que constituye la memoria no está dado por eso. En el momento en que se funda sobre el hábito, la memoria debe estar fundada por otra síntesis pasiva, distinta del hábito. Y la síntesis pasiva del hábito remite ella misma a esa síntesis pasiva más profunda, que pertenece a la memoria: Habitus y Mnemosine, o la alianza del cielo y de la tierra. El Hábito es la síntesis originaria del tiempo, que constituye la vida del presente que pasa; la Memoria es la síntesis fundamental del tiempo, que constituye el ser del pasado (lo que hace pasar el presente).

 

Se diría, en primer lugar, que el pasado se encuentra arrinconado entre dos presentes: el que ha sido y aquel con respecto del cual es pasado. El pasado no es el antiguo presente mismo, sino el elemento en el cual este se enfoca. Por tal motivo, la particularidad está ahora en lo enfocado, es decir en lo que «ha sido», en tanto que el pasado mismo, el «era» es, por naturaleza, general. El pasado en general es el elemento en el cual se enfoca cada antiguo presente en particular y como particular. De acuerdo con la terminología husserliana, debemos distinguir la retención y la reproducción. Pero lo que llamábamos hace un rato retención del hábito era el estado de los instantes sucesivos contraídos en un presente actual de una cierta duración. Estos instantes formaban la particularidad, es decir, un pasado inmediato perteneciente naturalmente al presente actual. En cuanto al presente mismo, abierto hacia el futuro por la espera, constituía lo general. Por el contrario, desde el punto de vista de la reproducción de la memoria, es el pasado (como mediación de los presentes) lo que se vuelve general, y el presente (tanto el actual como el antiguo), particular. En la medida en que el pasado en general es el elemento en el cual puede enfocarse cada antiguo presente, que en él se conserva, el antiguo presente se encuentra «representado» en el actual. Los límites de esta representación o reproducción están, de hecho, determinados por las relaciones variables de semejanza y de contigúidad conocidas con el nombre de asociación; pues el antiguo presente, para ser representado, se parece al actual, y se disocia en presentes parcialmente simultáneos de duraciones muy diversas, por ende contiguos los unos a los otros y, en última instancia, contiguos al actual. La importancia del asociacionismo reside en haber fundado toda una teoría de los signos artificiales sobre esas relaciones de asociación. 

 

Ahora bien, el antiguo presente no está representado en el actual, sin que el actual no esté a su vez representado en esa representación. Es misión esencial de la representación representar no solamente algo, sino su propia representatividad. El presente antiguo y el actual no son, pues, como dos instantes sucesivos sobre la línea del tiempo, sino que el actual contiene necesariamente una dimensión más por la cual re-presenta al antiguo, y en la cual también se representa a sí mismo. El presente actual no está tratado como el objeto futuro de un recuerdo, sino como lo que se refleja al tiempo que forma el recuerdo del antiguo presente. La síntesis activa tiene, entonces, dos aspectos correlativos, aunque no simétricos: reproducción y reflexión, rememoración y reconocimiento, memoria y entendimiento. Se ha observado con frecuencia que la reflexión implicaba algo más que la reproducción; pero ese algo más es tan sólo la dimensión suplementaria en donde todo presente se refleja como actual al mismo tiempo que representa el antiguo. «Todo estado de conciencia exige una dimensión más que aquel cuyo recuerdo implica».* De modo que puede darse el nombre de síntesis activa de la memoria al principio de la representación bajo este doble aspecto: reproducción del antiguo presente y reflexión del actual. Esta síntesis activa de la memoria se funda en la síntesis pasiva del hábito, puesto que esta constituye todo presente posible en general. Pero difiere de ella profundamente: la asimetría reside ahora en el aumento constante de las dimensiones, en su proliferación infinita. La síntesis pasiva del hábito constituía el tiempo como contracción de los instantes bajo la condición del presente, pero la síntesis activa de la memoria lo constituye como «encaje» de los presentes mismos. Todo el problema es el siguiente: ¿bajo qué condición? Tal presente antiguo resulta ser reproducible y el actual presente puede reflejarse gracias al elemento puro del pasado, como pasado en general, como pasado a priori. Lejos de derivar del presente o de la representación, el pasado resulta supuesto por toda representación. En este sentido, por más que la síntesis activa de la memoria se funde sobre la síntesis pasiva (empírica) del hábito, no puede fundarse más que por otra síntesis pasiva (trascendental) propia a la memoria misma. En tanto que la síntesis pasiva del hábito constituye el presente vivo en el tiempo, y hace del pasado y el futuro los dos elementos asimétricos de este presente, la síntesis pasiva de la memoria constituye el pasado puro en el tiempo, y hace del antiguo presente y del actual (por consiguiente, del presente en la reprodución y del futuro en la reflexión) los dos elementos asimétricos de ese pasado como tal. Pero, ¿qué significa pasado puro, a priori, en general o como tal? Si Matiére et memoire es un gran libro, ello se debe tal vez a que Bergson ha penetrado profundamente en el campo de esa síntesis trascendental de un pasado puro, desentrañando de ella todas las paradojas constitutivas.

 

Es inútil pretender recomponer el pasado a partir de uno de los presentes que lo enmarcan, ya sea el que ha sido, o aquel con respecto al cual es ahora pasado. No podemos creer en efecto que el pasado se constituye después de haber sido presente, ni porque aparece un nuevo presente. Si el pasado esperase un nuevo presente para constituirse como pasado, el antiguo presente no podría pasar nunca ni el nuevo llegar. Un presente nunca pasaría si no fuera pasado «al mismo tiempo» que presente; nunca se constituiría un pasado si no se hubiese constituido previamente «al mismo tiempo» que fue presente. Esa es la primera paradoja: la de la contemporaneidad del pasado con el presente que ha sido. Nos da la razón del presente que pasa. Si todo presente pasa, y pasa en provecho de un nuevo presente, ello se debe a que el pasado es contemporáneo de sí como presente. De esto resulta una nueva paradoja: la paradoja de la coexistencia. Pues si cada pasado es contemporáneo del presente que ha sido, todo el pasado coexiste con el nuevo presente con respecto al cual es ahora pasado. El pasado no está más «en» ese segundo presente que lo que está «después» del primero. De allí la idea bergsoniana de que cada presente actual no es más que el pasado entero en su estado más contraído. El pasado no hace pasar uno de los presentes sin hacer advenir el otro, pero él no pasa ni adviene. Por ese motivo, lejos de ser una dimensión del tiempo, es la síntesis del tiempo entero cuyo presente y futuro no son más que dimensiones. No se puede decir: era. Ya no existe, pero insiste, consiste, es. Insiste con el antiguo presente, consiste con el actual o el nuevo. Es el en-sí del tiempo como fundamento último del paso. Es en este sentido que forma un elemento puro, general, a priori, de todo tiempo. En efecto, cuando decimos que es contemporáneo del presente que ha sido, hablamos necesariamente de un pasado que no fue nunca presente, puesto que no se forma «después». Su manera de ser contemporáneo de sí como presente, consiste en plantearse como ya-allí, presupuesto por el presente que pasa, y haciéndolo pasar. Su manera de coexistir con el nuevo presente, consiste en plantearse en sí, conservándose en sí, presupuesto por el nuevo presente que no adviene más que contrayéndolo. La paradoja de la preexistencia completa, entonces, a las otras dos: cada pasado es contemporáneo del presente que él ha sido, todo el pasado coexiste con el presente respecto del cual es pasado, pero el elemento puro del pasado en general preexiste al presente que pasa.5 Hay, entonces, un elemento sustancial del tiempo (pasado que no fue nunca presente) que desempeña el papel de fundamento, y que no está, él mismo, representado. Lo que está representado es siempre el presente, como antiguo o actual. Pero es mediante el pasado puro que el tiempo se despliega así en la representación. La síntesis pasiva trascendental se refiere a ese pasado puro, desde el triple punto de vista de la contemporaneidad, de la coexistencia y de la preexistencia. La síntesis activa es, por el contrario, la representación del presente, bajo el doble aspecto de la reproducción del antiguo y de la reflexión del nuevo. Se encuentra fundada por aquella; y si el nuevo presente dispone siempre de una dimensión suplementaria, ello se debe a que se refleja en el elemento del pasado puro en general, en tanto que el antiguo presente está sólo enfocado como particular a través de este elemento.

 

Si comparamos la síntesis pasiva del hábito y la síntesis pasiva de la memoria, vemos hasta qué punto, de una a otra, ha cambiado la distribución de la repetición y de la contracción. De todos modos, sin duda, el presente aparece como fruto de una contracción, pero referido a dimensiones por entero diferentes. En un caso, el presente es el estado más contraído de instantes o de elementos sucesivos, independientes los unos de los otros en sí. En el otro, el presente designa el grado más contraído de todo un pasado, que es en sí, como totalidad, coexistente. Supongamos, en efecto, de acuerdo con las necesidades de la segunda paradoja, que el pasado no se conserva en el presente con respecto al cual es pasado, pero que se conserva en sí, no siendo el presente actual más que la contracción máxima de todo este pasado que coexiste con él. Será necesario, en primer lugar, que todo ese pasado coexista consigo mismo, en diversos grados de distensión. .. y de contracción. El presente sólo es el grado más contraído del pasado que coexiste con él si el pasado coexiste en primer lugar consigo, en una infinidad de grados de distensión y de contracción diversos, en una infinidad de niveles (tal es el sentido de la célebre metáfora bergsoniana del cono, o cuarta paradoja del pasado).£ Consideremos lo que se llama repetición en una vida, y más precisamente en una vida espiritual. Los presentes se suceden, ganando terreno los unos sobre los otros. Y sin embargo, tenemos la impresión de que, por fuertes que sean la incoherencia o la oposición posibles de los presentes sucesivos, cada uno de ellos representa «la misma vida» en un nivel diferente. Es lo que se llama un destino. El destino no consiste jamás en relaciones de determinismo progresivas entre presentes que se suceden siguiendo el orden de un tiempo representado. Implica, entre los presentes sucesivos, vínculos no localizables, acciones a distancia, sistemas de reanudaciones, de resonancias y de ecos, azares objetivos, señales y signos, roles que trascienden las situaciones espaciales y las sucesiones temporales. De los presentes que se suceden y que expresan un destino, se diría que representan siempre lo mismo, la misma historia, con una diferencia de nivel: aquí más o menos distendido, allá más o menos contraído. Es por ello que el destino se concilia tan mal con el determinismo, pero tan bien con la libertad: la libertad consiste en elegir el nivel. La sucesión de los presentes actuales no es más que la manifestación de algo más profundo: la forma en que cada uno retoma toda la vida, pero en un nivel o grado diferente del precedente, ya que todos los niveles o grados coexisten y se ofrecen a nuestra elección, desde el fondo de un pasado que nunca fue presente. Denominamos carácter empírico a las relaciones de sucesión y simultaneidad entre presentes que nos componen, sus asociaciones según la causalidad, la contigúidad, la semejanza y aun la oposición; pero carácter nouménico a las relaciones de coexistencia virtual entre niveles de un pasado puro, ya que cada presente no hace más que actualizar o representar uno de esos niveles. En una palabra, lo que vivimos empíricamente como una sucesión de presentes diferentes desde el punto de vista de la síntesis activa, es, además, la coexistencia siempre creciente de los niveles del pasado en la síntesis pasiva. Cada presente contrae un nivel entero de la totalidad, pero este nivel ya es de distensión o de contracción. Es decir: el signo del presente es un tránsito al límite, una contracción máxima que viene a sancionar como tal la elección de un nivel cualquiera, a su vez contraído o distendido, entre una infinidad de otros niveles posibles. Y lo que decimos de una vida podemos decirlo de varias vidas. Puesto que cada una es un presente que pasa, una vida puede retomar otra, en otro nivel: como si el filósofo y el cerdo, el criminal y el santo desempeñasen el mismo pasado, en los diferentes niveles de un cono gigantesco. Es lo que se llama metempsicosis. Cada uno elige su altura o su tono, tal vez sus palabras, pero la tonada es siempre la misma, y, bajo todas las palabras, un mismo trala-la, dicho en todos los tonos posibles y en todas las alturas.

 

Existe una gran diferencia entre las dos repeticiones, la material y la espiritual. Una es repetición de instantes o de elementos sucesivos independientes; la otra, una repetición del Todo, en niveles diversos coexistentes (como decía Leibniz, «siempre y en todo lugar lo mismo, salvo en los grados de perfección»).? Por tal motivo, las dos repeticiones mantienen una relación muy diferente con la «diferencia» misma. La diferencia es sustraída a una, en la medida en que los elementos o instantes se contraen en un presente viviente. Está incluida en la otra, en la medida en que el Todo comprende la diferencia entre sus niveles. Una está desnuda, la otra vestida; una es de las partes, la otra del todo; una de sucesión, la otra de coexistencia; una actual, la otra virtual; una horizontal, la otra vertical. El presente es siempre diferencia contraída; pero en un caso contrae los instantes indiferentes, en el otro contrae, pasando el límite, un nivel diferencial del todo que es, él mismo, de distensión o de contracción. De modo que la diferencia de los presentes mismos está entre las dos repeticiones, la de los instantes elementales de los cuales se la sustrae, la de los niveles del todo dentro de los cuales se la comprende. Y, siguiendo la hipótesis bergsoniana, hay que concebir la repetición desnuda como el envoltorio exterior de la vestida: es decir, la repetición sucesiva de los instantes como el más distendido de los niveles coexistentes, la materia como el sueño o como el pasado más distendido del espíritu. De estas dos repeticiones, ni la una ni la otra son, estrictamente hablando, representables. Pues la repetición material se deshace a medida que se hace, y sólo está representada por la síntesis activa que proyecta sus elementos en un espacio de cálculo y de conservación; pero al mismo tiempo, esta repetición, convertida en objeto de representación, se halla subordinada a la identidad de los elementos o a la semejanza de los casos conservados y adicionados. Y la repetición espiritual se elabora en el ser en sí del pasado, en tanto que la representación no alcanza y no atañe más que a presentes en la síntesis activa, subordinando entonces toda repetición tanto a la identidad

 del actual presente en la reflexión como a la semejanza del antiguo en la reproducción.

 

Las síntesis pasivas son evidentemente sub-representativas. Pero para nosotros, toda la cuestión consiste en saber si podemos penetrar en la síntesis pasiva de la memoria. Vivir de alguna manera el ser en sí del pasado, como vivimos la síntesis pasiva del hábito. Todo el pasado se conserva en sí, pero ¿cómo salvarlo para nosotros, cómo penetrar en ese en-sí sin reducirlo al antiguo presente que ha sido, o al actual presente con respecto al cual es pasado? ¿Cómo salvarlo para nosotros? Es aproximadamente el punto donde Proust retoma y releva a Bergson. Ahora bien, parece que la respuesta hubiera sido dada hace ya mucho tiempo: se trata de la reminiscencia. Esta designa, en efecto, una síntesis pasiva o una memoria involuntaria, que difiere por naturaleza de toda síntesis activa de la memoria voluntaria. Combray no resurge como fue en su presente, ni como podría serlo, sino en un esplendor nunca vivido, como un pasado puro que revela por fin su doble irreductibilidad al presente que ha sido, pero también al presente actual que podría ser, gracias a una interpenetración de los dos. Los antiguos presentes se dejan representar en la síntesis activa más allá del olvido, en la medida en que el olvido está empíricamente vencido. Pero allí, dentro del Olvido, y como inmemorial, Combray surge bajo la forma de un pasado que no fue nunca presente: el en-sí de Combray. Si hay un en-sí del pasado, la reminiscencia es su noúmeno o el pensamiento que lo inviste. La reminiscencia no nos remite simplemente de un presente actual a antiguos presentes, nuestros amores presentes a amores infantiles, nuestras amantes a nuestras madres. También en este caso, la relación de los presentes que pasan no da cuenta del pasado puro que saca provecho de ellos, gracias a ellos, para surgir bajo la representación: la Virgen, la que nunca fue vivida, más allá de la amante y más allá de la madre, coexistiendo con una y contemporánea de la otra. El presente existe, pero sólo el pasado insiste y proporciona el elemento en el cual el presente pasa y los presentes se interpenetran. El eco de los dos presentes forma tan sólo una pregunta persistente que se desarrolla en la representación como un campo problemático, con el imperativo riguroso de buscar, de responder, de resolver. Pero la respuesta viene siempre de otra parte: toda reminiscencia  es erótica, sea que se trate de una ciudad o de una mujer. Es siempre Eros, el noúmeno, quien nos hace penetrar en ese pasado puro en sí; en esa repetición virginal, Mnemosine. Es el compañero, el novio de Mnemosine. ¿De dónde detenta ese poder?, ¿por qué la exploración del pasado puro es erótica? ¿Por qué Eros posee a la vez el secreto de las preguntas y de sus respuestas, y de una insistencia en toda nuestra existencia? A menos que no dispongamos aún de la última palabra, y que no exista una tercera síntesis del tiempo... 

 

Nada más instructivo temporalmente, es decir, desde el punto de vista de la teoría del tiempo, que la diferencia entre el cogito kantiano y el cogito cartesiano. Es como si el cogito de Descartes operase con dos valores lógicos: la determinación y la existencia indeterminada. La determinación (pienso) implica una existencia indeterminada (soy, puesto que «para pensar hay que ser»), y precisamente la determina como la existencia de un ser pensante: pienso, luego soy, soy una cosa que piensa. Toda la crítica kantiana se reduce a objetar contra Descartes que es imposible referir directamente la determinación sobre lo indeterminado. La determinación «pienso» implica evidentemente algo indeterminado («soy»), pero nada nos dice todavía cómo este indeterminado es determinable por el pienso. «En la conciencia que tengo de mí mismo con el puro pensamiento, soy el ser mismo; es cierto que con ello nada de ese ser me es dado todavía para pensar».$ Kant agrega, entonces, un tercer valor lógico: lo determinable o, mejor dicho, la forma bajo la cual lo indeterminado es determinable (por la determinación). Este tercer valor basta para hacer de la lógica una instancia trascendental. Constituye el descubrimiento de la Diferencia, no ya como diferencia empírica entre dos determinaciones, sino Diferencia trascendental entre LA determinación y lo que ella determina, no ya como diferencia exterior que separa, sino Diferencia interna, y que relaciona a priori el ser y el pensamiento el uno con el otro. La respuesta de Kant es célebre: la forma bajo la cual la existencia indeterminada es determinable por el Yo [Je] pienso es la forma del  tiempo.? Sus consecuencias son extremas: mi existencia indeterminada no puede ser determinada más que en el tiempo, como la existencia de un fenómeno, de un sujeto fenomenal, pasivo o receptivo que aparece en el tiempo. De modo que la espontaneidad de la cual tengo conciencia en el Yo pienso no puede ser comprendida como el atributo de un ser sustancial y espontáneo, sino sólo como la afección de un yo [moi] pasivo que siente que su propio pensamiento, su propia inteligencia, aquello por lo cual dice YO [JE], se ejerce en él y sobre él, y no por él. Comienza entonces una larga historia inagotable: YO es otro, o la paradoja del sentido íntimo. La actividad del pensamiento se aplica a un ser receptivo, a un sujeto pasivo, que se representa esta actividad más de lo que la actúa, que no posee la iniciativa sino que siente su efecto, y que la vive como Otro en él. Al «pienso» y al «Soy» hay que agregar el yo [moi], es decir, la posición pasiva (lo que Kant llama la receptividad de intuición); a la indeterminación y a lo indeterminado es preciso agregar la forma de lo determinable, es decir, el tiempo. Además, «agregar» no es el término adecuado, puesto que se trata más bien de establecer la diferencia y de interiorizarla en el ser y el pensamiento. De un extremo al otro, el YO [JE] se halla atravesado por una fisura: está fisurado por la forma pura y vacía del tiempo. Bajo esta forma, es el correlato del yo [moi] pasivo que aparece en el tiempo. Una falla o una fisura en el Yo [Je], una pasividad en el yo [moi], he ahí lo que significa el tiempo; y la correlación entre el yo [moi] pasivo y el Yo [Je] fisurado constituye el descubrimiento de lo trascendental o el elemento de la revolución copernicana. Descartes no llega a una conclusión más que a fuerza de reducir el Cogito al instante, y de expulsar el tiempo, de confiarlo a Dios en la operación de la creación continuada. En términos más generales, la identidad supuesta del Yo [Je] no tiene otro garante que la unidad de Dios mismo. Por tal motivo, la sustitución del punto de vista del «Yo» al punto de vista de «Dios» tiene mucha menos importancia de lo que se dice, en tanto el uno conserva una identidad que debe precisamente al otro. Dios sigue viviendo en tanto el Yo [Je] dispone de la subsistencia, de la simplicidad, de la identidad que expresan toda su semejanza con lo divino. A la inversa, la muerte de Dios no deja subsistir la identidad del Yo [Jel, pero instaura e interioriza en él una desemejanza esencial, la supresión de una marca, en lugar de la marca o el sello de Dios. Es lo que Kant ha visto con tanta profundidad, por lo menos una vez, en la Crítica de la razón pura: la desaparición simultánea de la teología racional y de la psicología racional, la forma en que la muerte especulativa de Dios provoca una fisura del Yo [Je]. Si la mayor iniciativa de la filosofía trascendental consiste en introducir la forma del tiempo en el pensamiento como tal, esta forma a su vez, como forma pura y vacía significa indisolublemente el Dios muerto, el Yo [Je] fisurado y el yo [moi] pasivo. Es cierto que Kant no prosigue la iniciativa: el Dios y el Yo [Je] conocen una resurrección práctica. E incluso en el campo especulativo, la fisura está rápidamente colmada por una nueva forma de identidad, la identidad sintética activa, en tanto que el yo [moi] pasivo se define solamente por la receptividad, no poseyendo en tal sentido ningún poder de síntesis. Hemos visto, por el contrario, que la receptividad como capacidad de experimentar afectos no era más que una consecuencia, y que el yo pasivo estaba más profundamente constituido por una síntesis, a su vez pasiva (contemplación-contracción), de la cual deriva la posibilidad de recibir impresiones o sensaciones. Es imposible mantener la repartición kantiana que consiste en un esfuerzo supremo por salvar el mundo de la representación: en ella la síntesis está concebida como activa, y convoca a una nueva forma de identidad en el Yo [Jel; la pasividad se concibe en ella como simple receptividad sin síntesis. Tanto para retomar la iniciativa kantiana como para que la forma del tiempo mantenga a la vez al Dios muerto y al Yo [Je] fisurado, se requiere una muy distinta evaluación del yo [moi] pasivo. En este sentido, es justo decir que la culminación del kantismo no se encuentra en Fichte o en Hegel sino sólo en Hólderlin, quien descubre el vacío del tiempo puro, y, en ese vacío, a la vez, la desviación continuada de lo divino, la fisura prolongada del Yo [Je] y la pasión constitutiva del Yo [Moi] 10 En esta forma del tiempo, Hoólderlin veía la esencia de lo trágico o la aventura de Edipo, como un instinto de muerte de figuras complementarias. ¿Es posible así que la filosofía kantiana sea la heredera de Edipo?

 

¿Consiste acaso el aporte prestigioso de Kant en introducir el tiempo en el pensamiento como tal? La reminiscencia platónica parecía haber tenido ya ese sentido. No menos que la reminiscencia, el innatismo es un mito, pero es un mito de lo instantáneo, motivo por el cual conviene a Descartes. Cuando Platón opone expresamente el innatismo a la reminiscencia, quiere decir que esta representa solamente la imagen abstracta del saber, pero que el movimiento real de aprender implica en el alma la distinción de un «antes» y de un «después», es decir, la introducción de un tiempo primero para olvidar lo que hemos sabido, puesto que nos sucede en un tiempo segundo encontrar lo que hemos olvidado.* Pero toda la pregunta consiste en lo siguiente: ¿bajo qué forma la reminiscencia introduce el tiempo? Aun para el alma, se trata de un tiempo físico, un tiempo de la Physis, periódico o circular, subordinado a los acontecimientos que transcurren en él o a los movimientos que mide, a los avatares que lo escanden. Sin duda este tiempo encuentra su fundamento en un en-sí, es decir, en el pasado puro de la Idea que organiza en círculo el orden de los presentes según sus semejanzas decrecientes y crecientes. con el ideal, pero que además hace salir del círculo el alma que ha sabido conservar para sí misma o encontrar la comarca del en-sí. No por ello la Idea deja de ser como el fundamento a partir del cual los presentes sucesivos se organizan en el círculo del tiempo, de modo que el puro pasado que la define se expresa necesariamente aun en términos de presente, como un antiguo presente mítico. Tal era ya todo el equívoco de la segunda síntesis del tiempo, toda la ambigúedad de Mnemosine, pues esta, desde lo alto de su pasado puro, supera y domina el mundo de la representación: es el fundamento,  en-sí, noúmeno, Idea. Pero es además relativa a la representación que funda. Eleva los principios de la representación, a saber, la identidad, que convierte en el carácter del modelo inmemorial, y la semejanza, que convierte en carácter de la imagen presente: lo Mismo y lo Semejante. Es irreductible al presente, superior a la representación; y sin embargo, no hace más que volver circular o infinita la representación de los presentes (aun en Leibniz o Hegel, es Mnemosine quien funda el despliegue de la representación en el infinito). Es la insuficiencia del fundamento, de ser relativo a lo que funda, de tomar los caracteres de lo que funda y de probarse por ellos. Es incluso en este sentido como adopta la forma de un círculo: introduce el movimiento en el alma más que el tiempo en el pensamiento. Así como el fundamento está, en cierto sentido, «empalmado», y debe precipitarnos hacia un más allá, la segunda síntesis del tiempo supera hacia una tercera que denuncia la ilusión del en-sí como un correlato de la representación. El en-sí del pasado y la repetición en la reminiscencia serían una suerte de «efecto», como un efecto óptico, o, más bien, el efecto erótico de la memoria misma.

 

¿Qué significa?: ¿forma vacía del tiempo o tercera síntesis? El príncipe del Norte dice: «el tiempo está fuera de sus goznes». ¿Es posible que el filósofo del Norte diga lo mismo, y sea hamletiano, puesto que es edípico? El gozne, cardo, es lo que asegura la subordinación del tiempo a los puntos precisamente cardinales por donde pasan los movimientos periódicos que mide (el tiempo, número del movimiento, para el alma tanto como para el mundo). El tiempo fuera de sus goznes significa, por el contrario, el tiempo enloquecido, salido de la curvatura que le daba un dios, liberado de su figura circular demasiado simple, exento de los acontecimientos que formaban su contenido, tiempo que invierte su relación con el movimiento, en una palabra, el tiempo que se descubre como forma vacía y pura. El tiempo mismo se desenvuelve (es decir, deja aparentemente de ser un círculo) en lugar de que algo se desenvuelva en él (según la figura demasiado simple del círculo). Deja de ser cardinal y se vuelve ordinal, un puro orden del tiempo. Hólderlin decía que deja de «rimar» porque se distribuye desigualmente a ambos lados de una «cesura» según la cual comienzo y fin dejan de coincidir. Podemos definir el orden del tiempo como esta distribución puramente formal de lo desigual en función de una cesura. Se distingue entonces un pasado más o menos largo y un futuro proporcionalmente inverso; pero el futuro y el pasado no son aquí determinaciones empíricas y dinámicas del tiempo: son caracteres formales y fijos que derivan del orden a priori como una síntesis estática del tiempo. Forzosamente estática, puesto que el tiempo ya no está subordinado al movimiento; forma del cambio más radical, pero la forma del cambio no cambia. La cesura, y el antes y el después que ordena de una vez por todas, es lo que constituye la fisura del Yo [Je] (la cesura es exactamente el punto donde nace la fisura).

 

Por haber abjurado de su contenido empírico, y derribado su propio fundamento, el tiempo no se define tan sólo por un orden formal vacío, sino también por un conjunto y una serie. En primer lugar, la idea de un conjunto del tiempo corresponde a esto: que la cesura debe estar determinada en la imagen de una acción, de un acontecimiento único y formidable, adecuado al tiempo entero. Esta imagen existe bajo una forma desgarrada, en dos porciones desiguales; sin embargo, logra así reunir el conjunto del tiempo. Debe ser considerada símbolo en función de las partes desiguales que subsume y reúne, pero que reúne como desiguales. Semejante símbolo adecuado al conjunto del tiempo se expresa de muchas maneras: salir el tiempo de sus goznes, hacer estallar el sol, precipitarse en el volcán, matar a Dios o al padre. Esta imagen simbólica constituye el conjunto del tiempo en la medida que reúne la cesura, el antes y el después. Pero hace posible una serie del tiempo en tanto que opera su distribución en lo desigual. Hay siempre un tiempo, en efecto, cuando la acción, en su imagen, está planteada como «demasiado grande para mí». He aquí lo que define a priori el pasado o lo anterior: poco importa que el acontecimiento mismo se haya cumplido o no, que la acción ya se haya hecho o no; el pasado, el presente y el futuro no se distribuyen según este criterio empírico. Edipo ya ejecutó la acción, Hamlet todavía no; pero, de todas maneras, viven la primera parte del símbolo en el pasado, ellos mismos viven y son arrojados en el pasado en tanto experimentan la imagen de la acción como demasiado grande para ellos. El segundo tiempo, que remite a la cesura misma, es pues el presente de la metamorfosis, el devenir-igual a la acción, el desdoblamiento del yo [moi], la proyección de un yo ideal en la imagen de la acción (está marcado por el viaje por mar de Hamlet o por el resultado de la búsqueda de Edipo: el héroe se vuelve «capaz» de la acción). En cuanto al tercer tiempo, que descubre el porvenir, significa que el acontecimiento, la acción, tienen una coherencia secreta que excluye la del yo, que se vuelven contra el yo convertido en su igual y lo proyectan en mil pedazos como si el gestador del nuevo mundo fuera llevado y disipado por el brillo de lo que hace nacer a lo múltiple: el yo se ha igualado con lo desigual en sí. De este modo, el Yo [Je] fisurado según el orden del tiempo y el Yo -[Moil dividido según la serie del tiempo se corresponden y encuentran una salida común: el hombre sin nombre, sin familia, sin cualidades, sin yo [moi] ni Yo [Je], el «plebeyo» que detenta un secreto, ya superhombre, cuyos miembros dispersos gravitan en torno de la imagen sublime.

 

Todo es repetición en la serie del tiempo, con relación a esta imagen simbólica. El pasado mismo es repetición por defecto y prepara esa otra repetición constituida por la metamorfosis en el presente. El historiador busca correspondencias empíricas entre el presente y el pasado, pero, por rica que sea, esta red de correspondencias históricas no forma repetición más que por similitud o analogía. En verdad, el pasado es en sí mismo repetición, y también lo es el presente, en dos modos diferentes que se repiten el uno en el otro. No existen en la historia hechos de repetición, pero la repetición es la condición histórica bajo la cual algo nuevo se produce efectivamente. Una semejanza entre Lutero y Pablo, la Revolución del 89 y la República romana, etc., no se manifiesta a la reflexión del historiador, sino que los revolucionarios están determinados a vivirse como «romanos resucitados» en primer lugar ante sí mismos, antes de ser capaces de la acción que comenzaron por repetir modulándola sobre un pasado propio y, por lo tanto, en condiciones tales que se identifican necesariamente con una figura del pasado histórico. La repetición es una condición de la acción antes de ser un concepto de la reflexión. Sólo produciremos algo nuevo si repetimos una vez según ese modo que constituye el pasado, y otra en el presente de la metamorfosis. Y lo producido, lo absolutamente nuevo, no es otra cosa, a su vez, que repetición, la tercera repetición, esta vez por exceso, la del porvenir como eterno retorno. Pues aunque pudiésemos exponer el eterno retorno como si afectase toda la serie o el conjunto del tiempo, el pasado y el presente, no menos que el porvenir, esta exposición resultaría meramente introductoria, y no tendría más que un valor problemático e indeterminado, y no poseería otra función que la de plantear el problema del eterno retorno. En su verdad esotérica, el eterno retorno no concierne ni puede concernir más que al tercer tiempo de la serie. Sólo allí se determina. Razón por la cual se le dice literalmente creencia del porvenir, creencia en el porvenir. El eterno retorno no afecta más que lo nuevo, es decir, lo que se produce bajo la condición del defecto y por intermedio de la metamorfosis. Pero no hace volver ni a la condición ni al agente; por el contrario, los expulsa, reniega de ellos con toda su fuerza centrífuga. Constituye la autonomía del producto, la independencia de la obra. Es la repetición por exceso, que no deja subsistir nada del defecto ni del devenir-igual. Es él mismo lo nuevo, toda la novedad. Es, por sí solo, el tercer tiempo de la serie, el porvenir en tanto tal. Como dice Klossowski, es esa secreta coherencia que no se plantea más que excluyendo mi propia coherencia, mi propia identidad, la del yo [moil, la del mundo y la de Dios. No hace volver más que al plebeyo, al hombre sin nombre. Arrastra dentro de su círculo al dios muerto y al yo disuelto. No hace volver el sol, puesto que supone su estallido; atañe sólo a las nebulosas, se confunde con ellas, no tiene movimiento más que para ellas. Por ese motivo, mientras expongamos el eterno retorno como si afectase el conjunto del tiempo, simplificamos las cosas, como Zaratustra se lo dice una vez al demonio; lo convertimos en una cantinela, como lo expresa en otra oportunidad a sus animales. Es decir: permanecemos en el círculo demasiado simple que tiene como contenido el presente que pasa, y como figura, el pasado de la reminiscencia. Pero precisamente el orden del tiempo, el tiempo como forma pura y vacía ha deshecho ese círculo. Lo ha deshecho, pero en favor de un círculo menos simple y mucho más secreto, mucho más tortuoso, más nebuloso, círculo eternamente excéntrico, círculo descentrado de la diferencia que se reforma únicamente en el tercer tiempo de la serie. El orden del tiempo sólo quebró el círculo de lo Mismo y puso el tiempo en serie, para reformar un círculo de lo Otro al término de la serie. El «una vez por todas» del orden no está allí más que para el «todas las veces» 

 

del círculo final esotérico. La forma del tiempo no está allí más que para la revelación de lo informal en el eterno retorno. La extrema formalidad no está allí más que para un excesivo informal (el Unfórmliche de Hólderlin). Así, el fundamento fue superado hacia un sin fondo, universal desfondamiento que gira en sí mismo y no hace volver más que el porvenir.

 

Nora SOBRE LAS TRES REPETICIONES. La teoría de la repetición histórica de Marx según aparece principalmente en El dieciocho brumario, gira en torno del siguiente principio que no parece haber sido comprendido por los historiadores: que la repetición en historia no es una analogía o un concepto de la reflexión del historiador, sino ante todo una condición de la acción histórica misma. En páginas de gran belleza, Harold Rosenberg resaltó este punto: los actores, los agentes de la historia sólo pueden crear a condición de identificarse con figuras del pasado; en este sentido, la historia es un teatro. «Su acción pasó a ser espontáneamente la repetición de un papel antiguo (. . .) La crisis revolucionaria, el esfuerzo que se debe realizar para crear algo enteramente nuevo, es lo que obliga a la historia a velarse con el mito. . .» (La tradition du nouveau, cap. XII titulado «Les Romains ressuscités», trad. Anne Marchand, Editions de Minuit, págs. 154-5).

 

Según Marx, la repetición es cómica cuando se queda en eso, es decir, cuando, en lugar de conducir a la metamorfosis y a la producción de lo nuevo, forma una suerte de involución, lo contrario de una creación auténtica. El disfraz cómico reemplaza a la metamorfosis trágica. Pero parecería que, para Marx, esta repetición cómica o grotesca viene necesariamente después de la repetición trágica, evolutiva o creadora («todos los grandes acontecimientos y personajes históricos se repiten, por decirlo así, dos veces (... .) la primera vez como tragedia y la segunda como farsa»). Sin embargo, este orden temporal no parece absolutamente fundado. La repetición cómica opera por defecto, en la modalidad del pasado propio. El héroe afronta necesariamente esa repetición cuando «la acción es demasiado grande para él»: el asesinato de Polonio, por defecto, es cómico; la averiguación edípica también. La repetición trágica viene después, y es el momento de la metamorfosis. Es verdad que estos dos momentos no tienen independencia, y sólo existen para el tercero, más allá de lo cómico y de lo trágico: la repetición dramática en la producción de algo nuevo, que excluye al héroe mismo. Pero cuando los dos primeros elementos adquieren una independencia abstracta o se convierten en géneros, entonces el género cómico sucede al género trágico, como si el fracaso de la metamorfosis, elevado a lo absoluto, diera por sentada una antigua metamorfosis cumplida con anterioridad.

 

Obsérvese que la estructura de la repetición en tres tiempos es tanto la de Hamlet como la de Edipo. Hólderlin lo había mostrado, en cuanto a Edipo, con un rigor incomparable: el antes, la cesura y el después. Afirmaba que las dimensiones relativas del antes y el después podían variar según la posición de la cesura (así, la muerte rápida de Antígona en oposición a la larga deambulación de Edipo). Pero lo esencial es la persistencia de la estructura triádica. En este aspecto, Rosenberg interpreta a Hamlet de una manera enteramente conforme con el esquema hólderlineano, y aquí la cesura está constituida por el viaje marítimo: véase cap. XI, págs. 136-51. Hamlet se parece a Edipo no sólo por la materia, sino también por la forma dramática.

 

El drama no tiene más que una forma que reúna las tres repeticiones. Es evidente que el Zaratustra de Nietzsche es un drama, es decir, un teatro. El antes ocupa la mayor parte del libro en la modalidad del defecto o del pasado: esa acción es demasiado grande para mí (véase la idea del «pálido criminal» o toda la historia cómica de la muerte de Dios, o todo el miedo de Zaratustra ante la revelación del eterno retorno: «Tus frutos están maduros, pero tú, tú no estás maduro para tus frutos»). Luego viene el momento de la cesura o de la metamorfosis, «el Signo», donde Zaratustra se torna capaz. Falta el tercer momento, el de la revelación y la afirmación del eterno retorno, que implica la muerte de Zaratustra. Es sabido que Nietzsche no tuvo tiempo de escribir esa parte, que él había proyectado. Por eso hemos podido considerar permanentemente que la doctrina nietzscheana del eterno retorno no estaba dicha, sino que estaba reservada para una obra futura: Nietzsche expuso tan sólo la condición pasada y la metamorfosis presente, pero no lo incondicionado que debía resultar de ellas como «porvenir».

 

Volvemos a encontrar, encontramos ya el tema de los tres tiempos en la mayoría de las concepciones cíclicas: así los tres Testamentos de Joachim de Flore; o bien las tres edades de Vico, la edad de los dioses, la edad de los héroes, la edad de los hombres. La primera es necesariamente una edad por defecto, y como cerrada sobre sí misma; la segunda, abierta, da testimonio de la metamorfosis heroica; pero lo más esencial o lo más misterioso está en la tercera, que cumple el papel de «significado» con respecto a las otras dos (así, Joachim escribía: «Hay dos cosas significadoras para una cosa significada» [L'Evangile éternel, trad. Agester, Rieder edit., pág. 42). Pierre Ballanche, que debe mucho a Joachim y a Vico reunidos, se esfuerza en determinar esa tercera edad como la del plebeyo, Ulises o «nadie», «el Hombre sin nombre», el regicida o el Edipo moderno que «busca los miembros dispersos de la gran víctima» (véanse los extraños Essais de palingénésie sociale, 1827).

 

Debemos distinguir, desde este punto de vista, varias repeticiones posibles que no se concilian exactamente: 1) Una repetición intracíclica, que consiste en la manera en que las dos primeras edades se repiten la una a la otra, o más bien repiten una misma «cosa», acción o acontecimiento venidero. Esta es sobre todo la tesis de Joachim, quien confecciona una tabla de concordancias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; pero esta tesis no puede superar todavía las simples analogías de la reflexión; 2) Una repetición cíclica en que se supone que, al final de la tercera edad y en el extremo límite de una disolución, todo vuelve a empezar en la edad primera: las analogías se establecen entonces entre dos ciclos (Vico); 3) Pero todo el problema es: ¿no hay una repetición propia de la tercera edad, y que sería la única en merecer el nombre de eterno retorno? Porque lo que las dos primeras edades repetían era algo que sólo aparece para sí en la tercera; pero, en la tercera, esa «cosa» se repite en ella misma. Las dos «significaciones» son ya repetidoras, pero el significado mismo es pura repetición. Precisamente, esta repetición superior concebida como eterno retorno en el tercer estado, basta a la vez para corregir la hipótesis intracíclica y para contradecir la hipótesis cíclica. Por un lado, en efecto, la repetición en los dos primeros momentos ya no expresa las analogías de la reflexión, sino las condiciones de la acción bajo las cuales el eterno retorno se produjo efectivamente; por el otro, esos dos primeros momentos no vuelven, sino que, al contrario, son eliminados por la reproducción del eterno retorno en el tercero. Desde estos dos puntos de vista, Nietzsche tiene razones profundas para oponer «su» concepción a toda concepción cíclica (véase Króner, XII, 1? parte, $ 106).

 

He aquí que, en esta última síntesis del tiempo, el presente y el pasado no son a su vez más que las dimensiones del porvenir: el pasado como condición y el presente como agente. La primera síntesis, la del hábito, constituía el tiempo como un presente vivo, en una fundación pasiva de la que dependían el pasado y el futuro. La segunda síntesis, la de la memoria, constituía el tiempo como un pasado puro, desde el punto de vista de un fundamento que hacía pasar el presente y advenir otro. Pero en la tercera síntesis, el presente no es más que un actor, un autor, un agente destinado a borrarse, y el pasado no es más que una condición que opera por defecto. La síntesis del tiempo constituye aquí un porvenir que afirma a la vez el carácter incondicional del producto con respecto a su condición, la independencia de la obra con respecto a su autor o actor. El presente, el pasado, el porvenir, se revelan como Repetición a través de las tres síntesis, pero de maneras muy diferentes. El presente es el repetidor; el pasado, la repetición misma, pero el futuro es lo repetido. Ahora bien, el secreto de la repetición en su conjunto reside en lo repetido, como doblemente significado. La repetición regia es la del porvenir que subordina a las otras dos y las destituye de su autonomía. Pues la primera síntesis no atañe más que al contenido y la fundación del tiempo; la segunda, su fundamento; pero más allá, la tercera asegura el orden, el conjunto, la serie y la meta final del tiempo. Una filosofía de la repetición pasa por todos los «estadios», condenada a repetir la repetición misma. Pero a través de esos estadios asegura su programa: hacer de la repetición la categoría del porvenir; servirse de la repetición del hábito y de la memoria, pero utilizarlas como estadios, y dejarlas en su camino; luchar con una mano contra Habitus, con la otra contra Mnemosine; rechazar el contenido de una repetición,  que se deja, bien que mal, «sonsacar» la diferencia (Habitus); rechazar la forma de una repetición que comprende la diferencia, pero para subordinarla todavía a lo mismo ya lo Semejante (Mnemosine); rechazar los ciclos demasiado simples, tanto el que padece un eterno presente (ciclo consuetudinario) como el que organiza un pasado puro (ciclo memorial o inmemorial); cambiar el fundamento de la memoria en simple condición por defecto, pero también la fundación del hábito en quiebra del «habitus», en metamorfosis del agente; expulsar el agente de la condición en nombre de la obra o el producto; hacer de la repetición, no aquello de lo cual «se sonsaca» una diferencia, ni lo que comprende la diferencia como variante, sino hacer de ella el pensamiento y la producción de «lo absolutamente diferente»; hacer que, por sí misma, la repetición sea la diferencia en sí misma.

 

La mayoría de los puntos de este programa animan una búsqueda protestante y católica: Kierkegaard y Péguy. Nadie como estos dos autores supo oponer «su» repetición a la del hábito y de la memoria. Nadie supo denunciar mejor que ellos la insuficiencia de una repetición presente o pasada, la simplicidad de los ciclos, la trampa de las reminiscencias, el estado de las diferencias que se pretende «sonsacar» a la repetición, o, por el contrario, comprender como simples variantes. Nadie, más que ellos, supo apelar a la repetición como categoría del porvenir. Nadie ha recusado con mayor seguridad el fundamento antiguo de Mnemosine, y, junto con él, la reminiscencia platónica. El fundamento no es más que una condición por defecto, porque está perdida en el pecado, y debe ser nuevamente dada en Cristo. La fundación presente del Habitus es también recusada: no escapa a la metamorfosis del actor o del agente en el mundo moderno, aun cuando este tuviera que perder su coherencia, su vida, sus hábitos. 

 

Pero Kierkegaard y Péguy, aunque sean los más grandes repetidores, no estaban dispuestos a pagar el precio necesario. Confiaban a la fe esta repetición suprema como categoría del porvenir. Ahora bien, la fe tiene sin duda bastante fuerza como para deshacer el hábito y la reminiscencia, el yo [moi] de los hábitos y el dios de las reminiscencias, y la fundación y el fundamento del tiempo. Pero la fe nos invita a encontrar de una vez por todas a Dios y al yo en una resurrección común. Kierkegaard y Péguy culminaban a Kant, realizaban el kantismo confiando a la fe el cuidado de superar la muerte especulativa de Dios y de colmar la herida del yo. Ese es su problema, de Abraham a Juana de Arco: el noviazgo de un yo reencontrado y de un dios dado de nuevo, de modo que es imposible salir verdaderamente de la condición y del agente. Más aún: se renueva el hábito, se refresca la memoria. Pero hay una aventura de la fe, según la cual se es siempre el bufón de su propia fe, el comediante de su ideal. Se trata de que la fe tiene un Cogito que le es propio y que la condiciona a su vez, el sentimiento de la gracia como luz interior. La fe se refleja en este cogito muy particular, allí es donde experimenta que su condición no puede serle dada más que como «nuevamente dada», y que está no sólo separada de esta condición, sino desdoblada en esta condición. Entonces el creyente no se vive solamente como pecador trágico en tanto está privado de la condición, sino como comediante y bufón, simulacro de sí mismo, en la medida en que está desdoblado y reflejado en la condición. Dos creyentes no se miran sin reír. La gracia no excluye menos como dada que como faltante. Kierkegaard decía que más que caballero era poeta de la fe, en una palabra, un «humorista». No es culpa suya, sino del concepto de fe; y la terrible aventura de Gogol es tal vez más ejemplar aún. ¿Cómo la fe no sería su propio hábito y su propia reminiscencia, y cómo la repetición que toma como objeto —una repetición que procede paradójicamente de una vez por todas— no habría de ser cómica? Por debajo de ella se agita otra repetición, la nietzscheana, la del eterno retorno. Y es otro noviazgo, más mortuorio, entre el Dios muerto y el yo [moi] disuelto, el que forma la verdadera condición por defecto, la verdadera metamorfosis del agente, y ambos desaparecen en el carácter incondicionado del producto. El eterno retorno no es una fe, sino la verdad de la fe: ha aislado el doble o el simulacro, ha liberado lo cómico para transformarlo en un elemento de lo sobrehumano. Por eso, como también dice Klossowski, no es una doctrina, sino el simulacro de toda doctrina (la más alta ironía), no es una creencia, sino la parodia de toda creencia (el humor más alto): creencia y doctrina eternamente por venir. Con demasiada frecuencia nos invitaron a juzgar al ateo desde el punto de vista de la creencia, de la fe que se pretende que aún lo anima, en una palabra, desde el punto de vista de la gracia, para que no nos sintamos tentados por la operación inversa: juzgar al creyente por el ateo violento que lo habita, anticristo eternamente dado en la gracia y por «todas las veces».*  



No hay comentarios: