La capitalización y socialización intuitiva como base del
comunismo complementario
¿Me preguntan ustedes qué es lo que hago cuando sueño? Yo
les diré
qué es lo que ustedes hacen cuando están despiertos. Ustedes
toman el
yo, el yo de los sueños (el yo es la totalidad de su
pasado), y lo fuerzan,
haciéndolo cada vez más pequeño, a que encaje en el reducido
círculo
que se han trazado alrededor de su acción presente. Eso es
estar
despierto. Eso es vivir la existencia psíquica normal. Es
luchar. Es desear.
En cuanto a los sueños, ¿necesitan realmente que lo
explique? Es el
estado en el que caen ustedes naturalmente cuando se
abandonan,
cuando ya no tienen poder para concentrarse en un punto,
cuando han
dejado de querer. Lo que más bien haría falta explicar es el
mecanismo
maravilloso mediante el cual podemos obtener en cualquier
momento,
instantánea y casi inconscientemente, la concentración de
todo lo que
poseemos en nuestro ser sobre un mismo punto, el punto que
nos
interesa. Pero esta explicación incumbe a la psicología
normal, la
psicología de la vigilia, porque voluntad y vigilia son la
misma cosa.
Bergson
En este documento encontraras fragmentos del texto el
lenguaje olvidado de Erich From para apoyar con estos fragmentos las tesis de
que el lenguaje simbólico es intuitivo, logrando en esta intuición transferencias
casi no mediadas las cuales son las bases de la cibernética del tercer orden y
la cibernética del tercer orden la base del comunismo complementario así mismo fragmentos
del estudio que hace Enrique Dussel de
los cuadernos de Marx donde se da cuenta de la apropiación capitalista y videos de las leyes de la lógica de Bool
para dar cuenta de las leyes de la transferencia ontológica.
En la teoría de la transferencia ontológica comprendemos que
en el símbolo religioso la intuición es
preponderante, esta intuición se da en menor medida en el artificio artístico,
en mucha menos mediada en el concepto y desaparece en la formula científica.
Más si comprendemos el símbolo en su conversión e inversión
recreando la experiencia cero por medio del arte del biotejido, el poder simbólico
no se pierde como en la mayoría de religiones que pasan a tener sus ritos y mitos como meras convenciones,
luego si los artificios son recreaciones de los símbolos la transferencia no se
pierde hasta se puede lograr potenciarla
y si reflexionamos dialécticamente estamos pensando simbólicamente logrando ver
los dos lados del símbolo así que la transferencia no pierde su poder y por
ultimo si logramos una cibernética de tercer orden donde la intuición transfiera
capitalizando y socializando con una libertad nunca antes vista habremos
logrado superar todo sistema en una integración del campo ontológico lo más
parecida a un reino divino, a esa integración la llamamos comunismo
complementario.
¿De dónde viene la transferencia?
Del juego transferencial
¿Dónde se da este juego transferencial?
En la niñez y en los sueños.
Revisemos pues el fragmento del leguaje olvidado de Erich
From en este texto se intenta superar la
interpretación negativa de los sueños de Freud donde se ve a los sueños como
deseos reprimidos, se hecha de mano a la interpretación de Jung donde lo que hay
es un proceso de individuación en un imaginario colectivo que trasciende al
individuo, pero From lo que quiere es sintetizar ambas posturas:
El lenguaje olvidado
FREUD Y JUNG
Mi definición de que los sueños son las actividades mentales
de
cualquier clase, producidas cuando dormimos, aunque se basa
en la
teoría freudiana de los sueños, está de muchas maneras en
agudo
contraste con ella. Mi hipótesis es que los sueños pueden
ser la
expresión de las funciones mentales más bajas e irracionales
y
también de las más elevadas y valiosas. Freud supone que los
sueños son siempre, necesariamente, la expresión de la parte
irracional de nuestra personalidad. Trataré de demostrar más
adelante que las tres teorías, de que los sueños son
productos
exclusivamente irracionales, de que son productos
exclusivamente
racionales y de que son ambas cosas, se pueden encontrar en
la
más remota historia de la interpretación de los sueños.
Considerando que la interpretación de los sueños de Freud es
el
comienzo y es la contribución más conocida y más importante
a la
moderna ciencia de la interpretación de los sueños, empezaré
con
una descripción y un análisis de la interpretación freudiana
antes de
presentar la historia de aquellas tres teorías anteriores a
Freud.
La interpretación de los sueños de Freud se basa en el mismo
principio que fundamenta toda su teoría psicológica: el
concepto de
que puede haber impulsos, sentimientos y deseos que motiven
nuestros actos sin que tengamos conocimiento de ellos. Freud
llama
a esos impulsos «inconscientes», y con eso quiere decir no
solamente que no los conocemos sino también que una poderosa
«censura» nos evita que los conozcamos. Por numerosas
razones,
la más importante de las cuales es el miedo de perder la
aprobación
de nuestros padres y amigos, reprimimos esos impulsos, cuyo
conocimiento nos haría sentirnos culpables o temerosos de
ser
castigados. Pero la represión de esos impulsos y su
eliminación del
campo de nuestro conocimiento no significa que dejen de
existir. Por
el contrario, siguen existiendo poderosamente, y encuentran
numerosas formas de expresión; pero lo hacen de tal modo que
no
nos damos cuenta de que han regresado entrando de
contrabando.
Nuestro aparato consciente cree que se ha librado de esos
deseos y
sentimientos indeseables y se horroriza ante la idea de que
puedan
estar de nuevo dentro de nosotros; por eso cuando regresan y
revelan su presencia aparecen deformados y disfrazados de
tal
forma que nuestra mentalidad consciente no los reconoce.
De este modo explicó Freud los síntomas neuróticos. Supuso
que esos poderosos impulsos impedidos por la «censura» para
hacerse conscientes, encuentran su expresión en los
síntomas, pero
disfrazados de tal modo que solo entramos en conocimiento de
los
sufrimientos causados por los síntomas y no de la
satisfacción de
los impulsos irracionales. De esta manera, Freud identificó
por
primera vez los síntomas neuróticos como algo determinado
por
fuerzas que se encuentran dentro de nuestro ser, y como algo
que
tiene significado cuando se posee la clave para entenderlos.
Un ejemplo ilustrará mejor este punto. Una mujer se queja de
que siente constantemente un apremio que la obliga a lavarse
las
manos cada vez que toca algo. Esa compulsión, como es
natural, se
convierte en un síntoma sumamente penoso, porque trastorna
sus
actividades y la hace completamente desdichada. La mujer no
sabe
a qué se debe. Lo único que puede decir es que siente una
intolerable ansiedad cuando trata de resistirla. El mismo
hecho de
que se vea obligada a obedecer un impulso que se adueña de
su
ser sin saber por qué, aumenta su desdicha. Analizando sus
fantasías y sus asociaciones libres, se descubre que la
paciente lidia
con un intenso sentimiento de hostilidad. El síntoma
comienza, en
realidad, cuando el marido la deja brusca y cruelmente para
iniciar
un episodio amoroso con otra mujer. La paciente siempre ha
dependido de su esposo y jamás se permitió criticarlo o
contradecirlo. Ni siquiera cuando le anunció su propósito de
abandonarla; casi no pronunció palabra, no le reprochó nada,
no lo
acusó, no se enojó. Pero en ese momento el síntoma comenzó a
hacer presa de ella. Posteriores análisis revelaron que la
joven
había tenido un padre cruel y dominador, al que temía y a
quien
jamás se había atrevido a demostrar enojo o reconvención.
También
puso de manifiesto el análisis que su mansedumbre y su
sumisión
no indicaban ausencia de ira. Al contrario, debajo de su
conducta
manifiesta se había acumulado la ira; una ira que se
expresaba
solamente en fantasías, como, por ejemplo, la de ver a su
padre
muerto, asesinado o inválido. Su odio y su deseo de venganza
se
fueron haciendo cada vez más intensos, pero el temor y las
exigencias de su conciencia la forzaban a reprimir casi
completamente sus deseos. La conducta de su esposo hacia
ella
revivió su ira arrinconada y le añadió más combustible. Pero
siguió
sin poder manifestarla; ni siquiera sentirla. Si hubiese
tenido
conciencia de su hostilidad, habría sentido impulsos de
matar, o por
lo menos, de lesionar a su marido, y los síntomas neuróticos
quizá
no habrían aparecido. En cambio, la hostilidad actuaba
dentro de
ella sin que ella lo supiera.
Aquel síntoma de la mujer era una reacción a su hostilidad.
Inconscientemente, el acto de tocar un objeto se convertía
en un
acto de destrucción; tenía, por lo tanto, que lavarse las
manos, para
depurarse del acto destructor que acababa de cometer. Como
si
tuviera sangre en las manos, y tuviera que lavarse una y
otra vez.
La exigencia de lavarse era la reacción al impulso hostil,
una
tentativa de reparar el crimen cometido; pero la mujer solo
tenía
conciencia de su necesidad de lavarse las manos, y no de las
razones que la impelían a hacerlo. Solo penetrando en el
sector
inconsciente de su personalidad, donde su conducta
aparentemente
insensata hundía sus raíces, se pudo apreciar que el
síntoma, que
parecía un acto sin sentido, era una actitud significativa. El
hecho de
lavarse las manos era una transacción que le permitía
superar su
ira, aunque inconscientemente, y expurgarse de culpa
mediante la
ceremonia del lavado.
El descubrimiento de la comprensión de los procesos
inconscientes condujo a Freud a otro hallazgo, que hizo la
luz en la
conducta normal. Le permitió explicar los actos fallidos,
como los
olvidos y las equivocaciones, que habían intrigado a muchos
observadores y para los cuales nadie había encontrado
explicación.
Todos conocemos el fenómeno de no ser capaces de repente de
recordar un nombre. Si bien es cierto que ese fenómeno puede
responder a numerosas causas, Freud descubrió que a menudo
debía buscarse la explicación en el hecho de que hay en
nosotros
algo que nos impide pensar en el nombre olvidado porque está
asociado con el miedo, el enojo u otra emoción similar; y de
que
nuestro deseo de desvincularnos de la impresión dolorosa nos
lleva
a olvidar el nombre que se asocia con ella. Como dijera
Nietzsche:
«Mi memoria me dice que hice tal cosa; mi orgullo me dice
que no
pude haberla hecho. Mi memoria lo acepta».
El motivo de las equivocaciones no es imprescindiblemente un
sentimiento de miedo o de culpa. Cuando un hombre se
encuentra
con otro y en lugar del «Buenas tardes» se le escapa un
«Adiós»,
no ha hecho más que expresar sus verdaderos sentimientos, su
deseo de separarse inmediatamente de la persona con la que
acaba
de encontrarse, o de no haberse encontrado con ella. Por
razones
convencionales no puede manifestar lo que siente, pero su
antipatía
se manifiesta, por así decirlo, sola, sin su permiso. Le
pone en la
boca las palabras que expresan sus verdaderos sentimientos,
mientras él, conscientemente, tiende a decir a la otra persona
el
placer que le ha causado su encuentro.
Los sueños son otra fase de la conducta que Freud considera
como expresión de impulsos inconscientes. Supone que, como
en el
síntoma neurótico del error, el sueño es la expresión de
aquellos
impulsos inconscientes de los que nos prohibimos a nosotros
mismos tomar conocimiento y que por lo tanto mantenemos
alejados
de la conciencia cuando estamos en pleno dominio de nuestro
pensamiento. Esas ideas y esos sentimientos reprimidos
cobran
vida y se manifiestan cuando dormimos, y nosotros los
llamamos
«sueños».
De este concepto general de los sueños derivan una serie de
suposiciones más específicas.
Las fuerzas motivadoras de nuestra vida onírica son nuestros
deseos irracionales. Durante el reposo reviven impulsos cuya
existencia no queremos o no nos animamos a reconocer cuando
estamos despiertos. El odio, la ambición, los celos y la
envidia
irracionales, y particularmente los deseos sexuales
perversos o
incestuosos, que excluimos de la conciencia, encuentran
expresión
en los sueños. Freud afirma que todos tenemos en el fondo de
nuestro ser esos deseos irracionales, que los hemos
reprimido por
exigencias de la sociedad pero de los cuales no podemos
librarnos
completamente. Durante el reposo la fiscalización de nuestra
conciencia se debilita, y esos deseos aparecen y se hacen
oír en los
sueños.
Freud avanza un paso más. Conecta la teoría de los sueños
con la función del reposo. El sueño es una necesidad
fisiológica y
nuestro organismo tiende a protegerlo todo lo que puede. Si
sintiéramos esos deseos intensos, irracionales, cuando
dormimos,
nos perturbarían y acabarían por despertarnos. De ese modo
estorbarían la necesidad biológica de dormir. ¿Qué hacemos,
entonces, para resguardarnos el reposo? Nos imaginamos que
nuestros deseos han sido satisfechos, y en lugar de una
perturbadora privación nos queda un sentimiento de
satisfacción.
Freud llega de este modo a la suposición de que la esencia
de
los sueños es el cumplimiento alucinatorio de deseos
irracionales;
su función es la de preservar el sueño. Esta explicación se
entiende
más fácilmente en los casos en que los deseos no son
irracionales y
en los que, por consiguiente, los sueños no están
deformados; eso
es, según Freud, lo que acontece en los sueños corrientes.
Supongamos que alguien ha comido un plato muy salado antes
de
irse a dormir, y siente por la noche una intensa sed. El
hombre
sueña que va a buscar agua, que encuentra una fuente y que
bebe
grandes cantidades del fresco y agradable líquido. En lugar
de
despertar y levantarse para satisfacer la sed, se da una
satisfacción
alucinatoria mediante la fantasía de que bebe agua, y
continúa
durmiendo. Todos conocemos esa especie similar de
satisfacción
alucinatoria que experimentamos cuando suena el despertador;
producimos en ese mismo instante un sueño en el que oímos
las
campanas de la iglesia y pensamos que es domingo y no
tenemos
que levantarnos temprano. También en este caso el sueño ha
cumplido la función de proteger el reposo. Freud sostiene
que esas
sencillas realizaciones de deseos que en sí mismos no son
irracionales son relativamente raras en los adultos, aunque
más
frecuentes en los niños, y que en general los sueños no son
la
realización de esa clase de deseos racionales, sino de los
deseos
irracionales que reprimimos durante el día.
Otra de las teorías que formula Freud sobre la naturaleza de
los
sueños es la de que esos deseos irracionales que se ven
cumplidos
en los sueños tienen sus raíces en la infancia, que tuvieron
vida
cuando éramos niños, que continuaron luego una existencia
subterránea y que cobraron vida en nuestros sueños. Este
concepto
se basa en la teoría general de Freud sobre la
irracionalidad del
niño.
Para Freud el niño tiene muchos impulsos asociales. Como
carece del vigor físico y el conocimiento necesario para
seguir sus
impulsos, resulta inofensivo y no es necesario defenderse de
sus
perversos designios. Pero si se considera la calidad de sus
tendencias y no sus consecuencias prácticas, el niño es un
ser
asocial y amoral. Esto se verifica en primer lugar en lo que
respecta
a sus impulsos sexuales. Según Freud, todos aquellos
impulsos
sexuales que cuando aparecen en el adulto son llamados
«perversiones», forman parte del desarrollo sexual normal
del niño.
En el niño la energía sexual (la libido) se concentra en la
boca,
luego se relaciona con la defecación y finalmente se
concentra en
los genitales. El niño posee intensos impulsos sádicos y
masoquistas. Es un exhibicionista y también un pequeño
curioso. No
tiene capacidad para amar a nadie, es narcisista, se ama a
sí mismo
con exclusión de todos los demás. Es intensamente celoso y
está
lleno de impulsos destructores contra sus rivales. La vida
sexual del
niño o de la niña está dominada por tendencias incestuosas.
Tienen
un fuerte apego sexual al padre del sexo opuesto y sienten
celos y
odian al padre del mismo sexo. Pero el temor a las
represalias del
odiado rival obliga al niño a refrenar sus deseos
incestuosos.
Identificándose con las órdenes y prohibiciones del padre, el
niño
domina el odio que le tiene y lo reemplaza con el deseo de
ser como
él. La formación de la conciencia es la consecuencia del
«complejo
de Edipo».
El cuadro que presenta Freud del niño es notablemente
similar
al de san Agustín. Una de las pruebas principales que ofrece
san
Agustín de la pecaminosidad inherente al hombre es la
depravación
del niño. Argumenta que el hombre debe ser intrínsecamente
perverso desde el momento en que el niño es perverso antes
de que
tenga ocasión de aprender la perversidad de los demás y de
ser
corrompido por los malos ejemplos. Freud, como san Agustín,
no
destaca aquellas cualidades del niño que por lo menos
equilibrarían
el cuadro: su espontaneidad, su capacidad de respuesta, su
delicado discernimiento de las personas, su capacidad para
reconocer las actitudes de los demás independientemente de
lo que
digan, sus incesantes esfuerzos para penetrar el mundo; en
pocas
palabras, todas aquellas cualidades que nos hacen admirar y
amar
a los niños y que han creado el concepto de que la posesión
de
cualidades infantiles por parte del adulto es una de sus más
preciosas prendas. Hay numerosas razones por las que Freud
pone
el acento en los aspectos perversos del niño. Una de ellas
es que la
época victoriana había creado la ilusión o la ficción del
niño
«inocente». Se suponía que carecía de tendencias sexuales y
de
toda clase de «malos» impulsos. Cuando Freud atacó esa
ficción
convencional fue acusado de manchar la inocencia del niño y
de
atacar uno de los valores supremos en los que creía la
familia
victoriana. Se comprende que Freud, al librar esta batalla,
se haya
ido al otro extremo presentando un cuadro parcial de la
perversidad
del niño.
Otra razón de la evaluación freudiana del niño se encuentra
en
el hecho de que, para Freud, una de las funciones de la
sociedad es
la de hacer reprimir al hombre sus impulsos inmorales y
asociales,
produciendo con esa represión valiosas características
sociales;
esta transformación del mal en bien se opera mediante los
mecanismos que Freud llama las «formaciones reactivas» y las
«sublimaciones». La represión de un impulso malo, como el
sadismo, por ejemplo, conduce a la formación de un impulso
opuesto, como la benevolencia, cuya función es, dicho en términos
de dinamismo, la de evitar que el sadismo reprimido se
exprese en
pensamientos, actos o sentimientos. Freud denomina
sublimación al
fenómeno en el que el mal impulso es separado de sus
objetivos
asociales primitivos y aplicado a propósitos más elevados y
culturalmente valiosos. Por ejemplo, el hombre que ha
sublimado su
impulso de herir en el valioso arte de la cirugía. Freud
sostiene que
los impulsos generosos, amables y constructivos del hombre
no son
primarios; afirma que son producciones secundarias, surgidas
de la
necesidad de reprimir los malos impulsos originales. La
cultura es la
consecuencia de esa represión. En su estado original, el
«hombre»
de Freud, en contraste con el de Rousseau, es poseído por
los
malos impulsos. Cuanto más se desarrolla la sociedad y lo
obliga a
reprimir esos impulsos, tanto más aprende el hombre a crear
formaciones reactivas y sublimaciones. Cuanto más elevado es
el
desarrollo cultural, tanto más alto es el grado de la
represión. No
obstante, y como la capacidad del hombre para producir
formaciones reactivas y sublimaciones es limitada, la
creciente
represión a menudo fracasa; las tendencias originales cobran
vida y,
como no pueden obrar abiertamente, desembocan en los
síntomas
neuróticos. De este modo sostiene Freud que el hombre debe
hacer
frente a una inevitable alternativa. Cuanto más elevado es
el
desarrollo cultural tanto más represión y tanto más
neurosis.
Este concepto hace necesario deducir que el niño sigue
siendo
fundamentalmente inmoral mientras no lo gobiernan las
exigencias
sociales; que ese freno social no elimina el cuerpo central
de los
malos impulsos, que continúan viviendo una existencia
subterránea.
Otra razón más hace resaltar a Freud la irracionalidad del
niño.
Analizando sus propios sueños, comprobó impresionado que
ciertos
impulsos irracionales, como el odio, los celos y la
ambición, se
encuentran incluso en los adultos normales, mentalmente
sanos. A
finales del siglo XIX y comienzos del XX se suponía que
había una
línea de separación claramente marcada entre sanos y
enfermos.
Era inconcebible que un ciudadano normal, respetable,
abrigase o
pudiese abrigar todos esos impulsos «locos» que aparecían en
sus
sueños. ¿Cómo se podía explicar la presencia de semejantes
impulsos en sus sueños sin destruir el concepto del adulto
sano y
«normal»? Freud halló la solución al problema con la tesis
de que
las tendencias irracionales que se presentan en los sueños
son las
manifestaciones del niño que el hombre conserva en su ser y
que
alza en ellos su voz. La formulación teórica de Freud era
que ciertos
impulsos del niño que son reprimidos siguen viviendo una
existencia
subterránea en el inconsciente y aparecen en los sueños,
aunque
deformados y velados por la necesidad del adulto de no tomar
pleno
conocimiento de ellos ni aun cuando duerme. Voy a citar uno
de los
sueños de Freud, que analiza en su libro sobre la
interpretación de
los sueños, para ilustrar este punto:
I. Mi amigo R es mi tío. Le tengo mucho cariño.
II. Veo ante mí su rostro, algo cambiado. Parece más
estirado; la barba
rubia que lo rodea se ve con particular claridad.
Vienen luego las otras dos partes del sueño, también una
idea y una
imagen que omito.
La interpretación de este sueño se logró de la siguiente
manera:
Cuando recordé el sueño en el transcurso de la mañana
siguiente, me
eché a reír y dije:
—¡Este sueño es una tontería!
Pero no me lo pude sacar de la cabeza; me persiguió todo el
día hasta
que al fin, por la noche, me hice el siguiente reproche:
—Si en el transcurso de la interpretación de un sueño,
alguno de tus
pacientes se limitara a decir: «¡Esto es una tontería!», tú
lo censurarías, y
sospecharías que detrás de aquel sueño debía de esconderse
algún
suceso desagradable, cuya revelación el hombre trataba de
evitarse. Haz
lo mismo con tu propio caso; tu opinión de que el sueño es
una tontería
solo significa, probablemente, que hay una resistencia
interna
oponiéndose a su interpretación. No te dejes disuadir.
Continué, por lo tanto, la interpretación.
«R es mi tío.» ¿Qué podía significar? Yo tenía un solo tío,
mi tío José.1
Su historia, por cierto, era muy triste.
Una vez, hace más de treinta años y con la esperanza de
ganar dinero,
se dejó enredar en unas transacciones de esas que la ley
castiga
severamente, y tuvo que sufrir las consecuencias. Mi padre,
que
encaneció de pesar en pocos días, solía decir que mi tío
José no era un
mal hombre, sino un simple bobalicón. Luego, el que mi amigo
R fuera mi
tío José equivalía a decir: «R es un bobalicón». ¡Difícil de
creer, y muy
desagradable! Pero ahí estaba el rostro que había visto en
el sueño, con
sus rasgos alargados y su barba rubia. Mi tío tenía
realmente esa cara;
alargada y rodeada de una hermosa barba rubia. Mi amigo R
era muy
moreno, pero cuando los morenos comienzan a encanecer
pierden todos
los atractivos de la juventud. La barba negra sufre un
desagradable
cambio de color, pelo por pelo; primero se vuelve de un tono
castaño
rojizo, luego castaño amarillento, y por último
definitivamente gris. La
barba de mi amigo R se encuentra ahora en esta etapa; lo
mismo que la
mía, detalle que advierto con pesar. La cara que vi en el
sueño es al
mismo tiempo la de mi amigo R y la de mi tío. Es como esos
retratos de
Galton; para destacar los parecidos familiares, Galton
fotografía varias
caras con la misma placa. Ya no hay duda posible; realmente
mi opinión
es que mi amigo R es un bobalicón, como mi tío José.
Todavía no me explico con qué objeto elaboré esa relación.
Es una
relación a la que indudablemente debo poner reparos sin
reservas.
Y no es muy perfecta, porque mi tío era un delincuente y mi
amigo R no
lo es, salvo en lo que respecta a la multa que le aplicaron
una vez por
haber derribado a un aprendiz con la bicicleta. ¿Habré
pensado en ese
delito? Sería una comparación ridícula. En este momento
recuerdo otra
conversación que sostuve hace unos días con un colega, N. Y
precisamente sobre el mismo tema. Encontré a N en la calle;
él también
había sido propuesto para una cátedra, y como se enterara de
que a mí
me había cabido el mismo honor, me felicitó. Rechacé sus
felicitaciones,
diciendo:
—Usted es el que menos puede alegrarse, porque conoce por
experiencia propia el valor de esa propuesta.
A lo que repuso N, aunque probablemente en broma:
—No se puede saber. En mi caso hay una objeción especial.
¿No sabe
que una vez fui acusado criminalmente por una mujer? No
necesito
decirle que la acusación fue desestimada. Había sido una
sórdida
tentativa de chantaje, y hasta me costó trabajo librar a la
denunciante del
castigo que le correspondía. Pero en el ministerio pueden
esgrimir en mi
contra el antecedente. Usted, por su parte, es
irreprochable.
He aquí, pues, al criminal, y he aquí, al mismo tiempo, la
interpretación
y la orientación de mi sueño. Mi tío José representa a los
dos colegas que
no fueron nombrados para la cátedra; a uno como bobalicón,
al otro como
criminal. Y ahora sé también qué objeto tenía para mí esa
representación.
Si el factor religioso fuera el determinante de la
postergación que venía
sufriendo el nombramiento de mis dos amigos, mi propia
designación
correría la misma suerte. Pero si pudiera atribuir el
rechazo de mis
amigos a otras causas, que no me afectasen, podría conservar
las
esperanzas. Mi sueño procedió de la siguiente manera: hizo
de mi amigo
R un bobalicón y de mi amigo N un criminal. Pero como yo no
soy ni una
cosa ni otra, no tengo nada en común con ellos. Tenía
derecho a
alegrarme de mi candidatura al profesorado, porque había
eludido la
penosa aplicación a mi caso de la información que le diera
el funcionario
a mi amigo R.
Pero tengo que proseguir la interpretación del sueño, porque
tengo la
impresión de que aún no lo he aclarado satisfactoriamente.
Me siento
disconforme por el desembarazo con que he degradado a dos
respetables colegas para librar de estorbos mi acceso al
profesorado. El
descontento que me inspiraba mi conducta quedaba, desde
luego,
mitigado por mi capacidad para apreciar en su justo valor
los testimonios
de los sueños. Yo negaría rotundamente cualquier suposición
de que
consideraba realmente a R como un bobalicón, o de que no
había creído
a N su relato sobre el episodio del chantaje. Sin embargo,
lo repito,
todavía me sigue pareciendo que el sueño exige una mayor
dilucidación.
Recuerdo ahora que el sueño contenía otra parte que había
pasado por
alto en la interpretación. Después de habérseme ocurrido que
mi amigo R
era mi tío, le cobré en el sueño un gran afecto. ¿A quién
iba dirigido ese
afecto? Por mi tío José, desde luego, nunca experimenté
ningún
sentimiento afectuoso. R hace mucho tiempo que es amigo mío
y yo lo
estimo mucho, pero si fuera a expresarle mi cariño en
términos similares
al grado de afecto que sentí en el sueño, quedaría
indudablemente
bastante sorprendido. Si ese afecto era por él, me parece
falso y
exagerado, lo mismo que mi juicio sobre sus cualidades
intelectuales, que
expresé uniendo su personalidad con la de mi tío; pero
exagerado en
sentido contrario. Mas en este momento comienzo a ver las
cosas de otro
modo. El afecto que aparece en el sueño no pertenece al
contenido
latente, a los pensamientos que se ocultan en el sueño; está
en oposición
a este contenido y se presta a encubrir los informes
obtenidos por la
interpretación. Es muy probable que sea esa, precisamente,
su función.
Recuerdo que emprendí la interpretación de muy mala gana,
que traté
repetidamente de postergarla, y que califiqué el sueño de
simple tontería.
Sé, gracias a mi experiencia psicoanalítica, de qué modo
deben
interpretarse esas afirmaciones condenatorias. No tienen
valor
informativo; expresan simplemente un afecto. Cuando a mi
hijita no le
apetece una manzana que le ofrecen, asegura que es amarga,
aun sin
probarla. Cuando mis pacientes observan esa conducta, sé que
existe ahí
una idea que están tratando de reprimir. Mi sueño es el
mismo caso. Yo
no quiero interpretarlo porque en la interpretación hay algo
a lo que
opongo reparos. Después de completar la interpretación del
sueño
descubrí lo que era: la afirmación de que R era un
bobalicón. Puedo
referir el afecto que siento hacia R, no a los pensamientos
oníricos
latentes, sino más bien a esa mala voluntad mía. Si mi
sueño, comparado
con su contenido latente, se presenta en este punto
desfigurado y
tergiversa en realidad las cosas produciendo sus contrarios,
será
entonces que el afecto manifiesto del sueño secunda los
propósitos de la
desfiguración. O sea, en otras palabras, que la deformación
es aquí
evidentemente intencional, es un medio de enmascaramiento.
Mis
pensamientos oníricos acerca de R son derogatorios, y para
que yo no lo
sepa hace su aparición en el sueño el sentimiento extremo
opuesto a la
difamación, un tierno sentimiento de afecto.2
Proseguiré ahora la interpretación de un sueño que ya
anteriormente
resultó ser muy instructivo; me refiero al sueño en el que
mi amigo R es
mi tío. Habíamos avanzado en la interpretación lo suficiente
como para
poner en evidencia que el motivo era el deseo, en ese caso
mi deseo de
ser nombrado profesor; y habíamos explicado el afecto que en
el sueño
sentía hacia mi amigo R como consecuencia de la oposición y
el desafío
a los dos colegas que aparecen en los pensamientos oníricos.
El sueño
era mío; puedo, por lo tanto, continuar el análisis
afirmando que no había
quedado muy satisfecho con la solución obtenida. Yo sabía
que estando
despierto habría expresado en términos completamente
distintos la
opinión que me merecían los dos colegas, tan mal tratados en
mis
pensamientos oníricos. Mi intenso deseo de no compartir su
suerte en lo
que al nombramiento de profesor se refiere me pareció muy
insuficiente
para explicar la discrepancia entre la opinión que tenía
soñando y la que
tenía estando despierto. Si el deseo de ser llamado con otro
título fuera
realmente tan intenso, probaría la existencia de una
ambición morbosa
que no creo albergar, y que creo haber estado muy lejos de
alimentar. No
sé cómo me juzgarán los que creen conocerme; quizá haya sido
realmente ambicioso. Pero si lo fui, hace mucho que mi
ambición ha sido
transferida hacia otros objetos distintos del título y la
jerarquía de profesor
extraordinario.
¿De dónde procede, entonces, la ambición que el sueño me
atribuyó?
Recuerdo ahora una anécdota que solían referir en mi casa
cuando era
pequeño; después de mi nacimiento una vieja campesina había
profetizado a mi dichosa madre (yo era el primogénito) que
acababa de
dar a luz a un gran hombre. Esas profecías deben de ser muy
frecuentes;
hay muchas madres felices, o a punto de serlo, y muchas
viejas,
campesinas o no, que, perdidos sus poderes mundanos, vuelven
los ojos
hacia el futuro. Y no es muy probable que las profetisas
sufran por sus
profecías. ¿Habrá tenido ese origen mi sed de grandeza? Pero
ahora
recuerdo una impresión de los últimos años de mi infancia,
que puede
explicarla mejor aún. Una tarde en que nos hallábamos en un
restaurante
del Prater, adonde mis padres solían llevarme cuando tenía
once o doce
años de edad, vimos a un hombre que iba de mesa en mesa y
que por
unas pocas monedas improvisaba versos sobre cualquier tema
que le
dieran. Me mandaron a buscar al poeta, quien para
demostrarme su
gratitud, antes de pedir el tema, hizo dos o tres rimas
sobre mí,
diciéndonos en ellas que, si su inspiración no lo engañaba,
algún día
sería «ministro». Recuerdo claramente la impresión que me
produjo esta
segunda profecía. Era en la época del «ministerio burgués»;
mi padre
había llevado a mi casa, pocos días atrás, los retratos de
los graduados
universitarios del ministerio, Herbts, Giskra, Unger, Berger
y otros, y
nosotros iluminamos la casa en su honor. También había
judíos entre
ellos; de modo que todo escolar judío aplicado podía considerar
que
llevaba una cartera ministerial en su valija. A aquella
impresión se debe
indudablemente el que hasta hace poco antes de inscribirme
en la
Universidad quisiera estudiar abogacía; cambié de opinión en
el último
momento. Los médicos no suelen ser ministros. En lo que
respecta al
sueño, solo ahora comienzo a ver qué me traslada del sombrío
presente
a los tiempos optimistas del ministerio burgués, y satisface
completamente lo que fue mi ambición juvenil de entonces.
Tratando tan
mal a mis dos apreciables e ilustrados colegas, solo porque
son judíos,
juzgando a uno un bobalicón y al otro un criminal, actúo
como si fuera
ministro; me he puesto en su lugar. ¡Qué venganza he tomado!
Su
excelencia me niega el nombramiento de profesor
extraordinario, y yo en
mi sueño lo reemplazo y me pongo en su lugar.3
La interpretación de este sueño es un ejemplo excelente de
la
tendencia de Freud a considerar que los impulsos
irracionales, como
la ambición, son incompatibles con la personalidad del
adulto y
forman parte, por lo tanto, del niño que el hombre conserva
en su
ser. El sueño revela claramente la ambición que dominaba a
Freud
en la época de su sueño. Pero Freud niega categóricamente
que
pudiese abrigar una aspiración tan marcada. Y nos da un
magnífico
ejemplo del proceso de racionalización, que él describe tan
brillantemente. Su razonamiento es el siguiente: «Si el
deseo de ser
llamado con otro título (con esta expresión tiende a
desestimar su
verdadera importancia, o sea el prestigio que trae consigo
el título),
fuera realmente tan intenso, probaría la existencia de una
ambición
morbosa». Y esa ambición dice que no cree albergarla. Pero
aunque
los demás lo consideren capaz de poseerla, esa ambición no
podría
referirse al título de profesor. Y se ve, por consiguiente,
obligado a
suponer que pertenece a sus deseos infantiles y no a su
personalidad actual. Si bien es cierto que los impulsos como
la
ambición se desarrollan en el carácter del niño y tienen sus
raíces
en la primera época de la vida, no es cierto en cambio que
estén
separados de la personalidad actual. Hablando de una persona
normal como él, Freud se siente impulsado a establecer una
distinción categórica entre él y el niño que lleva dentro.
Se debe
principalmente a la influencia freudiana el que hoy se
considere
inexistente esa categórica línea de separación fronteriza.
Se admite
ampliamente que a una persona normal pueden moverla toda
clase
de deseos irracionales, pero que esos deseos son suyos,
aunque
provengan de sus primeros años de vida.
Hasta ahora hemos expuesto un solo aspecto de la teoría
freudiana de los sueños.
Los sueños son realizaciones alucinatorias de deseos
irracionales, y particularmente deseos sexuales que se
originaron en
nuestra temprana infancia y no fueron transformados
completamente en formaciones reactivas o sublimaciones. Esas
realizaciones se manifiestan cuando la fiscalización de
nuestra
conciencia se halla debilitada, como sucede en el estado de
reposo.
Si nos permitiéramos cumplir de forma cabal los deseos
irracionales,
los sueños no serían tan extraños y desconcertantes. Pero
rara vez
soñamos que cometemos un asesinato, o un incesto, o
cualquier
otro crimen; y si lo hacemos, no gozamos con su realización.
Para
explicar el fenómeno, Freud supone que cuando dormimos
también
está medio dormida nuestra censura moral. De ese modo pueden
introducirse las ideas y las fantasías en nuestra conciencia
dormida,
a la que de otro modo les está completamente prohibida la
entrada.
Pero la censura solo está medio dormida; permanece
suficientemente despierta para impedir que los pensamientos
prohibidos hagan su aparición de forma clara e inequívoca.
La
función de los sueños es la de preservar nuestro reposo;
luego los
deseos irracionales que se presentan en el sueño deben estar
disfrazados para engañar a la censura. Lo mismo que los
síntomas
neuróticos, constituyen una transacción entre las fuerzas
reprimidas
del ego y la fuerza represora de la censura que ejerce el superego.
Sucede a veces que este mecanismo de alteración no funciona
convenientemente, y nuestros sueños se hacen demasiado
claros
para poder despistar a la censura; entonces nos despertamos.
Freud sostiene, como consecuencia, que la característica
principal
del lenguaje onírico es el proceso de encubrimiento y
desfiguración
de los deseos irracionales, que nos permite continuar
durmiendo
tranquilamente. Esta tesis tiene una importante relación con
el
concepto freudiano del simbolismo. Freud cree que la función
primordial de los símbolos es la de disfrazar y deformar los
deseos
subterráneos. El lenguaje simbólico es concebido como un
«código
secreto»; la interpretación de los sueños es la tarea de
descifrarlo.
La tesis de la naturaleza irracional infantil del contenido
onírico
y de la función deformadora de la elaboración onírica
condujo a un
concepto mucho más limitado del lenguaje de los sueños que
el que
yo he sugerido en la exposición del lenguaje simbólico. Para
Freud
el lenguaje simbólico no es un lenguaje que puede expresar
cualquier clase de sentimientos y pensamientos de manera
particular; solo expresa ciertos deseos primitivos
instintivos. La
enorme mayoría de los símbolos es de naturaleza sexual. Los
genitales masculinos son simbolizados por palos, árboles,
paraguas,
cuchillos, lápices, martillos, aviones y muchos otros
objetos que
pueden representarlo ya sea por su forma o por su función.
Los
genitales femeninos son representados de la misma manera por
cuevas, botellas, cajas, puertas, estuches, jardines,
flores, etcétera.
El placer sexual es representado por varias actividades,
como las de
bailar, cabalgar, trepar, volar. La caída del cabello o de
los dientes
representan simbólicamente la castración. Aparte de los
elementos
sexuales, los símbolos expresan las experiencias
fundamentales del
niño. Los padres y las madres son simbolizados como reyes o
emperadores y como reinas o emperatrices; los niños, como
animalitos; la muerte, como un viaje.
No obstante, en su interpretación de los sueños, Freud
emplea
más los símbolos accidentales que los universales. Sostiene
que
para interpretar un sueño es preciso dividirlo en sus
distintas partes
y suprimir de ese modo su sucesión semilógica. Luego se
buscan
las asociaciones de cada elemento del sueño y se sustituyen
las
ideas aparecidas en ese proceso de asociación con las partes
que
se presentaron en el sueño. Reuniendo los pensamientos
hallados
por la asociación libre, se encuentra un nuevo texto que
tiene
consistencia interna y lógica y que revela el verdadero
significado
del sueño.
A este sueño verdadero, que es la expresión de nuestros
deseos ocultos, Freud lo llama el «sueño latente». La
versión
deformada del sueño, tal como nosotros lo recordamos, es el
«sueño manifiesto», y el proceso de deformación y
enmascaramiento es la «elaboración del sueño». Los
principales
mecanismos mediante los cuales la elaboración onírica
traslada el
contenido latente del sueño a su forma manifiesta son la
condensación, el desplazamiento y la elaboración secundaria.
Con
la condensación, Freud explica el hecho de que el sueño
manifiesto
sea mucho más corto que el latente. La condensación excluye
una
cantidad de elementos del sueño latente, combina fragmentos
de
diversos elementos, y los condensa en un nuevo elemento del
sueño manifiesto. Si soñamos con una figura masculina
autoritaria a
la que tememos, vemos, por ejemplo, en el sueño manifiesto,
a un
hombre que tiene el cabello como el de nuestro padre y el
rostro
como el de un maestro despótico, y que viste como nuestro
patrón.
O si soñamos con un acontecimiento en el que nos sentimos
tristes
y desdichados, podemos ver, por ejemplo, una casa cuyo techo
representa otra casa en la que experimentamos alguna vez la
misma sensación de tristeza y cuya habitación representa por
su
forma otra casa relacionada con la misma experiencia
sentimental.
En el sueño manifiesto ambos elementos se superponen para
formar una misma casa. Estos ejemplos demuestran que solo se
condensan para formar una sola figura aquellos elementos que
son
idénticos, en su contenido sentimental. Dada la naturaleza
del
lenguaje simbólico, el proceso de la condensación es fácil
de
entender. En la realidad externa es importante el hecho de
que dos
personas o dos cosas sean diferentes, pero desde el punto de
vista
de la realidad interna ese hecho no tiene ninguna
importancia. Lo
que interesa es que estén relacionados con la misma
experiencia
interna, y que sean su expresión.
Con el desplazamiento explica Freud el hecho de que un
elemento del sueño latente, y a menudo un elemento muy
importante, sea expresado por un elemento remoto del sueño
manifiesto y generalmente por uno que parece bastante poco
importante. Por eso el sueño manifiesto trata frecuentemente
a los
elementos realmente importantes como si no tuvieran ningún
valor
especial, y de ese modo disfraza el verdadero significado
del sueño.
Freud llama «elaboración secundaria» a la parte de la
elaboración onírica que completa el proceso de
enmascaramiento.
Se llenan las lagunas del sueño manifiesto y se subsanan las
contradicciones, de tal modo que el sueño manifiesto toma la
forma
de un episodio lógico, concordante, detrás de cuya fachada
se
oculta la excitante y dramática trama del sueño.
Freud menciona otros dos factores que dificultan la
comprensión del sueño y se agregan a la función deformadora
de la
elaboración onírica. Uno de ellos es el hecho de que los
elementos
suelen representar exactamente lo contrario de lo que son.
Estar
vestido puede simbolizar la desnudez, ser rico puede
representar el
hecho de ser pobre y un sentimiento de particular afecto
puede ser
figurativo de sentimientos de hostilidad e ira. El otro
factor es el
hecho de que el sueño manifiesto no expresa relaciones
lógicas
entre sus diversos elementos. No tiene «pero», «por lo
tanto»,
«porque», «si», expresa esas relaciones lógicas con la
relación de
las imágenes gráficas. El sujeto sueña, por ejemplo, que un
hombre
se levanta y alza un brazo y en seguida se transforma en una
gallina.
En el lenguaje de vigilia se expresaría del siguiente modo
el
significado del pensamiento onírico: «Da la impresión de que
es
fuerte, pero en realidad es débil y cobarde como una
gallina». En el
sueño manifiesto esa relación se expresa mediante la
concatenación de las dos imágenes.
Debemos hacer un importante añadido a esta breve exposición
de la teoría freudiana de los sueños. El hecho de que
destaque
especialmente la naturaleza infantil del contenido onírico
podría
hacer creer que Freud encuentra únicamente la existencia de
una
relación entre el sueño y el pasado, y no encuentra ningún
lazo
importante entre el sueño y el presente. Sin embargo no es
así.
Freud sostiene que los sueños son siempre estimulados por
acontecimientos presentes, producidos generalmente durante
el día
o la noche anteriores al sueño. Pero son provocados
solamente por
aquellos acontecimientos que tienen alguna relación con los
primeros impulsos infantiles. La energía con que se genera
el sueño
depende de la intensidad de la experiencia infantil, pero el
sueño no
se crea si un suceso reciente no hiere la primitiva
experiencia
permitiendo al sueño hacer su aparición en ese momento preciso.
Un ejemplo sencillo servirá para aclarar este punto. Un
hombre que
trabaja a las órdenes de un patrón autoritario siente un
temor
inmotivado a su patrón debido al miedo que le infundía su
padre
cuando era niño. Un día el patrón lo reprende por cualquier
causa, y
esa noche el hombre tiene una pesadilla y ve una figura que
es una
mezcla de su padre y su patrón y que trata de matarlo. Si no
hubiese tenido miedo al padre de niño, el disgusto del
patrón no lo
habría atemorizado. Pero si el patrón no se hubiese
disgustado ese
día, aquel recóndito temor no habría sido movilizado y el
sueño no
se habría producido.
El lector podrá formarse una idea más clara del método
freudiano de interpretación de los sueños viendo de qué modo
aplica Freud en la práctica los principios que acabamos de
presentar. El primero de los dos sueños siguientes se
concentra en
un símbolo universal: la desnudez. El segundo usa casi
exclusivamente símbolos accidentales.
El embarazoso sueño de la desnudez
En los sueños en los que aparecemos desnudos o escasamente
vestidos en presencia de personas extrañas, sucede a veces
que no nos
avergonzamos en lo más mínimo de nuestro estado. El sueño de
la
desnudez nos llama la atención solo cuando sentimos en él
vergüenza o
turbación, cuando deseamos huir u ocultarnos, y cuando
sentimos una
extraña inhibición que nos impide movernos y nos deja
completamente
impotentes para modificar nuestra penosa situación. Solo con
esa
conexión adquiere el carácter de sueño típico; de lo
contrario el núcleo de
su contenido puede estar involucrado en toda clase de
conexiones
distintas, o reemplazado por amplificaciones individuales.
Lo esencial es
que experimentamos una dolorosa sensación de que nos es
imposible
ocultar nuestra desnudez o, como generalmente deseamos,
emprender
una precipitada fuga. Creo que la gran mayoría de los
lectores se habrán
encontrado alguna vez en un sueño en una situación similar.
La naturaleza y el carácter de la desnudez suelen ser más
bien vagos.
La persona que sueña dirá, tal vez: «Soñé que estaba en
camisa», pero
esta imagen pocas veces es clara; en la mayor parte de los
casos la falta
de ropa es tan indeterminada que los sujetos la describen,
al relatar el
sueño, con una alternativa: «Soñé que estaba en camisa o en
enaguas».
Por lo general la ausencia de ropa no es suficientemente
seria para
justificar el sentimiento de vergüenza que comporta. En los
hombres que
han servido en el Ejército la desnudez es a menudo
reemplazada por una
forma de vestir antirreglamentaria. «Estaba en la calle sin
el sable, y vi
que se acercaban varios oficiales», o «No llevaba cuello», o
«Llevaba un
pantalón de civil, de cuadros», etcétera.
Las personas ante las cuales nos avergonzamos son casi
siempre
desconocidas, cuyos rostros quedan indeterminados. Nunca
ocurre, en
un sueño típico, que alguien nos reproche, o advierta
siquiera, la falta de
ropa que tanto nos perturba. Por el contrario, las personas
que se
presentan en el sueño parecen ser completamente indiferentes
a nuestra
desnudez; o tienen, como pude advertirlo en un sueño
particularmente
vívido, una expresión rígida y solemne. Lo cual nos da mucho
que
pensar.
La turbación del durmiente y la indiferencia del espectador
constituyen
una contradicción que ocurre a menudo en los sueños. Estaría
más de
acuerdo con los sentimientos del durmiente el que los
desconocidos lo
miraran asombrados, o se rieran de él, o se ofendieran.
Creo, sin
embargo, que ese aspecto ingrato queda desplazado por la
satisfacción
del deseo, en tanto que la turbación ha logrado perdurar por
alguna
razón; por eso los dos componentes aparecen en desacuerdo
entre sí.
Tenemos una prueba interesante de que el sueño, parcialmente
deformado por la satisfacción del deseo, no ha sido
interpretado
correctamente porque ha sido empleado como base de una
fábula, muy
conocida por la versión de Andersen, «El traje nuevo del
emperador», y
que ha recibido más recientemente forma poética en «El
talismán» de
Fulda. En el cuento de Andersen dos impostores tejen un
suntuoso traje
para el emperador; pero es un traje que solo pueden ver los
buenos y los
honestos. El emperador sale vestido con esa ropa invisible,
y como la tela
imaginaria es una especie de prueba de la honestidad, la
gente, impelida
por el miedo, actúa como si no viera la desnudez del
emperador.
Esa es precisamente la situación que se produce en nuestro
sueño. No
es muy aventurado suponer que el contenido ininteligible del
sueño
suministró un impulso para inventar un estado de desnudez
que otorga
significado a la situación presente en la memoria. Esta
situación es de
este modo despojada de su significado original y puesta al
servicio de
fines distintos. Pero veremos que esa comprensión errónea
del contenido
onírico ocurre a menudo por la actividad consciente de un
segundo
sistema psíquico, y debe ser considerada como un factor de
la forma final
del sueño; y que en la formación de las obsesiones y las
fobias esas
interpretaciones erróneas (siempre, desde luego, dentro de
la misma
personalidad psíquica) desempeñan un papel decisivo. Incluso
es posible
especificar de dónde procede el material de la nueva
interpretación del
sueño. El impostor es el sueño y el emperador el propio
durmiente, y la
tendencia moralizadora revela un conocimiento confuso de la
existencia,
en el contenido latente del sueño, de una cuestión de deseos
prohibidos,
víctimas de la represión. Las conexiones en que aparecen los
sueños en
los análisis de los pacientes neuróticos prueban fuera de toda
duda que
los sueños reposan en los recuerdos de la primera infancia
de los sujetos.
Únicamente en nuestra infancia hubo una época en la que nos
veían con
poca ropa nuestros parientes, las niñeras, los sirvientes y
las visitas, y
nosotros no nos avergonzábamos de nuestra desnudez.4 Muchas
veces
se observan niños, ya de cierta edad, a los que el estado de
desnudez les
produce un efecto excitante en lugar de avergonzarlos. Ríen,
brincan, se
dan golpes o palmadas en el cuerpo; la madre, o cualquier
otra persona
que esté presente, los reprenden diciéndoles: «¡No hagas
eso! ¡Es feo!
¡Qué vergüenza!». Los niños revelan a menudo un deseo de
exhibirse; es
casi imposible pasar por una aldea sin encontrar alguna
criatura de dos o
tres años de edad que se levanta la blusa o el vestido
delante del viajero,
probablemente para rendirle homenaje. Uno de mis pacientes
había
conservado en su memoria consciente un episodio de cuando
tenía ocho
años de edad; después de quitarse la ropa para irse a la
cama, quiso ir a
bailar, en camisa, a la habitación de su hermanita menor,
pero la sirvienta
se lo impidió. En la historia infantil de los neuróticos la
exhibición ante
niños del sexo contrario desempeña un papel prominente; la
manía de los
paranoicos de creerse observados cuando se visten o
desvisten puede
atribuirse directamente a esas experiencias. Y entre los que
han quedado
pervertidos hay una variedad en la que el impulso infantil
se acentúa
hasta transformarse en obsesión: es la clase de los
exhibicionistas.
La infancia, en la que se desconoce el sentimiento de la
vergüenza,
parece un paraíso cuando la miramos luego en retrospectiva;
y el mismo
paraíso no es más que la fantasía colectiva de la infancia
del individuo.
Por eso en el paraíso los hombres están desnudos y no se
avergüenzan,
hasta que llega el momento en que despiertan la vergüenza y
el miedo;
sobreviene la expulsión y se inician la vida sexual y el
desarrollo cultural.
Los sueños pueden llevarnos de vuelta a ese paraíso todas
las noches.
Ya hemos aventurado anteriormente la sospecha de que las
impresiones
de nuestra primera infancia (desde el período prenatal hasta
el final del
tercer año) demandan una reproducción, quizá de por sí y
quizá sin que
en ello influya para nada su contenido; su repetición es,
por lo tanto, una
satisfacción de deseos. Y por consiguiente los sueños de
desnudez son
sueños exhibicionistas.
El núcleo de los sueños exhibicionistas queda constituido
por la propia
figura del sujeto, que no aparece con la edad de un niño
sino con la que
tiene actualmente, y por la idea de la escasez de ropa que
surge de
manera indistinta debido a la superposición de numerosas
situaciones
posteriores de falta de ropa o por consideración a la
censura; a estos
elementos se añaden las personas en cuya presencia nos
sentimos
avergonzados. No conozco ningún ejemplo en el que los
verdaderos
espectadores de las exhibiciones infantiles reaparezcan en
el sueño;
porque un sueño rara vez es un simple recuerdo. Por extraño
que
parezca, las personas que constituyen el objeto de nuestro
interés sexual
en la infancia son omitidas en todas las reproducciones, en
los sueños,
en la histeria y en la neurosis obsesiva. Únicamente los
paranoicos hacen
retornar a los espectadores, y están fanáticamente
convencidos de su
presencia, aunque permanezcan invisibles. El sustituto de
esas personas
en el sueño —el «un número de personas desconocidas» que no
prestan
atención al espectáculo que se les ofrece— es precisamente
el
contradeseo de esa única persona íntima a la que estaba
destinada la
exhibición. Ese «número de personas desconocidas» suele
aparecer
además en otros sueños, incluido en toda clase de
conexiones; como
contradeseo tiene siempre el significado de un «secreto». Se
verá que el
restablecimiento de la antigua situación, que se verifica en
la paranoia,
también se ajusta a esa tendencia contraria. El sujeto ya no
está solo; lo
observan, está completamente seguro de que lo observan. Pero
esos
espectadores son «un número de personas desconocidas,
curiosamente
indeterminadas».
En los sueños exhibicionistas interviene además la
represión. Porque la
sensación desagradable del sueño es, desde luego, la
reacción por parte
de la segunda instancia psíquica al hecho de que la escena
exhibicionista
que fuera condenada por la censura haya logrado, a pesar de
todo,
presentarse. La única forma de evitar esa sensación hubiera
sido la de
abstenerse de revivir la escena.5
El sueño de la monografía sobre botánica
He escrito una monografía sobre cierta planta. Tengo el
libro ante mis
ojos; paso una página en la que hay una lámina en colores
plegada.
Cada modelo lleva atado, como en un herbario, un ejemplar
seco de la
planta.
Análisis
Por la mañana había visto en el escaparate de una librería
un volumen
titulado El género ciclamen; al parecer, una monografía
sobre la planta.
El ciclamen es la flor preferida de mi mujer. Me reprocho
por no
acordarme más a menudo de llevarle flores, como ella, sin
duda, hubiera
querido. Con relación al tema de llevar flores a mi esposa,
recuerdo un
cuento que relaté hace poco a unos amigos míos como prueba
de mi
afirmación de que a menudo olvidamos para secundar un
propósito del
inconsciente, y de que olvidando nos ponemos en condiciones
de extraer
deducciones sobre la propensión secreta de los olvidadizos.
Una mujer
joven que todos los años el día de su cumpleaños
acostumbraba a recibir
de su esposo un ramo de flores, cierto año echa de menos esa
prueba de
afecto, y se pone a llorar. Llega el marido y no acierta a
explicarse la
causa de sus lágrimas, hasta que la mujer le dice: «Hoy es
mi
cumpleaños». El esposo se da una palmada en la frente y
exclama: «¡Ah!
¡Perdóname, lo había olvidado completamente!». Y se propone
salir
inmediatamente a buscarle las flores. Pero ella se niega a
ser
compensada, porque ve en el olvido de su esposo la prueba de
que ella
ya no ocupa en sus pensamientos el mismo lugar de antes.
Esta mujer, la
señora L, encontró hace un par de días a mi esposa, le dijo
que se
encontraba bien y preguntó por mí. Varios años atrás había
sido mi
paciente.
Datos suplementarios: en cierta ocasión escribí,
efectivamente, algo
similar a una monografía sobre una planta, un ensayo sobre
la planta de
la coca que atrajo la atención de K. Koller hacia las
propiedades
anestésicas de la cocaína. Yo había sugerido que el
alcaloide podía ser
empleado como anestésico, pero no me ocupé de estudiar el
tema más a
fondo. Se me ocurre también que a la mañana siguiente al
sueño (a cuya
interpretación solo pude dedicarme la noche de ese día),
había estado
pensando en la cocaína en una especie de ensueño diurno. Si
alguna vez
padeciese de glaucoma, había pensado, iría a Berlín a
someterme a una
intervención y me haría operar, de incógnito, en la casa de
un amigo, por
el cirujano que mi amigo recomendara. El cirujano, que no
conocería el
nombre de su cliente, se jactaría, como de costumbre, de que
esas
operaciones son ahora muy fáciles después de la introducción
de la
cocaína en la práctica médica. Y yo no le diría que era uno
de los que
habían colaborado en su descubrimiento. Con esta fantasía se
enlazaban
otros pensamientos acerca de lo embarazoso que es para un
médico
pedir los servicios profesionales de un colega. Yo podría
pagar al oculista
berlinés, que no me conocería, como cualquier otro paciente.
Solo
después de recordar este ensueño diurno advertí que detrás
de él se
ocultaba el recuerdo de un acontecimiento determinado. Poco
después
del descubrimiento de Koller, mi padre contrajo un glaucoma
y fue
operado por mi amigo el doctor Koenigstein, especialista en
ojos. El
doctor Koller fue el encargado de suministrar la anestesia
con cocaína, y
formuló la observación de que nos habíamos reunido en
aquella ocasión
las tres personas a las que se debía la introducción de la
cocaína en la
práctica médica.
Mis pensamientos rememoran a continuación la última
oportunidad en
la que había recordado la historia de la cocaína. Fue pocos
días antes,
cuando recibí un Festschrift, una publicación en la que
alumnos
agradecidos conmemoraban el jubileo de su maestro y director
del
laboratorio. Entre las alabanzas de las personalidades
vinculadas con el
laboratorio, figuraba el descubrimiento de las propiedades
anestésicas de
la cocaína, atribuido a K. Koller. Me doy cuenta
repentinamente de que el
sueño se relaciona con un episodio de la tarde anterior.
Había
acompañado al doctor Koenigstein a su casa y me había
enzarzado con
él en la discusión de un tema que me acalora extremadamente
cada vez
que surge. Cuando estábamos conversando en el hall de
entrada de la
casa llegaron el profesor Gartner y su joven esposa. No pude
abstenerme
de felicitarles por su floreciente aspecto. El profesor
Gartner es uno de los
autores del Festschrift del que acabo de hablar, y bien pudo
habérmelo
recordado en aquel momento. Y la señora L, a cuya decepción,
con
motivo de su cumpleaños, me he referido más arriba, salió en
la
conversación que mantuve con el doctor Koenigstein, aunque
desde
luego con otro motivo.
Trataré ahora de dilucidar los otros determinantes del
contenido onírico.
Acompaña a la monografía un ejemplar seco de la planta como
si fuera
un herbario. Y el herbario me recuerda al colegio. El
director del colegio
reunió un día a todos los alumnos de los cursos superiores
para que
examinaran y limpiaran el herbario del establecimiento, en
el que se
habían encontrado pequeños insectos, gusanos «comelibros».
El director
no tenía, al parecer, mucha confianza en la eficacia de mi
colaboración,
porque solo me entregó unas pocas páginas. Recuerdo todavía
ahora
que esas páginas tenían plantas crucíferas. Nunca sentí un
interés muy
grande por la botánica. Cuando hice el examen preliminar de
la materia
me pidieron que identificara una crucífera y no supe
distinguirla; si mis
conocimientos teóricos no hubiesen acudido en mi ayuda,
habría salido
bastante mal librado de la prueba. Las crucíferas sugieren a
las
compuestas. La alcachofa es, en realidad, una planta
compuesta, y
podría decir, en rigor, que es mi flor favorita. Mi esposa,
más atenta que
yo, suele traerlas del mercado.
Veo ante mí la monografía que redacté. También aquí hay una
asociación. Mi amigo me escribió ayer desde Berlín: «Siempre
pienso en
tu libro sobre los sueños. Lo veo ante mí, completo, y hojeo
sus páginas».
¡Cómo le envidié su poderosa visión! ¡Ojalá pudiese verlo
yo, ante mí, ya
terminado!
La lámina plegada y en colores. Cuando era estudiante de
Medicina
tenía una especie de manía de estudiar exclusivamente en
monografías.
Pese a mis limitados recursos, me suscribí a una serie de
periódicos de
medicina cuyas láminas coloreadas me gustaban enormemente.
Yo
sentía cierto orgullo por mi tendencia a la escrupulosidad.
Cuando
posteriormente comencé a publicar mis propios libros, tuve
que dibujar
las láminas de mis tratados, y recuerdo que una de ellas me
había salido
tan mal que fui objeto de las burlas de un bienintencionado
colega. Con
esto se asocia, no sé exactamente de qué modo, un recuerdo
muy
remoto de mi infancia. Mi padre, en son de broma, nos dio
una vez a la
mayor de mis hermanas y a mí un libro que contenía láminas
coloreadas
(era un relato de viajes por Persia), para que lo
rompiéramos; lo que
desde el punto de vista educacional no era muy recomendable,
por cierto.
Yo tenía a la sazón cinco años de edad y mi hermana menos de
tres, y la
escena en que nosotros dos nos dedicábamos muy contentos a
deshojar
el libro (como una alcachofa, podría agregar, hoja por
hoja), es casi la
única de aquel período de mi vida que conservo claramente en
la
memoria. Más adelante, cuando inicié mis estudios, adquirí
una notoria
afición a reunir y poseer libros. (Correlativa a mi
inclinación a estudiar
monografías, manía a la que aludían mis pensamientos
oníricos, en
conexión con el ciclamen y la alcachofa.) Me volví un
«comelibros»
(véase el herbario). Desde que me entregué a la
introspección siempre
atribuí esa temprana pasión de mi vida a aquella impresión
de mi
infancia; o, mejor dicho, identifiqué esa escena infantil
como un «recuerdo
encubridor» de mi posterior bibliofilia. Y aprendí, por
supuesto, a
temprana edad, que nuestras pasiones suelen ser nuestras
desgracias. A
los diecisiete años había llegado a deber al librero una
suma considerable
y carecía de medios para saldarla; mi padre no se mostró muy
dispuesto
a aceptar como explicación el hecho de que la mía fuera por
lo menos
una pasión respetable. Pero la mención de esta experiencia
de mi
juventud me lleva de nuevo a mi conversación con mi amigo el
doctor
Koenigstein, aquella tarde anterior al sueño; porque uno de
los temas de
la referida conversación era el mismo reproche de siempre:
mi excesiva
dedicación a mis manías.
Por razones que en este momento no vienen al caso no
proseguiré la
interpretación del sueño, y me limitaré a señalar el camino
que puede
llevar a ese fin. En el transcurso de la interpretación
recordé, y en varias
de sus partes por cierto, mi conversación con el doctor
Koenigstein.
Analizando los temas que tocamos en la conversación, veo
inmediatamente y con toda claridad el significado del sueño.
Todos los
trenes del pensamiento que se pusieron en marcha —mis
inclinaciones,
las de mi mujer, la cocaína, el desconcierto de emplear los
servicios
médicos de un colega, mi preferencia a estudiar en
monografías y mi
descuido de ciertos temas, como la botánica—, continuaban y
conducían
a alguno de los numerosos ramales de la conversación. El
sueño asume
una vez más el carácter de una justificación, una defensa de
mis
derechos (como el sueño de la inyección de Irma, el primero
que analicé);
incluso prolonga el tema introducido por aquel sueño, y lo
discute en
relación con el nuevo asunto añadido en el intervalo entre
los dos sueños.
La misma forma de expresión del sueño, en apariencia
indiferente,
adquiere de pronto sentido. Ahora significa: «Yo soy
realmente el hombre
que escribió esa valiosa y aplaudida obra (sobre la
cocaína)», lo mismo
que antes había declarado, para justificarme ante mí mismo:
«Yo soy,
después de todo, un estudiante consciente y activo». Y en
ambos casos
encuentro el significado: «Puedo permitírmelo». Pero puedo
prescindir del
resto de la interpretación porque mi único propósito al
presentarlo fue el
de examinar la relación existente entre el contenido onírico
y el episodio
del día anterior que lo provocó. Conociendo únicamente el
contenido
manifiesto del sueño, solo veía claramente una relación con
alguna
impresión diurna; pero después de completar la
interpretación, quedó
patente que el sueño tenía otra fuente en otro suceso del
mismo día. La
primera impresión a la que se refiere el sueño es una
impresión
indiferente, una circunstancia subordinada. Veo un libro en
un escaparate
cuyo título me llama la atención momentáneamente, pero cuyo
contenido
es difícil que me interese. La segunda experiencia fue de
gran valor
psíquico; hablé seriamente con mi amigo el oculista cerca de
una hora;
hice, en el transcurso de la conversación, alusiones que nos
deben de
haber irritado a ambos, y que a mí me despertaron recuerdos
en
conexión con los cuales poseía una gran variedad de
estímulos internos.
Además, la conversación quedó inconclusa, interrumpida por
la llegada
de unas personas conocidas. ¿Cuál es, pues, la relación que
une esas
dos impresiones, entre sí y con el sueño de aquella misma
noche?
En el contenido manifiesto del sueño encuentro simplemente
una
alusión a la impresión indiferente, y de ese modo puedo
reafirmar que el
sueño prefiere recoger en su contenido experiencias de
carácter no
esencial. En la interpretación onírica, en cambio, todo
converge hacia el
acontecimiento importante y justificadamente perturbador.
Juzgando el
sentido del sueño de la única forma correcta, de acuerdo con
el contenido
latente que sale a la luz en el análisis, me encuentro con
que, sin saberlo,
revelé un nuevo e importante descubrimiento. Veo que la
enigmática
teoría de que el sueño solo se ocupa de los residuos sin
valor de la
experiencia diurna, no tiene justificación; me siento
también impelido a
negar la aserción de que la vida psíquica del estado de
vigilia no continúa
en el sueño y que, por lo tanto, el sueño derrocha nuestra
energía
psíquica en material baladí. Todo lo contrario; lo que nos
llama la atención
de día domina también nuestros pensamientos oníricos, y nos
tomamos
el trabajo de soñar solo en conexión con los temas que
alimentaron
nuestros pensamientos diurnos.
Quizá la explicación más aproximada al hecho de que haya
soñado con
la impresión indiferente del día, cuando lo que me hizo
soñar fue la
impresión que me había excitado con justificado fundamento,
sea la de
que también aquí nos encontramos con el fenómeno de la
deformación
onírica, que hemos descrito como una fuerza psíquica que
desempeña el
papel de tensora. La impresión de la monografía sobre el
género
ciclamen es utilizada como si fuera una alusión a la
conversación
mantenida con mi amigo; lo mismo que la mención del amigo de
mi
paciente, en el sueño de la cena postergada, es representada
por la
alusión del «salmón ahumado». El único problema es el de
establecer por
medio de qué lazos intermedios pudo la impresión de la
monografía
haber asumido el papel de una relación alusiva a la
conversación con el
especialista, no siendo esa relación perceptible al
principio. En nuestro
ejemplo nos encontramos con dos impresiones completamente
separadas, que a primera vista no parecen tener nada en
común, salvo,
quizá, que ocurren el mismo día. La monografía me llamó la
atención por
la mañana; por la tarde participé en la conversación. La
solución,
proporcionada por el análisis, es la siguiente: esas
relaciones entre dos
impresiones, que no existen al principio, se establecen
posteriormente
entre el contenido de la idea de una impresión y el
contenido de la idea
de la otra. Ya he señalado los lazos intermedios, destacados
al redactar
el análisis. Solo bajo el efecto de alguna influencia
exterior, tal vez el
recuerdo de las flores que la señora L echó de menos, pudo
la idea de la
monografía del ciclamen haberse adherido a la idea de que el
ciclamen
es la flor favorita de mi esposa. No creo que estos
pensamientos, tan
poco notables, hayan sido suficientes para provocar un
sueño.
«No hace falta, señor, que venga un fantasma de la tumba
para
decírnoslo», como afirma Hamlet. Pero de pronto el análisis
me recuerda
que el nombre de la persona que había interrumpido nuestra
conversación era Gartner (jardinero), y que yo había pensado
que su
mujer tenía un aspecto floreciente; y ahora hasta recuerdo
que una de
mis pacientes, que lleva el hermoso nombre de Flora, fue,
durante un
rato, el tema principal de nuestra charla. Por medio de
estos lazos
intermedios de la esfera de las ideas botánicas debe haberse
efectuado
la asociación entre los dos acontecimientos del día, el
indiferente y el
estimulante. Luego se establecieron otras relaciones; por
ejemplo: la de
la cocaína, que puede, con entera propiedad, constituir un
eslabón entre
la persona del doctor Koenigstein y la monografía botánica
que yo había
escrito, asegurando de ese modo la fusión de los dos
círculos de ideas
para que una porción de la primera experiencia pueda ser
usada como
alusión de la segunda.
Preveo que esta explicación será tachada de arbitraria o
artificial. ¿Qué
habría sucedido si el profesor Gartner y su floreciente
esposa no
hubiesen aparecido, y si la paciente de la que hablábamos no
se llamara
Flora sino Ana? No es difícil contestar la objeción. Si esas
relaciones de
ideas no hubiesen estado disponibles, probablemente se
habrían elegido
otras. Es fácil establecer relaciones de esa índole, como lo
prueban
suficientemente las divertidas adivinanzas y los acertijos
con que solemos
entretenernos. El ingenio tiene un alcance ilimitado. Pero
avancemos un
paso más: si no se hubiesen establecido entre las dos
impresiones
diurnas asociaciones suficientemente fértiles, el sueño
habría seguido
sencillamente otro rumbo; otra de las tantas impresiones
indiferentes que
durante el día nos asaltan y olvidamos habría ocupado en el
sueño el
lugar de la monografía, y se habría asociado con el
contenido de la
conversación representándolo en el sueño. Como fue la
impresión de la
monografía la que estaba destinada a cumplir esa función y
no otra,
debemos suponer que probablemente era la que mejor se
prestaba al
efecto. No debemos sorprendernos, como el Hanschen Schlau,
de
Lessing, de que «solo los ricos del mundo son los que poseen
más
dinero».6
Los dos sueños anteriores permiten no solo estudiar la
aplicación de los principios generales de Freud en sueños
específicos, sino también comparar la interpretación de
Freud con la
que yo he sugerido en el segundo capítulo de este libro. En
la
interpretación del sueño de la desnudez, Freud sigue el
principio
general tal como lo hemos bosquejado más arriba. El sueño
constituye la satisfacción de deseos infantiles
irracionales, pero con
la influencia de la censura lo deforma y disfraza. El deseo
irracional
que se cumple es el deseo infantil exhibicionista de mostrar
los
órganos genitales. Pero nuestra personalidad adulta teme
esos
deseos y expresa turbación ante el cumplimiento del deseo
que
abriga nuestra supervivencia infantil.
Esta interpretación es sin duda correcta en muchos casos;
pero
no siempre, porque los contenidos de los sueños no son
necesariamente de naturaleza infantil. Freud pasa por alto
el hecho
de que la desnudez puede ser símbolo de cosas fuera del
exhibicionismo sexual. La desnudez puede ser, por ejemplo,
un
símbolo de sinceridad. Estar desnudo puede representar falta
de
afectación, y estar vestido puede representar la expresión
de
pensamientos y sentimientos que nos atribuyen y que en
realidad no
son los que sustentamos. El cuerpo desnudo simboliza de ese
modo
nuestro verdadero yo; las ropas, el yo social que siente y
piensa en
función del molde cultural corriente. Cuando alguien sueña
que está
desnudo, ese sueño puede expresar su deseo de ser él mismo,
de
abandonar la ficción, y la perturbación que experimenta en
el sueño
puede reflejar el miedo que siente de que los demás lo
condenen si
se atreve a ser él mismo.
La interpretación del cuento de Andersen en conexión con su
interpretación del sueño de la desnudez es un buen ejemplo
de la
comprensión errónea de un cuento de hadas, determinada por
la
afirmación de Freud de que los cuentos de hadas, como los
sueños
y los mitos, son necesariamente expresiones de deseos
sexuales
reprimidos. El cuento del traje nuevo del emperador no es la
expresión desfigurada de un deseo exhibicionista. Se refiere
a otra
experiencia totalmente distinta: a nuestra facilidad para
creer en las
maravillosas cualidades imaginarias de las autoridades y
nuestra
incapacidad para advertir su verdadera dimensión. El niño
que aún
no está suficientemente imbuido del respetuoso temor a la
autoridad
es el único que puede ver que el emperador está desnudo y no
lleva
ropas invisibles. Todos los demás, impresionados por la
amenaza
implícita de que el que no ve el traje no es bueno y
honesto, se
rinden a la sugestión y creen estar viendo lo que sus ojos
no pueden
de ningún modo ver. El tema del relato es la denuncia de las
pretensiones irracionales de las autoridades, y no el
exhibicionismo.
El sueño de la monografía sobre botánica es un excelente
ejemplo de la compleja trama de asociaciones que se teje en
un
brevísimo sueño. Los que tratan de interpretar un sueño
siguiendo el
hilo de las asociaciones provocadas por cada uno de sus
elementos
no pueden menos que sentirse impresionados por la abundancia
de
las asociaciones y por la manera casi milagrosa con que se
condensan en la textura del sueño.
La desventaja del ejemplo está en que Freud se abstiene de
darnos una interpretación amplia y menciona un solo deseo
expresado en el sueño, el de justificarse señalando sus
realizaciones. Si no insistiéramos, repito, en que todos los
sueños
expresan satisfacciones de deseos y admitiéramos que pueden
expresar toda clase de actividades mentales, llegaríamos a
otra
interpretación diferente.
El símbolo central del sueño es la flor seca. Una flor seca
y
cuidadosamente conservada contiene un elemento de
contradicción.
Es una flor, algo que representa vida y belleza, pero al
estar seca ha
perdido esa propiedad y se ha transformado en un objeto de
estudio
científico. Las asociaciones de Freud con el sueño señalan
esa
contradicción en el símbolo. Freud dice que la flor, el
ciclamen, cuya
monografía ha visto en el escaparate de la librería, es la
flor favorita
de su esposa, y se reprocha por no acordarse más a menudo de
llevarle flores a su mujer. Con otras palabras, la
monografía sobre el
ciclamen le despierta la sensación de que no cumple con ese
aspecto de la vida que es simbolizado por el amor y la
ternura. Las
demás asociaciones indican todas lo mismo, su ambición. La
monografía le recuerda sus investigaciones sobre la cocaína
y el
resentimiento que sintió por no haber sido valorado
suficientemente
por su descubrimiento. Le recuerda la decepción que sufrió
su ego
ante la falta de confianza del director del colegio en su
habilidad
para colaborar en la limpieza del herbario. Y las láminas
coloreadas
le recuerdan otro golpe experimentado por su ego, la broma
de su
colega por haberle salido mal una de las láminas.
El sueño parece, pues, expresar un conflicto que Freud
siente
intensamente al soñarlo y que no conoce en estado de
vigilia. Se
reprocha por haber descuidado aquel aspecto de la vida
expresado
por la flor y por su esposa, en favor de su ambición y su
orientación
parcial, intelectual y científica, hacia la vida. En
realidad, el sueño
expresa una profunda contradicción existente en la
personalidad y
en la obra de Freud. El tema principal de su interés y sus
estudios
es el amor y el sexo. Pero él es puritano; si algo
advertimos en él, es
una aversión victoriana hacia el sexo y el placer, combinada
con una
triste tolerancia hacia la debilidad del hombre en ese
terreno. Freud
secó la flor, más que dejarla viva; convirtió al sexo y al
amor en un
objeto de inspección y especulación científica. El sueño es
la
expresión de la gran paradoja de Freud: no es, como se ha
creído a
menudo erróneamente, el representante de «la atmósfera
inmoral
de Viena, sensual y frívola», sino por el contrario un
puritano que
pudo escribir tan libremente sobre el sexo y el amor porque
los
había puesto en un herbario. Su propia interpretación tiende
a
ocultar este conflicto descifrando erróneamente el
significado del
sueño.
La interpretación de Freud de los mitos y los cuentos de
hadas
sigue el mismo principio que el de su interpretación de los
sueños.
El simbolismo que encontramos en los mitos es considerado
por
Freud como una regresión a las primeras etapas del
desarrollo
humano en las que ciertas actividades, como la labranza y la
creación del fuego, estaban investidas de libido sexual. En
el mito,
esa primitiva y ahora reprimida satisfacción libidinosa se
expresa en
«satisfacciones sustitutas», que permiten al hombre limitar
la
satisfacción de los deseos instintivos al dominio de la
fantasía.
En los mitos, como en los sueños, los impulsos primitivos no
se
manifiestan abiertamente, sino que aparecen disfrazados. Los
mitos
tratan de aquellos impulsos cuya existencia normal en la vida
infantil
Freud ha creído descubrir; particularmente los deseos
incestuosos,
la curiosidad sexual y el temor a la castración. La
interpretación de
Freud del enigma de la esfinge es un ejemplo de su método de
interpretación de los mitos. La esfinge había estipulado que
la plaga
que amenazaba a Tebas con la extinción cesaría únicamente
cuando alguien hallara la solución correcta al enigma que
había
presentado. El enigma era el siguiente: primero está en
cuatro,
luego en dos, luego en tres. ¿Qué es? Freud considera que el
enigma y su respuesta, el hombre, son el disfraz de otra
cuestión
fundamental de la fantasía infantil, el enigma: «¿De dónde
vienen
los niños?». La interrogación de la esfinge tiene sus raíces
en la
curiosidad sexual del niño, curiosidad dominada y hecha
clandestina
por la autoridad paterna. Sostiene que el enigma de la
esfinge es la
expresión de la curiosidad sexual inherente al hombre y
profundamente arraigada en él, pero disimulada con el
disfraz de un
inocente ejercicio intelectual, bien alejado de la zona
prohibida del
sexo.
Jung y Silberer, dos de los discípulos mejor dotados de
Freud,
no tardaron en advertir el único punto débil de la
interpretación
freudiana de los sueños, y trataron de corregirla. Silberer
hizo una
distinción entre lo que él llamó la interpretación
«anagógica» y la
interpretación «analítica» de los sueños. Jung enfoca el
mismo
punto diferenciando entre la interpretación «previsora» y la
interpretación «retrospectiva». Ambos afirman que los sueños
representan deseos del pasado, pero que al mismo tiempo
están
orientados hacia el futuro y tienen la función de indicar
los
propósitos y los objetivos de la persona que sueña. Dice
Jung:
La psique es transición, y por lo tanto debe ser definida
bajo dos
aspectos. Por una parte, la psique presenta un cuadro de los
rastros y los
residuos de todo el pasado, y por la otra, pero expresado en
el mismo
cuadro, un bosquejo del futuro, ya que es la misma psique la
que crea su
propio futuro.7
Jung y Silberer sostuvieron que los sueños debían ser
entendidos en sus dos significados, el anagógico y el
analítico, y
había razones para creer que Freud aceptaría la
modificación. Pero
si existía el propósito de llegar a un entendimiento con
Freud, la
tentativa no dio resultado. Freud rechazó inflexiblemente la
modificación, insistiendo en que la única interpretación
posible de
los sueños era la que señalaba la teoría del cumplimiento de
los
deseos. Producida la separación entre la escuela jungiana y
la
freudiana, Jung trató de eliminar de su método los conceptos
de
Freud y reemplazarlos con otros nuevos; la teoría jungiana
de los
sueños cambió. Mientras Freud se inclinaba a confiar
principalmente
en las asociaciones libres y a entender los sueños como
expresiones de los deseos irracionales infantiles, Jung
prescindía
cada vez más de las asociaciones libres y con igual espíritu
dogmático tendía a interpretar los sueños como expresiones
de la
sabiduría del inconsciente.
Este punto de vista concuerda con su concepto general del
inconsciente. Jung cree que «el inconsciente es capaz de
asumir a
veces una inteligencia y una intencionalidad superiores a la
misma
perspicacia de la conciencia».8 Hasta aquí no tengo nada que
objetar a la afirmación, que concuerda con mis propias
experiencias
en materia de interpretación onírica, esbozada más arriba.
Pero
Jung prosigue declarando que ese hecho «es un fenómeno
religioso
fundamental y que la voz que habla en nuestros sueños no es
la
nuestra, sino una voz que llega de una fuente trascendente a
nosotros». A la observación de que «los pensamientos que la
voz
representa no son más que los pensamientos del mismo
individuo»,
responde:
Puede ser; pero yo diría que un pensamiento es mío cuando yo
lo
pienso; lo mismo que llamaría mío al dinero ganado u
obtenido por mí de
manera legítima y consciente. Si alguien me regalase dinero,
yo no diría a
mi benefactor: «Gracias por mi dinero», aunque luego pudiera
decir a
otras personas: «Este dinero es mío». Con la voz sucede lo
mismo. La
voz me da ciertos contenidos, exactamente igual que si un
amigo me
informara de sus ideas. No sería decente ni verídico sugerir
que lo que
me dice son ideas mías.9
En otra parte vuelve a sostener lo mismo, con mayor claridad
aún: «El hombre no se sirve de lo que piensa por sí mismo,
sino de
las revelaciones de una sabiduría más grande que la suya».
La diferencia entre la interpretación de Jung y la mía puede
compendiarse en la siguiente afirmación. Se admite que a menudo
somos más la siguiente y más honestos durmiendo que
despiertos.
Jung explica este fenómeno suponiendo una fuente de
revelación
que nos trasciende, y yo creo en cambio que lo que pensamos
cuando dormimos son pensamientos nuestros, y que existen muy
buenas razones para explicar el hecho de que las influencias
a las
que estamos sometidos en nuestra vida despierta tengan, en
muchos aspectos, un efecto embrutecedor sobre nuestras
realizaciones morales e intelectuales.
También aquí la presentación de un análisis onírico de su
autor
facilitará la comprensión del método jungiano. El sueño
pertenece a
una serie de más de cuatrocientos sueños anotados por un
paciente
de Jung. El sujeto es católico por su educación pero ha dejado
de
practicar el culto y no tiene interés en problemas
religiosos. El
siguiente es uno de sus sueños:
Hay muchas casas de aspecto teatral, como con una especie de
decorado escénico. Alguien nombra a Bernard Shaw. Se comenta
que la
obra que se va a representar se refiere a un futuro remoto.
Una de las
casas se distingue por un letrero en el que se lee la
siguiente inscripción:
Esta es la Iglesia católica universal.
Es la Iglesia del Señor.
Pueden pasar todos los que se sientan instrumentos
del Señor.
Y más abajo, en letras más pequeñas:
La Iglesia fue fundada por Jesús y Pablo.
Como una firma comercial que se jacta de su antigüedad. Digo
a mi
amigo: «Entremos a echar un vistazo». «No sé —me responde—
por qué
hay tanta gente que necesita reunirse con otros para
experimentar
sentimientos religiosos.» Pero yo le digo: «Tú eres
protestante; jamás lo
entenderás». Hay una mujer que aprueba moviendo
afirmativamente la
cabeza. Advierto en ese momento un cartel fijado en la pared
de la
iglesia. Dice así:
«¡Soldados!:
»Cuando sientan que están dominados por el poder de Dios, no
le
hablen directamente. El Señor no es accesible a las
palabras. Les
recomendamos asimismo, y perentoriamente, que no se dediquen
a
discutir los atributos del Señor. Sería en vano; porque todo
lo que tiene
valor e importancia es inefable.
»Firmado: El Papa... (pero el nombre es indescifrable)».
Entramos en la iglesia. El interior parece más una mezquita
que una
iglesia, y es particularmente similar a la de Santa Sofía.
No hay bancos,
lo que produce un maravilloso efecto de amplitud. Tampoco
hay
imágenes. Solamente aforismos, puestos en marcos y colgados
de las
paredes (como en Santa Sofía). Uno de los aforismos dice:
«No adules a
tu benefactor». La misma mujer que antes me había aprobado
con la
cabeza, se echa a llorar y dice: «¡Entonces no queda nada!».
Yo le
contesto: «A mí me parece muy bien»; pero ella desaparece.
Al principio me encuentro delante de una columna que
interrumpe mi
campo de visión; luego cambio de posición y veo una multitud
de gente
delante de mí. Yo no estoy con ellos, me quedo solo. Pero
los veo
claramente, y les veo incluso las caras. Pronuncian las
siguientes
palabras: «Confesamos que estamos dominados por el poder de
Dios. El
reino de los cielos está dentro de nosotros». Lo repiten
tres veces con
gran solemnidad. Luego el órgano ejecuta una fuga de Bach y
canta un
coro. A veces solo toca la música, otras veces se repiten
las siguientes
palabras: «Todo lo demás es papel», o sea, que no produce
impresión de
vida.
Cuando concluye la música, comienza la segunda parte de la
ceremonia, a la manera de las asambleas estudiantiles, en
las que
después de los asuntos serios viene la parte alegre de la
reunión. Hay
seres humanos serenos y juiciosos. Unos pasean de un lado a
otro, otros
hablan juntos, se saludan; les sirven vino del seminario
episcopal y otras
bebidas. Uno hace un brindis deseando a la iglesia un
desarrollo
favorable, y un altavoz radiofónico toca una pieza de música
popular con
el estribillo: «Charles también entró en la danza». Como si
de ese modo
se quisiera expresar el placer por la incorporación de
nuevos miembros
de la sociedad. Un sacerdote me explica: «Estas diversiones,
en cierto
modo frívolas, están oficialmente aceptadas y permitidas.
Tenemos que
adaptarnos un tanto a los métodos norteamericanos. Cuando
hay que
manejar grandes multitudes, como hacemos nosotros, es
inevitable. Sin
embargo, nos diferenciamos, por principio, de las iglesias
norteamericanas, en que fomentamos una orientación
decididamente
antiascética». Después de lo cual me despierto con una gran
sensación
de alivio.10
Tratando de interpretar el sueño, Jung afirma su
discrepancia
con Freud, que explica el sueño como una simple fachada
detrás de
la cual se ha ocultado cuidadosamente algo. Dice Jung:
No hay duda de que los neuróticos ocultan las cosas
desagradables,
probablemente en la misma medida que las personas normales.
Pero es
dudoso que esa categoría pueda ser aplicada a un fenómeno
tan normal
y difundido como es el de los sueños. Vacilo en creer que un
sueño
pueda ser otra cosa más de lo que parece. Me siento más
inclinado a
citar otra autoridad judía, la del Talmud, que dice: «El
sueño es su propia
interpretación». Dicho de otra manera, doy el sueño por
supuesto. El
sueño es un tema tan difícil e intrincado, que no me atrevo
a formular
ninguna conjetura acerca de su posible doblez. El sueño es
un hecho
natural y no existe ninguna razón en el mundo que nos
permita atribuirle
el carácter de un recurso taimado destinado a
desorientarnos. El sueño
se produce cuando la conciencia y la voluntad se hallan en
gran parte
amortiguadas. Parece ser un producto natural que también se
encuentra
en las personas no neuróticas. Además conocemos tan poco
sobre la
psicología del proceso onírico, que debemos ser más que
prudentes
cuando introducimos en su explicación elementos ajenos al
sueño mismo.
Por todas estas razones, sostengo que nuestro sueño habla
realmente
de la religión, porque eso es lo que se propone hacer. Como
el sueño es
detallado y consecuente, sugiere cierta lógica y una
determinada
intención, o sea que está precedido de un motivo del
inconscienteque
encuentra su expresión directa enel contenido onírico.11
¿Cómo interpreta Jung el sueño? Observa que la Iglesia
católica, aunque fuertemente recomendada, aparece unida a un
extraño concepto pagano que es irreconciliable con una
posición
fundamentalmente cristiana; que en todo el sueño de su
paciente no
hay ninguna oposición al sentimiento colectivo, a la
religión de
conjunto y al paganismo, con la única excepción del amigo
protestante que fue silenciado rápidamente. Explica a la
mujer
desconocida del sueño como la representación de un «alma»
que es
para él «la representación psíquica de la minoría de los
genes
femeninos existentes en un cuerpo masculino». El alma, por
regla
general, personifica al inconsciente y le otorga su carácter
puramente desagradable e irritante.
La reacción negativa del alma al sueño de la iglesia revela
que la parte
femenina del sujeto, o sea, su inconsciente, disiente de su
posición.
Inferimos del sueño, por lo tanto, que la mentalidad
inconsciente del
sujeto produce un compromiso liso y llano entre el
catolicismo y una joie
de vivre pagana. El producto del inconsciente no es
manifiestamente la
expresión de un punto de vista determinado o de una opinión
definida,
sino más bien la exposición dramática de una acción
deliberada. Quizá
podría ser formulada de la siguiente manera: «¿Qué me
importa la
religión? ¿No eres católico, tú? ¿No te basta con eso?». En
cuanto al
ascetismo, hasta la misma Iglesia tiene que adaptarse un
poco. Cine,
radio, colaciones espirituales. Y también un poco de vino
del seminario, y
unos amigos divertidos, ¿por qué no?12
Pero por alguna secreta razón la desvaída y misteriosa
mujer,
conocida participante de muchos sueños anteriores, parece
profundamente decepcionada y se retira.
Al describir a su paciente, Jung dice que lo había llevado a
su
consultorio una experiencia muy seria:
Siendo altamente racionalista e intelectual, había
descubierto que su
postura espiritual y su filosofía lo dejaban completamente
inerme frente a
su neurosis y sus fuerzas desmoralizadoras. No encontraba en
toda su
Weltanschauung (visión del mundo) nada que le ayudara a
adquirir
suficiente dominio de sí mismo. Estaba, por lo tanto, en la
situación de un
hombre abandonado por las convicciones y los ideales que
albergara
hasta poco antes. No es de ningún modo extraordinario que en
esas
condiciones un hombre vuelva a la religión de su infancia
con la
esperanza de encontrar en ella algo que le preste ayuda. No
fue, sin
embargo, una tentativa consciente o una resolución de
revivir sus
antiguas creencias religiosas. Fue solamente un sueño; es
decir, una
peculiar declaración producida por su inconsciente acerca de
su religión.
Como si el espíritu y la carne, eternos enemigos en la
conciencia
cristiana, hubiesen hecho las paces en la forma de una curiosa
atenuación de sus opuestas naturalezas. Lo espiritual y lo
mundano se
avienen en un inesperado sosiego. El efecto es, en cierto
modo, grotesco
y cómico. La inexorable severidad del espíritu parece estar
minada por
una alegría casi antigua, perfumada con vino y rosas. El
sueño describe,
indudablemente, una atmósfera espiritual y mundana que lima
las aristas
de un conflicto moral y sume en el olvido las penas y los
pesares
mentales.13
Por el sueño y la descripción que Jung da al soñador, su
interpretación no parece justificada. Es superficial y no
toma en
cuenta las fuerzas psíquicas subterráneas que han producido
el
sueño. En mi opinión, el sueño no es de ningún modo un
compromiso liso y llano entre lo mundano y la religión, sino
una
amarga acusación contra la religión y al mismo tiempo un
serio
deseo de independencia espiritual. La Iglesia es descrita
como un
teatro, una empresa comercial, un ejército. El mahometismo,
representado por Santa Sofía, es comparado favorablemente
con la
Iglesia cristiana, porque no tiene imágenes y solo cuadritos
con
aforismos como el que dice: «No adules a tu benefactor».
Este
aforismo, desde luego, es una creación del sujeto con la que
censura la costumbre de la Iglesia de adular a Dios. El
paciente
continúa burlándose de la Iglesia al soñar que el servicio
religioso
degenera en una alegre reunión en la que se sirven bebidas y
se
toca música popular con un estribillo que dice: «Charles
también
entró en la danza». (Jung no parece haber reparado en que la
frase
«Charles también entró en la danza» hace referencia a su
propio
nombre de pila, Carl [Charles], y que esa mención burlona
del
analista concuerda con el espíritu de rebelión contra la
autoridad
que prevalece en todo el sueño.) El sujeto destaca este
punto al
hacer admitir al mismo cura que la Iglesia debe emplear
«métodos
norteamericanos» para atraer grandes concurrencias.
El papel de la mujer del sueño solo se puede entender bien
si
se considera la tendencia rebelde, antiautoritaria, de todo
el sueño.
El sujeto, pese a su indiferencia consciente a la religión,
en un plano
psíquico más profundo sigue atado a ella, o mejor dicho, al
tipo
autoritario de religión que le enseñaron de niño. Su
neurosis es una
tentativa de liberarse de la servidumbre ante autoridades
irracionales; hasta entonces no lo había logrado, creando
como
consecuencia sus cuadros neuróticos. En el período en que se
produce el sueño, la tentativa de rebelarse, de librarse de
la
dominación de las autoridades, es un rasgo psíquico
dominante que
hace su aparición en la vida onírica. La mujer, que
probablemente
simboliza a la madre, comprende que si el sujeto repudia el
principio
autoritario de adular a la fuerte figura del padre (el
benefactor), se
haría hombre y la madre lo perdería. Por eso llora y dice:
«Entonces
no queda nada».
Al sujeto le preocupa, indudablemente, la religión, pero sin
llegar, como supone Jung, a un compromiso liso y llano con
ella,
sino a un concepto muy claro de la diferencia que existe
entre la
religión autoritaria y la humanista. La religión
autoritaria, sistema en
el que la obediencia es la virtud básica y en la que el
hombre se
achica y se reduce a la impotencia, otorgando toda la fuerza
y el
poder a Dios, es el tipo de religión contra el que lucha el
sujeto; esta
contienda es la misma que domina su vida personal, una
rebelión
contra cualquier clase de dominación autoritaria. Lo que
propugna
es la religión humanista, que pone el acento sobre la fortaleza
y la
bondad del hombre y para la cual la virtud no es la
obediencia sino
la realización de los poderes humanos de cada cual.14 La
ilación del
sueño lo hace evidente. El sujeto oye pronunciar a la
multitud, «de la
manera más solemne», estas palabras: «El reino de los cielos
está
dentro de nosotros... Todo lo demás es papel». El sujeto
ridiculizó a
la Iglesia tratándola de gran organización, como las
empresas
comerciales o el Ejército, la acusó de emplear la adulación
para
ganarse los favores de Dios, y ahora dice que Dios vive en
nosotros
y que fuera de esa experiencia «todo lo demás es papel»,
porque no
produce una viva impresión.
Idéntica orientación aparece en el segundo sueño del mismo
paciente, que Jung presenta en su libro Psychology and
Religion.15
El texto del sueño es el siguiente:
Entro en una casa solemne. Se llama «la casa de la serenidad
interior
o autorrecogimiento». En el fondo hay muchas velas
encendidas,
dispuestas de manera que formen cuatro puntas, como una
pirámide.
Hay un viejo junto a la puerta de la casa. Entra gente sin
hablar; muchos
permanecen inmóviles, reconcentrados. El viejo de la puerta
me habla de
los visitantes que acuden a la casa, y me dice: «Cuando se
van son
puros». Penetro en la casa y logro concentrarme
completamente. Una
voz dice: «Lo que haces es peligroso. La religión no es un
impuesto que
abonas para librarte de la imagen de la mujer, porque esa
imagen es
indispensable. ¡Ay de los que usan la religión para
sustituir a la otra parte
de la vida del alma! Están equivocados, y serán malditos. La
religión no
es un sustituto, es la última realización, añadida a todas y
cada una de
las restantes actividades del alma. Con la plenitud de la
vida engendrarás
tu religión, y solo entonces serás bendecido». Junto con la
última frase se
alcanzó a oír una música apagada, una sencilla tonada
ejecutada en un
órgano, que me recordó el «Fuego mágico», de Wagner
(Feuerzauber).
Salgo de la casa con la visión de una montaña llameante, y
recibo la
impresión de que un fuego que no se puede apagar debe ser un
fuego
sagrado.
En este sueño el sujeto ya no ataca a la Iglesia con la
forma
burlona de su sueño anterior. Formula un enunciado profundo
y
claro sobre la religión humanista opuesta a la religión
autoritaria.
Destaca sobre todo el siguiente punto: la religión no debe
tratar de
suprimir el amor y el sexo (la imagen de la mujer), y no
debe ser un
sustituto de esa parte de la vida. La religión no debe nacer
de la
supresión sino de la «plenitud de la vida». La última
declaración del
sueño, «de que un fuego que no se puede apagar debe de ser
un
fuego sagrado», se refiere, como se deduce claramente del
contexto
del sueño, a lo que se expresa con la «imagen de la mujer»,
el
fuego del amor y del sexo.
Este sueño es interesante como ejemplo de la clase de sueños
en los que la mente expresa pensamientos y juicios con una
claridad
y una belleza que el durmiente no ha alcanzado en su vida
despierta. Pero lo he citado principalmente para ilustrar
las
deficiencias de la interpretación parcial y dogmática de
Jung. Para
Jung, el «fuego inextinguible» simboliza a Dios, la «imagen
de la
mujer» y «el otro lado de la vida» representan al
inconsciente. Es
verdad que el fuego simboliza frecuentemente a Dios, pero
también
es cierto que a menudo es un símbolo de amor y de pasión
sexual.
Freud probablemente habría interpretado ese sueño como la
expresión no de una manifestación filosófica sino de la
satisfacción
de los deseos infantiles, incestuosos, del sujeto. Jung, con
igual
dogmatismo, ignora completamente este aspecto y solo piensa
en
simbolismos religiosos. Creo que la verdad no reside en
ninguna de
esas dos orientaciones. Al sujeto le preocupa realmente un
problema religioso y filosófico, pero no separa su
preocupación
filosófica de su ansia de amor. Por el contrario, declara
que no
deben ser separados, y censura a la Iglesia por su concepto
del
pecado.
Nuestra visión del sueño rescata la posibilidad de una súper
conciencia en él, pero también sabe que hay una transferencia del no ser que no
es posible en el sueño porque si no el sujeto despertaría, es decir que en
sueño tenemos la intuición despierta sin sufrir la mediación racional y
entonces sentimos el mundo, al punto que somos el mundo más allá de toda
individualidad pero no podemos socializar esa energía, es más todo no ser será percibido
como una pesadilla, por esto es tan importante despertar y socializar esa energía.
Más nuestros sistemas son también transferenciales, solo que
mediados por la razón ¿Pero y si dejáramos la mediación de la razón y pasáramos a un conocimiento espiritual inmediato?
Lo primero que diríamos es que se produciría un caos, cada
ego narcicista cargado de transferencia se intentaría imponer al otro en su
polimorfidad sexual perversa pero si realmente la transferencia se diera esos
egos desaparecerían en la propia transferencia, más esto tendría que ser una
decisión de la autoconciencia.
Hay dos maneras de enfrentar el sistema, o lo aceleramos a
un nivel en que el capitalismo se disuelva o lo alentamos a un nivel en que el
capitalismo no puede capitalizar, nosotros proponemos ambas y es que solo podemos ser progresivos si somos
regresivos.
Y entonces debe de haber comunidades en biotejido que se han entrenado para transferir tanto el
ser como el no ser es decir tanto para capitalizar como para socializar ese
entrenamiento alenta el sistema de tal
manera que lo hace casi imposible, de hecho lograr transferir es poder recibir
el llamado y dar respuesta y eso
exige ir al desierto para realmente
escuchar, es un salir del sistema una disidencia de el al punto que pone en
peligro nuestra propia sobrevivencia.
Pero una vez lograda la capacidad de transferir intuitivamente
el sistema alcanza la velocidad no de la luz sino del entrelazamiento cuántico,
claro el problema es que siempre va a ver contra transferencias, lo cual nos
llevara la biodramaturgia donde los conflictos serán terribles haciendo de las
comunidades en biotejido infiernos, pero sin contra transferencia no hay transferencia
sin conflicto no nos biotejemos, es el
conflicto el que nos abre cerrándonos, claro si nos quedamos en el conflicto
permaneceremos en un bucle contra transferencial que terminara por destruirnos
pero el entrenamiento es justamente para salir de estos bucles y lograr la
sintransferencia.
No se trata de eliminar la razón para lograr la intuición al
contrario la razón es la protagonista de la negación de la negación, pero en
esa negación de la negación la razón encarnada el logos se niega a sí mismo
para que el espíritu lo traspase dándose la transferencia.
Comprendamos este proceso económicamente.
1 dinero→(se transfiere a mercancía) 0 →(y luego la mercancía se transfiere a
capital) 10
Pero su vemos lo que hay en la mercancía es trabajo una transferencia
del no ser
1Dinero→0→(trabajo)→1(voluntad capacitada)→(mercancía)→0→1
capital
¿Qué es lo que ha pasado?
Que el capital se ha apropiado del trabajo veamos el fragmento de Marx donde esto queda
claro:
11.1. REVALORIZACIÓN. LAS TRES FORMAS DINERARIAS DEL CAPITAL
(407,32-410,28; 351,26-354,11) Para Marx el capital tiene en sí renovados
impulsos y logra superar la desvalorización esencial –hasta que su derrumbe se
produzca, pero por determinaciones “que no es aquí el lugar de analizar”: “Una
vez que el capital, a través del proceso de producción: 1) se ha valorizado, es
decir, creado un nuevo valor, 2) se ha desvalorizado, esto es, pasado de la
forma de dinero a la de una mercancía deter- minada, 3) se valoriza junto con
su nuevo valor cuando se lanza el producto a la circulación y, como M, es
intercambiado por D. Las dificultades reales de este tercer proceso estriban en
el punto en el que nos hallamos actualmente, donde el capital sólo se analiza
en general, sólo como posibilidades existentes” (407 ,32-40; 351, 26-34). El
capital se realiza al recuperarse como dinero –luego de la venta de la
mercancía: M es ahora D. Esta realización es analizada por Marx en tres
momentos. Primeramente, el capital se comporta como dinero; él mismo es la
medida del valor (era la primera función del dinero como mercancía todavía:
véase supra el parágrafo 4.4.b) que contiene el capital. “El capital
originariamente era de 100 táleros, al ser ahora de 110 la medida de su
valorización está puesta en su propia forma” (408,15-16; 352,5-7). Este ponerse
“el capital como dinero” es la realización del capital y el primer término del
ciclo originario, como veremos más adelante: “primera forma” del capital mismo,
como era (la medida del valor) la “primera determinación” del dinero (todavía como
mercancía). En segundo lugar, así como el dinero en su “segunda determinación”
se presentaba como “medio de circulación” (véase 4.4.c), de la misma manera el
capital se presenta bajo “la forma monetaria del capital” (408,28; 352,18).
Pero el capital, a diferencia del dinero que en el intercambio simple se cambia
por la mercancía que se consume (consumiéndose para el comprador igualmente el
dinero), se intercambia por “valores de uso peculiares, por un lado material en
bruto e instrumentos y por el otro capacidad viva de trabajo, en los cuales el capital puede comenzar de nuevo su
ciclo como capital” (408,32-35; 352,22-25).1 El capital comienza así un ciclo,
pero como capital propiamente dicho; inicia su circulación; es capital
circulant –dice Marx por primera vez (408, 36; 352,25). El capital es “puesto”
como mercancías (trabajomedios de producción): como medio de circulación. La
forma dineraria (Geldform) del capital ha sido negada, pero se mantiene como
valor en su segunda forma de mercancía. En tercer lugar, el capital puede
alcanzar una tercera forma, analógicamente con el dinero que tenía por tercera
determinación (primera forma del dinero como dinero, y no ya como mercancía)
(véase 4.4.d.l) en la forma autonomizada de tesoro, El capital “bajo la forma
de valor se relaciona consigo mismo, se convierte en mercancía y entra en la
circulación: Capital e interés” (409,18-20; 353,2-4). Aquí Marx realiza un
tránsito metodológico: “Esta tercera forma implica al capital bajo sus formas
anteriores y constituye al mismo tiempo la transición (Übergang) desde el
capital hacia los capitales en particular, los capitales reales; pues ahora,
bajo esta última forma, ya el capital se divide, conforme a su con- cepto, en
dos capitales de existencia autónoma. Con la dualidad está dada ya la
multiplicidad en general” (409,20-26; 353,4-10). Sabemos que el capital en
general, que es por ahora el objeto de estudio de Marx, es “una abstracción”,
pero “no una abstracción arbitraria, sino una abstracción que capta la
differentia specifica del capital en oposición a todas las demás formas de la
riqueza o modos en que la producción social se desarrolla. Trátase de
determinaciones que son comunes a todo capital en cuanto tal. . . Pero el
capital en general, diferenciado delos capitales reales en particular, es él
mismo una existencia real” (409,29-410,3; 353,14-25). Marx quiere aquí
distinguir dos formas de lo “en general”: una, como la forma universal o
“differentia specifica pensada” (410,21; 353,43) –la esencia abstracta o abstraída
del capital (véase supra, parágrafo 1.2); otra, por el contrario, una “forma
elemental (elementarischen Form)”
(410,7; 353,30); o, por ejemplo, la totalidad de un capital de un país con
respecto a otro (“El capital de una nación particular, que en contraposición a
otra representa par excellence al capital”; 410,15-16; 353, 38-39). Como puede
observarse, Marx tiene siempre una vigilancia metodológica, autoconciencia del
momento preciso en el que su discurso transcurre. Continuamente explica que
“aquí” no nos toca exponer esto o aquello, porque estamos siempre situados en
un nivel abstracto, en general, ya que el método consiste en “elevarse de lo
abstracto a lo concreto”. Marx era un filósofo y economista preciso,
meticulosamente metódico.
REALIZACIÓN DEL SER DEL CAPITAL Y DESREALIZACIÓN O EL NO-SER
DEL OTRO: EL TRABAJO VIVO (410,36-417,6; 354,10-359,44) En los parágrafos
siguientes, y aun en el capítulo 12, Marx avanza y retrocede, siempre teniendo
en cuenta el problema de la “realización” o el capital y el dinero. En este
parágrafo se situará principalmente la cuestión del capital como dinero
realizado (D2 del esquema 21), o el término del ciclo del capital originario (=
CO). En el próximo parágrafo (11.3) se avanza al capital como pluscapital II
(D3 ), fruto ya de un ciclo del capital como capital (que había alcanzado un
estadio de pluscapital I). En el parágrafo 11.4, por el contrario, volvemos
hacia atrás, hacia el dinero que había devenido la “primera forma” del capital
(D1 ) que supone el mero dinero como dinero (D del esquema 21), toda la
cuestión de la “acumulación originaria” –acumulación de dinero en un estadio de
precapital o de transición hacia el capital. Por ello, en el capítulo 12 damos
todavía otro paso atrás y nos internamos en uno de los capítulos más sugestivos
de los Grundrisse, a los presupuestos históricos del modo de producción
capitalista (es decir, a las etapas anteriores que desembocarán en el dinero,
D, todavía no-capital). Entremos entonces en el primer tema, en el orden en el
que la investigación de Marx va de hecho
ESQUEMA 21 CAPITAL ORIGINARIO, CAPITAL I Y CAPITAL II
Aclaraciones al esquema 21: D: dinero como dinero. CO:
capital originario; D1 : dinero como capital; T1 : primer trabajo vivo
asalariado; Mp1 : primer medio de producción; P1 : primer producto; M1 :
primera mercancía. C1 : capital con pluscapital I. CII: capital de capital, con
pluscapital II. La espiral es creciente, se va abriendo, valorizándose.
encarando la cuestión.2 Hay un cierto desorden, pero es lo propio de un pensar
que va constituyendo sus categorías por vez primera “sistemáticamente”. Marx
comienza la descripción comparando la “primera forma” en que apareció el
capital (dinero), que venía desde “afuera”
del capital mismo –porque simplemente todavía no existía: D1 ): “En la primera
aparición los supuestos mismos se presentaron desde afuera (äusserlich) como
provenientes de la circulación, como su- puestos exteriores para el surgimiento
del capital” (411,10-12; 354,22-25). Los “supuestos” (lo puesto debajo: sub)
del capital, evidentemente no son capital, pero una vez iniciado el ciclo del
capital propiamente dicho (CO) se alcanza plustrabajo que se objetiva como
“plusproducto (Surplusprodukt)”, el que, por su parte, se integra al capital
como dinero (D2 ): “El plusproducto en su totalidad –objetivación del
plustrabajo en su totalidad– se presenta ahora como pluscapital
(Surpluskapital) (en comparación con el capital originario [ursprünglichen
Kapital] antes de que el mismo emprendiera su ciclo)” (411,30-33; 355,1-4).
Marx realiza ahora tres indicaciones. En primer lugar, el “nuevo valor que se
contrapone al trabajo vivo como autónomo. . . es producto del trabajo” (412,
2-4; 355,14-17). El mismo trabajo ha producido los “poderes (Mächte)” que se
erigen independientemente ante él –tal como ya había indicado en los
Manuscritos del 44. En segundo lugar, las “formas particulares” que el valor
adopta para poder valorizarse de nuevo –para producir nuevo plustrabajo–, es
decir: la parte constante y el fondo de trabajo para pagar los salarios, son
“únicamente formas particulares del plustrabajo mismo” (412,12-13; 355,24-25).
El mismo trabajo vivo pone las condiciones para poder siempre recomenzar la
autoconservación y autorreproducción del capital. En tercer lugar, debemos
considerar la “separación absoluta respecto de la propiedad (Eigentums)”
(413,6-7; 356, 15-16): “El ser-para-sí (Fürsichsein) autónomo del valor frente
a la capaci- dad viva del trabajo –de ahí su existencia como capital. . . ; la
aje- nidad (Fremdheit) de las condiciones objetivas de trabajo ante la
capacidad viva del trabajo. . . de tal modo que se le contraponen como
propiedad ajena. . . como trabajo ajeno. Esta separación abso- luta entre
propiedad y trabajo. . . entre trabajo objetivado y trabajo vivo, entre el valor y la actividad creadora
de valor. . . esta separa- ción preséntase ahora también como producto del
trabajo mismo” (412,43-413,19; 356,8-29). Justamente, el capital como capital
tiene la propiedad de poder acumular trabajo, plustrabajo, plusproducto, y
mantenerlo “como autónomo e indiferente ante la capacidad viva de trabajo. . .
[El trabajo vivo] no sólo no sale del proceso más rico, sino más pobre (ärmer)
de lo que entró” (413,25-35; 356,35-44). El capital se las arregla para que el
trabajo vivo produzca “la riqueza ajena y la pobreza (Armut) propia, . . . la
capacidad de trabajo como la pobreza. . .”; como la “pobreza abstracta,
inobjetiva puramente subjetiva” (413, 42-414,2; 357,5-9). La cuestión es
entonces que se ha trastocado la apropiación: el trabajo ha puesto ante sí algo
ajeno. “En el pluscapital todos los elementos son producto de trabajo ajeno;
plustrabajo ajeno convertido en capital. . . Ha desaparecido aquí la pura
apariencia. . . de que el capital a partir de la circulación producía por su
parte algún valor” (414,14-24; 357,21-32). El capital no pone nada: el trabajo
pone todo. Ahora es el capital –trabajo objetivado– el que ejerce el “dominio”
y la “propiedad” sobre el trabajo vivo. La realización del capital –como “propiedad
ajena”– es la desrealización del trabajo vivo: “El trabajo no pone a su propia
realidad como ser para-sí, sino como mero ser para-otro. . .” (texto citado al
comienzo de este capítulo). El trabajo “extranjerizado”, hecho otro-que-sí:
acumulado como capital, trabajo alienado (no sólo objetivado sino vendido y en
manos del otro: vender por alienar un bien) le hace frente como un “Poder” que
lo explota. El capital, como riqueza, “como realidades fuera de él, pero como
realidades que le son ajenas, que constituyen la riqueza en oposición a él” (
415,16-18; 358,17-19). Por otra parte, el pluscapital producido, más el capital
originario, se divide en “una parte constante. . . y una parte variable”
(415,31-34; 358,33-35); una parte que consiste en “las condiciones objetivas”
para una nueva valorización (materia prima, máquinas, etc.) que han sido
“conservadas” por el trabajo vivo, y
otra parte, un “fondo de trabajo” para pagar el trabajo futuro (los salarios)
que también es producto del mismo trabajo vivo. Ahora el capital ha logrado la
condición de “riqueza imperecedera” (417,3-4; 359,42), ya que ha logrado
apropiarse (realización del capital por la propiedad del trabajo comprado) de
la fuente creadora de todo valor (trabajo que se desrealiza al ser subsubsumido
por el capital). 11.3. PLUSCAPITAL ORIGINARIO, PLUSCAPITAL ORIGINADO Y LA
INVERSIÓN DE LA LEY DE APROPIACIÓN (417,13-420,5; 360,1-362,32) Desde el punto
de vista del capital, éste se presenta ante el trabajo ajeno como posesor de
trabajo ya objetivado (la parte constante y el fondo de trabajo del capital):
“Para la formación del pluscapital I, si así denominamos al plus- capital tal
como sale del proceso originario (ursprünglichen) de pro- ducción, esto es,
para la apropiación de trabajo ajeno, de trabajo objetivado ajeno. . . , o de
los valores en que éste se ha objetivado, se presenta como condición el
intercambio de valores pertenecientes al capitalista. . . Se trata de valores
que no proceden de su intercam- bio con el trabajo vivo” (417, 23-37; 360,16-31).
Es decir, el primer dinero (D1 del esquema 21) no procede del capital (no es
fruto del plusvalor arrebatado al trabajo vivo), sino que procede de un dinero
(D) que no es capital. Pero una vez realizado el primer ciclo (CO) (el del
“capital originario”) se alcanza pluscapital (plusvalor acumulado como
ganancia). Si por su parte el primer pluscapital “es lanzado nuevamente al
proceso de producción” (417,39-40; 360, 33-34), en un segundo ciclo (CI),
alcanzará nuevo plusvalor, el que realizado consiste en el pluscapital II (D3
). Este nuevo pluscapital puede ser nuevamente lanzado en “un tercer proceso de
producción” (418,1; 360,36). Lo que aquí nos importa es que “este pluscapital
II tiene supuestos diferentes a los del pluscapital I” ¿Por qué? Simplemente,
porque el supuesto del pluscapital I era un dinero que subsumido como capital
tenía su origen en lo no-capital. Por el contrario, el pluscapital II tiene
como supuesto al capital como capital –que incluye plusvalor apropiado al
trabajo vivo. En este último caso: “La apropiación basada en trabajo ajeno se
presenta ahora como la condición simple de una nueva apropiación de trabajo
ajeno. . . O en otras palabras: se amplía el poder del capitalista, su
existencia como capital, contrapuesta a la capacidad viva de trabajo, y por
otra parte pone a la capacidad viva de trabajo, en su indigencia des- pojada de
sustancia y subjetiva, siempre de nuevo como capacidad viva de trabajo”
(418,19-35; 361,11-25). Se llega así a la extraña situación, jurídica y ética,
en la que todo derecho y moral han sido invertidos: “El derecho de propiedad se
invierte dialécticamente: del lado del capital, en el derecho al producto ajeno
o en el derecho de propie- dad sobre el trabajo ajeno. . . ; y del lado de la
capacidad de trabajo en el deber de comportarse frente a su propio trabajo o su
propio producto, como si estuviera ante una propiedad ajena” (419,8-14;
361,37-43). Para Kant, en la Crítica de la razón práctica, 3 el “bien supremo”
es la unidad entre la felicidad empírica y la virtud. Pero como esta identidad
es imposible que se dé necesariamente en esta vida, son necesarias las ideas de
inmortalidad y de un “dios” que paga méritos (como un banquero que paga
intereses), para que “en la otra vida” se le pague con “felicidad” la virtud de
la laboriosidad realizada “en esta vida”. El trabajador infeliz (ya que el
propietario del capital es virtuoso y feliz, pero ésta será la ética del
capitalismo triunfante de Hegel) debe cumplir por deber (el puritano “deber”
que se introyecta en la conciencia subjetiva del obrero, que Kant comenzó a
conocer en la ciudad de Königsberg, confederada en la burguesa Hansa) la
virtud: buen obrero aunque infeliz. Marx muestra aquí el fundamento de la ética
kantiana y su auténtico sentido. El capitalista tiene el derecho o la propiedad
sobre la felicidad porque tiene “derecho de propiedad sobre el trabajo ajeno”.
El obrero tiene el deber de trabajar, porque ha perdido la propiedad de su
trabajo, de su producto y del goce de la vida. Es un buen (bueno) infeliz (ya
que la felicidad sólo le tocará en la
otra vida del invertido cristianismo puritano, que contradice al cristianismo
de liberación que propuso el que dijo: “Bienaventurados los pobres. . .”, y no
“infelices los pobres. . .”) Este “trastocamiento” es un invertir (umschlagen),
entonces, el sentido real de la propiedad: ahora tiene derecho a la propiedad
el que roba; y el que trabaja ya no tiene derecho sobre su trabajo ni sobre su
producto. El trabajo era el fundamento de la propiedad del producto (también en
la visión primera del capitalismo: como propiedad del capital originario fruto
del trabajo –al menos en su formulación ideológica). Ahora todo se ha
invertido: “La separación (Trennung) radical entre la propiedad y aun más entre
la riqueza y el trabajo se presenta ahora como consecuencia de la ley que
partía de su identidad” (419,33-35; 362,16-18). En efecto, la ley de
apropiación –fundamento de la ideología capitalista y, por otra parte, natural
y universalmente aceptada– se enuncia: “La primer ley consiste en la identidad
del trabajo con la propiedad” (431,44-432,1; 373,41-42). Es decir, el
trabajador es naturalmente propietario de su trabajo y de su producto. La
inversión de dicha ley o segundo enunciado, dice: “La segunda [ley consiste] en
el trabajo como propiedad negada o en la propiedad como negación de la ajenidad
(Fremdheit) del tra- bajo ajeno (fremden)” (432,1-3; 373,42-44). Sólo a partir
de esta “inversión” (trastocamiento) de la propiedad es posible la acumulación
propiamente capitalista. Y, todo esto, asegurado en el tiempo gracias al
“derecho de la herencia, [por la que esta ley] adquiere una existencia que no
depende de la fortuita transitoriedad de los diversos capitalistas” (431,42-43;
373,38-40). De nuevo: “El proceso de valorización [es un] proceso de
apropiación: . . . que el plustrabajo sea puesto como plusvalor del capital
significa que el obrero no se apropia
del producto de su propio trabajo, que ese producto se le presenta como
propiedad ajena: a la inversa, que el trabajo ajeno se presenta al capital como
su propiedad” (431,35-39; 373,31-36). En este “malabarismo”, “pase de mano”
mágico-ideológico, se funda la moral burguesa o la anti-moral del trabajador
asalariado. La destrucción (negación de la inversión o poner de pie lo que está
de cabeza) de este “trastocamiento de la ley de apropiación” es el punto de
partida de la toma de conciencia de clase del trabajador. Descubrir la inmoral
destructividad del pretendido derecho del capital y del deber del obrero es el
comenzar a ver “con nuevos ojos” la realidad del trabajo vivo y del capital.
Y entonces la cuestión es
¿Como el trabajador se puede reapropiar del capital?
Si comprendemos que lo que ha sucedió en una traspaso donde
el capitalista ha traspasado al obrero subsumiéndolo, lo que debe suceder ahora
es un re traspaso donde el trabajador retraspase al capitalista, pero esto no
pude suceder porque el obrero está en el estomago del sistema capitalista y
desde ahí no tiene poder para retraspasar al capitalista, pero desde dentro del
sistema se puede alterar al sistema al punto de crear un estado no estado
dentro del estado capitalista, y este estado no estado que llamamos madre
estado podemos retraspasar el capital y socializarlo desde la intuición así
como capitalizar desde la intuición superando toda propiedad privada.
Así se invierte la figura y tenemos:
0 (Trabajo) → 1 dinero → 0 Mercancía→10 capital→0
socialización
Ahora es el capital el que está subsumido y la riqueza se hace realidad socializándola
en las comunidades en biotejido.
Vemos por ahora las leyes de la transferencia ontológica para
ver cómo funciona, comprendamos que estas leyes no están dadas desde el entendimiento
si no desde la autoconciencia y entonces no son leyes mecánicas ni inamovibles sino en permanente recreación según
su funcionamiento y operación.
https://www.youtube.com/watch?v=CqQUX8nIP1A&list=PL46-B5QR6sHntg3995-PvwyzUGZu4epRU&index=217&t=70s
algebra de boole
A la ley conmutativa del algebra de bool le contestamos con
la ley conmutativa no conmutativa
Recordemos que el principio de la docta ignorancia nos dice
que el ser y el no ser son lo mismo y no
lo son por lo tanto:
1→0→1→0→1→0→1→0→10 =
≠ 10←1←0←1←0←1←0←1←0
Esto aplicado al campo económico es la capitalización y la socialización, una es reflejo de la
otra en sí son lo mismo, pero son dos cosas distintas así una puede apropiarse
de la otra más si no se dan ambas no hay verdadera riqueza.
2 comentarios:
Extraordinario
Bergson, que texto tan bello. Fromm. El sueño según Freud, la mercancía como unidad económica. Y todo entendido desde lo simbólico intuitivo, que en el concepto y la fórmula científica casi desaparecen. La religión y el arte como intuición. Sensacional
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