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domingo, 5 de enero de 2025

Redeconstrucción del tratado de la filosofía básica De Mario Bunge desde una meta dialéctica

 

Redeconstrucción del tratado de la filosofía básica de Mario Bunge desde una meta dialéctica

 

"Para que lo relativo no sea simplemente aniquilado por el cara a cara con el Absoluto, y para que éste no sea relativizado por un relativo o finito que lo confronte objetivamente, el Absoluto debe contener, en sí mismo, la autonegación absoluta..."

-Nishida Kitaro-

"Pensar desde la nada"

 


Estoy en la calle los arces buscando con mi mirada a Nicolas un anciano de 84 años que adora a Bunge quiere derrumbar a su Dios y ruego por encontrar de nuevo con el pero quien me saluda es Lidia una mujer que se llama como mi hermana, tiene todo el tipo  de una pentecostal evangélica  y la misma aparente ingenuidad, le doy la mano y ella me dice: ¿Te has bautizado creyendo en Cristo Jesús como tu salvador?

 

Para que dijo eso, nos sentamos a conversar largo y tendido.

 

Me fije en sus palabras y la quise hacer pensar

 

¿De qué  nos salva Cristo?

 

Lidia-Del diablo

 

Fue muy difícil pero Lidia por fin escucho mi reflexión, Cristo no nos salva del Diablo sino de la condición dual en el que nos deja el pegado, incapaces nosotros se lidiar con el bien y con el mal

 

¿Y Cómo nos salva?

 

     Co un sentido de la misericordia muy nuevo hasta ese entonces donde se realzar en acto el misterio pascual, este morir ante de morir para saber vivir, al que Cristo llamo el Reino de Dios

 

 

Lidia no comprendió, ¿Comprenderán ustedes?    

 

 

FOCEA

Eran comerciantes, exploradores, piratas. Quienes los han estudiado los denominan

los vikingos de la antigüedad clásica. Fueron los más osados aventureros de todos los

antiguos griegos e intentaron ir más allá de las fronteras de lo desconocido.

Convirtieron en realidad lo que para otros era un sueño.

Se llamaban foceos y el nombre de su ciudad era Focea; éste era un lugar

pequeño, encaramado en la costa occidental de lo que ahora se conoce como Turquía,

un poco al norte de la actual ciudad de Esmirna.

Se hicieron famosos por avanzar, desde su lugar de origen, hacia el oeste e ir más

lejos de donde la mayoría de los griegos creían posible que llegaran los seres

humanos. Según cuentan antiguas tradiciones, fueron los primeros en ir de manera

habitual más allá de Gibraltar y en adentrarse en el Atlántico; y eso en los siglos VII y

VI a. d. C. Y fueron foceos los colonos que navegaron hacia el sur por la costa oeste

de África y, hacia el norte, en dirección a Francia e Inglaterra, Escocia y más allá.

Y también por el este. La situación de Focea era privilegiada, cerca del extremo

occidental de la ruta de las grandes caravanas que se extendía a lo largo de miles de

kilómetros; partía del Mediterráneo, cruzaba Anatolia y Siria y alcanzaba el Golfo

Pérsico.

Éste era el famoso Camino Real: la ruta que utilizaron durante siglos los reyes de

Asia occidental y de Persia, siguió después Alejandro Magno y, mucho más tarde,

tomarían los cristianos para difundir su mensaje. Por esa ruta, llegaron al mundo

occidental influencias orientales, tanto a la religión como al arte, incluso antes de que

Focea se hiciera famosa, y viajó la influencia griega en sentido contrario. Convirtió a

Focea en un punto clave en el contacto entre Oriente y Occidente en el mundo

antiguo.

Focea quiere decir «ciudad de focas». Los foceos mismos eran anfibios, vivían

volcados en el mar. Escribieron gran parte de su historia en el agua, y el mar no

conserva las huellas.

Por eso es bueno mirar alrededor, puede ayudarnos a apreciar mejor el tipo de

mundo en el que vivían: un mundo todavía olvidado y casi desconocido.

Ahí tenemos a Samos, una isla situada un poco al sur de Focea, ante la costa

continental asiática. Samos y Focea tenían mucho en común. Los foceos eran los

mejores especialistas en el comercio a larga distancia, pero los habitantes de Samos

también eran famosos por ese mismo motivo. Foceos y samios gozaban de una

reputación de proporciones casi míticas gracias al comercio con la actual Andalucía y

el lejano Occidente. Algunos descubrimientos notables realizados en lo que ahora

llamamos España y en Samos confirman esta fama.

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Tenemos también a Egipto. No sería justo decir que los samios y foceos se

limitaban a comerciar con Egipto. Hicieron mucho más: construyeron almacenes y

lugares de culto a lo largo del Nilo, junto con otros griegos. Para los samios o para los

foceos, Egipto no era un mero país extranjero, sino parte del mundo que conocían, en

el que vivían y trabajaban.

Samos fue la tierra de Pitágoras. En cualquier caso, lo fue hasta que zarpó rumbo

al oeste y se instaló en Italia, hacia el año 530 a. d. C. Lo que se dijo siglo tras siglo

en el mundo antiguo fue que Pitágoras aprendió todo lo que sabía viajando a Egipto y

a Andalucía; a Fenicia, región de la actual zona costera de Líbano y Siria; a Persia,

Babilonia y la India.

Actualmente, los eruditos se ríen de esas historias y las rechazan como fantasías

románticas que, sobre un famoso griego de las islas, inventaron otros griegos

posteriores, deseosos de imaginar vínculos tempranos entre la cultura oriental y la

occidental. Sin embargo, sería mejor ser un poco más prudente.

Según dice una antigua tradición, el padre de Pitágoras era un tallador de piedras

preciosas. Si se examina con cuidado esta tradición, se verá que hay motivos

excelentes para darla por buena. Y lo que hiciera su padre, Pitágoras lo aprendería:

como era natural en la época, lo educarían para desempeñar la misma profesión que

él. Pero para un tallador de piedras preciosas de la época, del s. VI a. d. C., la vida

significaría determinadas cosas. Implicaría aprender técnicas procedentes de Fenicia

y comprar materiales de Oriente. No es sorprendente que escritores griegos

posteriores dijeran que el padre de Pitágoras se dedicaba a comerciar entre Samos y

Fenicia.

Existía otra tradición sobre Pitágoras, una tradición basada en las mejores fuentes,

la cual dice que acostumbraba a llevar pantalones. Eso resulta muy extraño, ya que

los griegos no los llevaban; era atuendo propio de persas e iraníes. Pero, para

empezar a comprender la tradición, basta con volverse hacia otro habitante de Samos,

un hombre llamado Teodoro.

Teodoro vivió en la época de Pitágoras y de su padre. Era tallador de piedras, así

como un buen escultor y arquitecto. Los antiguos cronistas dicen que trabajó y

aprendió en Egipto, y los hallazgos recientes en este país han confirmado de manera

tajante sus afirmaciones.

Conocemos también otras cosas de Teodoro: ahora sabemos que trabajó

personalmente para los reyes de Anatolia occidental —lo que es ahora el oeste de

Turquía— y para el rey de Persia. Hay buenos motivos para vincularlo con la mejor

arquitectura que se construyó en el mismo corazón de la antigua Persia.

Eso podría parecer extraordinario y, en cierto modo, lo es. Pero Teodoro, igual

que Pitágoras, venía de Samos: una isla que, siglo a siglo, mantuvo los más estrechos

vínculos con el comercio, la diplomacia y el arte persa.

Y Teodoro no estaba solo, ya que, casualmente, conocemos a otro escultor griego

que trabajó para dos generaciones de reyes persas, muy lejos de su tierra natal. Se

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llamaba Teléfanes y no procedía de Samos, sino de Focea.

Todos tenemos motivos distintos para viajar: unos se ven obligados, otros creen

que eligen.

Pero lo importante es que entonces se viajaba a larga distancia y, además, a gran

escala. En el mundo antiguo era más frecuente de lo que nos han hecho creer, igual

que en la Edad Media. Y lo más sorprendente de todo es que, incluso cuando Grecia

se encontraba en el punto culminante de su lucha contra Persia, en el momento más

inesperado, algunos griegos inteligentes se introdujeron subrepticiamente en Persia

para aprender, ganar dinero y tratar con hombres más sabios que ellos mismos.

Los artistas y artesanos se instalaron allí con sus familias y, al poner en común

sus recursos, ayudaron a construir el imperio persa. Mucho antes, el arte griego de

tallar la piedra había estado modelado e influido por Oriente; después fueron los

griegos quienes dieron forma a los mayores logros de la arquitectura persa.

Con todo, esto es sólo una pequeña parte de la historia. Los mayores expertos han

averiguado algo que cuesta admitir: en realidad, los descubrimientos más famosos de

Pitágoras no fueron tales: hacía ya siglos que se conocían en Babilonia y el mayor

mérito de Pitágoras fue llevar esos conocimientos a Grecia y adaptarlos al mundo de

los griegos. Pero incluso estos eruditos han pasado por alto hasta qué punto la isla

natal de Pitágoras explica de modo natural el vínculo con Babilonia.

El mayor templo de Samos estaba dedicado a Hera, madre de los dioses, y era

famoso en todo el mundo griego. Durante el s. VI a. d. C. se agrandó y reconstruyó

ampliamente; el nuevo proyecto se basó en modelos egipcios.

Y en el interior de los recintos sagrados del templo, se han encontrado unos

extraños objetos de bronce, depositados allí antes del período del que estamos

hablando, en el s. VII a. d. C., como ofrenda. Son extraños desde el punto de vista de

los griegos, pero no para Oriente.

Son imágenes que pertenecían al culto de Gula, la diosa babilónica de la curación.

Y no llegaron allí por cuestiones relacionadas con el comercio, sino porque la religión

y los distintos cultos cruzaban las fronteras de los diversos países y pasaban por alto

los límites de las lenguas. Lo mismo sucedía con el arte. Los artistas de Samos

copiaron las imágenes del culto babilónico, imitaron los rasgos de sus demonios.

Las importaciones orientales procedentes de Siria y Babilonia inundaron Samos

entre los siglos VII y V a. d. C. Los comerciantes extranjeros venían del este, pero

también sucedía lo contrario: los samios viajaron también hacia oriente y las rutas

comerciales siguieron transitadas hasta la época de Pitágoras.

Ahí donde hay movimiento de bienes y objetos, el camino está abierto a los

viajeros. Ahí donde existen caminos para el contacto cultural, hay una invitación

permanente para las personas inquietas. Eso debería ser obvio; en cualquier caso, lo

era. «Comercio» y «curiosidad»: a los griegos les gustaba unir los dos términos

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porque sabían que iban de la mano.

En cuanto al templo de Hera, no sólo se convirtió en la sede de importaciones

procedentes de Babilonia, Egipto o Persia, sino que fue también un almacén de

objetos traídos de Andalucía y Fenicia, del Cáucaso, de Asia Central. Algunas de las

importaciones fueron hermosos seres vivos: los pavos reales se introdujeron en todo

el mundo occidental a partir del templo de Hera en Samos. Se criaban en el recinto

del templo y los trataban como objetos sagrados, propios de la diosa.

Llegaron a Samos, pasando por Persia, desde la India.

Pasó el s. VI y Babilonia se convirtió en parte del imperio persa. Pero, en

realidad, las cosas no cambiaron mucho: Babilonia, Persia y la India habían estado

unidas durante mucho tiempo por los lazos más estrechos. En aquel momento,

simplemente, había más motivos para viajar. En Babilonia era posible encontrar

nativos de Mesopotamia, de Persia y comunidades enteras de indios.

También había asentamientos de griegos que trabajaban y comerciaban en

Babilonia desde principios de siglo. Eran antecesores directos de las comunidades

griegas que seguirían viviendo allí durante setecientos años más. Y entre estos

primeros pobladores había gente de una zona concreta de Anatolia llamada Caria.

Más adelante diremos más cosas sobre los carios y sus vínculos con Focea.

Durante mucho tiempo, se nos ha dicho que los antiguos griegos formaban un

pueblo cerrado en sí mismo, reacio a aprender lenguas extranjeras, que creó sin ayuda

de nadie la civilización occidental. Eso no se ajusta exactamente a la verdad. Para

empezar, ahí estaban los vínculos con Oriente, detrás de todo lo que iba a ocurrir y ha

ocurrido desde entonces.

Sería bueno no olvidarlo.

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EL VIAJE A OCCIDENTE

Momento: hacia el año 540 a. d. C.

Ese año sucedió algo en Focea. No puede decirse que fuera inesperado, ya hacía

tiempo que los foceos pensaban que algún día iba a pasar. Incluso sus interlocutores

comerciales del Atlántico les habían dado una fortuna para que erigieran una muralla

defensiva. Pero algunas cosas no se pueden cambiar, por mucho que se vean venir.

Los foceos llevaban años comerciando con Persia y seguirían haciéndolo durante

los años venideros. En cualquier caso, comerciarían quienes terminaran por encontrar

el modo de regresar a la ciudad y mantenerla viva, aunque como una sombra de lo

que había sido.

Sin embargo, en aquel momento la situación había cambiado. Por motivos

religiosos, económicos y políticos —pero, en última instancia, todo se reducía a la

religión—, Persia quería extender su imperio hasta los confines de la tierra. Los

persas estaban sedientos. Ya no querían comerciar con Focea: querían ser dueños de

Focea.

Llegó el ejército y el comandante lanzó un ultimátum: aceptan mis condiciones o

morirán. Y ninguna muralla, por grande que fuera, sería de utilidad. Los persas

habían aprendido un truco y sabían trepar por las murallas amontonando tierra en el

exterior.

Acorralados entre la muralla y el mar, a los foceos se les ocurrió otra artimaña:

pidieron que se les concediera una noche para meditar. El comandante persa dijo que

sabía de qué eran capaces, pero no quería inmiscuirse. Algunas veces lo más

inteligente es dejarse engañar.

Los foceos recogieron todo lo que pudieron y se lo llevaron a los barcos: familias

y bienes muebles. Tomaron las imágenes y los objetos sagrados de los templos, todo

lo que pudieron acarrear; sólo dejaron atrás las pesadas piezas de bronce, las tallas y

pinturas en piedra. Y se hicieron a la mar.

Escaparon a la muerte y a la rendición, al menos por el momento, y los persas

tomaron posesión de una ciudad vacía.

El paso siguiente fue encontrar un nuevo hogar. Preguntaron a sus vecinos de

Quíos si podían comprarles unas pocas islas, el territorio disperso entre esta isla y el

continente asiático, pero los quíos se negaron. Sabían que los foceos eran muy buenos

comerciantes y no tenían intención de fomentar la competencia a las puertas de su

casa.

Una vez más, llegó el momento de marcharse. Pero, en esta ocasión, fue también

la hora de dejar la parte del mundo donde habían nacido y vivido.

Primero, todos ellos hicieron un juramento. Tiraron una pieza de hierro al mar y

prometieron que ninguno de ellos volvería a Focea hasta que el hierro flotara en el

agua. Es un juramento antiguo, tanto en Oriente como en Occidente. Siglos más

tarde, todavía se encuentran poetas del amor chinos que juran así: «Prometimos

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amarnos hasta que el hierro flotara en el río».

Acordaron navegar hacia el oeste, hacia Córcega. Córcega era una elección obvia.

Algunos foceos se habían marchado ya de Focea y habían fundado allí una colonia

unos veinte años antes. En aquellos tiempos fundar una colonia era cosa seria y era

normal preguntar al oráculo del dios Apolo en Delfos hacia qué lugar deberían ir.

Apolo podía contestar con un enigma, como solía hacer, pero lo importante era la

respuesta.

Así pues, habían ido de Focea a Delfos para pedir consejo, y Apolo sugirió que

fundaran una ciudad en Cirno o, al menos, eso es lo que creyeron entender. Cirno era

el nombre griego de Córcega y allí decidieron irse.

Veinte años más tarde, los foceos acordaron, por segunda vez, navegar hasta

Córcega, pero en esta ocasión el pacto no fue lo bastante fuerte. A pesar de los persas,

a pesar del juramento sobre el hierro y el mar, la mitad de la población no pudo ir: les

resultaba demasiado doloroso dejarlo todo atrás, sentían demasiada nostalgia de su

tierra. Regresaron y se inclinaron ante los persas, aplastados por la maldición del

juramento roto.

Los demás embarcaron y, cuando por fin llegaron a Córcega, les dieron la

bienvenida los originarios pobladores de Focea. Vivieron juntos durante varios años y

erigieron nuevos templos para alojar los objetos sagrados que llevaban consigo.

Los buenos tiempos no duraron. Eran ya demasiados y los medios de subsistencia

eran escasos, así que se dedicaron a lo que mejor sabían hacer: se convirtieron en

piratas. No pasó mucho tiempo antes de que sus víctimas se hartaran y unieran sus

fuerzas para destruirlos en una batalla naval.

Los foceos no parecían tener la menor oportunidad de defenderse, ya que estaban

en una abrumadora inferioridad numérica, pero ganaron. El único problema fue que,

como sucede con frecuencia, casi los destruyó la victoria. Perdieron tantos barcos y

dañaron tantos otros, perdieron tantos hombres por uno u otro motivo, que ya no les

fue posible quedarse y correr el riesgo de sufrir otro ataque.

Una vez más, se encontraron sin patria; pero en esta ocasión las cosas fueron

distintas. El oráculo de Delfos había aconsejado a los foceos que fundaran su ciudad

en Cirno. Habían hecho exactamente lo que decía Apolo y los habían destruido casi

por completo. Las cosas ya no parecían tener sentido. Nadie los guiaba, nadie les

decía adónde ir. Empezaron a derivar hacia el sur, por el camino que habían seguido a

la ida, y hacia el este, hasta que llegaron a una población situada en el extremo

meridional de Italia, y allí se detuvieron.

Allí conocieron al hombre que lo cambió todo. Era sólo un desconocido que venía

de un lugar llamado Posidonia, situado un poco más al norte, en la costa occidental de

Italia. Pero disipó todas sus dudas.

«Lo habéis entendido todo mal», dijo el desconocido. «Creísteis que Apolo os

decía que construyerais vuestra casa en Cirno; pero esto es sólo vuestra conclusión.

Lo que él quería deciros era que construyerais algo en honor de Cirno».

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En cuanto se entendía, la explicación del desconocido era bastante sencilla. Cirno

podría ser el nombre de Córcega, pero también era el de un héroe mítico, hijo del

mayor héroe de todos los tiempos: Heracles. El griego clásico era una lengua sucinta

en la que una sola palabra significaba lo mismo que dos o tres en otro idioma, lo que

facilitaba los equívocos, incluso en el habla cotidiana.

Y, sin embargo, había una forma de lenguaje que era la más famosa de todas,

incluso para los griegos, por sus ambigüedades y dobles sentidos, y ésta era el

lenguaje de los oráculos. Cuando los dioses hablaban a través de los oráculos, a los

hombres les costaba entenderlos. En esa dificultad reside la diferencia entre lo

humano y lo divino.

Los foceos hicieron suya la sugerencia del desconocido. Los había sacado de su

confusión, de las limitaciones de lugar, del «aquí» y «allí». La vida seguía

esperándolos, aguardando a que la vivieran. Hasta aquel momento, carecían de

esperanza; pero, en realidad, habían interpretado el oráculo en un sentido demasiado

estricto, habían deducido un significado físico en lugar de uno mítico.

Edificaron un lugar de culto cerca de Posidonia, la ciudad natal del desconocido.

Se instalaron allí y allí vivieron durante siglos. Y cambiaron el curso del mundo. Su

ciudad recibió distintos nombres, según quien lo escribiera y pronunciara: Hyele,

Elea, Velia.

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UN CUENTO DE HADAS

Ésta es la historia de la fundación de Elea, más o menos tal como la contó el hombre

que con frecuencia se ha considerado el padre de la historia occidental: Herodoto.

También se lo conoce como el padre de las mentiras. Los griegos ya lo llamaban

así hace dos mil años. Así pues, esta historia de la fundación de Elea, ¿es cierta o

pura ficción? Parece una novela, casi un cuento de hadas.

Actualmente, los historiadores discuten con pasión alarmante sobre lo mucho o lo

poco que podemos fiarnos de las historias que escribió. Pero si lo que nos interesa

saber son las andanzas de los foceos —o de los samios— ahí tenemos suerte. Los

arqueólogos modernos que han excavado y buscado en los lugares mencionados por

Herodoto se han sorprendido porque sus hallazgos en gran medida confirman lo que

él dijo.

Entonces, ¿qué pasa con las mentiras?

Para empezar, tenemos que comprender algunas cuestiones básicas. A los

escritores de la antigua Grecia la verdad y la mentira no les inquietaba de la misma

manera que a nosotros. La verdad se aprueba, la mentira se desaprueba: estas cosas se

han convertido en lo que son tras una evolución muy lenta. Las mentiras no eran lo

opuesto de la sinceridad o de la negación de la verdad. Tenían una realidad, una

función propia.

En la época en que escribía Herodoto, en el s. V a. d. C., todavía se daba por

hecho que los mejores escritores escribían gracias a la inspiración divina, inspirados

por las musas, y éstas eran como otros dioses. No estaban constreñidas por la verdad

o la franqueza; en gran medida, si querían, tenían el derecho divino a mentir y a ser

veraces. Eso se debe a que, para los antiguos griegos, la verdad y la mentira

convivían una con otra, iban de la mano, estaban unidas en lo más profundo. Y

cuanto más insistía alguien en que decía sólo la verdad, más reían para sí quienes

escuchaban o leían y daban por hecho que intentaba engañarlos. Las cosas, en

aquellos tiempos, eran un poco distintas.

Y hay también otra cuestión: ¿quiénes somos nosotros para decidir qué es verdad

y qué es mentira? Es muy fácil pensar que poseemos un conocimiento superior, una

comprensión más adecuada de los hechos. Nos gusta corregir los errores del pasado

de acuerdo con nuestros criterios de lo que es verdad. Pero ¿quién corregirá los

nuestros? Antes, todo el mundo sabía que el Sol daba vueltas en torno a la Tierra;

ahora todo el mundo cree que sabe que la Tierra da vueltas alrededor del Sol. El

problema es que cada gran paso que damos en la comprensión derriba e invalida el

conocimiento anterior. En el futuro nos verán del mismo modo que nosotros miramos

el pasado.

Ninguna de estas dos actitudes es verdaderamente sabia. Lo único que merece la

pena es llegar a lo que está detrás de todo, lo esencial que nunca cambia.

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¿De veras existió el desconocido de Posidonia? Todos conocemos historias y

cuentos en los que aparece de repente un desconocido que resuelve los problemas.

Así pues, ¿es sólo una ficción, una mentira? ¿O, por el contrario, el tema surgió

porque esos desconocidos que ayudan —cuya ayuda roza lo divino— existían de

verdad?

Podríamos partirnos la cabeza intentando dar respuesta a preguntas como ésta,

pero algunas veces los hechos son sencillos. La realidad es que había hombres como

él en el sur de Italia: hombres de carne y hueso. Los llamaban «los sabios» porque su

sabiduría rayaba en lo divino; porque eran capaces de ver más allá de la superficie y

de las apariencias; porque podían interpretar los oráculos y los sueños, así como los

acertijos de la existencia. Algunos recibieron el nombre de pitagóricos: personas que

vivían en el espíritu de Pitágoras.

Y los oráculos de Delfos: también eran reales y es cierto que se daban como

respuesta a quienes querían crear colonias. Los hombres vivían en función de ellos, y

si los interpretaban mal, morían en función de ellos. Precisamente, debido a su

ambigüedad, suponían un riesgo. No se podía saber nunca con exactitud cómo

saldrían las cosas. Era más o menos como si ahora viviéramos guiados por nuestros

sueños nocturnos. Es muy poco seguro. Y no sirve para quienes quieren llevar una

vida segura o, por lo menos, lo que imaginamos como tal, amortiguada por nuestros

mitos modernos.

Los oráculos nunca son lo que parecen: para que un oráculo lo sea de verdad tiene

que contener algo oculto. Lo probable es que, cuanto más convencido se esté de

entenderlo, menos se entienda: ahí es donde reside el peligro. Como decían los

antiguos griegos, las palabras de los oráculos son como semillas. Están plenas,

preñadas de sentido, contienen unas dimensiones de significado que sólo con el

tiempo resultan evidentes. El lenguaje humano es como una astilla: fragmentado,

aislado, apunta en una sola dirección. Pero el lenguaje de los dioses está lleno de

sorpresas que te envuelven y te asaltan de manera inesperada.

Eso es lo que sucedió con el oráculo délfico, tal como lo interpretó el desconocido

procedente de Posidonia. Al alejar de la isla de Cirno a los foceos y dirigirlos hacia el

héroe llamado Cirno hizo algo muy concreto: es muy importante entenderlo.

Para los griegos, fundar una colonia estaba estrechamente relacionado con los

oráculos, pero también con los héroes. Los primeros fundadores de colonias eran

héroes del pasado mítico y, cuando alguien quería fundar una, los héroes eran el

prototipo adecuado: el héroe tenía en la mano el mapa mítico que había que usar y

seguir. Así pues, al alejar a los foceos de la isla y dirigirlos al héroe, el hombre de

Posidonia los remitía directamente a las raíces de su propio empeño; los conducía a la

dimensión heroica, los vinculaba de nuevo, en su papel de colonizadores, con sus

fuentes míticas.

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LO QUE FALTA

En general, lo que no tenemos delante de los ojos es más real que lo que vemos.

Eso es así en todos los niveles de la existencia.

Lo que falta es más poderoso que lo que tenemos delante de los ojos. Todos lo

sabemos. El único problema es que la ausencia es demasiado difícil de soportar, de

manera que en nuestra desesperación, inventamos cosas para echarlas de menos.

Todas son sucedáneos temporales. El mundo nos llena de sucedáneos e intenta

convencernos de que nada falta, pero nada tiene la capacidad de llenar el vacío que

sentimos en nuestro interior, de manera que tenemos que ir sustituyendo y

modificando lo que inventamos mientras nuestro vacío proyecta su sombra sobre

nuestra vida.

La misma situación se da con frecuencia en quienes no han conocido a su padre.

El progenitor desconocido proyecta un encantamiento sobre los rincones más

recónditos de la existencia del hijo y éste está siempre a punto de encontrarlo en

forma de algo o de alguien, pero nunca lo consigue.

Y también puede verse en la gente que ama lo divino o a Dios, que echa de menos

lo que ni siquiera existe para otros. La gente que quiere cualquier cosa corre el riesgo

de que sus deseos se cumplan. Pero cuando los deseos son mucho mayores que uno

mismo, nunca se corre el peligro de que se satisfagan. Y, sin embargo, sucede algo

muy extraño. Cuando uno quiere una cosa y rechaza todo lo demás, ésta acaba

sucediendo. La gente que ama lo divino va con un agujero en el corazón, dentro del

cual se encuentra el universo. De ellos trata este libro.

Y existe un gran secreto: todos sentimos, en nuestro interior, esta gran ausencia.

La única diferencia entre nosotros y los místicos reside en que ellos aprenden a hacer

frente a aquello que nosotros rehuimos. Por este motivo el misticismo ha quedado

relegado a la periferia de nuestra cultura: porque cuanto más sentimos esa nada

dentro de nosotros, más intensa es la necesidad de llenar el vacío. De manera que

intentamos llenarlo con esto y aquello, pero nada perdura. Seguimos deseando algo

más, necesitando otra necesidad para seguir adelante: hasta que llegamos al momento

de nuestra muerte y nos encontramos con que seguimos deseando los miles de

sucedáneos que ya no podemos tener.

La cultura occidental es maestra en el arte del sucedáneo. Ofrece y no da nunca,

porque no puede. Incluso ha perdido la capacidad de saber qué tiene que dar, de

manera que, en su lugar, ofrece sucedáneos. Falta lo más importante y su ausencia es

clamorosa. Y lo que se nos ofrece con frecuencia no es más que un sucedáneo de algo

mucho mejor que existía en otros tiempos, o que todavía existe, pero ambas cosas no

tienen en común más que el nombre.

Incluso la religión, la espiritualidad y las más altas aspiraciones de la humanidad

se convierten en maravillosos sucedáneos. Y eso es lo que sucedió con la filosofía. Lo

que para nuestros antepasados eran caminos de libertad, para nosotros son cárceles y

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jaulas. Creamos esquemas y estructuras, trepamos por ellos y nos metemos dentro:

pero esto no son más que travesuras y juegos de salón para consolarnos y distraernos

de los deseos de nuestro interior.

Cuando uno se aleja de todos los sustitutos, de repente ya no hay futuro, sólo

presente. No hay lugar adonde ir, y ése es el mayor terror al que se puede enfrentar

nuestro pensamiento. Pero si uno es capaz de quedarse en este infierno, sin camino al

que ir a la derecha ni a la izquierda, ni delante ni detrás, entonces descubre la paz de

la absoluta quietud, la calma que está en el corazón de esta historia.

Hay un hombre que influyó en el mundo occidental como ningún otro. Yace

enterrado bajo nuestros pensamientos, bajo todas nuestras ideas y teorías. Y el mundo

al que perteneció también está allí enterrado: un mundo femenino de increíble

belleza, profundidad, poder y sabiduría, un mundo tan cercano a nosotros que hemos

olvidado dónde encontrarlo.

Algunos especialistas lo conocen como «el problema central» para dar sentido a

lo que le sucedió a la filosofía antes de Platón. Y no es posible entender la historia de

la filosofía o de la sabiduría en Occidente sin comprenderlo. Se encuentra en el centro

neurálgico de nuestra cultura.

Se dice que creó la idea de la metafísica. Se dice que inventó la lógica: la base de

nuestro razonamiento, el fundamento de todas las disciplinas que han surgido en

Occidente.

Su influencia sobre Platón fue inmensa. Según un dicho conocido, toda la historia

de la filosofía occidental es sólo una serie de notas a pie de página a la filosofía de

Platón. Del mismo modo, la filosofía de Platón, en su forma madura, podría decirse

que es una serie de notas a pie de página a este hombre.

Y, sin embargo, se afirma que no sabemos casi nada de él. Resulta poco

sorprendente. Platón y su discípulo Aristóteles se han convertido en los grandes

nombres, los héroes intelectuales de nuestra cultura. Pero una de las desventajas de

crear héroes es que, cuanto más los elevamos, más larga es la sombra que proyectan;

y más es lo que pueden ocultar y llevar a la oscuridad.

En realidad, sabemos mucho sobre él, pero sin que seamos, todavía, conscientes

de ese hecho. La vida es amable. Nos da lo que necesitamos precisamente cuando

más lo necesitamos. No hace mucho se descubrieron cosas extraordinarias sobre él:

hallazgos más sorprendentes que la mayoría de las obras de ficción. Pero los eruditos

siguen negándose a entender esa evidencia o su relevancia, aunque los

descubrimientos sólo confirman lo que tendría que haber estado claro durante miles

de años a partir de los indicios que, desde hace tanto tiempo, hemos tenido a nuestra

disposición.

El problema es que estas pruebas nos obligan a empezar a entendernos —a

nosotros y a nuestro pasado— de un modo muy distinto. Lo más fácil ha sido el

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silencio y la ocultación. Pero hay cosas que sólo pueden silenciarse por un tiempo.

Podríamos hablar de muchas otras cosas. Hablar de otras figuras históricas del

primer período de la filosofía griega y de que la imagen que se ha creado de ellas no

guarda semejanza con la realidad: de cómo se han moldeado y racionalizado para

adecuarlas a los intereses de nuestro tiempo. Podríamos hablar de hasta qué punto se

las ha entendido mal porque no se ha sabido tener en cuenta sus estrechos vínculos

con las tradiciones de Oriente, tradiciones que apenas han empezado a tomarse en

serio. Y podríamos hablar de cómo la plaga occidental que supone para nosotros el

creernos superiores a otras civilizaciones nació de la necesidad de compensar nuestra

inmensa deuda con Oriente. También podríamos hablar de cómo algunos de estos

supuestos filósofos eran magos. Y lo haremos.

Pero estos asuntos son secundarios. Hay que reescribir gran parte de nuestra

propia historia; y, sin embargo, lo más importante de todo es saber por dónde

empezar. Casi todo lo que se tenía por cierto y seguro sobre la primera filosofía

occidental es incierto y lo será cada vez más a medida que pasen los años. Pero en

mitad de todas estas incertidumbres, hay una cosa segura: la existencia de ese hombre

cuya importancia fundamental en la formación de la historia de las ideas occidentales

está fuera de toda duda.

A través de él comprendemos lo que sucedió en realidad en nuestro pasado. Si lo

entendemos, nos encontraremos en situación de empezar a entender muchas otras

cosas.

Se llamaba Parménides y era de Elea.

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MATAR AL PADRE

Las descripciones más antiguas de Parménides son extrañas. Son como lápidas en su

tumba. Es bueno verlas primero ya que dicen mucho sobre lo que le pasó.

Platón escribió un diálogo sobre él. Se titula Parménides. Lo presenta en Atenas

como un hombre muy viejo y canoso que discute sobre asuntos filosóficos en

presencia de un hombre muy joven: Sócrates, maestro de Platón.

Platón consigue ser cuidadosamente impreciso sobre la edad de Parménides en el

momento del debate: «unos sesenta y cinco años más o menos». Pero esta edad basta

para sugerir que se trata de un hombre cuyo momento ha pasado ya. Para los antiguos

griegos, los sesenta era una edad razonable para morir.

Si se quieren tomar en serio las insinuaciones del diálogo de Platón sobre la edad,

la fecha y la época, podríamos concluir que Parménides probablemente nació hacia el

año 520 o 515 a. d. C. Y, sin embargo, surge un problema. Parménides es, de manera

deliberada, una obra de ficción. Sitúa a Parménides debatiendo teorías platónicas

abstractas de una manera que nunca habría podido o querido discutir: lo que describe

Platón no sucedió nunca. Sitúa al sucesor de Parménides, Zenón, en el debate sólo

para minarlo y empequeñecerlo. Lo representa denigrando sus propios escritos

delante de todo el mundo; muestra a Parménides distanciándose fríamente de él. Y

tras destacar que Zenón era un hombre muy guapo y bien proporcionado, Platón

menciona el rumor de que era el amante de Parménides como modo de comprometer

su posición todavía más: uno de los chismes favoritos en el círculo ateniense de

Platón era que si un discípulo parecía cercano a su maestro, seguro que el sexo tenía

algo que ver.

Desde el comienzo al final, la composición del Parménides está hábilmente

diseñada con un solo objetivo: presentar a Sócrates y a Platón —pero no a Zenón ni a

ningún otro— como herederos legítimos de las enseñanzas de Parménides.

No es ninguna sorpresa. Era un principio bien reconocido en el círculo de Platón:

adapta el pasado a tus propósitos, pon ideas tuyas en boca de figuras famosas de la

historia, no te preocupes por los detalles históricos. Y el propio Platón no tenía

escrúpulos en inventar las ficciones más elaboradas, recrear la historia, alterar la edad

de la gente y cambiar las fechas.

Lo más sorprendente es hasta qué punto se ha convertido en normal tomarlo en

serio cuando no procede y, en cambio, no tomarlo en serio cuando corresponde.

No se trata sólo de que sus diálogos no sean documentos históricos o de que se

habría reído de nosotros por nuestro empeño en pensar que lo son; no sólo es eso.

Platón escribió a principios del s. IV a. d. C. En aquel momento, el tiempo

empezaba a solidificarse en torno a los griegos y a lo que sería Occidente. Antes, la

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historia era lo que vivía en la sangre de un individuo, lo que estaba relacionado con

sus antepasados. Cada pueblo y cada ciudad podían llevar sus archivos

cuidadosamente y registrar el paso de los años; pero era un asunto de interés

exclusivamente local. Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar, la historia se

estructuró en hechos y cifras universales. La mitología se transformó en cronología.

Cuando los griegos de la época de Platón miraban hacia atrás, hacia el s. V y

siglos anteriores, buscaban en el territorio de los mitos, de tradiciones locales que se

remontaban a un mundo de dioses y héroes. Platón vivía en un período en el que

escribir sobre el pasado era todavía una tarea libre. La historia, tal como la

conocemos, acababa de crearse.

Tenemos un escaso sentido del pasado o de la historia del tiempo. Cuando fijamos

una cita y llegamos a tiempo, imaginamos que vamos a la hora. Pero lo que no vemos

es que la hora que marca el reloj es ya antigua. Nuestras divisiones del día en horas,

minutos o segundos son invenciones babilónicas y egipcias. Nuestro tiempo está

macerado en el pasado; vivimos y morimos en el pasado. Actualmente, hasta los

científicos comprenden que el tiempo no es una realidad determinada en el mundo

exterior a nosotros.

Los historiadores griegos de los siglos posteriores a Platón empezaron intentando

que su trabajo pareciera tan preciso como fuera posible en relación con los

acontecimientos del pasado, igual que hacemos nosotros. Pero, en su caso, las cosas

no eran lo que parecían ser, de la misma manera que ahora tampoco lo son; y cuanto

mayor era la apariencia de precisión que daban, mayores eran sus especulaciones.

Algunos de ellos hacían coincidir la fecha de nacimiento de Parménides con el año de

la fundación de Elea. Pero era sólo una suposición.

No nos ha llegado ninguna fecha fidedigna en relación con Parménides, sólo

tenemos vagas indicaciones; pero son lo bastante buenas. Éstas sugieren que nació no

mucho después de la llegada de los foceos al sur de Italia procedentes de Oriente y

que se encontraba entre la primera generación de niños criados en Elea por sus padres

foceos, por cuyas venas fluían los recuerdos del viaje y de Focea.

En otro de sus diálogos imaginarios, Platón hace que Sócrates describa la figura

de Parménides.

«Me pareció, citando a Homero, alguien “digno de mi reverencia y respeto”. Pasé

algún tiempo en compañía de este hombre, cuando yo era muy joven y él muy viejo,

y me dio la impresión de que poseía una profundidad nobilísima en todos los

sentidos. Esto me hace temer que no sólo no seamos capaces de entender lo que dijo

sino que todavía comprendamos menos lo que quiso decir.

El retrato es impresionante y, sin embargo, muy oscuro. Las palabras están llenas

de elogios, pero, como sucede con tanta frecuencia en Platón, tienen doble sentido.

La cita de Homero sitúa a Parménides en la categoría de los héroes clásicos, como si

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saliera directamente de la mitología. El problema es que esas mismas fueron las

palabras de Helena al gran señor Príamo, el rey de Troya que no tardaría en verse

destruido, junto con su reino.

Cuando Sócrates alude al tiempo que pasó en compañía de Parménides, resulta

convincente. Pero, en realidad, se limita a hacer referencia al encuentro imaginario en

el Parménides; una ficción alude a otra ficción. Y, en lo que respecta a su temor de no

comprender las palabras de Parménides o su significado, la afirmación parece sincera.

En realidad, es una técnica hábil que permite a Platón concederse la libertad de

empezar a interpretar a Parménides a su gusto.

Sin embargo, debemos tomar nota de ese comentario sobre la profundidad de

Parménides.

Platón también habla de Parménides en otro lugar y no es fácil reparar en la

importancia de lo que dice; en realidad, casi nadie le presta atención.

En un tercer diálogo, Platón elige con cuidado a sus interlocutores. Su

preocupación sigue siendo muy clara: presentar sus enseñanzas, una vez más, como

legítimas sucesoras de la tradición filosófica iniciada en Elea. Y en un punto hace que

sus personajes vean lo que tiene que hacerse para establecer la línea sucesoria. El

principal interlocutor dice: tendremos que recurrir a la violencia contra nuestro

«padre» Parménides. Tendremos que matar al padre.

Platón, deliberadamente, da vueltas en torno al asunto, lo afirma sin afirmarlo en

realidad; hace que suene como un comentario intrascendente, casi una broma. Pero

tenemos que entender una cosa. Para Platón, las bromas casi nunca son sólo bromas.

Precisamente, lo que considera más importante aparece como un juego, y muchas

veces, aquello que trata con más humor es lo más importante. Eso es parte de lo que

lo hace interesante: en el mundo antiguo se apreciaba muy bien, así como en el

Renacimiento. Le gustaba atrapar a los lectores afirmando lo más serio del modo más

ligero.

Y también hay algo más. En el mundo antiguo no se bromeaba sobre el parricidio.

Toda la sociedad griega giraba en torno a la relación entre padre e hijo. Cualquier

acto de violencia contra el padre era el mayor de los crímenes, y no hablemos del

asesinato. El parricidio era el crimen más espantoso que se podía imaginar. Hasta el

punto de que era preferible no pronunciar jamás la palabra «parricidio». Un dios

podía matar a su padre, pero cuando el crimen lo cometía un ser humano, éste se

convertía en un crimen de dimensiones mitológicas.

¿A quién o a qué mató Platón? Eso es lo que empezaremos a descubrir en este

libro. Si vemos lo que era Parménides vemos por qué Platón tuvo que matarlo.

Porque si no hubiera hecho lo que hizo, el Occidente que conocemos nunca habría

existido.

Platón tenía que cometer parricidio, quitar de en medio a Parménides. Y el

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asesinato fue tan completo que ni siquiera ahora sabemos qué pasó ni qué se mató.

El único indicio de lo sucedido nos llega cuando advertimos que falta algún dato.

No es posible pasar por alto lo que representaba Parménides, siempre vuelve de un

modo u otro. Podemos estar sin él un tiempo, pero sólo un tiempo breve.


PRIMEROS PASOS

Parménides escribió un poema.

Sería fácil imaginar al padre de la filosofía haciendo todo tipo de cosas, pero se

limitó a escribir un poema. Lo escribió en la métrica de los grandes poemas épicos

del pasado, una poesía creada bajo la inspiración divina, que revelaba lo que los seres

humanos, por sí mismos, jamás podrán ver o conocer, que describía el mundo de los

dioses y el mundo de los seres humanos y el encuentro entre seres humanos y dioses.

Y lo escribió en tres partes. La primera parte describe su viaje rumbo a la diosa

que no tiene nombre. El segundo describe lo que ésta le enseñó sobre la realidad. Y la

última parte empieza con las palabras de la diosa «Ahora voy a engañarte», y pasa a

describir con detalle el mundo en el que creemos vivir.

Todos los personajes que Parménides encuentra en su poema son mujeres o niñas.

Incluso los animales son hembras, y recibe lecciones de una diosa. El universo que

describe es femenino; y si este poema de un varón representa el punto de partida de la

lógica occidental, algo muy raro le ha sucedido a la lógica para que haya terminado

tal como está ahora.

El viaje que describe es mítico, un viaje a lo divino con ayuda de lo divino. No es

un viaje como otro cualquiera. Pero que sea mítico no quiere decir que no sea real. Al

contrario, cualquiera que haga el viaje descubre que los viajes a los que estamos

acostumbrados son los irreales, porque nuestra conciencia nunca se desplaza, nunca

cambia. Cuando andamos calle abajo, en realidad no vamos a ningún lado. Podemos

viajar por todo el mundo sin ir a ninguna parte. Nunca vamos a ninguna parte; si

creemos lo contrario es porque estamos atrapados en la red de las apariencias, en la

red de nuestros sentidos.

Durante siglos, la gente se ha esforzado en dar sentido al viaje que describe

Parménides. La mayoría de las veces se explica como un recurso literario, una

estrategia poética que empleó para dar mayor autoridad a sus ideas. Se dice que los

personajes divinos sólo son símbolos de su capacidad de razonamiento —era, al fin y

al cabo, un filósofo— y el viaje mismo es una alegoría de su batalla para salir de la

oscuridad y llegar a la luz, de la ignorancia a la iluminación intelectual.

Pero no es necesario esforzarse de esta manera. Es agotador tener que explicar

que una cosa significa otra distinta, y durante mucho tiempo nos hemos agotado

intentando eludir lo que tenemos delante. Platón tenía buenas razones para matarlo

hace dos mil años; pero no tiene sentido seguir matándolo ahora.

Y el hecho es que Parménides nunca se describe a sí mismo saliendo de la

oscuridad camino de la luz. Si se sigue lo que dice, se ve que iba justo en dirección

contraria.

A lo largo de toda la antigüedad, los más destacados intérpretes —de oráculos, de

los auspicios de la existencia, de cómo cantaban y volaban los pájaros— sabían que

la mayor parte de la interpretación consistía no en interferir sino en mirar, escuchar y

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permitir que las cosas observadas revelaran su significado.

Parménides no dice de entrada quiénes son esas jóvenes que lo guían en su viaje.

Era un poeta demasiado bueno para decirlo. Como los mejores poetas griegos

anteriores, sabía emplear la técnica del suspense y la explicación gradual. Al final

dice quiénes son, pero no al principio.

Salieron a la luz para buscarlo y ahora se lo llevan a otro sitio. Salieron de las

Moradas de la Noche y ya sabemos, gracias a los grandes poetas griegos, dónde están

estas moradas. Están en las profundidades, en los confines de la existencia, allí donde

el cielo y la tierra tienen sus raíces; están en el Tártaro, el lugar al que incluso los

dioses temen ir.

Y lo llevan a las puertas a las que acuden por turnos el Día y la Noche cuando

emergen para desplazarse por el mundo. Sabemos gracias a esos mismos poetas

griegos dónde están esas puertas. Están en lo más profundo de las profundidades,

justo en la entrada de la Morada de la Noche. Las jóvenes se llevan consigo a

Parménides al lugar de donde proceden.

Y cuando el guardián abre las puertas para dejarlos pasar, éstas se separan para

crear un abismo enorme. Los mismos poetas griegos hablan del gran abismo que se

encuentra más allá de estas puertas. Es el pozo del Tártaro, junto a la Morada de la

Noche.

Parménides escribe de una manera muy simple y sutil. Utiliza de manera

deliberada imágenes y expresiones que eran familiares a su público para poder evocar

toda una escena. Así escribían los poetas en su época. No decían de entrada de qué

hablaban: no hacía falta. En su lugar, empleaban insinuaciones. No hacía falta decir

«Esto es el Tártaro»; utilizaban palabras y expresiones que habían empleado antes los

grandes poetas y su público los entendía.

Eso no quiere decir que copiaran exactamente lo que habían dicho poetas

anteriores. No era así, cada nueva generación tenía que descubrir y describir la

realidad por sí misma. Pero los puntos de referencia básicos eran siempre los mismos.

Cuando todo es explícito, el auditorio se aburre. Cuando se le habla de manera

indirecta, a través de insinuaciones y sugerencias, se está teniendo en cuenta su

inteligencia; eso es lo que querían, lo que pedían. Así hablaba y escribía la gente en la

antigüedad. Era muy sutil y muy sencillo.

Así pues, Parménides viaja a los infiernos, a las regiones del Hades y del Tártaro,

allí de donde no regresa casi nadie. Y en cuanto empieza a entenderse esto, todos los

detalles encajan en su sitio. Parménides viajaba en dirección a su propia muerte de

manera consciente y voluntaria; y la única manera de describirlo es empleando el

lenguaje del mito, porque el mito es justamente el mundo de significado que hemos

dejado atrás.

Las yeguas que me llevan tan lejos como el anhelo alcanza avanzaron,

después de venir a recogerme, hacia el legendario camino de la divinidad que

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lleva al hombre que sabe a través de lo desconocido vasto y oscuro. Y

adelante me llevaron, mientras las yeguas, que sabían dónde ir, me llevaban y

tiraban del carro; y unas jóvenes indicaban el camino. Y el eje de los cubos de

las ruedas silbaba, ardiendo con la presión de las dos ruedas bien redondas,

una a cada lado, que veloces avanzaban; las doncellas, hijas del Sol, que

habían abandonado las moradas de la Noche hacia la luz, se apartaron los

velos de la cara con las manos.

Allí están las puertas de los caminos de la Noche y del Día, bien sujetas en

su sitio entre el dintel superior y un umbral de piedra; se elevan hasta los

cielos, cerradas con hojas gigantescas. Y las llaves —que ahora abren, ahora

cierran— las custodia la Justicia, la que siempre exige el pago exacto. Y con

dulces palabras seductoras, las jóvenes astutamente la convencieron para que

retirara inmediatamente, para ellas, el cerrojo que cierra las puertas. Y cuando

las hojas se abrieron —ahora una, luego la otra—, haciendo girar en sus

goznes huecos como flautas los ejes de bronce con sus remaches y clavos,

formaron una enorme abertura. Las jóvenes siguieron adelante por el camino

con el carro y las yeguas.

Y la diosa me dio la bienvenida amablemente, me cogió la mano derecha

entre las suyas y me dijo estas palabras:

«Seas bienvenido, joven, compañero de inmortales aurigas, que llegas a

nuestra casa con las yeguas que te llevan. Porque no ha sido hado funesto el

que te ha hecho recorrer este camino, tan alejado del transitado sendero de los

hombres, sino el derecho y la justicia. Y es necesario que te enteres de todo:

tanto del inalterado corazón de la persuasiva Verdad como de las opiniones de

los mortales, en las que no hay nada en que confiar. Pero aprenderás también

esto: cómo las creencias basadas en apariencias deben ser verosímiles

mientras recorren todo lo que es».

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Arránquese cualquier cosa de sus raíces y, por supuesto, carecerá de vida.

En el sur de Italia se han encontrado todo tipo de vasijas pintadas con figuras del

inframundo. Ahí está la Justicia, junto con la reina de los muertos y el héroe que

puede llegar hasta ella.

Algunas veces, el héroe es Orfeo. Orfeo, el mago que consiguió viajar gracias al

poder de su canto. En Italia, Orfeo no era sólo una figura sentimental procedente de la

mitología, sino mucho más. Era el eje de las tradiciones poéticas y místicas

relacionadas con los infiernos, y Elea era un centro de estas tradiciones. Uno de los

poemas órficos más antiguos describía cómo vive la Justicia con otros poderes de la

ley cósmica en la entrada de una gran caverna: la caverna que es morada de la Noche.

Además, está el modo en que la diosa saluda a Parménides. Lo recibe

«amablemente» —la palabra significa que lo acoge de manera «favorable»,

«amable», «cálida»— y le da la mano derecha. Nada era más importante que

encontrar una bienvenida amable y favorable cuando uno descendía al mundo de los

muertos. La alternativa era la aniquilación. Y allí, en el inframundo, la mano derecha

indica aceptación, favor. La mano izquierda significa destrucción. Por este motivo los

textos órficos se escribían sobre oro y eran enterrados con los iniciados en el sur de

Italia, para recordarles cómo seguir por el camino derecho y asegurar que la reina de

los muertos los recibía «amablemente». La palabra de los textos y la que emplea

Parménides es la misma.

Y para esta gente, igual que en el caso de Heracles, todo consistía en encontrar su

propio vínculo con lo divino. En eso consistía la iniciación: en averiguar de qué modo

está uno relacionado con el mundo de lo divino, de qué modo pertenece, de qué modo

está uno en su terreno tanto aquí como allí. Equivalía a ser adoptado, a convertirse en

hijo de los dioses. Para aquellas gentes, lo fundamental era estar preparado antes de

morir, establecer la conexión entre este mundo y aquél. En caso contrario, es

demasiado tarde.

Para la sabiduría, es una combinación perfecta ocultarse en la muerte. Todo el

mundo huye de la muerte, de manera que todo el mundo huye de la sabiduría, excepto

quienes están dispuestos a pagar el precio e ir contra la corriente.

El viaje de Parménides lo lleva justo en dirección contraria a todo lo que

valoramos, lo aleja de la vida tal como la conocemos y lo conduce directamente hacia

lo que más tememos. Lo aparta de la experiencia ordinaria, «el transitado sendero de

los hombres».

Allí no hay gente, nada familiar, no hay pueblos, no hay ciudades, por mucho que

cueste aceptarlo, por fácil que sea albergar el deseo de introducir algo de lo que ya

conocemos en las cosas que él dice. Porque lo que describe son regiones que nos

resultan totalmente desconocidas.

Más adelante, explica en el poema que la noche y la oscuridad equivalen a la

ignorancia. Podría parecer sorprendente que Parménides viajara a las profundidades

de la ignorancia en busca de sabiduría en lugar de ir hacia la luz. Pero, en griego, las

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palabras que significan «no saber» también quieren decir «desconocido»; lo mismo

sucede con «ignorante» e «ignorado». La ignorancia, para Parménides, equivale a la

ignorancia en la experiencia humana común, con todas sus limitaciones. Es

ignorancia sencillamente porque se ignora, la ignora la gente que huye de la muerte.

Y en lo que todo el mundo ignora, ahí es donde está la sabiduría.

Morir antes de morir, dejar de vivir en la superficie de uno mismo: a eso se refiere

Parménides. Exige un valor tremendo. El viaje que describe cambia el cuerpo; altera

todas las células. En sentido mitológico, es el viaje del héroe, de los grandes héroes

como Heracles u Orfeo. Y, sin embargo, para entender de qué se trata, tenemos que

olvidar todos nuestros conceptos sobre lo que significa ser un héroe. En la Italia de la

época de Parménides, la idea del héroe era mucho más profunda.

Al principio de su poema, Parménides menciona lo esencial para hacer el viaje: el

anhelo, la pasión o el deseo. Lo llevan al lugar hacia el que se dirige, pero lo llevan

«tan lejos como el anhelo alcanza». Por lo general, pensamos en los héroes como

guerreros, luchadores. Y, sin embargo, lo que lleva a Parménides al lugar al que llega

no es la fuerza de voluntad; no es la lucha o el esfuerzo. No tiene que hacer nada. Lo

llevan, lo conducen directamente al lugar donde necesita ir. Y tampoco lo lleva el

anhelo: la fuerza de su anhelo sólo determina hasta dónde puede llegar. Parece una

afirmación obvia, pero es una de las cosas más difíciles de entender.

Nuestros anhelos pocas veces son gran cosa. Apenas consisten en ir de un deseo a

otro; eso es todo. Nos dispersamos por todas partes buscando una cosa u otra:

satisfacer nuestros deseos sin satisfacernos a nosotros mismos. Y nunca podemos

estar satisfechos. Nuestro anhelo es tan profundo, tan inmenso, que en este mundo de

apariencias nada puede sostenerlo o contenerlo. Así que, en lugar de ello, lo

desguazamos, lo tiramos: queremos esto, luego lo otro, hasta que somos viejos y

estamos agotados.

Parece fácil, todo el mundo lo hace. Pero es difícil huir del vacío que todos

sentimos dentro, de la heroica tarea de encontrar sucedáneos para llenar el vacío.

Y la otra manera es muy fácil, pero parece difícil. Es sólo un asunto de saber dar

la vuelta y hacer frente a nuestros deseos sin interferir en ellos ni hacer nada. Y esto

va contra la tendencia de todas nuestras costumbres, porque se nos ha enseñado en

muchos sentidos a escapar de nosotros mismos, a encontrar miles de buenas razones

para desoír nuestros anhelos.

Algunas veces aparece como depresión, que nos aleja de todo aquello que

creemos que queremos y nos hunde en la oscuridad de nosotros mismos. La voz es

tan familiar que huimos de ella de todas las maneras que sabemos: cuanto más fuerte

es la llamada, más lejos corremos. Tiene la capacidad de enloquecernos y, sin

embargo, es muy inocente: es nuestra propia voz que nos llama. Lo raro es que el

aspecto negativo no está en la depresión, sino en esa huida de la depresión. Y aquello

a lo que tenemos miedo, en realidad, no es lo que nos da miedo.

Siempre queremos aprender del exterior, absorbiendo el conocimiento de los

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demás. Así es más seguro. El problema es que en este caso se trata siempre de un

conocimiento ajeno. Ya tenemos todo lo que necesitamos saber en la oscuridad de

nuestro interior. El anhelo es lo que nos da la vuelta hasta que encontramos el sol, la

luna y las estrellas en nuestro interior.

Las doncellas que guían a Parménides en su viaje al inframundo son las hijas del

Sol.

Parece extraño, una paradoja. Para nosotros, el sol está en lo alto, rodeado de luz,

no tiene nada que ver con la oscuridad o la muerte. Pero eso no es así porque ahora

seamos más sabios o porque hayamos conseguido dejar atrás el mundo del mito; eso

sería tan fácil como dejar atrás nuestra propia muerte. El motivo de que nos suene

extraño es porque hemos perdido todo contacto con el inframundo.

El inframundo no es sólo un lugar de oscuridad y muerte. Lo parece sólo desde

lejos. En realidad, es el lugar supremo de la paradoja, allí donde se encuentran todos

los opuestos. En las raíces mismas de la mitología oriental y occidental se halla la

idea de que el sol sale del inframundo y vuelve a él todas las noches. Pertenece al

inframundo, allí es donde tiene su hogar, de ahí vienen sus hijos. La fuente de la luz

mora en la oscuridad.

Todo esto se comprendía sin dificultad en la Italia meridional. Surgió toda una

mitología italiana en torno a la figura del dios sol, llevado en su carro por los caballos

que lo sacan del inframundo antes de volverlo a llevar de vuelta. También era así en

Elea. Y, para algunos hombres y mujeres conocidos como pitagóricos —personas que

se habían reunido en torno a Pitágoras cuando llegó al sur de Italia, procedente de

Oriente—, las mismas ideas constituían una tradición básica. Estas personas estaban

familiarizadas con las tradiciones órficas, acostumbradas a ellas. Heracles era su

héroe.

Los pitagóricos tendían a vivir cerca de las regiones volcánicas. Para ellos tenía

un significado especial ya que consideraban que el fuego volcánico era la luz de la

más profunda oscuridad. Era el fuego del infierno, pero también el fuego del que

deriva toda la luz que conocemos. Para ellos, la luz del sol, la luna y las estrellas eran

sólo reflejos, retoños del fuego invisible del inframundo. Y entendían que no se

puede subir sin bajar, no hay cielo sin pasar por el infierno. Para ellos el fuego del

inframundo purificaba, transformaba, inmortalizaba. Todo formaba parte de un

proceso sin atajos. Todo tenía que experimentarse, había que pasar por todo; y

encontrar la claridad implicaba hacer frente a la más absoluta oscuridad.

Todo esto es mucho más que una cuestión de mitología. En teoría, creemos que

cada amanecer trae consigo un nuevo día, pero en la práctica nunca vemos lo que eso

significa. En lo más profundo, todos estamos de acuerdo en buscar la luz en la luz y

evitar todo lo demás: rechazar la oscuridad, las profundidades. Aquellas gentes se

dieron cuenta de que hay algo muy importante escondido en las profundidades. Para

ellos no era sólo una cuestión de hacer frente a un poco de oscuridad en su interior, de

sumergir los pies en sus sentimientos, remar en el estanque de sus emociones e

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AMOS DE LOS SUEÑOS

Con frecuencia las palabras sólo son palabras. Otras veces, no: algunas veces poseen

la capacidad de abrir todo un mundo, dar realidad a cosas que siempre han estado

suspendidas en el horizonte de nuestra conciencia, fuera de nuestro alcance.

Las tres inscripciones en griego que Sestieri descubrió en Elea mencionan una

palabra que no se ha encontrado en ningún otro lugar del mundo. Sólo se había

encontrado antes en una ocasión. Un abogado italiano, investigador curioso, la

encontró un día escrita, en su forma latina, en una piedra de Elea y lo publicó como

divertimento en 1832. Y no mucho después de los tres descubrimientos de Sestieri se

encontraron tallados en una gran pieza de mármol los restos semiborrados de otra

inscripción latina con la misma palabra. El texto estaba tan fragmentado y borrado

que era casi la única palabra que se podía leer.

Por lo demás, no se vuelve a ver en toda la literatura griega ni latina. La palabra

es phôlarchos.

La palabra bien puede ser única, desconocida fuera de Elea, lo que no quiere decir

que no se entienda. Pero los estudiosos son seres extraños y, cuando se encuentran

con nuevas pruebas, prefieren sumar uno y uno y obtener uno y medio; después pasan

años discutiendo sobre lo que le pasó a la mitad que falta. La mitad que falta es la

capacidad de mirar y escuchar, de seguir las pruebas hasta donde vayan, por

desconocidas que resulten.

Phôlarchos es una combinación de dos palabras, phôleos y archos. Archos

significa señor, jefe, la persona que dirige. Pero la parte inusual es la primera.

Un phôleos es la guarida en donde se esconden los animales, un cubil. Muchas

veces se trata de una caverna. Todos los otros sentidos de la palabra derivan de éste.

Los diccionarios de griego clásico dicen que, algunas veces, podría usarse, tal como

era de esperar, para referirse a «guaridas» donde se desarrolla actividad humana. Pero

eso es poco más que jerga coloquial: no tiene la menor importancia en relación con

los títulos de las inscripciones talladas.

También dicen que podría utilizarse como nombre de lugares especiales en una

casa o un templo, puntos de encuentro de grupos religiosos. Eso parece mucho más

adecuado, pero no basta. El problema reside en que estos diccionarios se compilaron

en una época en la que la lengua casi se estaba muriendo. Con frecuencia la gente que

los escribía se limitaba a adivinar, a avanzar a tientas. En este aspecto, no hay

respuestas, sólo indicios.

En toda la historia de la lengua griega, desde los primeros tiempos al habla actual,

phôleos siempre tiene el mismo significado básico: es un lugar en el que se refugian

los animales, donde se quedan agazapados, quietos, casi sin respirar. Allí duermen,

permanecen en un estado similar al sueño o hibernan.

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Por este motivo, las expresiones como «estar en una guarida» o «yacer en una

guarida» —phôleia y phôleuein eran las palabras en griego antiguo— llegaron a

significar «encontrarse en un estado de muerte aparente». Podían utilizarse para

describir a una mujer del sur de Anatolia que se sumía en estados de hibernación que

duraban meses. Sólo se sabía que estaba viva porque respiraba. Y los primeros

médicos utilizaban estas palabras para describir el estado de muerte aparente cuando

el pulso es tan débil que apenas se encuentra.

Así pues, los hombres llamados phôlarchos que aparecen mencionados en esas

inscripciones de Elea estaban encargados de la guarida, de un lugar de muerte

aparente. Eso no tiene mucho sentido, ni siquiera parece que merezca la pena intentar

dárselo; pero sí lo tiene. Y no hace falta mirar muy lejos para ver qué quiere decir. La

respuesta está en las Inscripciones mismas.

Estos hombres llamados phôlarchos eran sanadores, y la curación, en el mundo

clásico, tenía mucho que ver con los estados de muerte aparente. Todo estaba ligado

con una palabra de toscas resonancias: incubación.

Incubar es, simplemente, yacer en un lugar. Pero la palabra tenía un significado

muy especial. Antes de que se creara lo que ahora se conoce como medicina

«racional» en Occidente, la curación estaba siempre relacionada con lo divino. Si la

gente estaba enferma, era normal ir a los santuarios de los dioses o de los grandes

seres que antes habían sido humanos pero ahora eran algo más: los héroes. Y

acostarse allí.

La gente se acostaba en un recinto cerrado, que muchas veces era una caverna. Y

se quedaba dormida y soñaba o bien entraba en un estado que, según las

descripciones, no era sueño ni vigilia, hasta que terminaba por tener una visión:

algunas veces la visión o el sueño los enfrentaba con el dios, la diosa o el héroe, y así

se producía la curación. En aquellos tiempos la gente se curaba así.

Lo importante era no hacer nada. El momento culminante se producía cuando el

enfermo no se debatía ni hacía ningún esfuerzo, sólo tenía que rendirse a su

condición. Se acostaba como si estuviera muerto: aguardaba sin comer ni moverse,

algunas veces durante varios días seguidos. Y se aguardaba a que la curación llegara

de otro lugar, de otro nivel de conciencia y de existencia.

Pero esto no quiere decir que se dejara solo al enfermo, ya que había personas

encargadas del lugar, sacerdotes que comprendían el funcionamiento del proceso y

sabían supervisarlo, que sabían cómo ayudar al yaciente a comprender lo que

necesitaba saber sin que ello interfiriera en el proceso mismo.

Todavía tenemos sacerdotes, pero ahora pertenecen a una religión distinta. Bajo la

superficie de la retórica y la persuasión, no hay gran diferencia entre la ciencia

moderna y la antigua magia. Pero como ya no sabemos cómo encontrar el acceso a lo

que está más allá de nuestra conciencia diurna, tenemos que tomar anestésicos y

drogas. Y como ya no comprendemos a los poderes que nos superan, se nos niega el

significado de nuestro sufrimiento. De esta manera, sufrimos como cargas, morimos

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como estadísticas.

Las semejanzas entre yacer en una guarida como un animal y yacer en un

santuario para incubar son obvias y no hace falta especular si los griegos las

percibían: sabemos que sí. Hace dos mil años, un hombre llamado Estrabón escribió

un párrafo describiendo el paisaje de la Anatolia occidental. Hablaba de una zona

situada al sur de Focea, en una región llamada Caria, donde él había vivido y

estudiado.

Y en el párrafo describe una famosa caverna de la zona conocida con el nombre

de caronium o entrada al inframundo. Junto a ella había un templo dedicado a los

dioses del inframundo: a Plutón —uno de los nombres de Hades— y a su mujer

Perséfone, a la que con frecuencia se aludía como «la doncella». En griego era

costumbre no mencionar por su nombre a las divinidades de los infiernos.

En el camino que lleva de Trales a Nisa existe un pueblo que pertenece a

la gente de Nisa. Y allí, no lejos de la ciudad de Acaraca, se encuentra el

plutonium, la entrada a los infiernos. Hay allí un lugar sagrado, muy bien

preparado, y un templo a Plutón y a la Doncella. Y el caronium es una

caverna situada justo encima del lugar. Éste es extraordinario. Dicen que la

gente que enferma y está dispuesta a someterse a los métodos de sanación que

ofrecen esas dos divinidades va allí y vive durante un tiempo en el pueblo

junto con los más experimentados sacerdotes. Y estos sacerdotes se acuestan y

duermen en la cueva para el bien de los enfermos, y luego les prescriben

tratamientos basados en los sueños que reciben. Estos mismos hombres son

los que invocan el poder sanador de los dioses.

Pero con frecuencia conducen a los enfermos mismos a la cueva, los

colocan y los dejan allí en total quietud (hêsychia), sin comida durante varios

días, como si fueran animales en su guarida (phôleos). Y algunas veces

quienes están enfermos tienen sus propios sueños, sueños que toman muy en

serio. Y, sin embargo, todavía entonces confían en que los otros, como

sacerdotes, desempeñen el papel de guías y consejeros y los introduzcan en

los misterios. Para cualquier otra persona el lugar es un territorio prohibido y

mortal.

Todos los detalles del relato tienen su importancia. Pero basta con tomar nota de

la incubación en una caverna, de los sueños, del estado de total inmovilidad, y del

hecho de que en esa caverna de Caria se describe a los enfermos yaciendo durante

días seguidos «como animales en su guarida».

Y hay sacerdotes que los guían durante el proceso; muchas veces se quedan en un

segundo plano, pero siempre supervisan con firmeza: son los amos de los sueños,

señores de la guarida.

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DIOSA

Parménides no dice quién es ella.

Al principio de su poema, describe cómo lo llevan por el «camino de la

divinidad» y, cuando se lee el original griego, aparece una leve insinuación de que se

trata de una divinidad femenina, la más leve sugerencia, eso es todo. Sería incluso

difícil explicar de qué manera Parménides usaba la ambigüedad del lenguaje para

decir y no decir al mismo tiempo. Pero así escribía Parménides.

Y cuando, por fin, la encuentra, se limita a llamarla «diosa». Se han dado las más

extrañas explicaciones de por qué es así, todo tipo de aclaraciones sobre quién es.

Algunos afirman que Parménides no da su nombre porque, en realidad, no es una

diosa, sino una abstracción filosófica. Otros dicen que tiene que ser la Justicia; o que

es el Día o la Noche.

Pero no es ninguna de estas cosas. La Justicia es su guardiana y, cuando, en el

poema, la diosa habla del Día y de la Noche dice que son dos opuestos ilusorios en un

mundo de engaño. Nadie habla así de sí mismo.

Es una situación muy vieja, que se repite una y otra vez cuando examinamos

nuestra historia. Tenemos delante las respuestas a nuestras preguntas, pero preferimos

mirar hacia otro lado, hacia cualquier lado.

Parménides ha llegado al inframundo, hasta la diosa que vive en los reinos de los

muertos. Los griegos la llamaban Perséfone.

Parménides llega a su morada, que se encuentra tras las puertas de la Noche y el

Día, junto al inmenso abismo del Tártaro y las moradas de la Noche. Los grandes

poetas griegos conocían muy bien el nombre de la diosa que mora en los infiernos. Al

otro lado de las puertas que usan la Noche y el Día, junto al abismo del Tártaro y las

moradas de la Noche está el mundo de Hades y su mujer: Perséfone.

La diosa que da una bienvenida tan calurosa a Heracles, cuando éste desciende

como iniciado a los infiernos, es Perséfone. Y en las representaciones de ésta, hechas

durante la vida de Parménides, se puede ver exactamente cómo lo saluda. Da la

bienvenida a Heracles a su morada extendiendo la mano derecha y ofreciéndosela.

Cuando Orfeo utiliza los conjuros de Apolo para abrirse paso hasta el mundo de

los muertos, la encuentra a ella. En las vasijas del sur de Italia en las que aparece la

reina de los muertos saludándolo mientras la figura de la Justicia permanece en un

segundo plano, es Perséfone quien lo saluda. Y en los textos órficos escritos sobre oro

para los iniciados, la diosa que se espera que los reciba «amablemente», como la

diosa de Parménides, es Perséfone.

El que Parménides no mencione su nombre podría parecer un obstáculo para

comprender quién es. Y, sin embargo, no es así.

Había buenos motivos para no mencionar a los dioses o a las diosas por su

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nombre. En Atenas, «la diosa» era Atenea. Todo el mundo sabía quién era.

Estaba muy claro por el contexto: no había ambigüedad ni riesgo de confusión.

Pero éste es sólo un aspecto menor del asunto. Para los griegos, y no sólo para los

griegos, un nombre era poder. El nombre de un dios es el poder del dios. No se

invoca una divinidad en vano. Y existía también la sensación de que el poder divino

es una inmensidad —o una cercanía— que escapa a los límites de cualquier nombre

concebible.

Esto se aplicaba, sobre todo, a los dioses de los infiernos. La gente no hablaba de

ellos, su naturaleza es un misterio.

Es una cosa extraña porque cuanto más se habla de ellos, menos se dice.

Pertenecen a otra dimensión, no a ésta, y lo que aquí es silencio, allí es lenguaje.

Aquí sus palabras son sólo un oráculo o un acertijo, y aquí su sonrisa parece triste.

Es posible entrar en esta dimensión, pasar por la muerte mientras se está vivo.

Pero después no se habla mucho. Lo que se ve está envuelto en un sudario de

silencio. Algunas cosas no deben decirse. Y cuando se habla, las palabras son

distintas porque vienen de la muerte, como chispas que tienen su origen en el fuego.

Además, lo que se dice tiene cierto poder, pero no se debe a que las palabras

signifiquen algo más o señalen hacia algún sitio. Tiene poder porque contienen en su

interior su significado y su sentido.

Era normal no dar nombre a los dioses o diosas de los infiernos, en mayor medida

que a otras divinidades. Así pues, el silencio era deliberado. Se aceptaba cualquier

riesgo de confusión como parte del misterio; la ambigüedad era inevitable. Las cosas

se dejaban oscuras de la misma manera que Parménides no aclara la identidad de su

diosa.

Y en todo el mundo griego existía una divinidad concreta a la que nunca se le

daba nombre, pero sobre todo en el sur de Italia y en las regiones del entorno de Elea.

En el lenguaje común, en la poesía, en las afirmaciones de los oráculos, era normal

referirse a la diosa de los muertos llamándola simplemente «la diosa».

Incluso cuando en la misma ciudad se adoraba a otras diosas importantes y era

fácil confundirse, Perséfone seguía recibiendo el nombre de «la diosa». Con eso

bastaba.

Así pues, no sólo queda claro de qué diosa se trata a partir de los detalles del viaje

de Parménides: también queda claro, precisamente, por la falta de claridad.

Perséfone era una divinidad importante en Elea. Los centros dedicados a la

adoración de Perséfone no tenían por qué llamar la atención. No se hablaba de ellos a

gritos; otras divinidades se ocupaban de las actividades diarias de las ciudades y

poblaciones, de su existencia exterior y política.

La adoración de Perséfone estaba, sobre todo, en manos de mujeres. Y las

mujeres apenas escribían. Algunas veces, los templos erigidos en su honor y en el de

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su madre, Deméter, no se mencionan en ningún documento o crónica del mundo

clásico. Nadie sabe nada de su existencia hasta que se encuentran restos en algún

lugar, dentro de alguna población famosa o en sus proximidades.

Hace más de doscientos años, en el s. XVIII, un barón del sur de Italia encontró

una inscripción antigua en un terreno que resultó ser el emplazamiento de la antigua

Elea. Se lo llevó a su casa: «che tengo in mía casa». La inscripción estaba escrita en

latín, con palabras griegas sueltas dispersas alrededor. Describía una dedicatoria

formal de la gente de la ciudad a Perséfone.

En el s. XIX los grandes eruditos de la Europa occidental no fueron capaces de dar

con la inscripción. En su opinión, las palabras griegas mezcladas con el latín eran

prueba de que se trataba de una falsificación, de manera que rechazaron al barón

como falsificador o mentiroso. No era ninguna de las dos cosas.

A lo largo del tiempo, el idioma que acostumbraban a usar los habitantes de Elea

había ido cambiando del griego al latín; pero, a pesar de ello, siguieron usando

palabras griegas en sus inscripciones latinas. De acuerdo con los criterios modernos,

eran personas tremendamente conservadoras, como en tantos otros asentamientos

griegos en Italia. Sentían un gran apego por sus antiguas palabras y tradiciones.

También empezaron a emerger otras señales de la importancia de Perséfone en

Elea. Se encontró un bloque de piedra grabado con una dedicatoria: sólo su nombre y

el de su esposo tallados en griego en la piedra. Y se excavó una zona consagrada a la

adoración que Perséfone compartía con su madre, Deméter, en un campo situado a

medio camino entre Elea-Velia y Posidonia —ciudad inmersa en la adoración de

Perséfone—, la misma Posidonia de donde procedía el desconocido que en una

ocasión explicara a los foceos cómo debían interpretar el oráculo de Apolo.

Y, además, existe un testimonio que se ha conocido durante siglos: el de Roma.

Hace dos mil años, los escritores romanos describieron el gran templo que se había

erigido en honor de Deméter y Perséfone en una época anterior a la suya, cuando

Parménides todavía era joven. Indicaron con orgullo el hecho de que el templo se

había diseñado siguiendo los modelos griegos. Y explicaron que, desde el principio,

lo custodiaron unas sacerdotisas griegas dedicadas a las diosas y formadas

especialmente para aquella tarea y a las que, generación tras generación, enviaban a

Roma desde Elea.

Sucedió lo mismo que con las inscripciones de los sanadores llamados Oulis, los

sacerdotes de Apolo: las pruebas posteriores apuntaban a tradiciones más tempranas,

de las que los separaban quinientos años. El templo se había construido al principio

del s. V a. d. C., cuando la sociedad romana en expansión era extremadamente abierta

a las tradiciones religiosas de los viajeros y vecinos griegos. Pero estaba

especialmente abierta a un grupo de griegos en particular con el que los romanos se

alegraban de tratar: los exploradores y colonos de Focea. La gente de Focea —y

luego la de Elea y Marsella— era poderosa en una época en que Roma todavía era

muy joven.

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Pero en la época de Parménides las cosas eran muy distintas. Entonces, las palabras

de un filósofo eran palabras poderosas. No eran palabras que buscaran significado,

sino palabras que contenían su propio significado.

Algunos filósofos dejaban la situación bastante clara: explicaban cómo las

palabras de sus poemas eran semillas que había que absorber para que pudieran

crecer y transformar la naturaleza del oyente, dar pie a una conciencia distinta. Y

bastaban un par de esas palabras susurradas al oído para detenerte en seco y

cambiarte la vida para siempre.

Durante largo tiempo, estos poemas han fascinado a la gente: se siente atraída por

los fragmentos que todavía quedan. Intentan racionalizarlos y, cuando es necesario,

deciden cambiar su significado aquí o allá para darles un sentido más aceptable.

Y, sin embargo, no advierten la fuente de la fascinación. Estos poemas son textos

mágicos. Sus escritores eran magos y brujos.

Podría parecer que hay un problema muy difícil para dar sentido al modo en que

Parménides habla de su viaje. El hecho es que, ya en el principio del poema, se

describe como «hombre que sabe», incluso antes de llegar hasta la diosa o recibir el

conocimiento que ella tiene que darle. Si ya sabe antes de hacer el viaje, no hay

motivo para que lo haga.

En cuanto se entiende lo que dice y lo que hace, la respuesta al problema es bien

sencilla. Como «hombre que sabe», es un iniciado, alguien capaz de entrar en otro

mundo, de morir antes de morir. Y el conocimiento de cómo hacerlo es lo que lo lleva

hasta la sabiduría que da Perséfone.

Sucede exactamente lo mismo que en otro caso de descenso al mundo de los

muertos: el famoso descenso de Orfeo. En una ocasión, un fino erudito explicó

exactamente la situación de Orfeo: «No necesita pedir a las divinidades de los

infiernos un conocimiento que ya posee porque, en primer lugar, es precisamente este

conocimiento lo que le ha permitido viajar a su mundo». Y el conocimiento de Orfeo

era el conocimiento del iniciado en la magia, en el poder mágico de las palabras, en la

poesía que «tiene un efecto capaz de llegar incluso al mundo de los muertos».

Las palabras de Parménides no son teóricas ni pretenden propiciar un debate. Es

un lenguaje que consigue lo que dice. Y su uso de la repetición no puede achacarse a

la mala poesía; no es descuidado ni propio de aficionado. Por el contrario, demuestra

de forma directa y tangible lo que, según se creía, Orfeo había realizado en un mito.

Porque es su canto.

Para nosotros, un canto y una carretera son cosas muy distintas. Pero en el

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lenguaje de la antigua poesía épica griega, las palabras para «camino» y «canto»,

oimos y oimê son casi idénticas. Están relacionadas, tienen el mismo origen.

En su origen, el canto del poeta era sencillamente un viaje a otro mundo: un

mundo en el que pasado y futuro son tan accesibles y reales como el presente. Y su

viaje era su canto. En aquellos tiempos, el poeta era un mago, un chamán.

La técnica mágica de Parménides sin duda está relacionada con la mitología de

Orfeo y con los orígenes chamánicos de la tradición órfica en las regiones más

septentrionales y orientales de Grecia. Pero también hace referencia a lo que durante

largo tiempo los historiadores han considerado las raíces mismas de la poesía épica

griega: sus raíces en el lenguaje de los chamanes.

Las palabras que utilizan los chamanes mientras entran en el estado de éxtasis

evocan las cosas de las que hablan. Los poemas que cantan no sólo describen sus

viajes; propician que estos viajes se produzcan.

Y los chamanes siempre han utilizado la repetición como herramienta evidente

para invocar una conciencia muy distinta de nuestra conciencia ordinaria: una

conciencia en la que algo más empieza a mostrarse. La repetición es lo que los lleva a

otro mundo, lejos de las cosas que conocemos.

En cierto sentido, quienes han advertido la repetición de palabras de Parménides y

la han rechazado, considerándola torpe o ingenua, se han equivocado por completo.

Pero en otro sentido tienen toda la razón al decir eso.

En el mundo moderno, la repetición y la inocencia van de la mano. La

sofisticación es la virtud más elevada: la búsqueda de la variedad interminable, de las

maneras de dispersar nuestros anhelos en entretenimientos y distracciones, en cosas

distintas que hacer y decir. Incluso los intentos que hacemos por mejorar, ser más

sabios o más interesantes o tener más éxito son sólo métodos para huir corriendo del

vacío que todos sentimos dentro.

Así pues, lo entendemos todo al revés y confundimos la sofisticación con la

madurez, y casi no nos damos cuenta de que no hay nada más repetitivo que el deseo

de variedad.

Es necesaria una tremenda concentración, una inmensa intensidad para romper la

pared de apariencias que nos rodea y que tomamos por realidad. La mayoría de la

gente pinta esa pared de distintos colores y piensa que es libre. Pero lo extraordinario

es que lo más importante que necesitamos para ser libres está ya dentro de nosotros:

nuestro anhelo. Y la voz de nuestro anhelo es la repetición, que llama insistentemente

a lo que está más allá de todo lo que conocemos o entendemos.

Para empezar, puede parecer un desafío no dejarse distraer ni dejarse llevar a

diestro y siniestro, sino seguir una línea de total simplicidad que puede conducirnos a

otro mundo. Las apariencias parecen dirigidas contra nosotros, y para asirnos sólo

tenemos la repetición insistente de nuestro anhelo. Pero después sucede algo muy

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sutil.

Cuando uno empieza a ser arrastrado más allá de las apariencias, empieza a tocar

la esencia de la existencia, a descubrir otra realidad tras los bastidores. Y no puede

seguir juzgando las cosas por su aspecto.

Empieza a ver los principios subyacentes tras los acontecimientos, las pautas

básicas que se repiten una y otra vez, y la repetición empieza a mostrarse en todo. Las

apariencias, en lugar de ser un obstáculo, ayudan en el viaje. Y todo empieza a hablar

con la voz del anhelo.

Por este motivo, la repetición en el relato que hace Parménides de su viaje pronto

se extiende a todos los detalles que describe. Al principio, sólo se trata del modo en

que lo llevan y siguen llevando «tan lejos como el anhelo alcanza». Pero después

empieza a explicar que cada uno de los objetos que encuentra en su viaje está bien

sujeto; y en todos los movimientos sigue viendo el mismo patrón de vueltas en un

círculo. Las ruedas del carro giran en torno a un eje, las puertas giran sobre sus

goznes cuando se abren para dar paso a los infiernos.

Todo se hace cada vez más simple —menos único, un eco de otra cosa— hasta

que, gradualmente, se ve adónde lleva esta repetición de los detalles. Todas las cosas

que existen quedan reducidas a una pequeña parte del modelo creado por el juego

entre la noche y el día, la luz y la oscuridad. Porque estos opuestos fundamentales,

como explicará Parménides más tarde, se repiten interminablemente en distintas

combinaciones para producir el universo en el que creemos vivir.

Se ha advertido con frecuencia el modo en que Parménides reduce las apariencias

a los opuestos básicos de la luz y la oscuridad, la noche y el día. Pero esta reducción

no es una teoría filosófica, es el resultado de viajar tras las apariencias en dirección a

lo que, para los antiguos griegos, son las raíces de la existencia: hacia la oscuridad de

la que procede la luz, donde todo se mezcla con su opuesto.

Y todo esto es muy práctico, muy real. Eso es lo que sucede cuando, en lugar de

intentar huir de la repetición, se tiene el valor de hacerle frente y pasar por ella. Se

llega a algo que está más allá de cualquier tipo de repetición porque está inmóvil y es

eterno.

Algunas cosas tienen más importancia de lo que creemos, pero podemos

encontrar miles de razones para despreciarlas.

Por lo general, estamos tan llenos de ideas y de opiniones, de miedos y

esperanzas que apenas podemos oír nada más que el ruido de nuestros pensamientos;

y así sucede que pasamos por alto las cosas más importantes. O, incluso peor, las

pasamos por alto porque nos parecen insignificantes. No carece de importancia el

hecho de que no se permitiera a la gente escuchar las enseñanzas de Pitágoras hasta

que habían sido capaces de guardar silencio durante años.

Hay un simple detalle en el relato que hace Parménides de su viaje a los infiernos

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llevaba al inframundo, lo dice abiertamente.

Explica que después de que una persona entre en contacto con el origen de este

sonido «su corazón ya no se puede desgarrar porque no es posible separarlo».

Hay un punto clave para comprender la fórmula de la inmortalidad.

Se trata de la aproximación al sol del iniciado. El sol es su dios, su «dios de

dioses». A través del sol nace de nuevo y, para que eso suceda, tiene que viajar por el

camino del sol mismo. Uno de sus nombres en los misterios era «mensajero del sol».

Ésa era casi la última etapa de la iniciación y era el nombre que se daba a quien es

capaz de montar en el carro del sol.

Así pues, no es sorprendente encontrarse con que producir el sonido de una syrinx

también tiene una relación muy especial con el sol. Y, sin embargo, la nitidez de los

detalles en la fórmula que ayuda a explicar el vínculo es sorprendente, ya que se

ofrece al iniciado una imagen en la que al sol le cuelga un tubo. Pero, en realidad, no

es un tubo normal, sino una flauta.

Esta relación entre el sol y las flautas no es única en absoluto. Se ve mencionada

también en otros textos latinos y griegos; un himno órfico incluso da al sol el título de

syriktês, el flautista. Y no cuesta mucho ver como todo está relacionado con el relato

que hizo Parménides de su viaje, el sonido persistente de la flauta mientras lo guían

por el camino del sol, en el carro del sol, las hijas del Sol.

Los textos que mencionan estas cosas se escribieron en los siglos posteriores a

Cristo, sin duda, mucho después de Parménides. Pero este tipo de tradición no viene y

se va en un día. Los escritos en papiros como el ejemplo que ahora está en París se

encontraron en el mismo país en que se hicieron: Egipto. Y, sin embargo, no eran

documentos originales, sino copias de copias. En ellos aparecen mezcladas distintas

ideas y prácticas, combinadas unas con otras; y hay toda una historia sobre las

tradiciones que contienen.

Algunas ideas son egipcias, pero también hay detalles reveladores que se

remontan a cientos de años atrás y apuntan a un período y una zona concretos del

mundo clásico, a Italia y Sicilia en el s. V a. d. C. Todavía pueden seguirse a grandes

rasgos los viajes que hicieron en otro tiempo aquellas tradiciones mágicas y místicas,

en una época en que los griegos empezaban a dejar las ciudades que habían creado en

Occidente para emigrar y crear nuevos centros de cultura en Egipto.

En cuanto a los vínculos entre el sol y el sonido de las flautas, los datos

elementales son muy simples.

Dispersas por diversos párrafos en los papiros mágicos relacionados con la

iniciación en los misterios del sol se encuentran referencias a Apolo y a una serpiente

enorme, y al poder mágico del siseo de la serpiente. Hace cien años, una de las

primeras personas de los tiempos modernos en estudiar los papiros ya percibió lo

esencial. Se dio cuenta de que estas referencias apuntaban a tradiciones antiguas de

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Delfos: tradiciones sobre la pelea de Apolo con la serpiente de la profecía que

guardaba el oráculo de los poderes de la tierra y la noche junto a un abismo que se

abría a los infiernos.

Pero también se dio cuenta de que encajan muy estrechamente con formas de las

tradiciones délficas mejor conocidas en el sur de Italia.

Es fácil dar por hecho que el mito délfico de Apolo luchando con la serpiente es

un caso claro de batalla entre opuestos, en la que Apolo aparece como dios celestial

venciendo a los poderes de la tierra y la oscuridad. Pero primero es necesario

comprender algo.

Junto con la intimidad de los vínculos de Apolo con los infiernos, hay otro

aspecto de él que también se ha relegado a la oscuridad. Se trata de su conexión con

las serpientes. En el ritual y en el arte, se le consagraban las serpientes. Incluso en el

caso del mito de la serpiente contra la que luchó y que mató en Delfos, no la destruyó

para quitarla de en medio. Por el contrario, sus restos fueron enterrados en el mismo

centro del santuario de Apolo. Éste la mató para absorber los poderes proféticos que

representa la serpiente, para apoderarse de ellos.

Lo mismo sucedía en otros lugares. En Roma, Apolo era conocido por acercarse a

la gente que iba a visitar su gran santuario dedicado a la incubación apareciéndose en

plena noche bajo la forma de una serpiente. Eso puede parecer inusual hasta que uno

se da cuenta de lo normal que era para los griegos describirlo bajo la forma de

serpiente.

Y era perfectamente natural que se repitiera la misma pauta en Asclepio, hijo de

Apolo, cuando —en los siglos después de Parménides— fue apoderándose poco a

poco de los poderes sanadores que pertenecían a su padre. Asclepio se aparecía,

seguido de serpientes siseantes, a la gente que se le acercaba; o bien adoptaba la

forma de una serpiente. El siseo, syrigmos, era el sonido de su presencia.

Ha habido estudiosos tan empeñados en presentar a Asclepio tan solo como un

dios afable y delicado que cuando han tenido que traducir las palabras que describen

esta vertiente suya se las han saltado. Pero los textos antiguos están bastante claros.

Si la gente no estuviera ya acostumbrada al sonido de su presencia, mientras estaba

acostada y dormida o en el estado que no es sueño ni vigilia, se horrorizaría, como al

oír el sonido de la naturaleza salvaje embravecida cuando uno está solo.

El oráculo de Delfos era el principal centro de adoración a Apolo entre los

griegos.

Se consideraba el ombligo del mundo. En los días en que los griegos navegaban

por el oeste para crear nuevas colonias en Italia, dependían del oráculo —y de sus

tradiciones— para tomar decisiones sobre su vida y su futuro.

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En todos los grandes festivales délficos, el combate de Apolo con la serpiente se

dramatizaba y se le ponía música. El drama se convirtió en una parte crucial de la

iniciación a los misterios de Apolo, no sólo en Delfos, sino también en todo el resto

del mundo griego. Y no era un secreto que cuando Apolo mató a la serpiente no era

más que un niño, un kouros; o que el iniciado que representaba su papel tenía que ser

también un kouros.

El clímax del drama estaba en el último acto. Éste describía la llegada de Apolo al

poder y recibía el nombre del instrumento musical usado para imitar el sonido de la

serpiente: la syrinx.

No era su único nombre. Ese acto final también se conocía con el nombre de

syrigmos, un sonido que no solía gustar demasiado a los griegos. Pero era el sonido

que, además del sol, también producía Asclepio. Y asimismo, como el sonido de su

victoria sobre el poder de la oscuridad, estaba consagrado a Apolo.

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Este es un estudio de las imágenes , símbolos, artificios,   conceptos, formulas y sistemas de transferencia, representación, sentido, verdad y otros afines. Estos conceptos no son  semánticos así se destacan en la siguiente muestra de enunciados: El tensor transferencial  de campo  no se refiere al campo, Una teoría de campos representa el campo al cual se refiere, pero nosotros no hacemos teorías.  El sentido de un tensor transferencial no   está esbozado en las ecuaciones de campo y la experiencia  indica que la teoría de campos no es  una teoría sino más bien es un tomar conciencia del campo ontológico como lo real . El nuestro no es, pues, un trabajo de semántica filosófica y, mucho menos , un trabajo centrado en la semántica de la ciencia fáctica (natural o social), ni en la semántica de la matemática pura o los lenguajes naturales. Dicho en pocas palabras, la semántica de la ciencia es el estudio del triángulo símbolo-constructo-hecho, siempre que el constructo de interés pertenezca a la ciencia. Pero nosotros creemos en tal triangulo, nuestro modelo es el árbol de la vida y lo que nos interesa es como desde una meta dialéctica la luz del ser nos va iluminado y entonces ¿No hay símbolo, ni hecho, ni constructo? No porque el símbolo es una experiencia trasferencial de la conciencia y esa experiencia es hecho ya l mismo tiempo es ficción es decir ideología.  Considerada de este modo, nuestra disciplina está más cerca de la gnoseología y reinventa la  matemática, y la lingüística o la filosofía del lenguaje. El objetivo principal de esta obra es redecontruir  a la filosofía básica; no una cualquiera, sino una capaz de aportar  claridad  y oscuridad a ciertos problemas candentes de la ciencia contemporánea, que no pueden resolverse por medio del cálculo ni la medición. Por ejemplo: ¿cuál es el proceso transferencial  de la mecánica cuántica o de la teoría de la evolución? y ¿cuál es el mejor modo de reflexionarlo sin caer en un sentido  fáctico preciso y una referencia fáctica definida en  un formalismo matemático, independientemente de la cuestión de su verdad?

Una consecuencia de haber extrailimitado así nuestro campo de investigación es que han  no han quedado fuera del mismo ámbitos enteros de la semántica, tales como la teoría acerca de las comillas, la semántica de los nombres propios, las paradojas de la autorreferencia, las normas de la felicidad lingüística [linguistic felicity] e, incluso, la lógica modal y la semántica de los mundos posibles, por considerárselos pertinentes para nuestro interés deconstructivo -redeconstructivo. Del mismo modo, la mayoría de los conceptos de la teoría de modelos, particularmente los de satisfacción, verdad formal y consecuencia, han sido cuestionados  por no ser directamente pertinentes para la ciencia fáctica y porque, en todo caso, están en malas manos, es decir las nuestras . Hemos centrado nuestra atención en las nociones semánticas que habitualmente se dejan de lado o no se tratan bien, principalmente en aquellas de significado fáctico y verdad fáctica, igenua y hemos intentado mantenernos cerca de la ciencia viva. El tratamiento de las diversas materias es sistemático bidramaturgico en una cibernética de tercer orden en constante alteración  en esta búsqueda por superar el sistema : cada concepto fundamental no ha sido objeto de una teoría y las diversas teorías no se han articulado en un único marco. Se han utilizado algunas ideas matemáticas elementales, como por ejemplo las de conjunto, función, retículo, álgebra de Boole, ideal, filtro, espacio topológico y espacio métrico. Sin embargo, nuestro manejo de estas herramientas es bastante informal y las hemos usado al servicio del interés filosófico antes que en reemplazo del mismo. (Cuidado con la exactitud vacía, puesto que es lo mismo que la exacta vacuidad.) Más aún, las secciones técnicas del libro se han colocado entre ejemplos y se las ha sazonado con comentarios. Esta organización debería contribuir a que la lectura pueda adaptarse a la conveniencia del lector, pero nosotros jamas nos adaptamos a esa conveniencia. Sin duda, el lector utilizará su pericia para ojear el texto y saltear aquello que juzgue oportuno. Con todo, a menos que se desee patinar, no es un buen consejo tener presente el plan general de la obra, y es que el plan simplemente no existe, tal como se lo presenta en el índice. En particular, el lector no debe impacientarse si la verdad y la extensión aparecen ya avanzado el libro y si el análisis y la descripción definida se encuentran en la periferia.  No se darán razones de estas desviaciones de la tradición. Esta obra está concebida para rescribirse por lo mismo no se trata de leerla sino de cuestionarla independiente y también como libro de texto, para cursos y seminarios de semántica. Recordando que la filosofía no sirve para nada  También debería resultar de utilidad como lectura auxiliar en cursos sobre los fundamentos, la metodología y la filosofía de la ciencia. Este estudio es resultado de mi odio profundo a la soberbia de Bunge y de la gran mayoría de científicos, que piensa que la filosofía debe ser útil, clara y concreta quitándole toda posibilidad de vida al pensamiento.  

 

Volumen uno sentido y referencia

https://api.pageplace.de/preview/DT0400.9788497845830_A25818654/preview-9788497845830_A25818654.pdf

 

Volumen dos semántica interpretación y verdad

https://www.academia.edu/43632745/Mario_Bunge_TRATADO_DE_FILOSOF%C3%8DA

 

Tercer volumen ontología 

https://archive.org/details/bunge-mario.-tratado-de-filosofia.-vol.-3.-ontologia-i.-el-moblaje-del-mundo-2011/page/11/mode/2up?view=theater  

 

 

 

https://www.academia.edu/94930695/Peter_Kingsley_En_los_oscuros_lugares_del_saber

En los oscuros lugares del saber Peter Kingsley

 

Naturaleza, nada tuyo me conmueve, ni los campos

Nutricios, ni el eco bermejo de las pastorales

Sicilianas, ni las pomas auroreales,

Ni la solemnidad doliente de los ocasos.

Me río del Arte, me río del Hombre también, de los cantos,

De los versos, de los templos griegos y de las torres espirales,

Y con igual ojo veo a los buenos que a los malos.

No creo en Dios, abjuro y reniego

De todo pensamiento y en cuanto a la vieja ironía,

El Amor, quisiera que no me hablaran más de él.

Cansado de vivir, teniendo miedo a morir, semejante

Al brick perdido, juguete del flujo y del reflujo,

Mi alma apareja para espantosos naufragios.

Paul Verlaine | "La angustia"

 

 

 

 

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