Del materialismo histórico a la meta historia
El mal no prevalecerá, paz para todo el mundo
Ya han pasado diecisiete días desde que no puedo
dormir. No hablo de insomnio. Sé algo sobre el insomnio. Cuando estudiaba en la
universidad, padecí algo parecido. Digo algo parecido, porque no estoy segura
de que coincida del todo con lo que la gente suele llamar insomnio. Si hubiera
ido a un hospital, sin duda me habrían aclarado de qué se trataba, pero lo
cierto es que no fui. No me iba a servir de nada. Lo sabía a pesar de no tener
ninguna razón especial para pensar algo así. Intuía que era inútil, por eso ni
siquiera se lo dije a mi familia o a mis amigos. De haberlo hecho, me habrían
recomendado ir al médico cuanto antes.
Aquella cosa parecida al insomnio duró cerca de un
mes, un tiempo en el que no disfruté de nada que se pueda considerar un sueño
decente. Me acostaba por la noche con el firme propósito de dormir y, al
instante, como por un acto reflejo, me despertaba. Cuanto más me esforzaba,
peor. Probé con el alcohol y con las pastillas sin ningún resultado.
Cuando ya estaba a punto de amanecer, dormitaba un
poco, pero no era un sueño de verdad. Como mucho tenía la impresión de
acariciarlo con las yemas de los dedos. Mi conciencia seguía despierta y me
veía a mí misma al otro extremo de la habitación separada por un fino tabique.
Mi cuerpo flotaba en la tenue luz de la mañana, a pesar de lo cual aún notaba
claramente mi respiración. El mío era un cuerpo que se esforzaba por dormir
dominado por una conciencia en alerta constante.
Esa especie de duermevela duraba todo el día. Tenía
la cabeza envuelta en una niebla permanente. Era incapaz de calcular la
distancia exacta de las cosas, la cantidad, el tacto. La somnolencia me llegaba
por oleadas, a intervalos exactos. Me quedaba dormida sin querer en el tren, en
el pupitre de clase, en mitad de una cena. La conciencia se alejaba de mí sin
darme cuenta. El mundo empezaba a temblar sin hacer ruido. Se me caían las
cosas de las manos, los lápices, el bolso, el tenedor, y provocaban un
estruendo al golpear el suelo. Solo quería dormir profundamente allí donde
estuviese. Sin embargo, me resultaba imposible. La vigilia rondaba siempre
cerca. Sentía su gélida sombra, que en realidad era la mía. Qué extraño, me
decía soñolienta. Estaba dentro de mi sombra. Caminaba, comía y hablaba medio
dormida, pero por alguna razón nadie se percataba de que me encontraba en una
situación límite. En ese mes adelgacé seis kilos y ni mi familia ni mis amigos
se dieron cuenta. No notaron nada.
Vivía literalmente adormilada. Mi cuerpo llegó a
perder la sensibilidad como el cadáver de un ahogado. Estuviera donde
estuviera, todo se me antojaba turbio, sordo. Imaginaba que si se levantaba un
fuerte viento, arrastraría mi cuerpo a una tierra lejana de la que no tenía
noticias, en el fin del mundo. De ocurrir eso, cuerpo y conciencia se
separarían para siempre. Quería agarrarme con fuerza a algo, pero no había nada
donde agarrarme.
Caía la noche y regresaba la intensa vigilia ante
la cual me sentía impotente, como si estuviera encerrada en su núcleo, atrapada
por una enorme fuerza. Solo podía quedarme dócilmente despierta hasta el
amanecer. En las horas más oscuras de la noche, yo estaba despierta. No podía
pensar en nada. Tan solo escuchaba el sonido de las agujas del reloj marcando
el paso del tiempo. La noche se oscurecía cada vez más y, a partir de cierto
momento, empezaba a clarear.
Y un buen día, sin previo aviso, terminó todo. No
hubo presagios ni nada que lo anunciara. Simplemente se terminó. Cuando estaba
desayunando en la mesa de la cocina me sobrevino un sueño más grande que yo que
casi me dejó inconsciente. Me levanté sin decir nada. Tal vez tiré sin querer
algo de la mesa. Quizá me preguntaron algo, pero no recuerdo nada. Fui hasta mi
habitación dando tumbos, me metí en la cama sin cambiarme y me quedé dormida
durante veintisiete horas seguidas. Mi madre estaba muy preocupada. Trató de
despertarme en varias ocasiones. Me sacudió e incluso me dio una bofetada, pero
no sirvió de nada. No reaccionaba. Durante esas veintisiete horas no me
desperté un solo momento, y cuando al fin lo hice, era la de siempre. La misma
de antes. Quizá.
No sé qué me curó el insomnio. Es un misterio.
Había aparecido como una amenazante nube negra arrastrada desde muy lejos por
el viento. Estaba cargada de cosas siniestras desconocidas para mí. Nadie sabía
de dónde venía y adónde se dirigía, pero ahí estaba, ocultando el cielo sobre
mi cabeza, y un buen día desapareció.
De todos modos, aquello poco tiene que ver con lo
que me sucede ahora. Todo es diferente. La única semejanza es que no puedo
dormir un solo momento. Aparte de eso, el resto es normal. Me encuentro bien,
no estoy adormilada y tengo la conciencia clara y equilibrada. Quizá más clara
de lo normal. Mi cuerpo no acusa nada, siento apetito, no estoy cansada y en mi
vida cotidiana no hay ningún problema. Lo único que sucede es que no puedo
dormir.
Ni mi marido ni mi hijo se han dado cuenta de nada.
Tampoco yo lo he mencionado. No quiero que me pidan que vaya al médico. Sé
perfectamente que no serviría de nada. Lo sé. No es la clase de dolencia que se
soluciona con unas pastillas. Es algo que debo solucionar por mí misma.
Por eso no sospechan nada. En apariencia, mi vida
sigue como de costumbre, en paz, rutinaria. Después de despedir a mi marido y a
mi hijo por la mañana, voy a comprar en mi coche. Mi marido es dentista. Su
consulta está a diez minutos en coche de casa. Su socio es un compañero de la
universidad y pueden permitirse tener contratada a una recepcionista y a un
mecánico dentista. Cuando uno está muy cargado de trabajo, el otro le echa una
mano. Son buenos profesionales y, aunque la consulta solo lleva abierta cinco
años y no tenían contactos ni nada por el estilo, les va muy bien. Casi
demasiado bien. Mi marido suele quejarse de que trabaja demasiado, pero
enseguida se da cuenta y se calla.
Yo siempre le digo: «Es cierto, no puedes
quejarte». Tuvimos que pedir un préstamo al banco para abrir la consulta, mucho
mayor de lo que habíamos imaginado en un principio. Una clínica dental exige
una fuerte inversión en equipos e instalaciones y la competencia es feroz. Los
pacientes no aparecen de la nada el día después de abrirla. De hecho, muchas
deben cerrar al no tener suficiente clientela.
Cuando la abrimos aún éramos jóvenes, pobres y con
un niño recién nacido. Resultaba imposible saber si seríamos capaces de
sobrevivir en un mundo tan despiadado, pero al cabo de cinco años y a pesar de
todas las dificultades, puedo decir que lo hemos logrado. No podemos quejarnos.
Aún quedan por devolver casi dos tercios del crédito. «Quizá los pacientes van
por lo guapo que eres», suelo decirle. Es una broma habitual entre nosotros. No
es guapo para nada, más bien al contrario. Tiene una cara extraña y a veces me
pregunto por qué me casé con un hombre con semejante cara si yo tenía
pretendientes mucho más agraciados.
No encuentro las palabras adecuadas para explicar a
qué me refiero con eso de la cara extraña. No es guapo, pero tampoco feo.
Tampoco es que tenga un encanto desmedido. Sinceramente, solo puedo describir
su cara con una palabra: rara. Ambigua sería quizá más preciso, pero no se
trata solo de eso. Hay algo que provoca esa ambigüedad. Me doy cuenta de ello,
pero me siento incapaz de comprender el calado de esa rareza. En una ocasión
traté de dibujar su cara. Fue inútil. Me puse delante del papel con un lápiz y
no me acordaba de sus rasgos. Me asusté. Ya vivíamos juntos desde hacía mucho
tiempo y, sin embargo, no me acordaba. Obviamente puedo reconocerle sin ningún
problema e incluso tengo una imagen suya en mi cabeza, pero si se trata de
dibujarle no hay nada que hacer. Es como si chocase contra un muro invisible.
Solo recuerdo que su cara es rara.
Eso me inquieta.
No obstante, es una de esas personas a las que todo
el mundo les tiene simpatía, una ventaja considerable en su profesión. Aunque
no hubiera sido dentista, estoy convencida de que habría tenido éxito en
cualquier profesión. Cuando hablan con él o le ven, la mayoría de las personas
se tranquiliza casi sin darse cuenta. Antes de conocerle, nunca había visto un
efecto semejante. Mis amigas están encantadas con él y yo también, por
supuesto. Creo que le quiero, pero si tuviera que ser sincera conmigo misma
diría que no me gusta especialmente.
Sonríe con la espontaneidad e inocencia de un niño.
Los hombres adultos no suelen sonreír así. Tal vez sea lo lógico en su
profesión, porque tiene unos dientes preciosos.
«No es culpa mía ser tan guapo», dice siempre con
una sonrisa. Nuestra pequeña broma particular. Solo nosotros entendemos el
sentido. Es una constatación de la realidad, del hecho de que, de un modo u
otro, hemos logrado sobrevivir. Es un ritual importante.
Cada mañana a las ocho y cuarto sale con su Nissan
Bluebird del garaje del bloque de pisos donde vivimos. Nuestro hijo se sienta a
su lado. El colegio está de camino a la clínica. «Ten cuidado», le digo yo. «No
te preocupes», contesta él. Siempre lo mismo. No puedo evitar decirlo y él no
puede evitar responderme. Pone un disco de Haydn o de Mozart en el reproductor
del coche, arranca canturreando y los dos se marchan agitando las manos. Es un
gesto en el que se parecen tanto que casi me resulta extraño. Inclinan la cara
en el mismo ángulo, levantan la palma de la mano hacia mí de la misma manera y
la agitan de derecha a izquierda con un ligero movimiento, como si hubiesen
aprendido una coreografía.
Tengo mi propio coche. Un Honda Civic de segunda
mano. Una amiga me lo vendió casi regalado hace dos años. El parachoques está
abollado, es un modelo antiguo y la carrocería está oxidada en muchos sitios.
Tiene más de ciento cincuenta mil kilómetros y de vez en cuando, una o dos
veces al mes, se niega a arrancar. Por mucho que gire la llave de contacto, el
motor no responde, pero no hace falta llevarlo al taller. Lo mimo un poco, dejo
que descanse diez minutos y luego el motor hace brum y empieza
a moverse. Qué le vamos a hacer. Todos podemos sentirnos mal una o dos veces al
mes. Hay muchas cosas que no marchan. El mundo es así. Mi marido se refiere a
mi coche como «tu burro», pero diga lo que diga es mío.
Voy con mi Honda Civic a comprar al supermercado.
Después vuelvo a casa, limpio, pongo la lavadora y preparo la comida. Procuro
darme prisa y si me da tiempo preparo la cena. Así tengo las tardes libres.
Pasadas las doce del mediodía mi marido vuelve para
el almuerzo. No le gusta comer fuera. Se queja de que los restaurantes están
llenos, la comida es mala y la ropa coge olor a tabaco. Aunque pierda tiempo en
ir y venir, prefiere comer en casa. No preparo nada que me lleve demasiado
tiempo. Si hay sobras del día anterior las caliento en el microondas, y si no,
comemos fideos de trigo sarraceno. Preparar la comida no me da demasiado
trabajo. Yo también prefiero comer con él en lugar de hacerlo sola, en
silencio.
Al poco de abrir la clínica no tenía citas a primera
hora de la tarde y después de comer nos acostábamos. Era una costumbre
maravillosa. Todo estaba en silencio a nuestro alrededor, la luz tranquila de
primera hora de la tarde inundaba la habitación. Éramos jóvenes, éramos
felices.
Ahora también somos felices. Lo creo sinceramente.
No hay problemas en casa. Quiero a mi marido y confío en él. Estoy segura de
que él siente lo mismo por mí. Sin embargo, a medida que pasan los meses y los
años la vida cambia. Ahora tiene las tardes ocupadas. Cuando termina de comer,
se lava los dientes y vuelve enseguida a la clínica. Le esperan una multitud de
dientes enfermos, pero no pasa nada. Los dos sabemos que no podemos pedir
demasiado.
Cuando se marcha, meto el bañador y una toalla en
la bolsa de deporte y me voy al gimnasio que queda cerca de casa. Nado
alrededor de media hora. Me esfuerzo mucho y no porque me guste la natación,
sino para no coger peso. Siempre me ha gustado mi cuerpo. La cara no,
honestamente. No es que esté mal, pero no me convence. En cambio, me gusta
mirarme desnuda en el espejo, contemplar las líneas suaves del cuerpo, una
vitalidad que me parece equilibrada. Me da la impresión de que contiene algo
muy importante para mí. No sé qué es, pero no quiero perderlo. No debo hacerlo.
Tengo treinta años. Al llegar a esa edad, una se da
cuenta enseguida de que el mundo no se acaba. No es que me alegre cumplir años,
pero en muchos sentidos me alivia hacerlo. La cuestión es cómo afrontarlo,
aunque una cosa está clara: si a una mujer de treinta años le gusta su cuerpo y
desea mantenerlo, no le queda más remedio que esforzarse. Aprendí la lección de
mi madre. Hace años era una mujer delgada, esbelta. Ahora ya no. No quiero que
me ocurra lo mismo.
Después de nadar hago otras cosas en función del
día de la semana. A veces voy cerca de la estación a mirar tiendas o regreso a
casa y me siento a leer en el sofá, pongo la radio e incluso me quedo dormida.
Mi hijo no vuelve tarde del colegio. Espero a que se cambie para darle la
merienda. Luego sale a jugar un rato con sus amigos. Está en segundo de
primaria y aún no tiene necesidad de ir a clase de apoyo ni a ninguna actividad
extraescolar. A mi marido le parece bien que juegue. Mientras lo haga, crecerá
con naturalidad. Eso dice. Antes de salir de casa, le digo que tenga cuidado y
él responde: «No te preocupes», como su padre.
Al atardecer empiezo a preparar la cena. Mi hijo
vuelve antes de las seis. Se sienta en el cuarto de estar a ver dibujos
animados en la tele. Si no hay imprevistos, mi marido llega antes de las siete.
No bebe alcohol y no le gustan las relaciones sociales. Termina el trabajo y
regresa a casa directamente. Durante la cena hablamos de las cosas del día.
Nuestro hijo siempre es quien más cosas tiene que contar. Es lógico. Todo
cuanto le ocurre es nuevo y misterioso. Habla y nosotros le damos nuestras
impresiones. Después de cenar se entretiene un rato con alguno de sus juguetes
favoritos. A veces ve la televisión y a veces lee un cuento. Suele jugar con mi
marido. Cuando tiene deberes, se encierra en su cuarto hasta que los termina y
a las ocho y media se acuesta. Le tapo con el edredón, le acaricio la cabeza,
le doy las buenas noches y apago la luz.
Después llega nuestro tiempo de pareja. Mi marido
se sienta a charlar conmigo mientras hojea el periódico de la tarde. Habla de
algún paciente o comenta alguna noticia. Luego escucha a Haydn o a Mozart. No
me desagrada su música, pero por mucho que la escuche no soy capaz de
distinguir a uno del otro. Me suenan igual. Se lo comento y él dice que dan igual
las diferencias. Las cosas bellas lo son por sí mismas y nada más. Así están
bien.
—Como tú —le digo yo en broma.
—Como yo —responde con una amplia sonrisa de hombre
complacido.
Así es mi vida. Quiero decir, mi vida antes de no
poder dormir. Una repetición de lo mismo día tras día. Llevo un diario sin
grandes pretensiones, y cuando me salto un par de días, ya no puedo distinguir
entre uno y otro. Si cambio ayer por anteayer, en realidad no hay ninguna
diferencia. A veces me pregunto qué clase de vida es esta. No es que me sienta
vacía, simplemente me sorprende ser incapaz de distinguir entre ayer y anteayer
por el hecho de llevar esta vida, que me ha tragado por completo y en la que ni
siquiera puedo dar media vuelta para mirar mis propias huellas antes de que las
borre el viento. Cuando me siento así, me miro en el espejo del baño. Me quedo
así unos quince minutos sin pensar en nada, tratando de vaciar mi cabeza. Me
miro como si mi cara no fuera más que un objeto. Poco a poco el rostro se
separa de mí, como si adquiriera existencia propia. En ese momento comprendo
que eso solo ocurre en los momentos de presente puro. Me dan igual mis huellas.
Existo en el presente y eso es lo único que importa.
Ahora no puedo dormir, y desde que no puedo hacerlo
he dejado de llevar el diario.
2
Recuerdo perfectamente la primera noche que no pude
dormir. Tenía un sueño muy desagradable. Un sueño oscuro, viscoso. No recuerdo
qué era, solo me acuerdo de que tenía un tacto siniestro y de que en el momento
álgido me desperté. Fue justo antes de pasar el punto de no retorno. Me
desperté sobresaltada como si algo tirase de mí para que regresara. Respiraba
muy agitadamente. Tenía las extremidades paralizadas, no podía moverme. Tumbada
en la cama, escuchaba mi respiración como si estuviera encerrada en una
caverna.
«Solo es una pesadilla», me dije. Me puse boca
arriba y esperé hasta que se me calmara la respiración. El corazón me latía
deprisa y, para ayudar a bombear la sangre, los pulmones se inflaban y
desinflaban como un fuelle. La cadencia disminuyó a medida que pasaba el
tiempo. Me pregunté qué hora sería. Quería mirar el reloj que había en la
mesilla, pero no podía torcer el cuello. En ese instante me pareció ver algo al
pie de la cama. Algo semejante a una sombra oscura, tenue. Me quedé sin
respiración. El corazón, los pulmones, todos los órganos de mi cuerpo dejaron
de funcionar como si se hubieran congelado. Agucé la vista.
La sombra pronto adquirió una forma concreta, como
si hubiera estado esperando el momento oportuno. Los perfiles se definieron, se
llenaron de una sustancia, empezaron a notarse los detalles. Era un hombre corpulento,
vestido con ropa negra y blanca. Tenía el pelo largo, gris, las mejillas
Terminaban en una barba profética que me
pareció graciosa. ¡Dios lo reconocí! Era el fantasma comunista, era el rostro
de Marx sonriendo. Estaba de pie al borde de la cama. Me miraba fijamente con
ojos penetrantes sin decir nada. Pude ver incluso las venas que atravesaban el
blanco de sus grandes globos oculares. Era una cara con expresión, llena, de
aquellas que pueden llenar un agujero en
la oscuridad.
No era un sueño, pensé. No me había despertado poco
a poco sino de golpe. No, eso no era un sueño. Era la realidad. Traté de
moverme. Quería despertar a mi marido, al menos encender la luz, pero por mucho
que me esforzara era incapaz de mover un solo dedo. Al comprender mi situación
sentí miedo. Verdadero terror. Un frío glacial que brotaba del fondo de un pozo
sin memoria y que terminó por filtrarse en la mismísima raíz de mi existencia.
Quise gritar. Nada. La voz no me salía del cuerpo. La lengua no respondía a los
estímulos nerviosos. Mi única opción era mirar al anciano.
Llevaba algo en la mano. Un objeto fino, alargado y
redondeado que desprendía un resplandor blanco. Al mirarlo fijamente empecé a
distinguirlo con más claridad. Era una jarra; una jarra antigua de porcelana.
Al cabo de un rato la levantó y vertió agua sobre mis pies. Sin embargo, no
sentía nada. Podía ver cómo caía, escuchar el ruido, pero no sentía nada.
Marx no
dejaba de echar agua sobre mis pies. Por mucha agua que vertiera nunca se
acababa. Pensé que de seguir así, mis pies terminarían por pudrirse. No era
nada descabellado al ver la cantidad de líquido que caía. No aguantaba más.
Cerré los ojos y grité tan fuerte como pude, pero
el grito no salió de mi interior. Las cuerdas vocales no eran capaces de hacer
vibrar el aire. Fue un grito sordo que solo resonó en el vacío, un grito que
recorrió mi cuerpo sin encontrar la salida. Mi corazón se detuvo. Me quedé en
blanco. El grito penetró en cada una de mis células. Dentro de mí murió algo,
se desintegró, como el resplandor provocado por una explosión que hubiera
destruido todas las cosas de las que dependía mi existencia.
Cuando abrí los ojos, Marx había desaparecido. Tampoco estaba el jarrón
por ninguna parte. Me miré los pies. Ni rastro de agua. El edredón estaba seco.
Mi cuerpo, sin embargo, estaba empapado en sudor. Nunca había imaginado que
fuera capaz de sudar así. Moví un dedo detrás de otro. Después doblé el brazo,
moví los pies en círculos, levanté las piernas. No lograba hacerlo con
movimientos suaves, pero al menos era capaz de moverme. Me levanté despacio,
con precaución. Escruté hasta el último rincón de la habitación iluminada por
la luz tenue de una farola de la calle. El anciano había desaparecido.
El reloj marcaba las doce y media. Apenas había
dormido una hora y media desde que me acosté. Mi marido estaba profundamente
dormido. Su respiración era imperceptible, como si hubiera perdido la
conciencia. En cuanto conciliaba el sueño, no se despertaba a menos que
sucediera algo verdaderamente grave.
Fui al baño. Me quité el camisón, lo metí en la
lavadora y me duché. Me sequé y me puse un camisón limpio que había en el
armario. Encendí una lámpara en el salón y me senté para tomar un pisco. Casi
nunca bebo. No porque tenga una especie de incompatibilidad, como mi marido. De
hecho, antes bebía bastante, pero después de casarme lo dejé de golpe. Esa
noche tenía que beber algo para calmar los nervios.
El único alcohol que había en casa era una botella
de cholo Matias olvidada en una estantería. Un regalo de no sé quién de hacía
siglos. La botella estaba cubierta de polvo. Como no tenía vasos para pisco, me
lo serví en uno corriente y di un sorbo.
Aún temblaba, pero el miedo se fue disipando poco a
poco.
Debía de haber sido una especie de trance. Nunca
había experimentado nada semejante, pero sí había oído hablar de ello a una
amiga de la universidad que había sufrido uno. Me contó que todo ocurría con
tal claridad, que ni siquiera podías creer que fuera un sueño. Tal cual. No
creía que lo que acababa de vivir fuera un sueño, pero al parecer no podía ser
otra cosa. Un sueño que no parecía un sueño.
Aunque el pánico se diluía, no dejaba de temblar.
Mi piel vibraba como las ondas en la superficie del agua después de un
terremoto. Un temblor visible a simple vista. El epicentro era ese terrible
grito que no había encontrado la forma de salir del cuerpo.
Cerré los ojos y di otro sorbo de coñac. Sentí cómo
el líquido hirviente bajaba por la garganta hasta el estómago, como si fuera un
ser vivo.
Me acordé de mi hijo y el corazón me dio un vuelco.
Me levanté del sofá y me apresuré a su habitación. Estaba profundamente
dormido. Tenía una mano en la boca y la otra extendida hacia un lado. Dormía
tranquilo, como mi marido. Le tapé bien con el edredón. No sabía qué era
aquello que me había atacado con semejante virulencia, pero solo se había
dirigido a mí. Ellos dos no se habían enterado de nada.
Regresé al salón y me puse a dar vueltas sin
propósito. No tenía nada de sueño.
Pensé en servirme otro vaso de pisco. Quería beber
más, calentarme, calmar los nervios, sentir otra vez ese olor fuerte en mi
boca. Vacilé y al final decidí no tomar más para evitarme la resaca del día
siguiente. Dejé la botella en su sitio y fregué el vaso. Saqué unas fresas de
la nevera.
Antes de darme cuenta, el temblor había
desaparecido casi del todo.
¿Porque Marx se me había aparecido vestido de negro y blanco? Jamás había sido marxista. Su sonrisa era de lo más extraña, como si celebrara una
victoria. Era la primera vez que veía una sonrisa así como llena de gloria.
Igual que sus ojos rojos, que ni siquiera parpadeaban. ¿Qué quería de mí? ¿Por
qué me había echado agua en los pies? ¿Por qué tenía que hacer algo así?
No entendía nada. No recordaba nada.
Mi amiga de la universidad sufrió el trance un día
que dormía en casa de su prometido. Se le apareció en sueños un hombre de unos
cincuenta años. Tenía un semblante serio y le dijo que se marchara de aquella
casa. Fue incapaz de moverse. Estaba empapada en sudor, como yo. Pensó que era
el fantasma del padre fallecido de su novio. Se le había aparecido para decirle
que se marchara de allí, pero al día siguiente, cuando su novio le enseñó una
foto de su padre, descubrió que su cara era completamente distinta. Lo achacó a
un exceso de nervios. Yo, en cambio, no estaba nerviosa en absoluto y, encima,
estaba en mi casa. No había nada amenazante. ¿A qué se debía entonces que
hubiera pasado por semejante experiencia?
Sacudí la cabeza. Debía apartar esos pensamientos
de mí. Eran inútiles. Solo se trataba de un sueño más real de lo normal. Quizás
estaba más cansada de lo que pensaba. Quizá por el partido de tenis que había
jugado dos días antes. Después de nadar, fui a jugar con una amiga que me
encontré en el gimnasio. Durante un tiempo noté las piernas y los brazos
cansados, era cierto.
En cuanto me terminé las fresas me tumbé en el
sofá. Cerré los ojos para tratar de dormir.
Imposible.
No sabía qué hacer. No tenía sueño. Decidí leer un
libro hasta quedarme dormida. Fui al dormitorio y elegí una novela de la
estantería. A pesar de encender la luz, mi marido ni se inmutó. Anna
Karénina. Tenía el ánimo suficiente para abordar una extensa novela rusa.
La había leído hacía mucho tiempo, probablemente en la época del instituto,
pero apenas recordaba nada de lo que ocurría, tan solo la primera frase y que
la protagonista se suicida al final arrojándose al tren: «Todas las familias
felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo». Algo así decía
la primera frase. ¿No había una escena nada más empezar que ya sugería el
desenlace del suicidio? ¿No había también una carrera de caballos, o quizá la
confundo con otra novela?
Volví al sofá y abrí el libro. ¿Cuánto tiempo hacía
que no me sentaba tranquilamente a leer un libro? Suelo leer media hora o
incluso una hora entera cuando me sobra algo de tiempo por la tarde, pero eso
no es lectura en el sentido estricto del término. Enseguida me pongo a pensar
en otras cosas, por ejemplo en mi hijo, en la compra, en que la nevera no
funciona bien, en qué ponerme para la boda de un pariente o en la reciente
operación de estómago de mi padre. Todas esas cosas se me pasan por la cabeza y
empiezan a ramificarse en todas direcciones. Cuando quiero darme cuenta, el
tiempo se me ha pasado y apenas he avanzado con el libro.
Me he acostumbrado a una vida sin libros sin ser
consciente de ello. Qué extraño, ahora que lo pienso. Desde niña, leer era el
centro de mi vida. A partir de primaria, me leí todos los libros de la
biblioteca y casi toda mi paga desaparecía en libros. Incluso me guardaba el
dinero del almuerzo para comprarme algunos que deseaba tener. En secundaria y
en el instituto, nadie leía tanto como yo. Era la tercera de cinco hermanos y,
como nuestros padres trabajaban y estaban siempre ocupados, nadie se hacía
cargo de mí. Gracias a eso leía todo lo que quería. Si había algún concurso de
redacción o de ensayo, participaba con el objetivo de ganar el premio, que
consistía en un vale para libros. Ganaba casi siempre. En la universidad me
gradué en literatura inglesa con muy buenas notas. Mi tesis de graduación fue
sobre Katherine Mansfield y me dieron una mención con honores. Mi director de
tesis me recomendó que me matriculase en un posgrado, pero yo quería salir al
mundo. Tenía claro que no quería dedicarme a la vida académica. Solo me gustaba
leer y, de todas formas, por mucho que hubiera querido continuar con mis
estudios, mi familia no disponía de medios para costeármelos. No es que
fuéramos pobres, pero tenía dos hermanas pequeñas, así que al terminar la
universidad tuve que marcharme de casa e independizarme. Me vi obligada a
sobrevivir por mis propios medios.
¿Cuándo fue la última vez que leí un libro entero?
¿Cuál? No lo recordaba. ¿Cómo puede cambiar la vida de una persona de esa
manera? ¿Adónde se había marchado mi antiguo yo que leía como un poseso? ¿Qué
huella habían dejado en mí aquellos días, aquella intensa pasión? ¿Qué habían
significado?
Me sentía capaz de concentrarme en la lectura
de Anna Karénina sin distracciones. Pasaba las páginas sin
pensar en nada más y leí sin descanso hasta la escena donde la protagonista se
encuentra con Vronski en la estación de Moscú. Coloqué el punto de libro y fui
a buscar de nuevo la botella de pisco. Me serví un vaso.
Cuando la leí unos años antes, no me había
percatado de lo extraña que era esa novela. No sabemos nada de la protagonista
femenina hasta el capítulo dieciocho. Me pregunto si también eso sorprendió a
los lectores contemporáneos de Tolstói. Reflexioné sobre ello. ¿Cuál sería su
reacción ante la minuciosa descripción de la aburrida vida de Oblonski hasta
que, al fin, aparece la radiante protagonista? Tal vez ninguna. Tal vez la
gente de entonces disponía de mucho tiempo libre. Al menos la clase social que
acostumbraba a leer novelas.
Cuando quise darme cuenta, el reloj marcaba las
tres de la mañana. ¿Las tres? No tenía nada de sueño. Qué podía hacer, me
pregunté. Con el sueño tan lejos de mí, podía continuar con la lectura todo el
rato que quisiera. Quería seguir, descubrir qué ocurría a continuación, pero
también debía dormir.
Recordé entonces la época de mi anterior insomnio.
Me pasaba los días envuelta en una especie de nube sin contornos definidos. No
quería volver a pasar por algo así. En aquel entonces, aún estudiaba y podía
permitirme vivir en ese estado. Ahora, en cambio, mi situación era bien
distinta. Como esposa y madre debía cuidar de mi marido y de mi hijo, pero por
mucho que volviese a la cama no iba a poder dormir, estaba segura. Sacudí la
cabeza.
No había nada que hacer. Dormir me resultaba
imposible y quería seguir leyendo. Suspiré. Contemplé el libro que había dejado
encima de la mesa. Volví a sumergirme en la lectura hasta que empezó a
despuntar la luz del alba. Anna y Vronski se habían encontrado en el baile y se
habían enamorado nada más verse. Poco después, Anna se quedó trastornada al ver
caer a Vronski en la carrera de caballos (¡así que había una escena de una
carrera de caballos!) y después le confesaba a su marido que le había sido
infiel. Yo me había subido al caballo con Vronski y saltaba los obstáculos con
él sin dejar de oír los gritos de la gente. Al mismo tiempo, le miraba desde mi
asiento en el graderío y veía cómo se caía del caballo. Cuando el sol entró por
la ventana, cerré el libro y fui a la cocina a preparar café. Tenía la cabeza
inundada con las escenas de la novela, un hambre voraz y repentina. No podía
pensar en nada, como si mi conciencia y mi cuerpo no estuvieran en el mismo
lugar. Corté dos rebanadas de pan. Unté mantequilla y mostaza para prepararme
un sándwich de queso. Me lo comí de pie delante del fregadero. No era nada
habitual en mí tener esa hambre voraz que casi llegaba a asfixiarme. Me hice
otro sándwich y me serví otra taza de café.
3
No le conté nada a mi marido sobre la experiencia
que había vivido, ni tampoco sobre la noche en vela. No pretendía ocultárselo,
simplemente no vi la necesidad de decírselo. ¿De qué me serviría? Además, bien
pensado, no era tan grave pasar una noche en blanco. Es algo que le sucede a
todo el mundo de vez en cuando.
Le serví el café como de costumbre y un vaso de
leche caliente a nuestro hijo. Mi marido comía una tostada y el niño sus
cereales. Hojeó el periódico mientras el niño canturreaba en voz baja una
canción nueva que acababa de aprenderse en la escuela. Al poco rato se
marcharon en el Nissan Bluebird. «¡Tengan cuidado!», dije yo. «No te
preocupes», contestó él. Se despidieron de mí agitando la mano. Una mañana como
otra cualquiera.
En cuanto los perdí de vista me senté en el sofá
para pensar qué hacer. ¿Qué debía hacer? Me dirigí a la cocina y abrí la puerta
de la nevera. No me hacía falta ir a la compra. Tenía pan, leche, huevos,
bastante verdura e incluso un poco de carne congelada. Todo cuanto necesitaba
hasta el almuerzo del día siguiente a mediodía.
Tenía que ir al banco, pero no era urgente. Podía
dejarlo para el día siguiente.
Me senté en el sofá para continuar con la lectura.
En ese momento fui consciente de que apenas recordaba nada de lo que sucedía en
la obra. No me acordaba de los personajes, de las escenas, prácticamente de
nada. Era como si leyera un libro distinto. Qué extraño. La primera vez que lo
leí debía de haberme provocado una profunda impresión, pero apenas había dejado
huella en mí. Toda la emoción que me causó, la excitación e incluso los
temblores se habían desprendido de mí hasta desaparecer por completo. ¿De qué
me había servido todo el tiempo empleado en la lectura?
Dejé el libro para pensar en ello. No encontré
ninguna respuesta satisfactoria y poco tiempo después ni siquiera sabía qué
pensaba. Cuando quise darme cuenta, contemplaba distraída un árbol de la calle.
Sacudí la cabeza y retomé la lectura.
Antes de llegar a la mitad del tercer volumen
encontré un trozo de chocolate pegado en la página. En la época del instituto
tenía la costumbre de comer algo mientras leía. Me gustaba el chocolate, pero
después de casarme lo había dejado. A mi marido no le gustaba que comiera
dulces y apenas le dábamos al niño. Casi no había nada dulce en casa.
Al descubrir ese resto de chocolate medio
blanquecino me dieron unas ganas terribles de comerme un trozo. Quería leer y
comer chocolate como hacía antes. Todas las células de mi cuerpo me lo pedían a
gritos, parecían haberse contraído como si aguantaran la respiración.
Me puse una chaqueta de punto y me metí en el
ascensor. Caminé hasta la tienda más cercana y me compré dos tabletas de
chocolate con leche, las que tenían aspecto de ser las más dulces de todas.
Nada más salir abrí una. El sabor del chocolate estalló en mi boca. Hasta la
última fibra de mi cuerpo absorbió ese dulzor. De vuelta a casa, el ascensor se
impregnó de su delicioso aroma.
Volví a sentarme en el sofá para retomar la lectura
de Anna Karénina mientras me terminaba el chocolate. No tenía
sueño ni estaba cansada. Me sentía capaz de leer tanto como quisiera. Cuando me
acabé la primera tableta, abrí la segunda y me comí la mitad. Cuando había leído
casi dos tercios del tercer volumen, miré el reloj. Las doce menos veinte.
¡Las doce menos veinte!
Mi marido llegaría pronto. Cerré el libro y me metí
en la cocina. Calenté agua en una cazuela para cocer tallarines. Corté
cebolleta. Mientras esperaba a que hirviera el agua, cocí algas secas con
vinagre en otra cazuela. Saqué tofu de la nevera y lo corté en pedazos. Cuando
terminé fui al baño para lavarme los dientes a conciencia. Quería eliminar todo
rastro de olor a chocolate.
Cuando el agua empezó a hervir, apareció mi marido.
Había terminado antes de lo previsto. Mientras nos comíamos los tallarines, me
habló de no sé qué nuevo instrumental médico que tenía intención de comprar
para la clínica, una máquina que al parecer servía para eliminar la placa de
los dientes, mucho más precisa que cualquiera de las anteriores y que encima
requería menos tiempo. Todo ese instrumental era muy caro, me explicó, pero
amortizaría la inversión en poco tiempo. Muchos de sus pacientes solo iban a
hacerse una limpieza. Me preguntó mi opinión. Yo no tenía ganas de pensar en
los dientes de nadie, especialmente mientras comía. Solo podía pensar en la
carrera de obstáculos de Vronski. No me interesaba nada más, pero no podía
decírselo a mi marido. Él se tomaba el asunto muy en serio. Fingí interés y le
pregunté el precio de la máquina.
—Si la necesitas, cómprala —le dije—. Ya arreglarás
lo del dinero de algún modo. No se trata de un capricho.
—Tienes razón. No es un capricho.
Terminó de comer en silencio.
En la rama de un árbol al otro lado de la ventana
había dos pájaros bastante grandes que no dejaban de gorjear. Los miraba sin
prestar mucha atención. No tenía sueño. No tenía ni pizca de sueño a pesar de
llevar un montón de horas despierta. ¿Por qué?
Mientras fregaba los platos, mi marido se sentó en
el sofá a leer el periódico. Allí estaba Anna Karénina, pero no le
prestó especial atención. Si leía o no, era algo que a él no le interesaba en
absoluto. Cuando terminé de recoger, dijo que tenía una buena noticia.
—¿Sabes de qué se trata?
—Ni idea.
—El primer paciente de la tarde ha cancelado su
cita. No tengo que volver hasta la una y media.
Sonrió.
En un principio no entendí por qué era tan buena
noticia.
Al fin comprendí que era una invitación al sexo. Se
levantó y me pidió que fuéramos a la cama. No tenía ningunas ganas. No entendía
por qué debíamos hacerlo precisamente en ese momento. Quería volver al libro lo
antes posible. Tumbarme sola en el sofá, pasar páginas y más páginas al tiempo
que comía chocolate. Mientras fregaba los platos no podía dejar de pensar en
Vronski, de preguntarme cómo pudo Tolstói crear y manejar con semejante
maestría a sus personajes. Los describía con tal precisión que de algún modo
les negaba la redención. Su salvación era…
Cerré los ojos y me presioné las sienes con los
dedos.
—Lo siento —me excusé—, tengo una jaqueca terrible
desde por la mañana. Lo siento de veras.
De vez en cuando padecía migrañas y aceptó mi
excusa sin necesidad de más explicaciones.
—Échate un poco para descansar —me sugirió.
—No hace falta. Tampoco es para tanto.
Volvió al sofá con el periódico y puso algo de
música. De nuevo me habló de su instrumental médico. Su principal preocupación
era que una máquina nueva y cara se quedaría obsoleta en dos o tres años. Había
que sustituirlo todo cada cierto tiempo. El sistema estaba diseñado para que
solo ganasen dinero los fabricantes. Yo asentía de vez en cuando con un ligero
movimiento de cabeza, pero en realidad no le escuchaba.
Cuando se marchó, doblé el periódico, arreglé el
sofá y sacudí los cojines para que volvieran a estar mullidos. Me apoyé en el
alféizar de la ventana para tener una impresión general de la habitación. No
entendía nada. ¿Por qué no tenía sueño? Había pasado algunas noches en vela,
pero no como esa. En condiciones normales, ya me habría vencido el sueño o,
como poco, estaría muerta de cansancio. No era el caso. Me sentía más despejada
que nunca.
Fui a la cocina a prepararme un café. Pensé qué
hacer después. Quería seguir con Anna Karénina, por supuesto, pero
también ir a la piscina a nadar. Finalmente me decidí por la natación. No
entendía qué me ocurría, pero sentía la necesidad de purgar mi cuerpo con el
ejercicio. ¿Purgar mi cuerpo? ¿Purgarlo de qué? Lo pensé un buen rato.
¿Purgarlo de qué, de qué?
No lo sabía.
Algo, fuera lo que fuera, se restregaba en mi
interior como una especie de potencial. Quería definirlo, darle un nombre, pero
no encontraba las palabras adecuadas. No se me daba bien encontrar las palabras
justas. Seguro que a Tolstói no le sucedía. Él sabría elegir la palabra justa
en el momento preciso.
Metí el bañador y la toalla en la bolsa de deporte
como de costumbre y me subí al coche para ir al gimnasio. No había nadie
conocido, tan solo un joven y una mujer de mediana edad. El socorrista vigilaba
aburrido.
Me puse el bañador y nadé la media hora de rigor
que, por alguna razón, no me bastó. Nadé otros quince minutos. Antes de acabar
hice un largo a estilo libre con todas mis fuerzas. Jadeaba por el esfuerzo,
pero seguía henchida de energía. Al salir del agua noté algunas miradas
indiscretas.
Faltaba un rato para las tres. Aproveché para ir al
banco a solucionar las cosas pendientes. Me planteé ir al supermercado, pero
renuncié y regresé a casa para seguir leyendo. Me terminé el chocolate. Cuando
mi hijo volvió a las cuatro, le di un zumo y una gelatina de frutas. Después
preparé la cena. Saqué la carne del congelador y corté unas verduras para un
salteado. Hice una sopa de miso y cocí arroz. Lo hacía todo con una eficiencia
casi mecánica.
Volví de nuevo a Anna Karénina.
No tenía sueño.
4
A las diez me fui a la cama con mi marido. Fingí
dormir. Él se había quedado dormido nada más apagar la lámpara de la mesilla,
como si el interruptor estuviera conectado mediante un cable a su conciencia.
Me causaba admiración. No había muchas personas
así. La mayoría de la gente sufre por no poder dormir. A mi padre le ocurría.
Se quejaba siempre de un sueño demasiado ligero. Tardaba en conciliarlo y el
más mínimo ruido le despertaba, cualquier movimiento ligero. Nada que ver con
mi marido. En cuanto agarraba el sueño, ya no lo soltaba hasta la mañana
siguiente. Daba igual lo que pasara. De recién casados me hacía gracia e
incluso probé diversas maneras de despertarle por si algún día surgía la
necesidad. Le salpiqué agua en la cara, le hice cosquillas en la nariz con la
brocha de maquillaje, pero sin resultado alguno. Nada. Nada interrumpía su
sueño. Si insistía, soltaba un exabrupto. Ni siquiera soñaba. Al menos no
recordaba haber soñado. Obviamente, nunca había vivido nada parecido a un
trance. Caía en un sueño profundo como si fuera una tortuga que se hunde en el
océano.
Era admirable.
Después de permanecer tumbada diez minutos, salí
furtivamente de la cama. Fui al salón, encendí la lámpara y me serví un pisco.
Me senté en el sofá y abrí el libro. Bebía poco a poco. Cuando me daban ganas,
comía un trozo de chocolate que había escondido en uno de los armarios de la
cocina. Al amanecer cerré el libro, me preparé un sándwich y un café.
Los días se repetían uno tras otro.
Me apresuraba para acabar cuanto antes las cosas de
la casa y dedicaba la mañana a leer. Antes del mediodía dejaba el libro para
preparar la comida. Cuando mi marido se marchaba, me subía al coche para ir a
nadar al gimnasio. Desde que no dormía, nadaba una hora a diario. La media hora
de antes no me bastaba. En el agua solo pensaba en nadar, en nada más. Solo en
mover los brazos y las piernas correctamente, en mantener una respiración
regular. Aunque me encontraba con conocidas, apenas hablaba con ellas.
Intercambiábamos saludos y si me invitaban a hacer algo, siempre ponía una
excusa. No tenía tiempo que perder en charlas triviales. Después de nadar, solo
quería volver a casa para retomar la lectura.
Compraba, cocinaba, limpiaba y jugaba con mi hijo
por obligación. Mantenía relaciones sexuales con mi marido por la misma razón.
En cuanto me acostumbré, no me resultaba difícil. Más bien al contrario. Me
bastaba con desconectar el cuerpo de la mente. Mientras el cuerpo se movía a su
ritmo, la cabeza flotaba en un espacio interior propio. Hacía las tareas de la
casa, daba la merienda a mi hijo y hablaba con mi marido sin pensar en nada.
Desde que no podía dormir me daba cuenta de lo
sencilla que era la realidad, lo fácil que resultaba que las cosas funcionasen.
Solo se trataba de la realidad. Solo se trataba del trabajo de casa. Solo se
trataba de una familia. Una vez aprendido el manejo de esas situaciones, solo
quedaba repetir, repetir como haría una máquina muy elemental. Se pulsa un
botón aquí, se tira de una palanca allá, se gradúa un poco, se cierra una tapa
y se programa el temporizador. Puras repeticiones.
Aunque de vez en cuando se producían algunas
variaciones, claro está. Venía mi suegra a cenar. Íbamos los tres al zoo algún
domingo. Mi hijo tuvo una fuerte diarrea.
Ninguno de esos acontecimientos, sin embargo,
lograba sacudir mi existencia. Eran una brisa tranquila a mi alrededor.
Charlaba con mi suegra, cocinaba para los cuatro, me hacía una foto delante de
la jaula de los osos, le puse una bolsa de agua caliente a mi hijo en la tripa
y le di una medicina.
Nadie era consciente del cambio que se operaba en
mí. Nadie se daba cuenta de que no dormía, de que me pasaba las noches enteras
leyendo sin parar, de que mi mente se había alejado cientos de años de la
realidad y desplazado a miles de kilómetros de distancia. Por mucho que
despachara las cosas del día a día mecánicamente, por pura obligación, ni mi
marido, ni mi suegra ni mi hijo apreciaban cambio alguno. Al contrario, los
notaba más relajados de lo normal.
Pasó una semana.
Cuando mi estado de permanente vigilia cumplió su
segunda semana, empecé a inquietarme. Daba igual lo que pudiera pensar. No era
una situación normal. Las personas necesitamos dormir. Todo el mundo lo hace.
Tiempo atrás había leído en un libro algo sobre una tortura practicada por los
nazis que consistía en no dejar dormir a sus víctimas. Los encerraban en una
habitación pequeña muy iluminada y, para impedirles dormir, los obligaban a
mantener los ojos abiertos mediante un artilugio y ponían música a todo
volumen. Al final se volvían locos y morían. No recordaba cuánto tiempo hacía
falta para que se desatase la locura. Quizá solo tres o cuatro días. En mi caso
habían pasado dos semanas. Demasiado. Sin embargo, mi cuerpo no se resentía.
Más bien al contrario, tenía más energía de lo normal.
Un día después de ducharme me miré desnuda en el
espejo. Me sorprendió descubrir que mi cuerpo parecía haber rejuvenecido, la
carne estaba prieta, firme. Me examiné desde los tobillos hasta el cuello y no
encontré un solo gramo de grasa de sobra, una sola arruga. No como cuando era
adolescente, claro está, pero la piel se veía más lustrosa, más tersa. Me di un
pellizco en la tripa. Estaba dura, elástica.
No podía negar que me veía mucho más guapa que
antes, más joven. Podía pasar sin problemas por una chica de veinticuatro años.
Tenía la piel suave, los ojos brillantes, los labios hidratados. La zona
sombreada bajo mis prominentes pómulos (lo que menos me gustaba de mi cara) se
había matizado mucho. Me senté frente al espejo durante al menos media hora. Me
miré y remiré desde todos los ángulos posibles. No me equivocaba. Estaba de
verdad más guapa.
¿Qué me estaba pasando?
Pensé en ir al médico.
Iba al mismo médico desde niña. Confiaba mucho en
él, pero solo de pensar en cómo reaccionaría al contarle lo que me sucedía me
echaba para atrás. ¿Me creería? Si le decía que no dormía desde hacía casi dos
semanas, pensaría que me había vuelto loca, que padecía alguna clase de
neurosis. Aunque quizá no. A lo mejor me creía y me enviaba a un hospital para
un chequeo completo.
¿Qué ocurriría después?
Me mandarían de acá para allá para hacerme todo
tipo de pruebas, encefalogramas, electrocardiogramas, análisis de orina, de
sangre, test psicológicos…
No me sentía capaz de resistirlo. Solo quería leer
tranquila, sola. Nadar todos los días una hora. Por encima de cualquier otra
cosa, quería mi libertad. No quería saber nada de hospitales. ¿Qué iba a
cambiar eso? Montones de pruebas con el único resultado de montones de
hipótesis. No quería caer en ese círculo vicioso.
Una tarde fui a la biblioteca para consultar algún
libro que hablase sobre trastornos del sueño. No había gran cosa y los pocos
que trataban el tema no decían nada especial. Siempre llegaban a la conclusión:
sueño igual a descanso. Nada más. Como cuando se apaga el motor del coche. Si
el motor está permanentemente en marcha, terminará por romperse. Su movimiento
generará un calor que terminará por fundirlo. Hay que enfriarlo de vez en
cuando. Apagarlo, es decir, dejarlo dormir. En los seres humanos, ese descanso
tiene un plano físico y espiritual. Nos tumbamos para que los músculos
descansen, y cerramos los ojos para cortar el paso a los pensamientos. Todo lo
sobrante del cerebro se descarga con naturalidad en los sueños.
Uno de los libros decía algo interesante. Para el
autor, los seres humanos, por nuestra propia naturaleza, somos incapaces de
escapar de nuestra peculiar forma de ser, de las tendencias físicas y
psicológicas que hemos creado a lo largo del tiempo casi sin darnos cuenta. Una
vez formadas, esas tendencias jamás desaparecerán a menos que suceda algo muy
grave. Es decir, vivimos encerrados en la jaula de nuestras tendencias. Lo que
las modula y alivia es el sueño. El autor lo comparaba con el desgaste que
producimos en los zapatos. Para él, el sueño no solo arregla los desequilibrios
sino que los cura. Mientras dormimos desentumecemos los músculos que usamos
mal. Sucede lo mismo con los circuitos del pensamiento usados de manera incorrecta.
Es así como nos enfriamos. Dormir es un acto programado en nosotros. Nadie
puede escapar de ese programa. Si se rompe el sistema, la existencia pierde su
base. Esa era su tesis.
¿Tendencias?, me pregunté.
Lo único que me venía a la mente al pensar en
tendencias eran las tareas del hogar. Hábitos domésticos que ejecutaba sin
emoción alguna, maquinalmente. Cocinar, hacer la compra, lavar la ropa, criar a
mi hijo. Esas eran mis tendencias. Podría hacerme cargo de ellas con los ojos
cerrados porque solo eran tendencias. Pulsar el botón, tirar de la palanca y
listo. Es así como la realidad fluye hacia el futuro. Se parece a los
movimientos del cuerpo que no son más que tendencias. Me consumen como una mala
pisada que desgasta la suela de un zapato. Para arreglarlo, para enfriar el
motor y que no se rompa, necesito el sueño.
¿Se refería a eso el autor?
Volví a leer con atención y asentí. Sí, seguro que
quería decir eso.
Entonces, ¿qué clase de vida era aquella? Me
consumía por culpa de mis tendencias y dormía para repararme. Mi vida no era
más que una repetición constante de un mismo ciclo. ¿Iba a envejecer sin dejar
de darle vueltas una y otra vez? ¿No había nada más?
Sentada a la mesa de la biblioteca sacudí la
cabeza.
¡No me hacía falta dormir!, me dije. ¿Y qué si me
volvía loca? ¿Qué más me daba si mi existencia perdía su fundamento? Me daba
igual. No quería que me consumieran las tendencias. Si el sueño no servía más
que para reparar las partes dañadas de mi ser, no lo quería. No lo necesitaba.
Aunque mi cuerpo no pudiera evitar el desgaste provocado por las tendencias, el
espíritu me pertenecía solo a mí. Lo guardaba todo para mí. No iba a
entregárselo a nadie. No quería que me curasen. No tenía ninguna intención de dormir.
Salí de la biblioteca decidida.
5
Fue así como el insomnio dejó de atemorizarme. No
había nada que temer. Me bastaba con pensar en las ventajas. Mi vida se
expandía. Desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana era un tiempo
reservado solo para mí. Un tiempo equivalente a un tercio del día que hasta
ahora había malgastado durmiendo. Ese proceso imprescindible para la
reparación, ahora me pertenecía. A nadie más que a mí. Era solo mío. Podía
disponer de él a mi antojo, nadie tenía derecho a molestarme, nadie podía
ordenarme nada. Eso era. Mi vida expandida en un tercio.
Tal vez para los especialistas no fuera normal
desde una perspectiva biológica y quizá tuvieran razón. Puede que en el futuro
debiera pagar la deuda de hacer algo que no era normal. Quizá la vida quisiera
recuperar aquello de lo que me había apropiado, ese tiempo anticipado. Era una
hipótesis sin fundamento, pero no había razón para negarla y, en cierta manera,
me parecía correcto. Lo más probable fuera que esa incoherencia de tiempo
terminase por equilibrarse.
Sinceramente, me daba igual si eso se traducía en
morir joven. Lo mejor que se puede hacer con una hipótesis es permitir que tome
el curso que le parezca. Al menos mi vida se había ampliado y eso era algo
maravilloso. Para mí ya era una respuesta. No me consumía. Al menos no una
parte de mí, de ahí esa sensación tan real de vivir. Una vida sin esa sensación
no tenía ningún sentido. Así lo veía en ese momento.
Cuando constataba que mi marido se dormía, me
sentaba en el sofá con mi vaso de pisco y abría el libro. Leí Anna
Karénina tres veces seguidas. Cada vez descubría algo nuevo. Aquella
inmensa novela estaba plagada de enigmas y respuestas. Cada una de las
respuestas encerraba un nuevo enigma, como una caja china. Dentro del mundo
había otro mundo más pequeño, que a su vez encerraba otro aún más pequeño.
Todos juntos formaban un universo completo que existía desde siempre y solo
esperaba a que el lector lo descubriera. Mi antiguo yo tan solo había arañado
la superficie de esa verdad, pero ahora contemplaba el universo en toda su
extensión, podía llegar al mismísimo centro. Entendía a Tolstói, lo que quería
que encontrasen los lectores en sus páginas, cómo había logrado cristalizar su
mensaje en una novela y, al final de todo, qué había superado el propio autor
en ella. Podía verlo todo como si contemplase el paisaje desde lo alto de una
colina.
Daba igual lo concentrada que pudiera estar, nunca
me cansaba. Después de leer Anna Karénina a placer, empecé con
Dostoievski. Leía un libro tras otro sin desconcentrarme un ápice, sin cansarme
jamás. Lo entendía todo sin dificultad y, al mismo tiempo, me sentía embargada
por una profunda emoción.
Ese era mi estado natural. Al abandonar el sueño me
expandía. Lo importante era mantener la concentración. Una vida sin
concentración es como tener los ojos abiertos y no ver nada.
El coñac se terminó pronto. Me había bebido yo sola
casi una botella entera. Fui a unos grandes almacenes para comprar otra botella
de Rémy Martin. De paso me compré también una botella de vino tinto, copas para
el coñac, chocolate y galletas.
A veces, mientras leía, me ponía muy nerviosa.
Cuando eso ocurría, dejaba el libro y trataba de hacer algo de ejercicio Me
estiraba, caminaba un poco. En función de mi estado de ánimo, a veces salía a
dar un paseo nocturno en coche. Me vestía, subía a mi viejo Honda Civic y
deambulaba por el barrio. En ocasiones me tomaba un café en algún restaurante
abierto las veinticuatro horas, pero como me molestaba la posibilidad de encontrarme
con alguien, normalmente me quedaba en el coche. A veces paraba en algún lugar
que parecía seguro y me quedaba pensando distraída. También iba al puerto de
vez en cuando a mirar los barcos.
En una ocasión se me acercó un policía para
identificarme. Eran las dos y media de la madrugada. Había aparcado bajo una
farola, cerca de los muelles. Escuchaba música en la radio y miraba las luces
de los barcos. El policía golpeó la ventanilla. La bajé. Era un hombre joven y
guapo que se dirigió a mí con mucha educación. Le expliqué que no podía dormir.
Me pidió el carnet de conducir. Lo miró detenidamente durante unos instantes.
—El mes pasado hubo un asesinato —me explicó—. Tres
jóvenes atacaron a una pareja. Mataron al hombre y violaron a la mujer.
Recordaba haber oído algo sobre el incidente.
Asentí.
—Por lo tanto, señora, si no tiene nada que hacer,
es mejor que no ande por aquí a estas horas.
—Gracias. Ya me marcho.
Me devolvió el carnet y arranqué.
Esa fue la única ocasión en la que hablé con
alguien. Lo normal era conducir alrededor de una hora sin que nadie me
molestara. Después aparcaba en el garaje junto al coche blanco de mi marido. Él
seguía arriba, dormido en la habitación a oscuras. Escuchaba atenta los
crujidos del motor al enfriarse y, cuando se callaba, subía a casa.
Lo primero que hacía nada más entrar era asegurarme
de que seguía dormido. Siempre lo estaba. Mi hijo también dormía a pierna
suelta. Ninguno de los dos sabía nada. Creían que el mundo seguía como siempre,
que nada había cambiado, pero estaban equivocados. Cambiaba como nunca habrían
sido capaces de imaginar, muy rápido. De hecho, nunca volvería a ser el mismo.
Una noche me levanté del sofá para contemplar la
cara de mi marido mientras dormía. Había oído un ruido y me apresuré hasta el dormitorio.
El despertador estaba en el suelo. Debía de haberle dado un golpe. Dormía como
de costumbre, totalmente ajeno a lo ocurrido. ¿Qué podía despertar a este
hombre? Recogí el despertador y lo deje sobre la mesilla de noche. Me crucé de
brazos y le miré. ¿Cuánto tiempo, años, habían pasado desde que no le miraba
dormir?
Nada más casarnos solía observarlo a menudo. Eso me
relajaba, me hacía sentir tranquila. Si dormía así me sentía a salvo y por eso
le miraba tanto. Pero en algún momento dejé de hacerlo. Cuándo, me pregunté. Lo
más probable es que fuera en la época en que mi suegra y yo discutíamos por
culpa del nombre de mi hijo. Ella pertenecía a una secta budista y le había
pedido a su monje que le diera un nombre para el niño. No recuerdo cuál era, pero
yo no tenía la más mínima intención de aceptar que un monje le diera nada a mi
hijo. Llegamos a tener discusiones violentas, pero mi marido nunca intervino.
Como mucho se levantaba del sofá y trataba de calmarnos.
Después de eso, dejé de verle como mi protector. Me
había fallado. Ya no podía ofrecerme la única cosa que le pedía. Con su actitud
solo logró enfurecerme. Había pasado tiempo desde entonces y mi suegra y yo ya
nos habíamos arreglado. Le puse el nombre que yo quería a mi hijo y arreglé las
cosas con mi marido.
Debió de ser en esa época cuando dejé de observar
cómo dormía, y ahí estaba yo ahora. Dormía tan profundamente como de costumbre.
Uno de sus pies asomaba bajo el edredón en una posición extraña, tan rara que
parecía de otra persona. Era un pie grande, macizo. Tenía la boca abierta, el
labio inferior le colgaba. Cada cierto tiempo sus orificios nasales se movían.
Tenía un lunar debajo del ojo que me disgustaba. En la expresión de sus ojos
cerrados había algo vulgar. Sus párpados se veían flácidos; la carne,
descolorida. Parecía un idiota. A eso debían referirse los expertos con lo de
abandonar el mundo mientras se dormía. No había codicia ni tampoco ganancia.
¡Qué feo me resultaba! ¡Qué cara tan impresentable! Antes no era así. Cuando
nos casamos, su expresión era mucho más viva aunque durmiera con la misma
intensidad. El descuido no existía entonces en su expresión.
Intenté recordarle en aquella época, pero no fui
capaz. Solo estaba segura de que no tenía esa expresión tan horrenda. ¿O acaso
me engañaba a mí misma? Quizá siempre había dormido así y yo le había
contemplado con indulgencia proyectando en él mis emociones. Es lo que hubiera
dicho mi madre. Era la clase de razonamientos que solía hacer. «Después de
casada, el enamoramiento no dura más de dos o tres años. Si su cara te
resultaba encantadora entonces, es solo porque estabas enamorada.» Algo así.
Pero no se trataba de eso. Mi marido se había
afeado. Su expresión había perdido nervio. Eso significaba envejecer. Había
envejecido y estaba cansado, desgastado. Sin tardar mucho se afearía aún más y
a mí no me quedaría más remedio que aguantarlo.
Suspiré. Un suspiro profundo, audible, que,
obviamente, no le hizo inmutarse. No era la clase de persona que se despierta
con un simple suspiro.
Volví al salón. Me bebí otro pisco y retomé la
lectura. Sin embargo, algo me preocupaba. Dejé el libro para ir a la habitación
de mi hijo. Abrí la puerta. La luz que se colaba desde el pasillo iluminaba su
cara. Dormía como su padre. Le contemplé un rato. Tenía los rasgos suaves, aún
sin definir. Era lógico. A pesar del parecido, notaba una gran diferencia
respecto a mi marido. No era más que un niño. Su piel resplandecía. No había
rastro de vulgaridad en ningún rincón de su cuerpo y, no obstante, algo en la
expresión de su cara me molestaba. Nunca lo había sentido. ¿Qué era
exactamente? Me quedé de pie y me crucé de brazos. Le quería muchísimo, de eso
no cabía duda, pero en ese momento algo en él me irritaba.
Sacudí la cabeza.
Cerré los ojos, dejé pasar algo de tiempo y volví a
abrirlos para mirarle de nuevo. Descubrí lo que me irritaba. Su expresión al
dormir. Era como la de su padre y me recordaba a la de mi suegra: una expresión
tozuda, pagada de sí misma, una arrogancia muy peculiar de la familia de mi marido.
Él me trataba bien, cierto. Era cariñoso y se preocupaba por mí. No me engañaba
y trabajaba duro. Un hombre serio y amable con los demás. Todas mis amigas me
decían siempre que tenía mucha suerte. Yo misma no veía motivos para quejarme,
pero esa perfección terminaba por irritarme. Había en ella algo tenso, extraño,
algo que cortaba el paso a la imaginación. Eso era lo que me irritaba.
Mi hijo dormía con esa misma expresión en la cara.
Sacudí la cabeza de nuevo. Al final, era una
persona ajena a mí, pensé. Por mucho que creciera, nunca me comprendería, del
mismo modo que mi marido no comprendía casi ninguno de mis sentimientos. No
dudaba de mi amor por él, pero tuve el presentimiento de que en el futuro no
podría quererle de verdad. Una madre nunca debería pensar así. Una madre normal
y corriente jamás lo haría, pero yo sí. Quizás un buen día terminase por
aborrecer a mi propio hijo.
Pensar así me puso muy triste. Cerré la puerta de
la habitación y apagué la luz del pasillo. Volví al salón, me senté en el sofá
y abrí el libro. Después de leer unas cuantas páginas lo cerré. Miré el reloj.
Eran casi las tres de la madrugada.
Me pregunté cuántos días habían pasado desde que no
dormía. Fue un martes, hacía dos semanas. Ese día empezó todo. Era el décimo
séptimo día. Durante todo ese tiempo no había dormido ni un minuto. Diecisiete
días y diecisiete noches. Demasiado tiempo. Ya ni siquiera recordaba cómo era
dormir.
Cerré los ojos para tratar de hacerlo. En mi
interior solo habitaba una vigilia que me hacía pensar en la muerte.
¿Iba a morir?
En ese caso, ¿qué sentido había tenido mi vida?
No había respuesta a esa pregunta.
De acuerdo. En ese caso, ¿qué era la muerte?
Hasta ese momento siempre había pensado que el
sueño era una forma de muerte, una invasión en el territorio de la vida. La
muerte solo era un sueño mucho más profundo de lo normal carente de toda
conciencia de sí mismo. El descanso eterno. El desvanecimiento total.
Pero ahora dudaba de mí. Quizás la muerte no
tuviese nada que ver con el sueño después de todo. Quizá entraba en una
categoría completamente distinta, como la profunda, infinita y oscura vigilia
que padecía en ese momento.
No. Eso sería demasiado terrible. Si morir no era
descansar, en ese caso, qué iba a redimir nuestras imperfectas vidas siempre al
límite de la extenuación. Nadie sabe qué es la muerte. ¿Quién la ha visto?
Nadie excepto los muertos. Ningún vivo sabe nada de la muerte. Solo podemos
hacer suposiciones y la más acertada de todas no es más que eso, una
suposición. Quizá la muerte signifique descansar, pero nuestra razón no despeja
las dudas. La única respuesta es morir. La muerte puede ser cualquier cosa.
Me dominó un terror intenso. Un espasmo me recorrió
el cuerpo. Aún tenía los ojos cerrados, pero había perdido el control de mí
misma y no podía abrirlos. Miraba la oscuridad frente a mí, una oscuridad
profunda y desesperanzada como si se tratara del universo mismo. Estaba sola.
Estaba concentrada en mí misma y al mismo tiempo notaba cómo me expandía. De
haber querido, habría podido contemplar las mismísimas profundidades del
universo, pero decidí no hacerlo. Aún no era el momento.
Si eso era la muerte, si estar muerto significaba
estar eternamente despierto, contemplando semejante oscuridad, ¿qué podía hacer
yo?
Al final logré abrir los ojos y me bebí de un trago
el pisco que quedaba en el vaso.
Y entonces recordé
6
Martín
Heidegger
LOGOS
Largo es el camino que nuestro pensar más
necesita. Lleva a aquello simple que hay que pensar bajo el nombre de logos.
Son pocos aún los signos que indiquen este camino. Lo que, en una reflexión
libre, viene a continuación sigue el hilo conductor de una sentencia de
Heráclito, intenta dar unos pasos en este camino. Tal vez ellos nos acerquen al
punto en el que esta sentencia única nos habla de un modo más digno de ser
cuestionado: ου' κ ε'μου^ α' λλα` του^ Δο' γου α` κου' συταζ ο' μολογει^ν σοφο' ν εστιν «Εν Πα' ντα Una de las traducciones que existen, que en
conjunto concuerdan entre sí, dice: “Si no me habéis oído a mí sino al sentido,
entonces es sabio decir en el mismo sentido: Uno es Todo.” (Snell) La sentencia
habla de α' κου' ειν, oír y haber oído; de ο μολογει^ν, decir lo Mismo; del Λο' γος, la sentencia y la Leyenda; del
ε'γω' , el pensador mismo, es decir, como λε'γων, el que habla. Heráclito
considera aquí un oír y decir. Expresa lo que el Λο' γος dice: «Εν Πα' ντα, Uno es todo. La sentencia de
Heráclito parece comprensible desde todos los puntos de vista. Sin embargo,
aquí todo sigue siendo cuestionable. Lo más cuestionable de todo es lo más
evidente, a saber, nuestra presuposición de que, para nosotros, los que hemos
venido después, para la inteligencia de la que nos servimos todos los días, lo
que Heráclito dice tiene, de un modo inmediato, que resultar evidente. Es esto
una exigencia que, presumiblemente, no se ha cumplido ni siquiera para los
contemporáneos de Heráclito, como tampoco se ha cumplido para sus compañeros de
viaje. Sin embargo, como mejor podríamos corresponder al pensar de Heráclito
sería reconociendo que quedan algunos enigmas, no únicamente para nosotros, ni
únicamente para los antiguos, sino que estos enigmas están bien en la cosa misma
pensada. Como mejor nos acercaremos a ellos será retirándonos ante ellos.
Entonces se ve que para advertir el enigma como tal enigma, antes que nada es
necesario iluminar aquello que significa Λο' γος, λε'γειν. Desde la Antigüedad se interpretó el Λο' γος de Heráclito de distintas
maneras: como ratio, como verbum, como ley del mundo, como lo lógico y la
necesidad de pensar, como el sentido, como la razón. Ahí se oye siempre una
llamada a la razón como el módulo que rige el hacer y el dejar de hacer. Sin
embargo, ¿qué puede la razón si ella, junto con la no-razón y la contra-razón,
sigue estando obstinada en el mismo plano de un olvido, un olvido que descuida
reflexionar sobre el provenir esencial de la razón, del mismo modo como
descuida prestarse a este advenimiento? ¿Qué puede hacer la Lógica, λογικε' (ε'πιστη' μη' ), del tipo que sea, si no empezamos
nunca prestando atención al Λο' γος y yendo tras su esencia inicial? Lo que es el Λο' γος lo sacamos del λε'γειν. ¿Qué significa λε'γειν? Todo el mundo que conozca esta
lengua sabe: λε'γειν significa decir y hablar; Λο' γος significa: λε'γειν como enunciar y legñmenon como
lo enunciado.
¿Quién
podría negar que en la lengua de los griegos desde muy pronto λε'γειν significa hablar, decir, contar?
Pero igualmente pronto, y de un modo aún más originario, y por esto también
dentro del significado que hemos mencionado, significa lo que quiere decir
nuestro homónimo “legen”; poner abajo y poner delante. Aquí prevalece el
juntar, el verbo latino legere como leer en el sentido de ir a buscar y juntar.
Propiamente λε'γειν significa el poner abajo y poner delante que se reúne a
sí mismo y recoge otras cosas. Empleado en la voz media λεγεσυαι quiere decir:
tenderse en el recogimiento del reposo; λε'χος es el lecho para descansar; lñxow es la emboscada,
donde algo está oculto detrás de algo y está dispuesto. (Hay que considerar
aquí también la palabra α' λε'γω) [α copulativa], en proceso de extinción a partir de
Esquilo y Píndaro: algo me importa, me preocupa.) Con todo, sigue estando fuera
de discusión lo siguiente: λε'γειν, por otra parte, significa además, e incluso de
un modo preferente, si no exclusivo: decir y hablar. ¿En beneficio del sentido
corriente de λε'γειν, un sentido que predomina sobre los otros pero que ha
cambiado de muchas maneras, tenemos que echar por la borda el sentido propio de
la palabra λε'γειν como poner? ¿Podemos atrevernos siquiera a hacer tal
cosa? ¿O es hora ya, al fin, de que nos prestemos a una pregunta que,
presumiblemente, decide muchas cosas? La pregunta dice así: ¿En qué medida el
sentido propio de λε'γειν, poner, llega al sentido de decir y de hablar? Para
encontrar un punto de apoyo para una respuesta es necesario reflexionar sobre
lo que hay propiamente en el verbo λε'γειν como poner. Legen (poner) significa esto; poner
algo extendido (llevar algo a que esté extendido). Además legen (poner) es al
mismo tiempo: poner una cosa junto a otra, com-poner. Legen es leer. El leer
que nosotros conocemos más, es decir, leer un escrito, sigue siendo, aunque
ahora ha pasado a primer plano, una variedad del leer en el sentido de:
llevar-a-que-(algo) esté-junto-extendido-delante. La recolección de espigas
(Ährenlese) recoge el fruto del suelo. La vendimia (Traubenlese) coge las bayas
de la cepa. El recoger (de abajo, del suelo) y el quitar tienen lugar en un
reunir. Mientras persistamos en el modo de ver habitual, nos inclinaremos a
tomar ya este juntar por el reunir o incluso por la conclusión de este proceso.
Sin embargo, reunir es algo más que un mero amontonar. Reunir implica ir a
buscar y meter dentro. En ello prevalece el poner bajo techo; pero en éste
prevalece el preservar. Aquel “más” por el que el reunir va más allá del simple
coger ávidamente algo del suelo y juntarlo no le viene a éste como un mero
añadido. Y menos aún es lo último que tiene lugar, su conclusión. El preservar
que mete dentro ha dado ya los primeros pasos del reunir y los ha tomado para
sí en el entrelazamiento de la secuencia de éstos. Si únicamente fijamos
nuestra mirada en la sucesión de estos pasos, entonces al coger (de abajo, del
suelo) sigue el juntar; a éste, el meter dentro, y a éste el poner bajo techo,
en un recipiente y en un almacén. De ahí que se imponga la apariencia de que el
guardar y el preservar ya no pertenecen al reunir. Pero ¿qué es de una
recolección que al mismo tiempo no esté movida (tirada) y llevada por el rasgo
fundamental del albergar? El albergar es lo primero en la estructura esencial
de la recolección. Sin embargo, el albergar, por sí mismo, no alberga cualquier
cosa que ocurra en cualquier lugar y en cualquier tiempo. El reunir que empieza
propiamente a partir del albergar, la recolección, es, en sí misma, de
antemano, un elegir (e-legir) aquello que pide albergamiento. Pero la elección
(elección), por su parte, está determinada por aquello que dentro de lo
elegible (e-legible) se muestra como lo selecto (lo mejor). En la estructura
esencial de la recolección, lo primero que hay frente al albergar es el elegir
(alemánico: Vor-lese, pre-lección), al que se inserta la selección que pone
bajo sí el juntar, el meter dentro y el poner bajo techo. El orden que siguen,
uno tras otro, los pasos del hacer que reúne no coincide con el de los rasgos
de llegar y llevar en los cuales descansa la esencia de la recolección. A todo
reunir pertenece a un tiempo el hecho de que los que recogen se reúnan, de que
coliguen su hacer en vistas al albergar y de que, una vez reunidos, a partir de
ahí, no antes, reúnan. La recolección pide desde sí y para sí esta reunión. En el
reunir reunido prevalece la coligación originaria. El recoger que hay que
pensar así no está, con todo, en modo alguno junto al legen (poner). Aquél
tampoco se limita a acompañar a éste. Es más bien el (lesen) recoger el que
está metido ya en el legen (poner). Todo recoger es ya legen (poner). Todo
legen (poner), desde sí mismo, es lesend, recogiendo. Porque, ¿qué quiere decir
legen, poner)? El legen (poner) es dejar que algo quede extendido, dejando que
las cosas que quedan extendidas estén delante de y unas al lado de otras.
Tendemos demasiado a tomar el “dejar” en el sentido de dejar a un lado, dejar
pasar. Legen (poner), hacer estar extendido, dejar estar extendido significaría
entonces: no preocuparse más de lo que está puesto y puesto delante, pasarlo
por alto. Ahora bien, el verbo λε'γειν, legen (poner), en su dejar-que-algo-esté
puesto-delante-de-y-junto-a significa propiamente esto: que lo que está delante
de y junto a nos importa y por esto nos concierne (va con nosotros). Al legen
(poner), en cuanto que dejar-estar-delante-de-y-junto-a, le importa mantener lo
puesto (abajo) como lo que está delante. (“Legi” significa en alemánico la
defensa, el muro de contención que, en el río, está ya puesto delante para
detener la afluencia del agua.) El Legen (poner) que hay que pensar ahora, el
λε'γειν, ha entregado ya de antemano la
interpelación, o incluso ni siquiera la ha conocido, de llevar primero a su
posición lo que está puesto delante. Al Legen (poner) como λε'γειν le importa únicamente dejar en cobijo
lo-desde-sí-puestojunto-delante como lo que está-delante, un cobijo bajo el
cual permanece puesto. ¿Cuál es este cobijo? Lo puesto-junto-delante está
metido en el desocultamiento, apartado en él, colocado en él, ocultado detrás
de él, es decir, albergado. Al λε'γειν, en su dejar-puesto-junto-delante, le importa
este estado de albergamiento de lo que está puesto delante en lo desocultado.
El κει^σσυαι, el
estar-puesto-delante-para-sí de lo ocultado de este modo, de lo υ' ποκει'μενον, no es nada más ni nada menos
que la presencia de lo puesto delante al estado de desocultamiento. En este λε'γειν de lo υ' ποκει'μενον está metido el λε'γειν, como leer, reunir. Como al λε'γειν, como dejar-juntopuesto-delante
en el estado de desocultamiento le importa únicamente el estado de alojamiento
de lo que está delante en el estado de desocultamiento, por esto, el leer que
pertenece a este legen (poner) está determinado de antemano por el preservar.
Λε'γειν es legen (poner). Legen (poner)
es: dejar-reunido-estar-delante a lo-que-está-presente-en yuxtaposición. Hay
que preguntar: ¿hasta qué punto el sentido propio de λε'γειν, legen (poner) alcanza el
significado de decir y de hablar? La meditación que precede contiene ya la
contestación. Porque nos hace considerar que ya no podemos seguir preguntando
del modo como lo hemos intentado hasta ahora. ¿Por qué no? Porque en lo que
hemos considerado no se trata en absoluto de que esta palabra, λε'γειν, desde un significado, “legen”,
“poner”, llegue al otro, “decir”. En lo que precede no nos hemos ocupado del
cambio semántico de palabras. Lo que ha ocurrido más bien es que nos hemos
encontrado con un acaecimiento propio cuya inquietante enormidad se oculta en
una simplicidad de la que hasta ahora no nos hemos percatado. El decir y hablar
de los mortales acontece propiamente desde muy pronto como λε'γειν, como legen (poner). Decir y
hablar esencian como el dejar-estar-justo-delante de todo aquello que está
presente extendido en el estado de desocultamiento. El λε'γειν originario, el legen (poner), se
despliega pronto como decir y hablar, y lo hace de un modo que prevalece en
todo lo desocultado como decir y hablar. El λε'γειν, como el Legen (poner), se deja
dominar por este modo predominante suyo. Pero esto sólo con el fin de que así
pueda ocultar (poner detrás) de antemano la esencia de decir y hablar en el
prevalecer del poner propio. El hecho de que el λε'γειν, como poner, sea esto, donde
decir y hablar insertan su esencia, contiene la indicación a la decisión
primera y más rica sobre la esencia del lenguaje. ¿De dónde cayó éste? La
pregunta es de mucho peso, y presumiblemente es la misma que esta otra: ¿hasta
qué punto esta marca de la esencia del lenguaje llega desde el poner? Alcanza
hasta lo más extremo del posible provenir esencial del lenguaje. Porque, como
dejar-estar-delante que reúne, el decir recibe su modo esencial del estado de
desocultamiento de lo que está-junto-delante. Pero el desocultamiento de lo
oculto entrando en lo no ocultado es la presencia misma de lo presente.
Llamamos a esto el Ser del ente. De este modo, el hablar del lenguaje, un
hablar que esencia en el λε'γειν como legen (poner), no se determina ni desde la
emisión sonora (φωνη' ) ni como significar (σημαι'νειν). Expresión y significado se
toman desde hace tiempo como los fenómenos que, de un modo incuestionable,
presentan los rasgos del lenguaje. Pero ellos ni alcanzan propiamente la región
de la marca esencial inicial del lenguaje ni son capaces en absoluto de
determinar esta región en sus rasgos fundamentales. El hecho de que, de un modo
inadvertido y muy pronto, como si no hubiera ocurrido nada, decir prevalezca
como legen (poner) y, en consecuencia, hablar aparezca como λε'γειν, ha dado como fruto una extraña
consecuencia. El pensar humano ni se asombró nunca de este acaecimiento ni
advirtió aquí un misterio que oculta un envío esencial del ser al hombre, un
misterio que tal vez reserva este envío para aquel momento del sino en el que
la conmoción del hombre no sólo alcance la situación de éste y a su estado sino
que haga tambalear la esencia misma del hombre. Decir es λε'γειν. Esta proposición, si se
considera bien, ha barrido ahora todo lo corriente, lo usado y lo vacío. Ella
nombra el misterio, imposible de pensar hasta el final, de que el hablar del
lenguaje acaece propiamente desde el estado de desocultamiento de lo presente y
se determina según el estar-puesto-delante de lo presente como
dejar-estar-junto-delante. ¿Aprenderá al fin el pensar a presentir algo de lo
que significa que todavía Aristóteles pueda delimitar el λε'γειν como α' ποφαι'νεσναι? El Λο' γος, a lo que aparece, lo que
viene-delante, al estar-delante, lo lleva desde sí mismo al parecer, al
despejado mostrarse (cfr. Ser y Tiempo § 7B). Decir es un
dejar-estar-delante-junto que, reunido, reúne. Entonces, si ocurre: esto con la
esencia del hablar, ¿qué es el oír? Como λε'γειν, el hablar no se determina desde el sonido que
expresa sentido. De este modo, si el decir no está determinado desde la emisión
de sonidos, entonces el oír que le corresponde no consiste en primer lugar en
que un sonido que alcanza al oído sea captado, que los sonidos que acosan el
sentido del oído sean llevados más lejos. Si nuestro oír fuera ante todo una
captación y transmisión de sonidos, y no fuera más que esto, un proceso al que
luego se asociaran otros, entonces lo que ocurriría sería que lo sonoro
entraría por un oído y saldría por el otro. Esto es lo que de hecho ocurre
cuando no nos concentramos a escuchar lo que se nos dice. Pero lo que se nos
dice es lo que está-delante que, reunido, ha sido extendido delante. El oír es
propiamente este concentrarse que se recoge para la interpelación y la
exhortación. El oír es en primer lugar la escucha concentrada. En lo escuchable
esencia el oído. Oímos cuando somos todo oídos. Pero la palabra “oído” no
designa el aparato sensorial auditivo. Los oídos, tal como los conocen la Anatomía y la Fisiología, en
tanto que instrumentos sensoriales, no dan lugar nunca a un oír, ni siquiera
cuando entendemos éste únicamente como un percibir ruidos, sonidos, notas. Un
percibir tal no se deja ni constatar por medio de la Anatomía, ni comprobar por
medio de la Fisiología, ni en modo alguno aprehender por medio de la Biología
como un proceso que se desarrolla en el seno del organismo, si bien el percibir
sólo vive siendo corporal. De este modo, mientras al considerar el escuchar,
tal como hacen las ciencias, partamos de lo acústico, estamos poniéndolo todo
cabeza abajo. Pensamos equivocadamente que el activar los instrumentos corporales
del oído es propiamente el oír. Y que, en cambio, el escuchar en el sentido de
la escucha y de la atención obediente no es más que una transposición de aquel
auténtico escuchar al plano de lo espiritual. En el terreno de la investigación
científica se pueden constatar muchas cosas útiles. Se puede mostrar que
oscilaciones periódicas de la presión del aire que tengan una determinada
frecuencia se sienten como notas. Desde este tipo de constataciones sobre el
oído se puede organizar una investigación que en última instancia sólo dominan
los especialistas en Psicología Sensorial. En cambio, sobre lo que es
propiamente el escuchar tal vez sólo se pueda decir poco que realmente
concierna a cada hombre de un modo inmediato. Aquí lo que hay que hacer no es
investigar sino, reflexionando, prestar atención a lo simple. De este modo, a
lo que es propiamente el oír pertenece justamente esto: que el hombre puede
equivocarse al oír, desoyendo lo esencial. Si los oídos no pertenecen de un
modo inmediato al auténtico escuchar en el sentido de la escucha (atenta),
entonces la cuestión del escuchar y de los oídos es algo muy peculiar. No oímos
porque tenemos oídos. Tenemos oídos y, desde el punto de vista corporal,
podemos estar equipados de oídos porque oímos. Los mortales oyen el trueno del
cielo, el susurro del bosque, el fluir de la fuente, los sonidos de las cuerdas
de un instrumento, el matraqueo de los motores, el ruido de la ciudad, sólo y
únicamente en la medida en que, de un modo u otro, pertenecen o no pertenecen a
todo esto. Somos todo oídos cuando nuestra concentración se traslada totalmente
a la escucha y ha olvidado del todo los oídos y el mero acoso de los sonidos.
Mientras oigamos sólo el sonido de las palabras como la expresión de uno que
está hablando, estamos muy lejos aún de escuchar. De este modo tampoco
llegaremos nunca a haber oído algo propiamente. Pero entonces, ¿cuándo ocurre
esto? Hemos oído cuando pertenecemos a lo que nos han dicho. El hablar de lo
que nos han dicho es λε'γειν, dejar-estar-delante-junto. Pertenecer al hablar, esto
no es otra cosa que lo siguiente: lo que un dejar-estar-delante pone en
yuxtaposición dejarlo estar en yuxtaposición en su totalidad. Este dejar estar
delante pone lo que está delante como algo que está delante. Éste pone esto
como ello mismo. Pone Uno y lo Mismo en Uno. Pone Uno como lo Mismo. Este λε'γειν pone uno y lo mismo, el õmñn.
Este λε'γειν es ο' μολογει^ν: dejar-estar-delante, recogido, lo
Uno como lo Mismo, algo que está delante en lo Mismo de su estar-delante. En el
λε'γειν como ο' μολογει^ν esencia el oír propio. Este es
entonces un λε'γειν que deja estardelante lo que ya está
puesto-delante-junto, y lo está desde un poner que, en su estar extendido,
concierne a todo lo que desde sí está puesto-delante-junto. Este poner especial
es el λε'γειν como el cual el Λο' γος acaece propiamente. De este modo
al Λο' γος se le llama simplemente: ο Λο' γος, el poner: el puro
dejar-estar-delantejunto de lo que desde sí está delante en su estar extendido.
De este modo el Λο' γος, esencia como el puro poner recogiendo que coliga. El Λο' γος es la coligación originaria de
la recolección inicial desde la posada inicial. Ο Λο' γος es: la posada que recoge y liga
y sólo esto. Ahora bien, ¿no es todo esto una interpretación arbitraria y una
traducción excesivamente chocante en relación con la comprensión habitual que
cree conocer el Λο' γος como el sentido y la razón? Extraño es, tal como suena
al principio, y así seguirá siéndolo tal vez aún por mucho tiempo, el llamar al
Λο' γος la posada que recoge y liga.
Pero ¿cómo puede uno decidir si lo que esta traducción sospecha que es la
esencia del Λο' γος, está de acuerdo, aunque sólo sea desde muy lejos, con
lo que Heráclito ha pensado y nombrado con el nombre de ο Λο' γος. El único camino que lleva a tal
decisión es considerar aquello que el mismo Heráclito dice en la sentencia
citada. La sentencia empieza: ου' κ εμου^... Empieza con un “No...” que rechaza duramente,. Se
refiere a Heráclito mismo, al que habla, al que dice esto. Concierne al oír de
los mortales. “No es a mí”, es decir, a este que está hablando, no es a lo que
se oye de sus palabras a lo que debéis escuchar. Propiamente no estáis oyendo
absolutamente nada mientras los oídos estén pendientes sólo del sonido y del
flujo de una voz humana para, de ella, atrapar al vuelo una forma de hablar que
es para vosotros. Heráclito empieza la sentencia rechazando el oír como simple
placer auditivo. Pero este rechazo descansa en una indicación al oír
propiamente dicho. Ου' κ ε'μον α' λλα` ... no es a mí a quien debéis dirigir vuestra escucha (como
dirigir fijamente la mirada) sino que... el oír mortal tiene que dirigirse a lo
Otro. ¿A qué? α' λλα` του Λο' γον. El modo de oír propio y verdadero se determina a partir
del Λο' γος. Pero en la medida en que el Λο' γος, está nombrado pura y
simplemente, él no puede ser una cosa cualquiera entre otras. De ahí que el
escuchar conforme a él tampoco puede dirigirse a él de un modo ocasional para
luego volver a pasar de largo de él. Para que haya un oír propio, los mortales
tienen que haber oído ya el Λο' γος, con un oído que significa nada menos que esto:
pertenecer al Λο' γος. Ου' κ ε'μον α' λλα` του Λο' γου α' κου' σαντας: “cuando vosotros no me habéis oído a mí (al
que habla) simplemente sino que os habéis mantenido en un pertenecer que oye
atentamente, entonces esto es el oír propio”. ¿Qué pasa entonces cuando esto es
así? Entonces hayομολογειν, que sólo puede ser lo que es en tanto que un λε'γειν. El oír propio pertenece al Λο' γος. Por ello este oír mismo es un
λε'γειν. Como tal, el oír propio de los
mortales es en cierto modo lo Mismo que el Λο' γος. Sin embargo, justamente como ο' μολογει^ν, no es en modo alguno lo Mismo. El
mismo no es el Λο' γος mismo. ο' μολογει^ν es más bien un λε'γειν, que lo único que hace es poner, deja
estar-extendido lo que ya, como õmñn, está-puesto-delante-junto como conjunto,
y está-puesto-delante en un estarextendido que no surge nunca del ο' μολογει^ν sino que descansa en la posada que
recoge y liga, en el Λο' γος. Pero ¿qué ocurre entonces cuando el oír propio es
comoομολογειν? Heráclito dice: σοφο' ν εστι'ν. Cuando ocurre ο' μολογει^ν, entonces acaece propiamente, entonces es σοφο' ν. Leemos: σοφο' ν εστι'ν. Se traduce, correctamente, σοφο' ν por “sabio”. Pero ¿qué quiere
decir “sabio”? ¿Se refiere únicamente al saber de las viejas sabidurías? ¿Qué
sabemos nosotros de este saber? Si éste es un haber visto cuyo ver no es el de
los ojos, el del sentido de la vista, del mismo modo como el haber oído no es
un oír con los órganos del oído, entonces es presumible que haber oído y haber
visto coincidan. No designan un mero aprehender sino un comportamiento (un modo
de tenerse a sí mismo). Pero ¿cuál? Aquel que se mantiene en la residencia de
los mortales. Esta se atiene a lo que la posada que recoge y liga, en lo que
está-puesto-delante, deja ya siempre estar-extendidodelante. De este modo
entonces σοφο' ν significa aquello que puede atenerse a lo asignado,
destinarse a él y destinarse para él (ponerse en camino). Como algo conforme al
destino, el comportamiento (el modo de tenerse a sí mismo) es enviado. En el
habla dialectal, cuando queremos decir que alguien está especialmente bien
dispuesto para algo, empleamos el giro: está llamado para..., tiene buena
disposición. De este modo acertamos mejor con el significado propio de σοφο' ν, que traducimos por “bien
dispuesto”. Pero, para empezar, “bien dispuesto” dice más que “hábil”. Cuando
el oír propio es como ο' μολογει^ν, entonces acaece propiamente lo “bien dispuesto”
(conforme al sino), entonces el λε'γειν mortal se destina al Λο' γος. Entonces lo que le importa es
la posada que recoge y liga. Entonces el λε'γειν se destina a lo que conviene (a lo que es según
el destino, el sino), que descansa en la coligación inicial del poner-delante
que coliga, es decir, en lo que ha destinado la posada que recoge y liga. De
este modo, se da, ciertamente, lo bien dispuesto (conforme al destino) cuando
los mortales cumplimentan el oír propio. Sin embargo, σοφο' ν, “bien dispuesto” (conforme al
destino) no es tò σοφο' ν. Lo Bien Dispuesto, Bien Dispuesto, que se llama así
porque coliga en sí todo envío, y precisamente también aquel que envía a lo
bien dispuesto del comportamiento mortal. Todavía no está resuelto lo que es ο Λο' γος según el pensar de Heráclito;
queda aún sin decidir si la traducción de ο Λο' γος como “la posada que recoge y liga” acierta en
algo, por poco que sea, de lo que es el Λο' γος. Y ya estamos ante una nueva palabra enigma: tò
σοφο' ν. Nos hemos esforzado en vano en
pensarla en el sentido de Heráclito mientras no hemos seguido la sentencia en
la que aquélla habla, sin llegar hasta las palabras con que concluye. En la
medida en que el oír de los mortales se ha convertido en oír propio, ocurre ο' μολογει^ν. En la medida en que esto ocurre,
acaece propiamente lo Bien Dispuesto. ¿Dónde y cómo y qué esencia lo Bien
Dispuesto? Heráclito dice: ο' μολογει^ν σοφο' ν εστι'ν «Εν Πα' ντα, “lo Bien Dispuesto acaece propiamente en la
medida en que Uno es Todo”. El texto ahora habitual dice: «Εν πα' ντα ειναι. El ειναι es la modificación de la única
lectura llegada hasta nosotros: «Εν πα' ντα ειδε'ναι que se entiende en el sentido de: sabio es saber
que Todo es uno. Las conjetura de ειναι es más adecuada a la cuestión. Pero vamos a dejar
el verbo a un lado. ¿Con qué derecho? Porque el «Εν Πα' ντα es suficiente. Pero no es sólo
que sea suficiente. Por sí mismo es mucho más adecuado a la cuestión que aquí
se piensa y, con ello, al estilo del decir heraclíteo. «Εν Πα' ντα, Uno: Todo, Todos: Uno. Con qué
facilidad se dicen estas palabras. Qué claro se presenta aquello que se ha
dicho en dirección al más o menos. Una pluralidad difusa de significados anida
en estas dos palabras peligrosamente inocentes: «εν y πα' ντα. Su conexión indeterminada
permite enunciados plurívocos. En las palabras «εν πα' ντα, la fugaz superficialidad del
representar aproximado puede encontrarse con la vacilante cautela del pensar
que pregunta. Una apresurada explicación del mundo puede servirse de la frase
“uno es todo” para, con ella, apoyarse en una fórmula que de algún modo sea
correcta siempre y en todas partes, Pero incluso los primeros pasos de un
pensador, que preceden con mucho al sino de todo pensar, pueden guardar
silencio en el «Εν Πα' ντα. En este otro caso están las palabras de Heráclito.
Conocemos su contenido no en el sentido de que seamos capaces de hacer revivir
el modo de representar de Heráclito. Estamos muy lejos también de medir en toda
su extensión, reflexionando, lo que se piensa en estas palabras. Pero desde
esta gran lejanía se podría dibujar con fortuna, de un modo más claro, algunos
rasgos del alcance (del espacio de medida) de las palabras «Εν Πα' ντα y de la frase «Εν Πα' ντα. Este dibujar no pasaría de ser
un esbozo libre, más que un copiar seguro de sí mismo. Ciertamente, sólo
podemos intentar un dibujo como éste si consideramos lo dicho por Heráclito
desde la unidad de su sentencia. La sentencia, diciendo qué y cómo es lo Bien
dispuesto, nombra el Λο' γος. La sentencia termina con «Εν Πα' ντα. ¿Es esta conclusión sólo un
final o bien, de un modo retrospectivo, abre por primera vez lo por decir?
La exégesis
habitual entiende la sentencia de Heráclito así: es sabio escuchar la expresión
del Λο' γος y tener en cuenta el sentido de
lo expresado repitiendo lo escuchado en este enunciado: Uno es Todo. Hay el Λο' γος. Éste tiene algo que proclamar.
Hay también lo que él proclama, a saber que Todo es Uno. Ahora bien, el «Εν Πα' ντα no es lo que el Λο' γος, como sentencia, proclama y da a
entender como sentido. «Εν Πα' ντα no es lo que el Λο' γος enuncia sino que «Εν Πα' ντα dice de qué modo el Λο' γος esencia. «Εν es lo único-Uno como lo Uniente.
Une coligando. Coliga dejando estar-delante, recogiendo (leyendo) lo que
está-delante como tal y en conjunto. Lo único-Uno une en tanto que la posada
que recoge y liga. Este unir recogiendo (leyendo)-poniendo coliga en sí lo que
une en vistas a que este Uno sea y a que como tal sea el único. El «Εν Πα' ντα nombrado en la sentencia de
Heráclito da la simple seña en dirección a lo que el Λο' γος es. ¿Nos salimos del camino
cuando, antes de ninguna interpretación metafísica profunda, pensamos el Λο' γος como el λε'γειν y, pensándolo así, nos tomamos
en serio el hecho de que el λε'γειν, como dejar-estar-delante-junto que recoge, no
puede ser otra cosa que la esencia del unir que lo coliga todo en el Todo del
simple estar presente? A la pregunta sobre qué es el Λο' γος hay sólo una respuesta adecuada.
En nuestra versión dice así: ο Λο' γος λε'γει. El deja estar-delante-junto. ¿Qué? Πα' ντα. Lo que esta palabra nombra nos
lo dice Heráclito de un modo inmediato y unívoco al comienzo de la sentencia B
7: πα' ντα τα ο»ντα... “Si todo (es decir) lo
presente...” La posada que recoge y liga, en tanto que el Λο' γος ha de-puesto Todo, lo presente,
en el estado de desocultamiento. El poner es un albergar. Alberga todo lo
presente en su presencia, desde la cual al λε'γειν mortal le es posible irlo a
buscar de un modo propio como lo cada vez presente y hacerlo salir delante. El
Λο' γος pone delante a lo presente en la
presencia y lo de-pone, es decir, lo repone. Esenciar en presencia, sin
embargo, quiere decir: una vez llegado delante, morar y perdurar en lo
desocultado. En la medida en que el Λο' γος deja estar-delante lo que está-delante en cuanto
tal, des-alberga a lo presente llevándolo a su presencia. Pero el des-albergar
es la Αλη' υεια. Ésta y el Λο' γος son lo Mismo. El λε'γειν deja estar-delante la Αλη' υεια, lo desocultado como tal (B
112). Todo desalbergar libra del estado de ocultamiento a lo presente. El
desocultar necesita el estado de ocultamiento. La Αλη' υεια descansa en la Αηυη' , bebe de ésta, pone delante lo que
por ella permanece escondido (puesto delante). El Λο' γος es en sí mismo a la vez
des-ocultar y ocultar. Es la Αλη' υεια El estado de desocultamiento necesita (y usa)
del estado de ocultamiento de la Αηυη' , como de su reserva, una reserva de la que, por así
decirlo, el desocultar bebe. El Λο' γος, la posada que recoge y liga, tiene en sí el
carácter ocultante-desocultante. En la medida en que en el Λο' γος se descubre de qué modo el «Εν esencia como lo que une, se ve al
mismo tiempo que este unir que esencia en el Λο' γος es infinitamente distinto de lo
que se acostumbra representar como enlazar y vincular. Este unir que descansa
en el λε'γειν no es ni sólo un abarcar que
reúne ni un mero ensamblar que equilibra los contrastes. El «Εν Πα' ντα hace que aquello que, en su
esencia, diverge y se opone -como día y noche, invierno y verano, paz y guerra,
vigilia y sueño, Dionysos y Hadesesté-puesto-delante-junto en un estar
presente. A través de la gran extensión que hay entre lo presente y lo ausente,
este diferenciado-y-decidido, διαφενο' μενον, deja que la posada que recoge y liga
esté-puesta-delante en su portar a término. Su poner mismo es lo portante en el
portar a término. El «Εν mismo es diferenciador y decisorio portando a término. «Εν Πα' ντα dice lo que el Λο' γος es. Λο' γος dice cómo esencia «Εν Πα' ντα. Ambos son lo Mismo. Cuando el
λε'γειν mortal se destina al Λο' γος acontece ομολογειν. Éste se
coliga en el «Εν en vistas al prevalecer uniente de éste. Cuando acontece
el ο' μολογει^ν acaece propiamente lo Bien
Dispuesto. Sin embargo, el ο' μολογει^ν nunca es lo Bien Dispuesto mismo y de un modo
propio. ¿Dónde encontraremos no sólo algo bien dispuesto sino lo Bien Dispuesto
sin más? ¿Qué es éste mismo? Heráclito lo dice claramente al comienzo de la
sentencia B32 «Εν tò σοφο' ν μου^νον, “lo único-uno que todo lo une es sólo lo Bien
Dispuesto”. Pero si el «Εν es lo mismo que el Λο' γος, entonces es ο Λο' γος tò σοφο' ν μου^νον. Lo que es solamente, es decir, lo que al mismo
tiempo es propiamente lo Bien Dispuesto es el Λο' γος. Sin embargo, en la medida en
que el λε'γειν mortal se destina como ο' μολογει^ν a lo Bien Dispuesto, es a su modo
algo bien dispuesto. Pero ¿en qué medida es el Λο' γος lo Bien Dispuesto, el sino
propio, es decir, la coligación del destinar que destina Todo siempre a lo
Suyo? La posada que recoge y liga coliga cabe sí todo destinar en la medida en
que, trayéndolo, lo deja estar-delante, mantiene todo lo presente y ausente en
su lugar y sobre su ruta, y, coligando, lo alberga todo en el Todo. De este
modo todos los entes y cada uno de ellos pueden destinarse e insertarse en lo
Propio. Heráclito dice (B 64): Τα δε' Πα' ντα οιακι'υει Κεραυνο'ς “Pero el Todo (de lo presente) lo dirige el rayo
(llevándolo a estar presente).” El fulgor del rayo, de un modo repentino, de un
golpe, pone delante todo lo presente a la luz de su presencia. El rayo que
acabamos de nombrar dirige. Lleva de antemano a todos los entes al lugar
esencial que les ha sido asignado. Este llevar de un golpe es la posada que
recoge y liga, el Λο' γος. “El rayo” está aquí como la palabra para nombrar a
Zeus. Éste, como el más alto de los dioses, es el sino del Todo. Conforme a
esto, el Λο' γος, el «Εν Πα' ντα, no sería otra cosa que el dios supremo. La
esencia del Λο' γος daría así una seña en dirección a la divinidad del dios.
¿Podemos ahora identificar Λο' γος, «Εν Πα' ντα, Ζευ^ς y sostener incluso que Heráclito enseña el
panteísmo? Heráclito ni enseña esto ni enseña ninguna doctrina. Como pensador
da sólo que pensar. En relación con nuestra pregunta sobre si Λο' γος («Εν Πα' ντα) y Ζευ^ς son lo Mismo da incluso algo duro
que pensar. En esto, durante mucho tiempo, el pensar-representación de los
siglos y de los milenios siguientes, sin considerarlo, ha tenido su parte,
descargándose al fin de la desconocida carga con ayuda del olvido que estaba ya
preparado. Heráclito dice (B 32): «Εν το' Σοφο` ν μου^νον λε'γεσυαι ου κ ε'νε'λει και` ε'νε'λει Ζηνο`ς ο»νομα. “Lo Uno, lo único sabio, no quiere y quiere ser
llamado con el nombre de Zeus.” (Diels-Kranz) La palabra clave de la sentencia,
ε`νε'λω, no significa “querer” sino: estar dispuesto desde
sí para...;ε`νε'λω, no designa un mero exigir sino: admitir algo remitiéndolo
a uno mismo. Sin embargo, a fin de calibrar exactamente el peso de lo que se
dice en la sentencia, tenemos que sopesar lo que dice antes que nada; «Eν... λεγεσυαι ου κ ε'νε'λει “El único-Uno-Uniente, la posada que recoge y
liga, no está dispuesto...” ¿A qué? λεγεσυαι, a ser coligado bajo el nombre de
“Zeus”. Porque, por esta coligación, el «Εν aparecería como Zeus, y este aparecer tal vez
tendría que ser sólo una apariencia. El hecho de que en la sentencia citada se
hable de λεγεσυαι en relación inmediata con ο»νομα (la palabra que nombra) da
testimonio, de un modo incontrovertible, sobre el significado de λε'γειν como decir, hablar, nombrar. Sin
embargo, esta sentencia de Heráclito que, de un modo claro, parece contradecir
todo lo que hasta ahora ha sido dilucidado en relación con λε'γειν y Λο' γος, es precisamente una sentencia
adecuada para hacernos pensar de un modo renovado por qué, y en qué medida, el
λε'γειν, en su significado de “decir” y
“hablar”, sólo puede entenderse si se considera en su significado más propio
como “poner” y “recoger”. Nombrar significa: llamar para que salga. Lo
de-puesto reunido en el nombre, por este poner, pasa a estarpuesto-delante y
aparecer. El nombrar (ο»νομα), pensado a partir del λε'γειν, no es ningún expresar el
significado de una palabra, sino un dejar-puesto-delante en la luz en la que
algo está por tener un nombre. Ante todo, el «Εν, el Λο' γος, el sino de todo lo Bien
Dispuesto, desde su esencia más propia, no está dispuesto a aparecer bajo el
nombre de “Zeus”, es decir, a aparecer como éste: ου κ ε'νε'λει. Sólo después sigue και` ε'νε'λει, “pero también dispuesto” es «Εν. ¿Es sólo por una forma de hablar
por lo que Heráclito dice primero que el «Εν no permite la denominación en cuestión, o bien el
hecho de que haya dado una preeminencia especial a la negación tiene su
fundamento en la cosa? Porque el «Εν Πα' ντα, como el Λο' γος, es el dejar estar presente de todo lo presente.
Pero el «Εν en sí mismo, no es ningún presente
entre otros. Es a su modo único. En cambio Zeus no es sólo un presente entre
otros. Es el supremo de los presentes. Así Zeus, de un modo que lo distingue de
los demás presentes, queda asignado al estar presente, se le ha adjudicado una
parte en éste y, conforme a esta adjudicación (Μοι^ρα), queda coligado en el «Εν que lo coliga todo, en el sino. En
sí mismo, Zeus no es el «Εν, si bien, como el rayo, dirigiendo, lleva acabo las
destinaciones del sino. El hecho de que, con respecto alε`νε'λω,, se nombre en primer lugar el ου κ quiere decir: propiamente el «Εν no admite que se lo llame Zeus y
que con ello se lo rebaje a la esencia de algo presente entre otros, aunque aquí
el “entre” pueda tener el carácter de “sobre los demás presentes”. Por otro
lado, sin embargo, según la sentencia, el «Εν admite la denominación de Zeus. ¿En qué medida? La
respuesta a esta pregunta está contenida en lo que se acaba de decir. Si el «Εν, desde él mismo, no se percibe
como el Λο' γος, si aparece más bien como P‹nta, entonces, y sólo
entonces, el Todo de lo presente se muetra bajo la dirección del presente
supremo como bajo la Totalidad única bajo este Uno. La Totalidad de lo
presente, bajo su Supremo presente, es el «Εν como Zeus. Sin embargo, el mismo, como «Εν Πα' ντα, es el Λο' γος, la posada que recoge y liga. En
tanto que el Λο' γος el «Εν es sólo το' Σοφο' ν, lo Bien dispuesto, como el sino mismo: la
coligación del destinar a la presencia. Cuando al α κου ειν de los mortales le importa
únicamente el Λο'γος, la posada que recoge y liga, entonces el λε'γειν mortal se ha trasladado de un
modo bien dispuesto a la Totalidad del Λο' γος,. El λε'γειν mortal está albergado en el Λο' γος. Desde el sino está acaecido
propiamente al ο' μολογει^ν. De este modo permanece apropiado al Λο' γος. De este modo el λε'γειν mortal está bien dispuesto. Pero
no es nunca el sino mismo: «Εν Πα' ντα como ο Λο' γος. Ahora, cuando la sentencia de Heráclito habla de
un modo más claro, lo que dice amenaza de nuevo con escaparse a la oscuridad.
El «Εν Πα' ντα contiene, ciertamente, la seña
en dirección al modo como el Λο' γος esencia en su λε'γειν. Sin embargo, el λε'γειν -tanto si se piensa como poner
como si se piensa como decir-, ¿no sigue
siendo siempre sólo un tipo de comportamiento de los mortales? Si «Εν Πα' ντα es el Λο' γος, ¿no ocurre que un rasgo aislado
de la esencia mortal queda elevado a rasgo fundamental de aquello que está por
encima de todo, porque, antes que toda esencia mortal e inmortal, es el sino de
la presencia misma? ¿Está en el Λο' γος la elevación y la transposición de un modo
esencial de los mortales a lo Único-Uno? ¿No ocurre que el λε'γειν mortal no pasa de ser una
correspondencia. por imitación, del Λο' γος, que en sí mismo es el sino en el que descansa la
presencia como tal y para toda lo presente? ¿O bien ocurre que estas preguntas,
que se ensartan en el hilo conductor de una alternativa -o esto o aquello- no
son en molo alguno suficientes porque, de antemano, no se dirigen nunca a
aquello que hay que descubrir preguntando? Si esto es así, entonces no es
posible ni que el Λο' γος sea la elevación del λε'γειν mortal, ni que éste sea sólo la
copia del Λο' γος decisivo (que da la medida). Entonces, tanto lo que
esencia en el λε'γειν del ο' μολογει^ν como lo que esencia en el λε'γειν del Λο' γος tienen al mismo tiempo una
procedencia más inicial en el simple medio entre los dos. ¿Hay, para el pensar
mortal, un camino que lleve aquí? En cualquier caso, para empezar, este
sendero, precisamente a causa de los caminos que el pensar griego primitivo
abre a los que han venido después, es impracticable y esta lleno de enigmas.
Nos limitaremos ante todo a retroceder ante el enigma para ver de avistar en él
algo enigmático. La sentencia de Heráclito que hemos citado (B 50), en una
traducción que la explica, dice así: “No es a mí, al hablante mortal, a quien
oís; pero estad atentos a la posada que recoge y liga; si empezáis
perteneciendo a ésta, entonces, con tal pertenencia, oiréis de un modo propio;
este oír es en la medida en que acontece un dejar-estar-delante-junto al cual
le está puesta delante la Totalidad, el coligante dejar-estar extendido, la
posada que recoge y liga; si ocurre un dejar-estar del dejar-delante, acaece
propiamente lo Bien Dispuesto; porque lo propiamente Bien Dispuesto, el sino
sólo es: el Único-Uno uniendo Todo.” Si, sin olvidarla, dejamos a un lado la
explicación; si intentamos llevar a nuestra lengua lo que ha dicho Heráclito.
Entonces su sentencia podría decir: “Perteneciendo no a mí sino a la posada que
recoge y liga: dejar-estar-extendido Lo Mismo: lo Bien Dispuesto (la posada que
recoge y liga) esencia: Uno uniendo Todo.” Bien dispuestos están los mortales,
cuya esencia está apropiada al ο' μολογει^ν, si miden (sacan la medida) el Λο' γος como «Εν Πα' ντα y se conforman a la medición de
éste. De ahí que Heráclito diga (B 43): «Υβιν χρη' σβεννυ' αι μα^λλον η« πυρκαι^η' ν. “Es la desmesura, más que el incendio, lo que hay
que apagar.” Es necesario esto, porque el Λο' γος necesita (y usa) el ο' μολογει^ν si lo presente tiene que parecer y
aparecer en la presencia. El ο' μολογει^ν se destina de un modo no desmesurado a la medición
(sacar la medida) del Λο' γος. Desde muy lejos, de la sentencia citada al principio (B
50), oímos una indicación que, en la sentencia citada en último lugar (B 43),
se dirige a nosotros exhortándonos como la necesidad de lo más necesario: antes
de ocuparos de los incendios, ya sea para atizarlos ya sea para apagarlos,
apagad primero el incendio de la desmesura, que sale de la mesura, toma mal la
medida porque olvida la esencia del λε'γειν. La traducción de λε'γειν como
coligado-dejar-estar-delante de Λο' γος como posada que recoge y liga, puede extrañar.
Sin embargo, para el pensar es más saludable andar entre lo que extraña que
instalarse en lo comprensible. Probablemente Heráclito resultó extraño a sus
contemporáneos de un modo completamente distinto; les resultó extraño
concretamente porque las palabras λε'γειν y Λο' γος, que para ellos eran corrientes, las entretejió
en este tipo de decir, y porque para él ο Λο' γος, pasó a ser la palabra directriz de su pensar.
Esta palabra, ο Λο' γος, sobre la que hemos intentado reflexionar (seguir con el
pensamiento) ahora como la posada que recoge y liga, ¿adónde acompaña al
pensamiento de Heráclito? La palabra ο Λο' γος nombra a Aquello que coliga todo lo presente a la
presencia y lo deja estar allí delante. O Λο' γος nombra Aquello donde acaece de un modo propio la
presencia de lo presente. A la presencia de lo presente se la llama entre los
griegos το' εο' ν, es decir, το` ειναι τω^ ν ο»ντων; en latín, esse entium; nosotros decimos: el ser
de los entes. Desde los comienzos del pensar occidental, el ser de los entes se
despliega como lo único digno de ser pensado. Si esta constatación histórica la
pensamos en el sentido de la historia acontecida, se verá primeramente dónde
descansan los comienzos del pensar occidental: el hecho de que en la época
griega el ser del ente se haya convertido en lo digno de ser pensado es el
comienzo de Occidente, es la fuente oculta de su sino. Si este comienzo no
guardara lo sido, es decir, la coligación de lo que todavía mora y perdura,
ahora no prevalecería el ser del ente desde la esencia de la técnica de la
época moderna. Por esta esencia, hoy en día todo el globo terráqueo es
transformado y conformado en vistas al ser experienciado por Occidente, el ser
representado en la forma de verdad de la Metafísica europea y de la ciencia. En
el pensar de Heráclito aparece el ser (presencia) del ente como ο Λο' γος, como la posada que recoge y
liga. Pero este destello del Ser permanece olvidado. Pero además este olvido,
por su parte, es ocultado por el hecho de que la concepción del Λο' γος cambia inmediatamente. De ahí
que, desde el principio, y para largo tiempo, está fuera de lo que cabe
sospechar el que en la palabra ο Λο' γος pudiera haberse llevado al lenguaje precisamente
el ser del ente. ¿Qué ocurre cuando el ser del ente, el ente en su ser, la
diferencia entre ambos, como diferencia, es llevada al lenguaje? “Llevar al
lenguaje” para nosotros significa habitualmente: expresar algo, de palabra o
por escrito. pero podría ser que ahora el giro pensara otra cosa: llevar al
lenguaje: albergar ser en la esencia del lenguaje. ¿Podemos sospechar que esto
se preparó cuando para Heráclito ο Λο' γος se convirtió en la palabra directriz de su pensar
porque pasó a ser el nombre del ser del ente? eO Λο' γος, tñ λε'γειν es la posada que recoge y liga.
Pero para los griegos λε'γειν significa siempre, y al mismo tiempo: poner delante,
exponer, narrar, decir. eO Λο' γος sería entonces el nombre griego para hablar como decir,
para el lenguaje. No sólo esto. eO Λο' γος, pensado como la posada que recoge y liga, sería
la esencia, tal como la pensaron los griegos, de la Leyenda Lenguaje sería
Leyenda. Lenguaje sería: coligante dejar-estar-delante de lo presente en su
presencia. Es un hecho: los griegos habitaron en esta esencia del lenguaje.
Ahora bien, nunca pensaron esta esencia del lenguaje, tampoco Heráclito. De
este modo los griegos, ciertamente, experiencian el decir, pero nunca, ni
Heráclito, piensan la esencia del lenguaje de un modo propio como Λο' γος, como la posada que recoge y
liga. ¡Qué habría acaecido propiamente si Heráclito -y después de él los
griegos- hubieran pensado propiamente la esencia del lenguaje como Λο' γος, como la posada que recoge y
liga! Hubiera acaecido nada menos que esto: los griegos hubieran pensado la
esencia del lenguaje desde la esencia del ser. es más la hubieran pensado
incluso como éste. Porque ο Λο' γος es el nombre para el ser del ente. Pero todo esto
no acaeció. En ninguna parte encontramos huellas de que los griegos hayan
pensado la esencia del lenguaje de un modo inmediato desde la esencia del ser.
En lugar de esto, el lenguaje -y además los griegos fueron en esto los
primeros-, a partir de la emisión sonora, fue representado como φωνη' , como sonido y voz, desde el punto
de vista fonético. La palabra griega que corresponde a nuestra palabra “lengua”
se llama γλω^ σσα, la lengua (órgano de la boca). El lenguaje ea φωνη' σημαντικε', la emisión sonora que designa algo.
Esto quiere decir: el lenguaje, desde el principio. alcanza el carácter
fundamental que caracterizamos luego con el nombre de “expresión”. Esta
representación del lenguaje, que si bien es correcta torna a éste desde fuera,
a partir de este momento no ha dejado nunca de ser la decisiva (la que da la
medida). Lo es aún hoy. El lenguaje vale como expresión y viceversa. Gustamos
de representarnos toda forma de expresión como una forma de lenguaje. La historia
del arte habla del lenguaje de las formas. Sin embargo, una vez, en los
comienzos del pensar occidental, la esencia del lenguaje destelló a la luz del
ser. Una vez, cuando Heráclito pensó el Λο' γος como palabra directriz para, en esta palabra,
pensar el ser del ente. Pero el rayo se apagó repentinamente. Nadie cogió la
luz que él lanzó ni la cercanía de aquello que él iluminó. Sólo veremos este
rayo si nos emplazamos en la tempestad del ser. Pero hoy en día todo habla en
favor de que el único esfuerzo del hombre es ahuyentar esta tempestad. Se hace
todo lo posible para disparar contra las nubes con el fin de tener calma ante
la tempestad. Pero esta calma no es ninguna calma. Es sólo una anestesia; una
anestesia contra el miedo al pensar. Porque el pensar, ciertamente, es algo muy
especial. La palabra de los pensadores no tiene autoridad. La palabra de los
pensadores no conoce autores en el sentido de los escritores. La palabra del
pensar es pobre en imágenes y no tiene atractivo. La palabra del pensar descansa
en una actitud que le quita embriaguez y brillo a lo que dice. Sin embargo, el
pensar cambia el mundo. Lo cambia llevándolo a la profundidad de pozo, cada vez
más oscura, de un enigma, una profundidad que cuanto más oscura es, más alta
claridad promete. El enigma, desde hace mucho tiempo, se nos ha dicho en la
palabra “ser”. Es por esto por lo que “ser” sigue siendo sólo la palabra
provisional. Veamos la manera de que nuestro pensar no se limite a correr a
ciegas detrás de ella. Consideremos primero que “ser” significa inicialmente
“estar presente”: morar y durar saliendo hacia adelante, al estado de
desocultamiento.
7
Este texto
lo leí en un libro de historia de la filosofía,
era el último en una copia mal fotocopiada y a las justas pude leerlo, pero me conmovió profundamente no lo sé porque, más lo deje pasar y no le di
importancia el profesor nunca hablo de
este texto, como sería posible explicarlo, pero una especie de orate en la
plaza San Martin se refirió a este texto, él decía que el logos nos abre desde
adentro, que nosotros como cultura andina teníamos el logo muy abierto y que
por eso podíamos complementar todo, cada cultura tenía una apertura distinta
del logos los occidentales se
aperturaban desde la visión
contemplativa de la idea, los orientales desde la escucha, nosotros los andinos
desde el estómago, recuerdo que yo le pregunte, “y quien se abrió más”, lo que
acusa burlas y risas en el ruedo de la plaza, jamás me hubiera atrevido a
participar en uno de esos ruedos de hombres, la gran mayoría de una facha marginal
y menos dirigirme al orate que estaba sentado en posición zazen como si fuera un budista en medio de la plaza,
pero era joven , había tomado estaba con unas amigas y amigos salíamos de una
discoteca y el impulso fue más fuerte, el respondió “En
el principio era el logos” mis amigas
me jalaron y nunca más lo vi.
Según el
evangelio según San Juan el logos es Cristo, él encarna al logos a esto que
pone adelante y religa desocultando al ser, a esto que se abre al punto de
revelar al ser mismo que es Dios pero no comprendido conceptualmente sino con
la metáfora de la luz, yo leí a Heidegger, no nos podemos acercar a Dios desde
la metafísica porque Dios es la singularidad en sí misma, nos abrimos a la
experiencia de la vida eterna ohhh que estoy diciendo que
me está pasando, ¿Esto significa no
dormir? , ¿Se ha abierto mi logos?
¿Esto le
paso a Jesús abrió su corazón tan grande,
que quedo convertido en el logos mismo?
¿Cómo hacer
bistoria? 49
el tipo de
escritura de los evangelios. Ahora es preciso determinar la especificidad de la
investigación histórica y mostrar cómo el exegeta-historiador urde la trama de
su propio discurso. También aquí, los escollos son numerosos y las prácticas
diversas. Comencemos por decir unas palabras sobre las «vidas de Jesús» de
antaño y sobre los escollos de tal empresa; luego precisaremos cuál es la tarea
actual *,
1. Las
«vidas» de Jesús
Las
biografías «críticas» de Jesús comenzaron a aparecer hace sólo doscientos años,
cuando Lessing publicó los papeles de H. S. Reimarus, El designio de Jesús y de
sus discípulos (tr. franc. en 1778). La empresa era nueva y ponía de manifiesto
el enorme desfase existente entre el hombre del «Siglo de las Luces» y un mundo
hasta entonces inmerso en el texto «sagrado», considerado a pattir de ese
momento como objeto de una historia pasada. De una «historia sagrada» que
justificaba la vida eclesial se quería pasar a «la historia verdadera», que la
haría saltar en pedazos. El recurso a la referencia se emplea ahora al revés
para acentuar las distancias y difuminar los valores del origen. Como ha
señalado E. Trocmé, en este punto se siguieron dos caminos *!:
a) Los
historiadores de la primera época se situaron de entrada en el plano del
referente, constituido por los acontecimientos y representado por el texto,
para reconstruir psicológicamente «otra historia» de Jesús ahora despojada de
cualquier interpretación fideísta. Así se restituirá la imagen perdida de la
historia de Jesús, en la que aparecerán los «hechos brutos» sin su ganga
interpretativa. Tal es el camino inaugurado por Reimarus, seguido por Ernest
Renan en su Vida de Jesús (1863) y por otros muchos autores que se atuvieron
rígidamente a los esquemas del historicismo. Entonces se produce un fenómeno
curioso. El supuesto Jesús, vislumbrado a través de la pantalla del texto
canónico, adopta la imagen de su historiador. Se convierte sucesivamente en un
maestro de las luces, un genio romántico, un filósofo kantiano, un moralista más
bien puritano, un paladín de la revolución social o un profeta que se equivoca
al anunciar el fin de los tiempos. En un libro célebre, Historia de la
investigación sobre la vida de Jesús, aparecido en 1906 *, Albert Schweitzer
diagnosticó perfectamente la enfermedad, sin que por eso la curara y sin
señalar con suficiente claridad su origen. Porque, después de todo, cabe
preguntar por qué tantos creyentes, y tantos no creyentes, sienten esa
necesidad de modernizar la figura del Nazareno. ¿Qué hay en ese hombre para que
proyectemos continuamente sobre él nuestras utopías?
A raíz de
este trabajo magistral, aunque influido por las ideologías más diversas, los
exegetas se hicieron más prudentes. Hubo literatos prestigiosos que continuaron
escribiendo «vidas de Jesús» basadas en una armonización de los cuatro
evangelios al margen de la crítica literaria. Sin embargo, se estaba iniciando
un cambio. Los esfuerzos de toda una generación de historiadores y apologetas
como M.-J]. Lagrange, L. de Grandmaison y F. Prat terminaron por dar frutos.
Aprovechando estas adquisiciones, Daniel-Rops escribió Jesús en su tiempo
(1945) €, obra muy estimable en su género. Se conocía ya mejor lo que había que
evitar, hasta el punto de que se produjo una cierta paralización. ¿No era fácil
escudarse en esta frase del padre Lagrange: «Los evangelios son la única vida
de Jesús que se puede escribir. Lo único que queda por hacer es comprenderlos
lo mejor posible»? * En resumen, basta el comentario literario, acompañado de
consideraciones sobre la solidez de la tradición manuscrita, la autenticidad
literaria de los documentos, el valor de los testigos oculares y la probidad de
los evangelistas inspirados. La frase inicial de Lucas sobre la seriedad y la
solidez de su información confirmaba ese razonamiento (Lc 1,1-3). Por último, el «milagro» de la resurrección
coronaba el conjunto de estas pruebas. Esta bella obra apologética contrarrestó
eficazmente las reducciones racionalistas de comienzos de siglo; pero no pudo
preparar suficientemente los espíritus para los nuevos estudios exegéticos que
siguieron a las dos guerras mundiales $.
Sobre la
base de los métodos expuestos, muchos exegetas quisieron abrir un camino nuevo,
intentando clasificar literariamente los diversos datos evangélicos. Así se
admite sin dificultad una cierta distancia entre los hechos brutos y el texto
evangélico, lugar de una interpretación fiel —in fide— *, También se admite que
es imposible escribir una reconstrucción psicológica de Jesús, que esboce el
desarrollo interior de su pensamiento a lo largo de su actividad. Sin embargo,
los «residuos históricos» más o menos importantes no eliminados por la crítica
literaria permitirían afirmar la identidad «sustancial» entre los
acontecimientos de Jesús y la interpretación evangélica. Los adjetivos
«sustancial» o «esencial» se emplean a menudo en este tipo de exégesis. Al
examinarlos de cerca se descubre que no tienen mucho sentido; pero son útiles
para indicar la problemática en que se sitúa un autor. Aquí hay que citar los nombres
de J. Jeremias, conocido ante todo por sus numerosos trabajos sobre las
parábolas de Jesús, y de C. H. Dodd, autor de El fundador del cristianismo Y,
obra de gran éxito. Este tipo de exégesis remite siempre al lector a un nivel
prepascual, es decir, a la autoconciencia de Jesús, como si tal reconstrucción
del pasado fuera obvia o como si el historiador, partiendo de un punto neutro y
del «lugar sin lugar» de su palabra, pudiera distinguir los hecho brutos y
libres de cualquier interpretación. Pues bien, ¿no es falaz tal separación? Todo testimonio histórico
interpreta la experiencia humana que evoca. También es preciso denunciar la
trampa que encierra la distinción, bastante corriente, entre la historia
«profana» y lo que se llama «historia de la salvación», sobre todo a partir de
O. Cullmann. El apologeta poco escrupuloso, cuando tropieza con las
dificultades que presenta un elemento, puede soslayarlas situándose en el plano
«sobrenatural», en el nivel de la historia de salvación... Por suerte, tales confusiones
son cada vez menos frecuentes.
b) El
segundo camino seguido por la crítica consistió desde el comienzo en situarse
en el plano de las ideas religiosas —tachadas frecuentemente de «mitológicas»-—
que aparecen en los evangelios. Este género fue iniciado por David Friedrich
Strauss en 1835%, Aquí se pone debajo del celemín el acontecimiento histórico
en favor de una historia de las ideas y de los temas míticos, en continua
degradación. Ahora se plantea abiertamente el problema del lenguaje, hasta el
punto de que el lenguaje parece devorar el acontecimiento, que se diluye en la
serie de las interpretaciones, Pronto se desembocó en la extraña negación de la
existencia de Jesús, convertido en personaje mitológico. Es lo que ocurrió en
Alemania, en tiempos de Strauss, con Bruno Bauer y en Francia con P. Alfaric y
P.-L. Couchoud *. En una línea más moderada, se llegó luego a una especie de
difuminación de la realidad histórica de Jesús, difuminación que tiene su
paradigma en el Jesús de R. Bultmann (1926), En Bultmann, esta postura radical
va acompañada de una legitimación teológica: el autor considera intolerable la
idea de hacer de la historia el fundamento de la fe. Para él, la proclamación
de la fe no exige más que una simple afirmación del hecho puto, del dass de la
existencia de Jesús; no implica una descripción del was, de cómo se entendió su
vida y su muerte. Sin embargo, el maestro de Marburgo muestra el vínculo
existente entre el anunciador judío del reino y el anunciado de la comunidad
cristiana, partiendo de las llamadas «palabras auténticas de Jesús»: a los dos
los anima la misma llamada a la decisión radical. Este aspecto de la obra
bultmaniana no debe pasarse por alto.
Sin embargo,
tal posición podía desembocar en un nuevo
docetismo. La reacción no se hizo esperar, ni siquiera entre los
antiguos discípulos de Bultmann. En 1953, Ernst Kiásemann *! inicia el llamado
movimiento posbultmaniano, que preconiza una nueva búsqueda del Jesús
histórico. Se afirma en primer lugar que la ruptura provocada por el
acontecimiento pascual no es tan radical como imaginaba Bultmann. A esta
crítica podríamos añadir la reflexión siguiente: para el historiador, las
rupturas sólo existen como creaciones de su propio trabajo histórico. Bultmann
confunde a menudo la investigación histórica con la afirmación teológica, que
sí subraya la ruptura pascual. En definitiva, según los posbultmanianos es
posible conocer de algún modo al Jesús prepascual partiendo de los elementos
«sólidos» de la tradición: las parábolas, las antítesis del Sermón de la
Montaña, los logia de Jesús sobre el reino, sobre Juan Bautista o sobre la
expulsión de lo demonios. Esos elementos nos permiten descubrir la idea que
Jesús tenía de sí mismo. Sus palabras más indiscutibles desvelan su concepción
de la existencia. Y no sólo sus palabras, sino también sus obras, como precisa
E. Fuchs *. Pero aquí no se consideran los hechos de Jesús en su singularidad,
sino en cuanto revelan un determinado comportamiento general, por ejemplo, su
comportamiento de exorcista. Ahora bien, este extraño comportamiento del
Nazareno implica ya una cristología embrionaria. Así, pues, el historiador
puede todavía verificar en parte las correspondencias entre la intención que
animaba a Jesús en sus palabras y sus obras y el pensamiento que impregna el
kerigma cristiano primitivo.
Tal toma de
postura contribuyó notablemente al resurgimiento de la investigación histórica.
Los exegetas católicos no fueron los últimos en agarrarse al cable. En
particular, Heinz Schiirmann, tras distinguir cuidadosamente las ¿psissima
verba (las palabras pronunciadas realmente por Jesús), los ¿psissima facta (las
obras realizadas por él) e incluso la
¿psissima intentio que animaba a Jesús, se sitúa a lo largo de todo su libro
¿Cómo vivió Jesús su muerte?, en el plano del propio Jesús, en el crisol de su
conciencia %, Semejante forma de valorar la intención de Jesús está
estrechamente relacionada con el procedimiento empleado por la crítica
redaccional (Redaktiongeschichte), la cual trata constantemente de descubrir la
intención del autor en cada relato. Schúrmann —y otros muchos antes y después
que él— traslada esta búsqueda de la intención escriturística al nivel de los
personajes del relato. Quiere poner de relieve todo el movimiento de
«proexistencia» (existencia para) que impulsaba a Jesús en su compromiso por el
Otro y por los otros. En este punto, el autor se inscribe en un amplio
movimiento teológico de nuestro tiempo en el que el Jesús «revelador» interesa
mucho más que el Jesús «revelado» de los títulos cristológicos: el que ha
vivido hasta el extremo la comunicación de un amor gratuito resulta mucho más
cautivador que Cristo en cuanto objeto de unas especulaciones nacidas de la fe.
Volviendo a
Schiirmann y a otros libros, profundamente espirituales, que quieren mostrar a
Jesús en su modo de estar en el mundo, cabría preguntar si los autores no se
dejan llevar por un cierto psicologismo Y, Y sobre todo, ¿hasta qué punto es
posible situarse así en el plano del «referente» perteneciente al campo de los
acontecimientos, prestando a los personajes de los relatos evangélicos una
conciencia de sí mismos que depende en gran medida de nuestros razonamientos
modernos? Algunos exegetas-teólogos parecen tener como punto de mira penetrar
mejor en la conciencia de Jesús, bien elevándola a lo más alto de la divinidad,
tal como la confiesa la fe, bien declarando perentoriamente que Jesús no tenía
conciencia de esa divinidad. No advierten que, con esa referencia suprema a la
conciencia del Señor, no hacen otra cosa que disimular sus propias ideas sobre
Jesús para que aparezcan ante los lectores revestidas de mayor autoridad. ¿Cómo
podrían los lectores rebelarse contra esa petsona y, por tanto, contra el
exegeta que se la presenta? Gracias a Dios, las «conciencias de Jesús» varían
según los autores, y eso exige que seamos más cautos en esta materia. Con la
Iglesla y por la Iglesia, yo puedo llamar a Jesús mi Salvador, pero no puedo usurpar su puesto. En el trabajo
histórico, puedo expresar mi opinión sobre el hombre de Nazaret, pero no puedo
arrancarle por la fuerza el misterio de su persona. Como hemos visto, las
trampas son numerosas, y se corre constantemente el riesgo de caer en el
historicismo. Pero ya es hora de que precisemos el sentido que damos a esta
palabra, a pesar del temor que produce abordar en unas líneas un problema que
desemboca en la cuestión siempre candente de la epistemología en materia
histórica.
2. Del
bistoricisno a la bistoria %
El
historicismo es una corriente de pensamiento que difumina las distancias y
provoca la confusión entre la historia representada literariamente en un texto
narrativo y lo que sucedió o debió de suceder en el pasado. El lector de un
relato, se sitúa —o se retrotrae— mentalmente, con toda naturalidad, en el
plano de la historia representada, como si ésta fuera una simple transcripción
de la realidad «extralingúística»: el texto vendría a ser un cristal
transparente que permite filmar otra vez el «acontecimiento». Esta ilusión
historicista es tan grande que el lector cree que está recreando verdaderamente
el pasado: ha superado la distancia del tiempo; se siente de algún modo
contemporáneo del objeto que examina. La ilusión puede afectar también incluso
a quienes se declaran «antihistoricistas» (por ejemplo Bultmann). De hecho,
tales autores descubren los fallos de una determinada representación literaria,
y, en consecuencia, la declaran «falsa» o no histórica; pero lo hacen en nombre
de una concepción que sigue siendo «historicista», es decir, en nombre de una
concepción según la cual la historia «verdadera» debería ser un calco del
acontecimiento. La ilusión afecta incluso a quienes pretenden distinguir entre
los hechos brutos y las diversas interpretaciones, como si el relato verdadero
tuviera que poner al lector en relación directa con los supuestos hechos brutos
despojados de todo significado (¡que los transforma en acontecimientos!) *”, El
Jesús prepascual, que para algunos sería el «hecho bruto», contemplado antes de
cualquier interpretación creyente o no creyente es también una creación del
historicismo. Añadamos una observación importante. Á menudo, los exegetas
emplean las palabras «auténtico» o «inauténtico» de una manera equívoca. Dicen,
por ejemplo, que tal palabra evangélica es auténtica, Pero ¿se trata de la autenticidad
literaria o de la autenticidad histórica? Así, el lector sencillo, sobre la
base de esa autenticidad declarada doctoralmente, pasa del acontecimiento
narrado literariamente en un relato dado al nivel del «referente» perteneciente
al campo de los acontecimientos, sin darse cuenta de que está cayendo en la
trampa del historicismo.
En todos
estos casos, se termina por eliminar la mediación lingúística. El mundo
indiferenciado de «lo que sucede» no puede expresarse sin la palabra, que lo
construye como «acontecímiento» y, por tanto, lo manifiesta en su diferencia
significante. El mundo de lo que ha sucedido no puede expresarse sin la palabra
que abstrae objetivamente y construye el acontecimiento, presentado como
«pasado» por el propio juego de la enunciación. En los relatos llamados
históricos, siempre tiene que haber un desajuste entre los relatos construidos
literariamente y lo que sucedió, que está irremisiblemente muerto. No es que
tales relatos deban considerarse como infrahistóricos: su dificultad suele
obedecer más bien a que con frecuencia están demasiado impregnados de historia.
Es un caso parecido al de las películas históricas que resumen en dos horas las
imágenes demasiado vatiadas de una aventura auténtica. La película puede ser a
la vez perfectamente objetiva por narrar un pasado insolayable (porque lo que
se hizo no puede no haber sido hecho) y totalmente construida en función del
historiador que la firma y del mundo en que éste vive. La «retrodicción» se
logra cuando el lector-espectador se deja trasladar por la imagen al mundo
mismo de la historia. Por su parte, el colega de nuestro cineasta-historiador
reconoce, llegado el caso, el valor objetivo de esta retrodicción imaginaria;
pero al mismo tiempo capta inmediatamente todos los «desplazamientos de la
historia» que se acumulan en el episodio representado. Así, puede desmontar el
film para distinguir mejor la historia tras la imagen de la historia. Pero no
puede apreciar los desplazamientos efectuados como si él poseyera la historia
antes de ser contada. Porque debe comenzar por salir de sí mismo y
«descentrarse» %8; debe tratar incansablemente de descubrir ese pasado
irreductible. Sabe que nunca podrá tocarlo en su singularidad %?; pero no por
eso pierde la esperanza de distinguirlo y expresarlo: de distinguirlo como el
signo de la diferencia o la señal del desajuste entre unas situaciones dadas;
de expresarlo mediante una retrodicción nueva que muestre su significado. El
acontecimiento es diferencia (es distinto de) penetrada de significado (está en
relación con). Los dos movimientos esenciales del trabajo efectuado por el
historiador encuentran aquí su razón profunda: la aparición de discontinuidades
históricas es el instrumento por excelencia de la investigación, mientras que
la retrodicción intenta incansablemente reducir las diferencias, rellenar los
vacíos, conjurar las distancias con la continuidad del discurso histórico %. El
lector podrá luego bajar por el cauce más o menos unificado de la historia que
el historiador ha remontado con tanto trabajo.
¿Hasta qué
punto puede aplicarse tal programa en el campo de nuestra investigación? Más
aún, ¿hasta qué punto es teológicamente válido? La retrodicción histórica no
restituye la vida, sino que certifica la muerte. La historia es una «resurrección
del pasado», se decía muchas veces en el siglo x1x; hoy se dice más bien que
«la historia es mortífera». ¿No es eso una razón más para sublevarse, con
Pablo, contra una escritura pretenciosa de la historia de Jesús? De hecho,
semejante argumentación teológica no hace sino excitar más la curiosidad
historiadora. Si un R. Bultmann declara «ilegítima» la empresa de la historia,
¿qué historiador no intentará transgredir esa ley? %,
3. Criterios
de bistoricidad
El primer
paso del historiador es descubrir diferencias. Los exegetas lo vislumbraron
hace tiempo: durante los últimos veinte años se han publicado numerosos
estudios sobre los criterios de
discernimiento que permiten identificar las palabras y los hechos «auténticos»
de Jesús. El problema era cómo establecer una distinción segura entre las
palabras originales de Jesús de Nazaret y las palabras creadas por la comunidad
pascual o por los evangelistas y puestas luego en labios de Jesús. Recordemos,
por ejemplo, la formulación actual de los anuncios de la pasión que se leen en
Mc 8,318; 9,31 y 10,33-34 %, Según E. Kásemann, el principio fundamental de tal
catalogación es la diferencia o desemejanza con el entorno judío, por una
parte, y con el pensamiento y la práctica cristiana, por otra. «En cierto
sentido, sólo pisamos tierra firme en un caso: cuando una tradición, por los
motivos que sean, no puede deducirse del judaísmo ni atribuirse a la
cristiandad primitiva y, sobre todo, cuando el judeocristianismo ha mitigado
por demasiado audaz o ha retocado la tradición que había recibido» %, Tal
criterio permitiría efectivamente distinguir todo un conjunto de datos
considerados como irteductibles. Pensemos, por ejemplo, en determinados dicho
de Jesús contra la ley de Moisés: así las antítesis de Mt 5,31-42. Añadamos las
palabras «difíciles» que se leen en Mc 10,1 («g¿por qué me llamáis bueno?») o
13,32 («ni el hijo»), que parecen reducir a Jesús a la categoría de simple
hombre, por no hablar del asombroso amén de Jesús, que no tiene ningún paralelo
ni en la Escritura ni en el lenguaje comunitario: «En verdad, en verdad os
digo» (Jn 1,51; Mt 5,18, etc.). La respuesta amén que acompañaba la plegaria
judía se convierte aquí en elemento relevante del código fático para introducir
un discurso decisivo o performativo. En cuanto a la expresión familiar Abba,
situada sobre todo en un contexto de oración, su singularidad es tan grande que
implica toda una cristología por la situación única de este hijo con respecto
al Padre.
A este
principio crítico fundamental, muchos autores quieren añadir otros criterios.
Así, entre los datos llamados auténticos figurarían: 1) los elementos que
constrastan o están en contradicción con el pensamiento y la práctica del
judaísmo; 2) los elementos que no se pueden atribuir a la Iglesia y que no parecen
iluminados directamente por la fe pascual; 3) los elementos de cuño arameo, con
ese estilo oriental que sería característico de Jesús: la «pasiva divina», los
paralelismos antitéticos, los juegos de palabras, los ritmos y asonancias; 4)
los datos recogidos en diversas fuentes escritas o tradiciones orales que
forman en consecuencia un haz de testimonios múltiples, provenientes de
comunidades cultural y geográficamente distintas; por ejemplo, Marcos y la
tradición Q; 5) por último, se añade muchas veces, que todos los elementos
aceptados como de Jesús deben tener entre sí una cierta coherencia: las
palabras y las obras de Jesús deben evocarse de algún modo unas a otras,
ajustarse entre sí. Así, pues, estos criterios, en particular el de la
diferencia y el de la coherencia, permitirían detectar algunas características
del pensamiento y la conducta de Jesús. En un artículo interesante, F. Hahn
enumera varias características relativas al último punto *. Por ejemplo: la
actitud muchas veces conflictiva de Jesús, la novedad o la extrañeza de sus
hechos, la radicalidad de su llamamiento, la insistencia en el puesto y el
sentido que se debe dar a su persona. En los capítulos siguientes
desarrollaremos algunos de estos puntos.
Sin embargo,
tal multiplicidad de criterios no deja de plantear problemas. ¿Es oportuno
mezclar tan indiscriminadamente indicios relacionados con diversas disciplinas,
desde el estudio de la lengua hasta el descubrimiento de la historia literaria
de un texto, cuando ninguna de esas disciplinas permite en rigor expresar «la
historia»? Reconocer el sustrato arameo de un logion sólo permite remontarse al
estadio de una tradición de lengua aramea. La multiplicidad de testimonios
literarios sólo orienta la mirada hacia la unidad (posible) de una tradición
anterior. Pero en ninguno de los dos casos queda demostrada la autenticidad
histórica, De hecho cabe preguntar si la tendencia subyacente a este deseo de
enraizar una palabra o un hecho concreto en la autenticidad del acontecimiento
«singular» no está íntimamente relacionada con el historicismo. ¿No se deja
llevar el exegeta por la ilusión referencial que lo sitúa directamente en el
plano de Jesús para que escuche de nuevo su ¿psissima vox, recortada
directamente por la tijera exegética? Esta nueva forma de fundamentalismo es
muy frecuente en ciertos cristianos que, a diferencia de Pablo, no toman su
primera referencia de la Iglesia de hoy,
sino del ayer de un libro original. En una palabra, semejante multiplicación
anárquica y, a menudo, repetitiva de los criterios plantea numerosas
cuestiones, pues el número de criterios no sirve para librar al lector de su
inquietud en materia de historicidad. Y cuando el exegeta, al final de su
argumentación, llega a afirmaciones como ésta: «El peso de la prueba
corresponde ahora a quienes creen todavía (o no creen) en la autenticidad», no
ha avanzado nada %. Semejante discurso de autoridad no tiene nada que ver con
la exégesis y la historia.
A nuestro
juicio, sólo el principio crítico de Kásemann se puede mantener sin
restricción. Los otros criterios son sin duda interesantes, sobre todo para la
historia literaria, antes de desempeñar su papel en la retrodicción histórica,
El exegeta parte de los estadios tradicionales más antiguos, detectados gracias
a un análisis literario de tipo diacrónico. A partir de estos primeros
testimonios que nos han dejado las diversas comunidades nacientes, podrá
presentar mejor al Señor que ellas recordaban en su anámnesis. El criterio de
la coherencia o de la convergencia desempeña también un papel esencial en el
segundo movimiento del trabajo del historiador: por tener un valor de síntesis,
asegura «el acierto» de su razonamiento. Sirve de contraprueba; como dice W. G.
Kimmel, «el control decisivo de la exactitud (de los conocimientos) no puede
ser más que éste: mostrar que la ordenación de las diferentes tradiciones así
recuperadas da una imagen de Jesús y de su predicación que, históricamente, es
comprensible y forma un todo coherente y, al mismo tiempo, hace inteligible el
desarrollo de la cristiandad primitiva» %.
El primer
instrumento de la investigación sigue siendo, pues, la diferencia. Más
concretamente: el criterio de la desemejanza es el de la exégesis histórica; el
criterio de la coherencia es el de la diégesis historiadora, es decir, la
retrodicción del historiador. Es cierto que esto causa extrañeza a algunos
autores. El principio crítico de Kásemann, ¿no encierra el riesgo de estrechar
y de deformar la realidad histórica? Así, H. Schiirmann declara: «El principio
de catalogación sólo puede dar una imagen deformada de Jesús, un Jesús
“completamente distinto”, que no tendría ningún contacto con el entorno judío a
que pertenecía (cosa inquietante desde
el punto de vista psiquiátrico), y que no habría desencadenado movimiento
histórico alguno (cosa absolutamente increíble en el plano de la historia)» %.
Este autor parece no haber comprendido bien que el principio en cuestión tiene
esencialmente un interés «heurístico», en el ámbito de la búsqueda. No permite
repetir la historia ni comprobar la singularidad de una palabra o de un hecho
en cuanto acontecimientos. Tampoco permite invalidar a priori toda «la
historia», como si lo que no cabe en este lecho de Procusta tuviera que ser
declarado «inauténtico». De hecho, como instrumento de trabajo, cumple una
función gracias a la documentación sobre el judaísmo del siglo 1 y sobre los
primeros grupos cristianos, pese a las lagunas existentes. Pero ¿no surge
primariamente la historia de los fallos de nuestro conocimiento y se expresa en
un discurso que intenta continuamente llenar lagunas? Empleando el vocabulario
de Pierre Grelot, cabría decir también que tal criterio permite distinguir «la
historicidad» de un elemento dado, sin prejuzgar en manera alguna su
«historialidad», en el campo inmenso de lo que ha sucedido efectivamente %.
Dentro de un milenio, ¿qué quedará de nuestra civilización del siglo xx para
poder probar su historicidad? Pero ¿no intentarán todas las exposiciones de los
historiadores explicar su sentido en el nivel de «la historialidad»?
Hay algo más
importante: en el principio de Kásemann es preciso distinguir netamente dos
puntos que no se sitúan en el mismo plano. Por una parte, hay que considerar a
la vez la relación de Jesús con el judaísmo (con los fariseos, los baptistas,
etc.) y la distancia, es decir, la ruptura operada por él. El criterio de la
diferencia se emplea aquí en la contemporaneidad de un mismo espacio, el de
Palestina. Por otra parte, hay que valorar a la vez la relación de continuidad
o de discontinuidad entre el tiempo de Jesús y el de las comunidades que lo
confiesan. La diferencia se verifica ahora en el tiempo. Pero no se trata de
situarse primero en el nivel del Jesús prepascual y luego en el plano eclesial: tal paso podría ser ilusorio.
Recordemos, por ejemplo, que los logía de Jesús sólo son reconocidos como tales
y aceptados en el corpus evangélico porque los profetas cristianos, o los otros
ministros de la palabra, los han repetido y proclamado in spiritu en la
comunidad pascual. Lo mismo sucede con los hechos de Jesús, recordados en la
anámnesis cristiana en función de la situación comunitaria. Nada escapa a la
Iglesia. Por tanto, debemos situarnos ante todo en el nivel de los primeros
grupos confesantes, con su diversidad y su articulación sobre ministros
responsables; luego debemos ver cómo las comunidades, en su anámnesis de Jesús
fundada en el testimonio, han sabido expresar la distancia que las separaba del
maestro de Nazaret y del mensajero del reinado de Dios. De hecho, lo que vale
para el uno no vale de la misma forma para el otro. La conciencia que la
Iglesia tenía de su alteridad y de su diferencia con respecto a Jesús es para
nosotros uno de los signos más importantes de su historicidad Y. ¿Hasta qué
punto la Iglesia se separó de la concepción del bautismo procedente de Juan y
de Jesús? ¿De qué manera siguió a Jesús, el profeta escatológico, aun
rectificando el movimiento iniciado durante su vida pública, tal como ella la
recordaba a la luz de Pascua? ¿Por qué la Iglesia no invocó a Jesús con el
título de Hijo del hombre, pese a que ella misma puso continuamente esta
asombrosa expresión en labios de su maestro? ¿Por qué, en cambio, recurrió al
título de Mesías (= Cristo), cuando recordaba al mismo tiempo las reticencias
de Jesús frente a ese título? En todos los casos hay una distancia, y de esa
distancia nació la Iglesia ”.
4.
Laretrodicción o el razonamiento bistórico
El
historiador no puede contentarse con hacer una lista de rupturas y desajustes.
Tiene que comprometerse en un dicurso histórico que describa la experiencia
acaecida sin pretender fotografiarla en su singularidad de acontecimiento. El
historiador debe arriesgarse a escribir un estudio sobre Jesús librándose del
complejo schweitzeriano, que se encuentra todavía bajo el signo del
historicismo. Sin duda «abstrae» objetivamente la historia; construye su
discurso en función de lo que es él mismo, del mundo en que vive, del porvenir
que él abre mediante ese pasado traído al presente. La retrodicción es un
trabajo interpretativo, una «hermenéutica» que toma de la distancia temporal el
secreto de su productividad. El discurso del historiador no puede librarse de
su propia «historicidad»; pero esto no condena una búsqueda que siempre quiere
ser más objetiva, aun reconociendo sus límites y su carácter falible.
Los
instrumentos de tal retrodicción son múltiples. Como el hermeneuta o el
teólogo, el historiador es el hombre de la unidad en un razonamiento que teje
lazos de unidad entre todas las disciplinas antes señaladas. Sin embargo, no es
el hombre de las nivelaciones, ya que la historia es la ciencia de las
distancias y cuestiona continuamente sus propias síntesis, cualesquiera que
sean. Porque el historiador debe hacer un discurso coherente en función de las
constantes halladas, de los modelos que se propone, de las constantes
lingilísticas, sociológicas y de otro tipo (el hombre continúa siendo hombre se
encuentre donde se encuentre); en función también de esa finalidad a posteriori,
que organiza los materiales a la luz del término de la historia. Al mismo
tiempo, debe desconfiar siempre de las sistematizaciones en que el principio de
causalidad elimine las incoherencias y las discontinuidades del acontecimiento,
siempre singular.
Su razonamiento
busca siempre más lógica, pero su investigación rompe incesantemente esa
lógica. En el caso de Jesús, este punto es importante, porque el historiador se
encuentra ante una figura eminentemente paradójica.
Cuando el
historiador trabaja en el campo evangélico, tiene que respetar las etapas, en
particular tres de ellas: 1) Cada evangelio debe ser considerado en sí mismo,
en tanto que es ya, como tal, un documento histórico: cuando refiere una
práctica determinada —los hechos y los gestos de Jesús—, el texto refleja una
práctica comunitaria históricamente identificada, antes de invitar al lector,
en el acto mismo de su lectura, a construir su propia historia en función de
esa práctica. 2) Todo corpus literario debe ser considerado, además, diacrónicamente,
en su historia literaria: así se descubrirá la efervescente historia de las
Iglesias, transmisoras de un texto en gestación al que poco a poco van dando
forma varios autores responsables. 3) Por último, el historiador podrá con
todas las precauciones necesarias, presentar a su vez a Jesús, pero sin
olvidarse nunca de la comunidad pascual, la cual le permite elaborar su
discurso.
En los
capítulos siguientes nos situaremos de entrada en este tercer nivel, pues los
dos primeros han sido ya objeto de numerosos estudios en los que,
evidentemente, nos apoyaremos. En la medida de lo posible —y la realización
suele estar muy lejos de las buenas intenciones—, intentaremos presentar a
Jesús no primariamente a partir de sus títulos ni de sus palabras, sino a la
luz de sus gestos y sus hechos decisivos. Nos fijaremos especialmente en el
«obrat» que distingue y diferencia a Jesús, pero sin olvidar las palabras que
desvelan el sentido de su comportamiento. Pero nos limitaremos a algunos
sectores y excluiremos, incluso, el gesto histórico por excelencia de Jesús: su
muerte. No intentaremos demostrar la historicidad de ningún episodio de la vida
de Jesús considerado en particular. En el plano del acontecimiento tomado en su
singularidad, el trabajo del historiador resulta la mayoría de las veces
imposible de realizar, exceptuado el acontecimiento de la muerte de Jesús. De
ordinario, nos colocaremos en la perspectiva de los conjuntos; esto nos
obligará más de una vez a resumir brevemente informes voluminosos. La historia,
la retrodicción, es síntesis. Por otra parte, procuraremos siempre no situarnos
directamente en el nivel del propio Jesús, en el ámbito de su conciencia. ¿Hay
que decirlo? Esta toma de postura fundamental exige toda una ascesis. Es
difícil no dejarse llevar por el espejismo de un discurso histórico en el que Jesús se expresara a sí mismo. Pero el
compromiso de no ceder en este punto permite, a nuestro juicio, renovar el
discurso para desembocar en un verdadero «desplazamiento de la historia». Sin
embargo, no pretendemos eliminar cualquier «reconstrucción» histórica: a pesar
de sus artificios, tal reconstrucción conserva su valor, pues permite al
historiador comprobar la coherencia de su razonamiento. Por tanto, es necesario
volver a escribir vidas de Jesús, aun reconociendo de antemano los límites de
tal empresa, así como sus peligros. Por lo demás, si el exegeta llegara a
realizarlo perfectamente, ese trabajo lo colocaría de algún modo en una
situación de espectador ante el acontecimiento de Jesús: estaría así en la
ambigua postura en que se encontraban las muchedumbres que rodeaban al profeta
de Galilea, en una palabra, en el umbral de la aceptación o del rechazo. Pero
¿no es tal vez ése el motivo poderoso que induce a trabajar al historiador
cristiano? Captar su fe tal como se encontraba en el estado primitivo. ¿No es
ésa su utopía y, por tanto, lo que lo abre a la palabra?
Pero esto es
un absurdo, si Cristo es el logos el apertura esté mundo a luz eterna, ene l no hay historia sino
una meta historia un acontecer, una alteración de la que ninguna historia puede dar cuenta y entonces
como se pretende que la historia confirme una fe primigenia, no esa fe primigenia
está en la apertura del logos, en este
conocer inmediato intuitivo la luz eterna, ¿Como la ciencia puede dar cuenta de
eso no puede y es que si Galileo cometió el error de quitar la conciencia de la ciencia
para poder ver un mundo mecánico funcional, Descartes quito el corazón de la ciencia y sin ese corazón es
imposible aperturarse, por esto creemos cada vez ser más grandes cuando
realmente nos hacemos más pequeños, no hay que reflexionar sobre la propia historia, porque
esta apertura de una apertura, ¿Cómo es que los filósofos abrieron el logos histórico?
8
Los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de
diferentes maneras, lo que importa es transformarlo. Marx: XI Tesis sobre
Feuerbach ¿Qué significa este paso de la interpretación del mundo a su
transformación, anunciado por Marx, en la XI tesis sobre Feuerbach? ¿Necesidad
de abandonar la teoría para pasar a la acción?, es decir, ¿necesidad de
abandonar el escritorio y los libros para comprometerse en forma exclusiva en
una acción política revolucionaria? Muchos jóvenes latinoamericanos, cansados
de la verborrea revolucionaria que jamás llega a producir ningún hecho político
que transforme, realmente, las condiciones de miseria y explotación de las
grandes masas de trabajadores de América Latina, caen en la tentación de
interpretar esta frase como un paso de la teoría a la acción, como si toda
teoría fuera sólo interpretación del mundo y como si toda acción implicara una
transformación de éste. Si así fuera, para ser consecuente, Marx debería de
haber abandonado los libros, el estudio, para dedicarse en forma exclusiva al
trabajo político. Sin embargo, hasta su muerte, el trabajo intelectual ocupa
gran parte de sus días, sin que por ello descuide la acción política inmediata.
La vida de Marx nos plantea, por lo tanto, una disyuntiva: o Marx no fue
consecuente con su afirmación de la necesidad de pasar de la interpretación a
la transformación del mundo, o considera que no puede existir transformación de
éste sin un conocimiento previo de la realidad que se quiere transformar, sin
un conocimiento previo de cómo ella está organizada, cuáles son sus leyes de
funcionamiento y desarrollo, cuáles fuerzas sociales existen para realizar los
cambios, es decir, sin un conocimiento científico de ella. No cabe duda que
esta última es la posición de Marx. La XI tesis sobre Feuerbach no anuncia la
muerte de toda teoría, sino una ruptura con las teorías acerca del hombre, la sociedad
y su historia, que hasta ese momento eran teorías filosóficas que se limitaban
a contemplar e interpretar el mundo, siendo incapaces de transformarlo porque
no conocían el mecanismo de funcionamiento de las sociedades. Lo que hasta ese
momento existía, en relación a la sociedad y su historia, eran: o bien teorías
filosóficas acerca de la historia o filosofías de la historia, o bien
narraciones históricas y análisis sociológicos que se limitaban a describir los
hechos que ocurrían en las distintas sociedades. Lo que no existía era un
conocimiento científico de las sociedades y de su historia. La XI tesis sobre
Feuerbach indica, por lo tanto, una ruptura con todas las teorías filosóficas
acerca del hombre y de la historia que no hacen sino interpretar el mundo, y
anuncia la llegada de una teoría científica nueva, la teoría científica de la
historia o materialismo histórico, que funda un campo científico nuevo: la
ciencia de la historia, de la misma manera que la teoría científica de Galileo
funda un nuevo campo científico, la ciencia física. Detengámonos un momento a
analizar el significado de esta palabra "teoría" tan empleada en el
lenguaje científico. De la misma manera que en el proceso de producción
material se pretende transformar una materia prima determinada (por ejemplo, el
cobre) en un producto determinado (por ejemplo, cañerías, cables eléctricos,
etc.) mediante la utilización por parte de los trabajadores de medios de
trabajo especializados (máquinas e instrumentos, etc.), en el proceso de producción
de conocimientos se pretende transformar una materia prima determinada (una
percepción superficial, deformada, de la realidad) en un producto determinado
(un conocimiento científico, riguroso, de ella). Esta transformación la
realizan los trabajadores intelectuales utilizando instrumentos de trabajo
intelectual determinados, fundamentalmente:la teoría y el método científicos.
Se llama teoría al cuerpo de conceptos más o menos sistemático de una ciencia
(por ejemplo: la teoría de la gravedad, la teoría de la relatividad, la teoría
freudiana del inconsciente, etc.). Se llama método a la forma en que son
utilizados estos conceptos. Toda teoría científica, por lo tanto, tiene el
carácter de instrumento de conocimiento; ella no nos da un conocimiento de una
realidad concreta, pero nos da los medios o instrumentos de trabajo intelectual
que nos permiten llegar a conocerla en forma rigurosa, científica. La teoría de
la gravedad, por ejemplo, no nos da un conocimiento inmediato de la velocidad
con que cae una piedra desde una altura determinada, pero nos da los medios
para poder realizar este cálculo concreto. Cuando se habla, entonces, de teoría
marxista de la historia se está hablando de un cuerpo de conceptos abstractos
que sirve a los trabajadores intelectuales como instrumento para analizar, en
forma científica, las diferentes sociedades, sus leyes de funcionamiento y
desarrollo. Este cuerpo de conceptos del materialismo histórico comprende los
siguientes conceptos: proceso de producción, fuerzas productivas, relaciones
técnicas de producción, relaciones sociales de producción, relaciones de
producción, infraestructura, superestructura, estructura ideológica, estructura
jurídico-política, modo de producción, formación social, coyuntura política,
determinación en última instancia por la economía, autonomía relativa de los
otros niveles, clases sociales y lucha de clases relacionadas con 1as
relaciones de producción, transición, revolución, etc. Los primeros fundamentos
de este cuerpo de conceptos, aunque todavía muy frágiles, se encuentran en La
ideología alemana (1845-1846). Por ello, se puede considerar que esta obra
marca una verdadera revolución teórica en el pensamiento de sus autores. Marx y
Engels inauguran una ciencia nueva allí donde antes reinaban las filosofías de
la historia; allí donde no existían sino filosofías de la historia y
narraciones de hechos históricos empíricos. ¿Cuál es la envergadura de este
descubrimiento científico? Para explicarlo utilicemos una imagen empleada por
Louis Althusser. Si consideramos los grandes descubrimientos científicos de la
historia humana, podríamos imaginarnos las diferentes ciencias como formaciones
regionales de grandes "continentes" teóricos. Podríamos afirmar que
antes de Marx sólo habían sido descubiertos dos grandes continentes: el
continente Matemáticas por los griegos (Tales o lo que el mito de este nombre
así designa) y el continente Física por Galileo y sus sucesores. Una ciencia
como la química fundada por Lavoisier es una ciencia regional del continente
Física. Una ciencia como la biología, al integrarse a la química molecular,
entra también en este mismo continente. La lógica en su forma moderna entra en
el continente Matemáticas. Por el contrario, es muy posible que Freud haya
descubierto un nuevo continente cientffico.[2] Si esta metáfora es útil podría
afirmarse que Marx abrió al conocimiento científico un nuevo continente: el
continente de la Historia. Esta nueva ciencia fundada por Marx es una ciencia
"materialista" como toda ciencia, y por ello su teoría general tiene
el nombre de materialismo histórico. La palabra materialismo indica simplemente
la actitud estricta del sabio frente a la realidad de su objeto, que le permite
captar, como dirá Engels, "la naturaleza sin ninguna adición desde fuera".
Pero la expresión "materialismo histórico" es, sin embargo, algo
extraña, ya que las otras ciencias no emplean la palabra
"materialismo" para definirse como tales. No se habla, por ejemplo,
de materialismo químico, o de materialismo físico. El término materialismo,
utilizado por Marx para designar la nueva ciencia de la historia, tiene por
objeto establecer una línea de demarcación entre las concepciones idealistas
anteriores y la nueva concepción materialista, es decir, científica de la
historia.[3] Hasta aquí hemos hablado del materialismo histórico y de la gran
revolución teórica que su aparición provocó. Ahora debemos preguntarnos: ¿la
teoría marxista se reduce al materialismo histórico, es decir, a una teoría
científica? No, la teoría marxista está compuesta de una teoría científica: el
materialismo histórico, y de una filosofía: el materialismo dialéctico.
Althusser nos hace ver que "existe una correlación manifiesta entre las
grandes revoluciones científicas y las grandes revoluciones filosóficas. Basta
comparar los hechos mayores de la historia de las ciencias, por una parte, y
los hechos mayores de la historia de filosofía, por la otra. Las grandes
revoluciones filosóficas siguen siempre a las grandes revoluciones científicas.
A las matemáticas griegas sigue la filosofía de Platón; a la constitución de la
física de Galileo, la filosofía cartesiana; a la física newtoniana, la
filosofía kantiana; a la lógica matemática, la filosofía de Husserl, y a la
ciencia de la historia fundada por Marx, una nueva filosofía: el materialismo
dialéctico" [4] Por lo tanto, para que la filosofía surja y se desarrolle
es necesario que existan las ciencias. A ello se debe, tal vez, que no haya
existido filosofía antes de Platón. El trastorno que produce en el campo teórico
el nacimiento de una nueva ciencia no se hace sentir inmediatamente en el campo
de la filosofía, se necesita un cierto tiempo para que la filosofía sea
transformada. Este necesario retardo de la filosofía con respecto a la ciencia
es lo que se hace sentir en la filosofía marxista o materialismo dialéctico.
"Como testigos tenemos los 30 años de silencio filosófico que se sitúan
entre las Tesis sobre Feuerbach y el Anti-Dühring y ciertos largos titubeos
posteriores, y aún hoy se continúa marcando el paso... "[5]
Por otra parte, debido a la íntima relación que existe entre
descubrimientos científicos y transformaciones filosóficas, es en los análisis
científicos más acabados de Marx y Engels, especialmente en El capital, donde
podemos encontrar los elementos teóricos más avanzados para elaborar la
filosofía marxista. Lenin decía, en forma muy justa, que era en El capital
donde debía buscarse la dialéctica materialista, es decir, la filosofía
marxista. La teoría marxista está formada, por lo tanto, por una teoría
científica de la historia o materialismo histórico y por la teoría filosófica
qué corresponde a esta revolución en el campo de las ciencias: el materialismo
dialéctico. En las lineas anteriores hemos visto el débil desarrollo que ha
tenido la elaboración del materialismo dialéctico, situación que se explica por
el necesario retardo de la filosofía con respecto a los nuevos descubrimientos
científicos. Veamos ahora cuál es el nivel de elaboración en que se encuentra
el cuerpo de conceptos que constituye la teoría general del materialismo
histórico. Este cuerpo de conceptos no fue desarrollado nunca en forma
sistemática por Marx y Engels. Fue, sin embargo, empleado con gran éxito por
estos autores para analizar el sistema de producción capitalista, permitiéndoles
lograr un profundo conocimiento de él. A través de El capital el proletariado
internacional pudo conocer las razones de su miseria y los medios para acabar
con ella de manera revolucionaria. Los prodigiosos descubrimientos de Marx y
Engels permitieron a las masas obreras dar una orientación correcta a sus
luchas. El sistema capitalista había sido puesto al desnudo. Se analizaban las
condiciones de su nacimiento, de su desarrollo y de su destrucción. Se
señalaban así cuáles eran las condiciones objetivas de la revolución. La época
de las utopías había terminado. Este cuerpo de conceptos que no fue
desarrollado en forma sistemática por sus creadores, ha sido elaborado en forma
desigual por sus sucesores. Los conceptos pertenecientes a la infraestructura,
por ejemplo, han sido mejor elaborados que los pertenecientes a la
superestructura. Esto no se debe a un azar, sino al hecho de que éstos son los
conceptos utilizados más frecuentemente por Marx en el análisis de la
estructura económica del modo de producción capitalista. Estudiando la forma en
que Marx los emplea en El Capital se ha podido llegar a una elaboración más
sistemática de ellos, aunque todavía insuficiente en muchos aspectos. La mayor
parte de los otros conceptos permanece, por el contrario, en estado de
"conceptos prácticos" (más que procurar un conocimiento indican las
líneas generales que deben guiar la investigación). El estado actual de la
teoría del materialismo histórico es, por lo tanto, más o menos la siguiente:
—teoría científica del aspecto económico del modo de producción capitalista
pre-monopolista y algunos elementos para comprender la etapa del capitalismo
monopolista; —ausencia de una teoría científica acabada de la estructura
ideológica y jurídico-política del modo de producción capitalista; —ausencia de
un estudio científico de otros modos de producción (esclavista, feudal, etc.) ;
—algunos elementos de una teoría general de la transición de un modo de
producción a otro. Sobre todo elementos para pensar la transición del modo de
producción capitalista al modo de producción socialista (dictadura del
proletariado, no correspondencia entre las relaciones de propiedad y de
apropiación real, etc.); —primeros elementos para una teoría científica de las
clases sociales, sobre todo, de las clases sociales bajo el sistema capitalista
de producción; —elementos para un análisis de la coyuntura política (teoría del
eslabón más débil en Lenin; sistema de contradicciones en Mao Tse-tung). Ahora
bien, el estado poco desarrollado de muchos aspectos de la teoría marxista no
debe descorazonarnos, sino que, por el contrario, debe impulsarnos a un estudio
profundo y crítico de todo lo que ya existe y a una elaboración de los
conceptos generales que son urgentes para el análisis de nuestras sociedades.
Además no debemos olvidar que los revolucionarios rusos, chinos, vietnamitas,
cubanos, etc., no esperaron que la teoría marxista estuviera completamente
desarrollada para comprometerse en la lucha revolucionaria. Y, por último, ha
sido lo aprendido en la lucha misma lo que ha ayudado a desarrollar la teoría.
Tampoco debemos olvidar que la teoría marxista es sólo uno de los aspectos de
la formación teórica de un militante revolucionario. Si se nos pidiera señalar
cuáles deberían ser las grandes líneas de una formación de este tipo diríamos
que: El primer aspecto de la formación de un militante revolucionario es el
estudio de la teoría marxista. La historia nos muestra que es la unión de la
teoría marxista y el movimiento obrero lo que dio a los hombres de nuestro
tiempo la posibilidad de "transformar el mundo", de "hacer la
revolución". Pero, aunque la teoría marxista es fundamental para la
constitución de un movimiento revolucionario serio que pase del romanticismo y
del voluntarismo revolucionario a una etapa de realismo y de preparación
efectiva para la acción, ella, por sí sola, no basta. Permanecer en esta etapa
es, como dice Mao Tse-tung, "contemplar la flecha sin lanzarla jamás"
o "repetir el disco" olvidando que nuestro deber es "aprender lo
nuevo", "crear lo nuevo". El segundo aspecto que no debe
olvidarse en la formación de un militante revolucionario es la aplicación
creadora de la teoría marxista a la realidad concreta de su país. No existen
revoluciones en general, sólo existen revoluciones particulares, adaptadas a la
situación de cada país. Es necesario combatir el estudio que se hace
frecuentemente del marxismo, no en función de las necesidades prácticas de la
revolución, sino simplemente para adquirir un nuevo conocimiento. Es necesario
ligar la verdad universal del marxismo a la práctica concreta de nuestros
movimientos revolucionarios. Es necesario estudiar la historia de nuestros
países, conocer las características específicas de nuestras formaciones
sociales. Estudiar lo que define a nuestra estructura económica, la forma en
que se combinan las diferentes relaciones de producción, cuál es la relación
que domina, dónde está el punto fuerte y el punto débil de esta estructura. Estudiar
la estructura ideológica, las ideas que dominan en las masas. Estudiar la
estructura del poder, las contradicciones internas de ese poder, etc.
Este estudio de nuestras formaciones sociales concretas debe
realizarse recogiendo el mayor número de datos acerca de esta realidad,
criticándolos a la luz de los principios generales del marxismo para poder
obtener conclusiones correctas. El tercer aspecto de la formación de un
militante revolucionario es el estudio de la coyuntura política de su país y a
nivel mundial. No basta conocer la historia de un país, conocer su etapa actual
de desarrollo, es necesario pasar a un nivel más concreto, al estudio del
"momento actual" de la lucha de clases en ese país y a nivel mundial,
es decir, al estudio de la coyuntura política. Es fundamental determinar cuáles
son los amigos y los enemigos de la revolución en cada etapa de su desarrollo.
Poder determinar el poder económico, político, militante y cultural de cada uno
de los grupos que se enfrentan, etc. Para evitar el teoricismo ineficaz y el
practicismo sin sentido, es necesario que todo militante revolucionario llegue
a formarse, de una manera más o menos profunda, en los tres aspectos que hemos
señalado. Ahora bien, el objetivo de este libro es ayudar a conocer la teoría
marxista-leninista. El estudio de la realidad concreta de cada país es tarea
propia de cada movimiento revolucionario. Nuestro trabajo se limita, por lo
tanto, a presentar en forma pedagógica, pero a la vez rigurosa, los principales
conceptos de la teoría general del materialismo histórico. Estos conceptos han
sido enunciados por Marx Engels y Lenin, y han sido utilizados por ellos en el
estudio de realidades concretas, pero, sin embargo, ellos nunca desarrollaron
en forma sistemática estos conceptos. Este libro pretende detenerse en estas
conceptos haciendo un estudio crítico de ellos, es decir, buscando más allá de
las palabras el pensamiento profundo de sus autores, lo que permitirá escapar
al dogmatismo y aplicar creadoramente estos conceptos en el análisis de
nuestras realidades concretas. Este estudio critico de los principales
conceptos del materialismo histórico, tratando de incorporar las más recientes
investigaciones acerca de ellos, es lo que diferencia el contenido de este
libro del contenido de los diferentes manuales de marxismo que conocemos hasta
ahora.[6] Para cumplir nuestro objetivo nos hemos visto obligados a comenzar
por los conceptos más complejos. Hemos empezado por el concepto de producción
ya que es el concepto-base de la teoría marxista: es la producción de bienes
materiales lo que servirá de "hilo conductor" para explicar los otros
aspectos de la sociedad. Luego hemos estudiado los conceptos de: relaciones de
producción, fuerzas productivas, estructura económica, infraestructura y
superestructura, estructura ideológica, estructura jurídico-política, modo de
producción, formación social, coyuntura política, transición. Todos estos
conceptos, que son fundamentales para el estudio científico de la estructura
social, son estudiados en la primera parte de este libro. Luego viene una
segunda parte, que estudia los efectos de la estructura social sobre los
individuos que la habitan y la acción que ellos pueden ejercer sobre esta
estructura: las clases sociales y la lucha de clases. Por último, la tercera
parte se refiere a la teoría marxista de la historia y nos da una visión de conjunto
del aporte de Marx y Engels sobre este punto. Lo "normal” aparentemente
hubiera sido empezar por esta visión de conjunto, como lo hacen todos los manuales;
sin embargo, para formular esta visión de conjunto en forma científica y
comprensible para el lector es necesario recorrer el arduo camino del estudio
sistemático y riguroso de todos los conceptos anteriores.[7] Recomendemos aquí
lo que Marx escribía a Lachátre el 18 de marzo de 1872: Querido ciudadano:
Aplaudo su idea de publicar la traducción de Das Kapital por entregas
periódicas. En esta forma la obra será accesible para la clase obrera y, para
mí, esta consideración está por sobre cualquier otra. Ése es el lado bueno de
la medalla, pero he aquí el reverso: el método que yo he empleado y que todavía
no ha sido aplicado a las materias económicas hace bastante ardua la lectura de
los primeros capítulos y es de temer que el público francés, siempre impaciente
por concluir, ávido de conocer la relación de los principios generales con las
cuestiones jnmediatas que lo apasionan, se desanime por no haber podido avanzar
desde el comienzo. Esta es una desventaja contra la que nada puedo como no sea
advertir y precaver a los lectores preocupados de la verdad. No hay vía regia
para la ciencia y sólo pueden llegar a sus cumbres luminosas aquellos que no
temen fatigarse escalando sus escarpados senderos. Reciba usted, querido
ciudadano, la seguridad de mi afectuosa estimación. KARL MARX Ahora bien, el
desigual desarrollo ya señalado de los conceptos de la teoría del materialismo
histórico se refleja en el contenido de los diversos capítulos. Algunos
alcanzan un desarrollo bastante riguroso y científico de los conceptos; otros
se limitan casi a plantear problemas. Nuestra intención ha sido hacer sentir al
lector esta situación de desarrollo desigual. Para realizar este trabajo hemos
utilizado el método de trabajo teórico y de lectura crítica que aprendimos
estudiando las obras de Louis Althusser, principalmente, y de sus
colaboradores[8 ] Cada vez que hemos encontrado en estos autores, o en otros,
textos suficientemente claros, los hemos utilizado en forma textual o
semitextual, señalando de dónde proviene el texto citado para que el lector
pueda recurrir al original. El cuestionario y los esquemas que figuran al final
de los capítulos tienen un fin pedagógico, tanto para los que estudien en forma
aislada como para aquellos que utilicen el contenido de este libro en cursos de
formación para trabajadores y estudiantes.
Los temas de reflexión que siguen al cuestionario no pueden
ser solucionados partiendo sólo del contenido del capítulo. Su objetivo es
doble: por una parte, mostrar los problemas teóricos que pueden plantearse al
estudiar determinados conceptos; por otra parte, indicar las posibles
aplicaciones de los conceptos teóricos en el análisis de nuestra realidad
latinoamericana. Los textos escogidos que se encuentran después del último
capítulo tienen diferentes finalidades: aclarar, apoyar, complementar el
contenido de cada capítulo, al mismo tiempo que poner en contacto directo al
lector con estos autores. La bibliografía general que figura al final del libro
señala los principales textos que deben ser leídos en una primera etapa de
formación. Cada texto está acompañado por un comentario crítico cuyo fin es
orientar la lectura. A1 final de esta bibliografía, en la que los textos de
cada autor figuran en un orden cronológico, se dan sugerencias concretas de la manera
en que puede organizarse en forma más efectiva la lectura de ellos. El
contenido de este trabajo no debe ser considerado como un dogma sino como un
esfuerzo de investigación y exposición pedagógica de un cierto número de
instrumentos de trabajo teórico. Si alguno de estos instrumentos, en lugar de
facilitar el conocimiento de una realidad, social concreta, lo dificulta, no
cabe duda que debe ser modificado, perfeccionado, o, en un caso extremo,
abandonado. La bibliografía al final de cada capítulo pretende justamente
facilitar el estudio crítico de su contenido. Recomendamos a nuestros lectores
estudiar los textos de Marx, Engels, Lenin y Mao Tse-tung, ya que ellos, si
bien no han elaborado sistemáticamente muchos de los conceptos del materialismo
histórico, han narrado y analizado su propia práctica revolucionaria de la que
nosotros tenemos mucho que aprender. Pero leerlos, estudiarlos, asimilarlos, no
significa transformarse en "recitadores" de sus textos. No bastan las
citas célebres, se necesita una aplicación creadora de la teoría marxista.
Lenin criticaba duramente a los políticos que se aferraban a las citas de los
libros sin hacer un esfuerzo por enfrentarse en forma creadora a la realidad.
Ellos son como aquellos eruditos cuyo cráneo es un cajón lleno de citas que
pueden extraer pero que en el momento en que se presenta una combinación nueva,
no descrita en los libros, se sienten perdidos y toman justamente aquella que
no sirve.[9] Por último, queremos agradecer muy especialmente a nuestro profesor
y amigo Louis Althusser y a todos los que de una u otra manera han hecho
posible la realización de este trabajo que ha sido el fruto de un verdadero
trabajo colectivo y advertir a nuestros lectores que habrá sido absolutamente
estéril si sólo se limitan a aumentar el campo de los conocimientos acerca de
la teoría marxista. Recordemos que el objetivo último de Marx fue transformar
el mundo.
LA TEORÍA MARXISTA DE LA HISTORIA Con los conceptos de
estructura social y clases sociales, podemos entrar ahora a definir en forma
científica la originalidad de Marx con respecto a la teoría de la historia.
1 Introducción Desde los primeros historiadores que
surgieron en el mundo griego, la gran mayoría se ha limitado a hacer una cronología
de hechos pasados. Los acontecimientos más significativos eran empleados como
criterios de periodización (por ejemplo, las batallas, las conquistas, el
nacimiento de jesucristo, etc.). La gran contribución de los escasos filósofos
de la historia, como Hegel, fue haber buscado un principio de inteligibilidad a
las diferentes etapas de la historia. Veamos qué dice Engels: ...la filosofía
de la historia, principalmente la representada por Hegel, reconoce que los
móviles ostensibles y aun los móviles reales y efectivos de los hombres que
actúan en la historia no son, ni mucho menos, las últimas causas de los
acontecimientos históricos, sino que detrás de ellos están otras fuerzas
determinantes que hay que investigar, lo que ocurre es que no va a buscar estas
fuerzas a la misma historia, sino que las importa de fuera, de la ideología
filosófica. En vez de explicar la historia de la antigua Grecia por su propia
concatenación interna, Hegel afirma, por ejemplo, sencillamente, que esta
historia no es más que la elaboración de las "formas de la bella
individualidad" la realización de la "obra de arte" como tal.
Así dice muchas cosas hermosas y profundas acerca de los antiguos griegos, pero
ello no es obstáculo para que hoy no nos demos por satisfechos con semejante
explicación, que no es más que una frase [ 164] Expondremos brevemente la
concepción hegeliana de la historia para poder determinar cuál es la
originalidad de Marx con respecto a Hegel. 2. La teoría hegeliana de la
historia Debido a que las categorías de historia y tiempo están íntimamente
relacionadas entre sí, estudiaremos las características esenciales del tiempo
histórico hegeliano para comprender el fundamento de su teoría de la historia.
Las características del tiempo histórico hegeliano son: a] continuidad
homogénea y b] contemporaneidad.
a] Continuidad homogénea Para Hegel el tiempo tiene el
carácter de continuidad homogénea. Es como el agua de un río que corre
continuamente, recorriendo diferentes paisajes. Cada paisaje diferente sería
una etapa de la historia. Esta continuidad del tiempo está fundada en la
continuidad dialéctica del proceso de desarrollo del Espíritu Absoluto. La
causa última de los móviles aparentes de las acciones de los hombres en la
historia debe buscarse en el desarrollo del Espiritu Absoluto, de la Idea.
Existe una especie de alma en la historia que se manifiesta de diferentes
maneras en las distintas etapas históricas (la personalidad abstracta en Roma,
la belleza en Grecia, la subjetividad en el cristianismo medieval, etcétera).
Si la historia está constituida por un tiempo homogéneo, todo el problema del
historiador reside en cortar este continuo según la periodización que
corresponda a la sucesión de las diferentes etapas del desarrollo de la idea.
b] contemporaneidad o categoría del presente histórico La condición requerida
para realizar los cortes históricos, siguiendo las diferentes etapas de la
evolución de la idea, es lograr captar, en cada corte, la totalidad social
global. La totalidad social debe estar constituida de manera tal que todos los
elementos coexistan siempre en el mismo tiempo. Esta característica es lo
propio de una totalidad expresiva cuya unidad es de tipo espiritual, es decir,
de una totalidad en que cada parte expresa el núcleo central de ésta. La reducción
de todos los elementos que forman la vida concreta de un mundo histórico
(instituciones económicas, sociales, políticas, jurídicas, costumbres, moral,
arte, religión, filosofía, y hasta los acontecimientos históricos: guerras,
batallas, derrotas, etc.) a un principio de unidad interna, esta reducción
misma no es en sí posible sino bajo la condición absoluta de considerar toda la
vida concreta de un pueblo como la exteriorización-enajenación... de un
principio espiritual interno... es decir, no de su realidad material sino de su
ideología más abstracta.[165] La idea de tiempo histórico elaborada por Hegel
no es sino el reflejo de la experiencia vivida del tiempo. Ceemos vivir en un
tiempo único donde vemos un pasado, un presente y un futuro. Creemos distinguir
diferentes períodos en nuestra historia personal, períodos que determinamos
según los hechos más importantes de nuestra vida. La noción de tiempo histórico
de Hegel es una noción ideológica, tomada de la experiencia vivida, y está
directamente relacionada con la concepción que este filósofo tiene de la
totalidad social. La existencia de un tiempo homogéneo y la posibilidad de
hacer cortes históricos que nos permitan ver la esencia de la totalidad social
están directamente ligadas a la concepción hegeliana de la totalidad tal como
un todo que posee una unidad de tipo espiritual.
3. La teoría marxista de la historia ¿Cuál es la
originalidad de Marx en relación a la teoría de la historia? ¿Consiste en haber
descubierto un nuevo criterio de periodización: el criterio de los modos de
producción? Sostener que la novedad de
Marx reside en el descubrimiento de un nuevo criterio de periodización de la
historia -el de los modos de producción- es permanecer dentro de la concepción
hegeliana de la historia, en el interior de un tiempo histórico único,
homogéneo, que ahora, en lugar de ser fragmentado partiendo del desarrollo de
la idea, lo es partiendo de un criterio material: el modo de producción de
bienes materiales y sus consecuencias jurídico-políticas e ideológicas.
Desgraciadamente, los escasos textos de Marx y de Engels sobre su concepción de
la historia se prestan para interpretaciones de este tipo. Engels nos dice, por
ejemplo, que "la idea tradicional, a la que también Hegel rindió culto, veía
en el Estado el elemento determinante y en la sociedad civil el elemento
condicionado por aquél". Y añade que las apariencias justifican, sin duda,
esta idea. Para el marxismo, en cambio, "el Estado, el régimen político,
es el elemento subalterno, y la sociedad civil, el reino de las relaciones
económicas, lo principal.”[166] En este texto Engels identifica sociedad civil
con estructura económica y Estado con las superestructuras jurídicopolíticas e
ideológicas. La inversión aparece en forma clara: mientras que en Hegel es lo
político-ideológico (la conciencia de sí de una época) la esencia de lo
económico, en Marx sería lo económico, la esencia de lo político ideológico. La
superestructura jurídico-política e ideológica no sería, por lo tanto, sino un
mero fenómeno de lo económico.[167] La teoría de la historia pasaría así del
evolucionismo espiritualista hegeliano al evolucionismo materialista del
marxismo; del criterio de periodización de la historia, a partir de la
evolución dialéctica de la Idea, al criterio de periodización a partir de la
evolución dialéctica de la economía. La originalidad de Marx quedaría reducida
a la inversión de la concepción de Hegel. Según la formulación del propio Marx,
él habría "puesto sobre los pies lo que en Hegel marchaba cabeza
abajo". Ahora bien, como hemos visto a lo largo de este trabajo, no basta
quedarse a nivel de la letra de estos textos, es necesario estudiarlos en forma
crítica y tratar de descubrir, a través de un estudio global de las obras de
estos autores, cuál era su verdadero planteamiento acerca de la historia. Marx
y Engels no elaboraron en forma sistemática y rigurosa un planteamiento
explícito acerca de su teoría de la historia,[168] pero su estudio del modo de
producción capitalista nos procura los instrumentos teóricos que permiten
elaborar esta teoría. Para elaborar el concepto marxista de historia es
necesario partir del concepto marxista de totalidad social.
En el capitulo VIII vimos que el concepto abstracto que nos
da el conocimiento de la totalidad social es el concepto de modo de producción:
estructura global dinámica, compuesta por tres estructuras regionales:
económica, ideológica y jurídico-política. Ahora bien, cada una de estas
estructuras tiene una existencia relativamente autónoma y sus propias leyes de
funcionamiento y desarrollo, sin dejar, por ello, de estar determinadas, en
última instancia, por la estructura económica. Los niveles de la
superestructura no son, por lo tanto, la simple expresión de lo económico.
Tienen una realidad propia, relativamente independiente. Decir que un nivel de
la sociedad tiene una existencia propia y leyes de desarrollo propias es
afirmar que tiene un tiempo propio relativamente autónomo, relativamente
independiente, en su dependencia misma, de los tiempos de los otros niveles. Si
estudiamos, por ejemplo, el paso del feudalismo al capitalismo, vemos que el
tiempo de la estructura económica no era el mismo que el de la estructura
jurítlicopolítica. Las relaciones sociales de producción capitalista se
establecían espontáneamente dentro de la formación social feudal (las primeras
manufacturas de tipo capitalista coexisten con explotaciones agrarias de tipo
feudal), pero el Estado y el derecho continúan estando al servicio de las
antiguas clases dominantes. La revolución burguesa produjo la adecuación de
estos dos tipos de tiempo, En el caso de la transición del capitalismo al
socialismo, debido a que la estructura económica capitalista y sus leyes de
desarrollo impiden toda posibilidad de surgimiento de relaciones sociales de
producción socialistas, se hace necesaria la toma del poder político por el
proletariado para comenzar a establecerlas. Esta "anticipación" de
las relaciones políticas sobre las económicas, en la transición al socialismo,
está determinada por la articulación precisa de estas relaciones. Por lo tanto,
cada estructura de un modo de producción tiene un tiempo propio, tiempo que no
es visible inmediatamente sino que debe ser construido en cada caso. Para
explicar esta última afirmación tomaremos un ejemplo de la psicología: una
biografía no narra la vida de un personaje siguiendo el tiempo marcado por los
relojes (horas, días, meses, años, etc.), sino que se esfuerza por señalar los
grandes hechos que han marcado su vida: encuentros, descubrimientos, accidentes,
etc. El tiempo de la biografía es un tiempo visible a partir de los
acontecimientos que han tenido lugar en esa vida personal. Pero Freud nos ha
demostrado que permanecer en ese tiempo visible, en el tiempo de la biografía,
es permanecer en la superficie de una vida humana, es permanecer a nivel de la
descripción. Para conocer a una persona es necesario conocer la estructura
fundamental de su personalidad. E1 gran aborte de Freud es haber pro ducido el
concepto que permite conocer esta estructura fundamental: el concepto de
inconsciente y sus diferentes fases de desarrollo (oral, anal, uretral,
edípica, período de latencia, etc.). La significación profunda de los hechos de
la biografía no es inteligible sino a partir de su situación dentro de una fase
determinada del desarrollo psíquico. La muerte del padre, por ejemplo, para un
niño que pasa por la fase edípica (conquista del amor de la madre) tiene una
significación muy diferente de la que tiene para un niño que no ha llegado
todavía a esa etapa o que ya la ha superado. El primero puede sufrir fuertes
sentimientos de culpa pensando que es él quien mató al padre, como su
imaginación inconsciente lo deseaba El
tiempo de la biografía es un tiempo visible, vivido, lineal. El tiempo del
inconsciente es un tiempo que no es visible, que debe ser construido para cada
etapa del desarrollo de la vida psíquica, siendo cada una de estas etapas lo
que permite pasar de la simple enumeración de hechos a su comprensión. Podemos,
por lo tanto, concluir que ni la teoría freudiana del desarrollo del psiquismo
ni la teoría marxista de la historia de las sociedades se sitúan, en absoluto,
a nivel de la historia empírica visible, que se desarrolla en un tiempo único,
lineal, simplemente "cronológico". Tomemos ahora otro ejemplo
perteneciente propiamente al terreno de la historia: el tiempo de la historia
de la filosofía.
El tiempo de la historia de la filosofía no es tampoco
legible inmediatamente: ciertamente que se ve, en la cronología histórica,
sucederse filósofos y se puede tomar esta secuencia por la historia misma. Pero
nuevamente aquí es preciso renunciar a los prejuicios ideológicos de la
sucesión de lo visible y lanzarse a construir el concepto de tiempo de la
historia de la filosofía[ 169] Es, por lo tanto, necesario construir el
concepto de tiempo de la filosofía a partir de la sucesión de las diferentes
problemáticas filosóficas, es decir, de las estructuras sistemáticas típicas
que unifican los diferentes elementos de un pensamiento. Dentro de una misma problemática
pueden encontrarse diferentes filósofos. Pueden registrarse cambios radicales
de problemática (Marx en relación con Hegel), pero también pueden darse cambios
secundarios (Feuerbach con respecto a Hegel) . La historia de la filosofía,
para adquirir el carácter de historia científica, debería, por lo tanto,
ábandonar el estudio cronológico de los diferentes filósofos y pasar al estudio
de las diferentes problemáticas filosóficas que han existido, localizando a los
filósofos dentro de sus problemáticas respectivas. Marx no se limita, por
consiguiente, a ofrecer un nuevo criterio de periodización, debido a que la
naturaleza misma de este criterio -el de modo de producción- implica una
transformación completa de la manera de plantear el problema. Ya no se trata de
una tempo ralidad histórica lineal, homogénea, de tipo hegeliano, sino de
ciertas estructuras específicas de historicidad. De la misma manera que no
existe producción en general, no existe tampoco historia en general, sino
estructuras específicas de historicidad.[170] Estas estructuras específicas de
historicidad son los diferentes modos de producción fundados, en última
instancia, en un determinado modo de producción de bienes materiales.
——————————————————————————————————— La teoría marxista de la historia es, por
lo tanto, un estudio científico de la sucesión discontinua de los diferentes
modos de producción. ———————————————————————————————————————- La teoría
marxista de la historia que tiene por objeto el estudio de los diferentes modos
de producción debe ser puesta al servicio del estudio de realidades concretas,
debe servir para producir conocimientos históricos que se sitúan a otro nivel,
a nivel de las formaciones sociales y de sus coyunturas políticas. La
utilización de la teoría marxista de la historia, es decir, del cuerpo de
conceptos del materialismo histórico en el estudio de un objeto concreto
históricamente determinado, es lo que diferencia, a este nivel, a un
historiador marxista de un historiador no.marxista. No se debe confundir, por
lo tanto, la teoría de la historia con los conocimientos científicos empíricos
acerca de una realidad histórica determinada.
4. El materialismo histórico: teoría general y teorías
regionales En el capítulo acerca de los conceptos de modo de produccíón y
formación social vimos que la obra más acabada de Marx, El capital, tiene por
objeto el estudio del modo de producción capitalista, es decir, un objeto
abstracto que no se encuentra nunca en estado puro en la realidad. Hemos visto
también los limites de este estudio: nos da un conocimiento científico del
nivel económico del modo de producción capitalista en su fase premonopolista.
Marx no pudo realizar su proyecto inicial: el estudio de todos los niveles del
modo de producción capitalista. Pero ¿qué es lo que guía a Marx en el estudio
científico del modo de producción capitalista? ¿Cuál es su “hilo conductor”? Su
"hilo conductor" es la teoría del materialismo histórico enunciada
por él, en forma esquemática, en el Pre facio a la Crítica de la economía
política. En los capítulos anteriores hemos estudiado los principales conceptos
de esta teoría científica de la historia. Ahora bien, los conceptos generales
del materialismo histórico empleados en El capital son diferentes de los
conceptos específicos que constituyen la teoría del nivel económico del modo de
producción capitalista desarrollada en esta obra. Estos conceptos específicos
-trabajo abstracto y trabajo concreto-, relacionados con valor de cambio y
valor de uso, plusvalía, capital constante y capital variable, etc., son
conceptos que sólo sirven para estudiar el nivel económico del modo de
producción capitalista; el estudio científico del nivel económico del modo de
producción "feudal" o del modo de producción socialista requiere
otros conceptos específicos. Marx distingue claramente estas dos categorías de
conceptos cuándo se refiere a su plan de estudio acerca de la sociedad capitalista
en la Introducción a la crítica de la economía política: El plan que se debe
adoptar debe ser manifiestamente el siguiente: 1) las determinaciones
abstractas generales que convienen, más o menos, a todas las formas de
sociedad...; 2) las categorías que constituyen la estructura interna de la
sociedad burguesa.[171] ¿Cuáles son para Marx estas determinaciones generales?
Pensamos que se pueden llegar a determinar 1) leyendo atentamente "el
resultado general" al que llegó Marx y que una vez adquirido le sirvió de
hilo conductor en "sus estudios", expuesto por él en el Prefacio a la
Crítica de la economía política, y 2) estudiando el punto cuarto de la
Introducción a la critica de la economía política. Marx encabeza este cuarto
punto con una serie de conceptos generales: "Producción, medios de
producción, relaciones de producción y relaciones de circulación, formas de
Estado y de conciencia en relación con las condiciones de producción y de
circulación, relaciones jurídicas, relaciones familiares". Podemos, por lo
tanto, concluir que el modo de producción capitalista, para ser estudiado en
forma científica, necesita de un cuerpo de conceptos más generales, más
abstractos, que los conceptos específicos a ese modo de producción. Estos
conceptos generales serán los instrumentos de trabajo que permitirán la
producción del conocimiento del modo de producción capitalista. Debemos, por lo
tanto, distinguir en el materialismo histórico: una teoría general o cuerpo de
conceptos empleados en el estudio diferencial de cada modo de producción y
teorías regionales de los diferentes modos de producción (esclavista,
"feudal", capitalista, socialista, etc.) y de la transición de un
modo de producción a otro. Si queremos, por ejemplo, situar en forma precisa la
teoría marxista de la dictadura del proletariado, debemos señalar que no
pertenece a la teoría general del materialismo histórico sino a una teoría
regional: la teoría de la transición del modo de producción capitalista al modo
de producción socialista y, más precisamente, a la subregión de la instancia
jurídico-política de esta etapa de transición. 5. Niveles de realización de la
teoría del materialismo histórico: ciencia de las formaciones sociales y
ciencia de la coyuntura política El materialismo histórico es una teoría
científica. En su calidad de teoría científica no nos da un conocimiento de
realidades concretas. El capital, por ejemplo, no nos da un conocimiento de una
sociedad concreta históricamente determinada, sino el conocimiento de un objeto
abstracto: el modo de producción capitalista puro. El materialismo histórico,
como toda teoría, no nos da ningún conocimiento concreto, pero nos da los
medios (instrumentos de trabajo intelectual) que nos permiten lograr un conocimiento científico de los objetos
concretos. Por lo tanto, como vimos en la "Introducción", si el
materialismo histórico no es utilizado en el análisis de realidades concretas,
puede ser considerado como una teoría amputada que no cumple su objetivo, como
una flecha que se hace girar entre los dedos sin ser lanzada jamás. Llamaremos,
siguiendo a Althusser, conceptos teóricos a los conceptos que, por formar parte
de una teoría científica, no nos dan un conocimiento de ninguna realidad
concreta: los conceptos de la teoría general y de las teorías regionales del
materialismo histórico. Llamaremos conceptos empíricos a los conceptos que nos
dan un conocimiento de una realidad concreta.[172] Estos conceptos empíricos no
son un puro y simple calco de la realidad, una pura y simple lectura inmediata
de ésta. Sin embargo, no pueden existir sin utilizar los datos provenientes de
la observación y de la experiencia. Una encuesta o una observación no es jamás
un efecto pasivo; sólo es posible si es conducida y controlada por conceptos
teóricos que actúan sobre ella, sea directamente, sea indirectamente, a través
de sus reglas de observación, elección y clasificación, en el montaje técnico
que constituye el campo de la observación o de la experiencia. Una encuesta o
una observación, más aún, una experiencia, no proporcionan, por lo tanto, sino
materiales que luego son elaborados como materia prima en un trabajo posterior
de transformación que va a producir, finalmente, los conceptos empíricos. Bajo
el nombre de conceptos empíricos no designamos, entonces, el material inicial,
sino el resultado de sus elaboraciones sucesivas; tenemos en vista, por lo
tanto, el resultado de un proceso de conocimiento complejo, en el que el
material inicial y luego la materia prima obtenida son transformados en
conceptos empíricos gracias a la intervención de los conceptos teóricos, sea en
persona, sea presentes, y en acción, en esta elaboración bajo la forma de
montajes experimentales, reglas de método, reglas de crítica y de
interpretación. La relación de los conceptos teóricos con los conceptos
empíricos no es, por lo tanto, en ningún caso, una relación de exterioridad
(los conceptos teóricos no son "reducidos" a los datos empíricos), ni
una relación de deducción (los conceptos empíricos no son deducidos de los
conceptos teóricos), ni una relación de subsunción [subsomptior:] (los
conceptos empíricos no son la particularidad complementaria de la generalidad
de los conceptos teóricos, como casos particulares de éstos). Se debe más bien
decir (en un sentido cercano a la expresión de Marx, cuando habla de la
"realización de la plusvalía") que los conceptos empíricos
"realizan" los conceptos teóricos en el conocimiento concreto de los
objetos concretos. La dialéctica de una tal "realización"
...necesitará amplios esclarecimientos, que no pueden producirse sino sobre la
base de una teoría de la práctica de las ciencias v de su historia.[173]
Existen dos niveles de "realización" de la teoría marxista de la
historia o materialismo histórico: el nivel de la formación social, es decir,
de una estructura social históricamente determinada que toma la forma de una
individualidad concreta, que mantiene una cierta identidad a través de sus
transformaciones, de la misma manera que Pedro tiene una estructura de
personalidad que guarda una cierta identidad a lo largo de su vida, a pesar de
pasar por diferentes etapas de desarrollo; y el nivel de la coyuntura política
o momento actual de dicha estructura
social, es decir, las formas particulares que toma esa individualidad en los
diversos momentos históricos. Resumiendo lo que acabamos de decir, podemos
distinguir dos niveles de "realización" del materialismo histórico:
1.- la ciencia de las formaciones sociales, 2.- la ciencia de la coyuntura.
Ahora bien, antes de pasar al punto siguiente queremos insistir aquí en algo
que desarrollamos ampliamente en la "Introducción". La teoría
marxista nace para transformar el mundo y, por lo tanto, su verdadera
realización final es su utilización en la práctica política verdaderamente
revolucionaria. 6. El materialismo histórico: ciencia que se opone al
dogmatismo y al revisionismo[ 174]. El materialismo histórico es una ciencia.
Es su carácter de ciencia lo que lo opone al dogmatismo y al revisionismo.
Saber qué es una ciencia es, al mismo tiempo, saber que ésta no puede vivir
sino a condición de desarrollarse. Una ciencia que se repite sin descubrir nada
es una ciencia muerta; no es ya una ciencia sino un dogma fijo. Una ciencia
sólo vive de su desarrollo, es decir, de sus descubrimientos. Este punto es
igualmente importante, pues podemos estar tentados de creer que poseemos en el
materialismo histórico y en el materialismo dialéctico, tal como nos han sido
dados hoy en día, ciencias acabadas y que desconfiemos, por principio, de todo
nuevo descubrimiento. Ciertamente, el movimiento obrero tiene razones para
mantenerse alerta contra los revisionistas que se han ataviado siempre con
títulos de "novedad" o de "renovación"; pero esta defensa
necesaria no tiene nada que ver con los recelos hacia los descubrimientos de
una ciencia viva... Marx, Engels, Lenin, se expresaron sobre este punto sin
ningún equívoco. Cuando Marx, en una muestra célebre de humorismo, decía que él
"no era marxista", quería decir que consideraba lo que habla hecho
como un simple comienzo de una ciencia, ya que un saber acabado sería un
sinsentido que conduciría más tarde o más temprano a una no-ciencia. Engels
dice lo mismo cuando escribe, por ejemplo, en 1877: "...con eso [con los
descubrimientos de Marx], el socialismo se convierte en una ciencia que ahora
se debe elaborar en todos sus detalles. . ." (Anti-Dühring) . Lenin
proclama con más fuerza aún esta misma realidad, en 1899: No puede haber un
partido socialista sin una teoría revolucionaria que agrupe a todos los
socialistas, de la que éstos extraigan todas sus convicciones y las apliquen en
sus procedimientos de lucha y métodos de acción. Defender la doctrina, que
según su más profundo conocimiento es la verdadera, contra todos los ataques
infundados y contra los intentos de empeorarla no significa, en modo alguno,
ser enemigo de toda crítica. Nosotros no consideramos, en absoluto, la teoría de Marx corno algo acabado e
intangible; estamos convencidos, por el contrario, de que esta teoría no ha
hecho sino colocar las piedras angulares de la ciencia que los socialistas
deben impulsar en todos los sentidos, siempre que no quieran quedar rezagados
en la vida. Creemos que para los socialistas rusos es particularmente necesario
impulsar independientemente la teoría de Marx, porque generalmente sólo da los
principios directivos que se aplican en particular a Inglaterra, de un modo
distinto que a Francia; a Francia, de un modo distinto que a Alemania; a
Alemania, de un modo distinto que a Rusia.[ 175] Althusser señala los puntos
capitales que este texto contiene: 1] Marx nos ha dado, en el terreno teórico,
las "piedras angulares", los "principios directivos", es
decir, los principios teóricos de base de una teoría que es absolutamente
necesario desarrollar. 2] Este desarrollo teórico es para todos los socialistas
un deber para con su ciencia; si no lo llevan a cabo faltarían a su deber
frente al socialismo. 3] Es necesario no solamente desarrollar la teoría en
general, sino desarrollar también sus aplicaciones particulares, la naturaleza
propia de cada caso concreto. 4] Esta defensa y este desarrollo de la ciencia
marxista suponen, a la vez, la mayor firmeza contra todos los que quieran
retraernos más acá de los principios científicos de Marx, así como una
verdadera libertad de críticn y de investigación científica ejercida sobre la
base de los principios teóricos de Marx por aquellos que pueden y quieren ir
más allá, libertad indispensable para la vida de la ciencia marxista y de
cualquier otra ciencia.[176] Por último, para terminar, queremos citar el siguiente
texto de Mao Tse-tung: Las fórmulas dogmáticas, vacías y secas, destruyen
nuestras posibilidades creadoras, y no solamente a ellas sino al marxismo
mismo. El marxismo dogmático no es en absoluto marxismo sino antimarxismo[177]
7.- La teoría marxista y el papel de los hombres en la historia ¿Existe una
contradicción interna entre la importancia que el marxismo da a la lucha de
clases, es decir, a la acción de los hombres sobre la historia, y su afirmación
del determinismo histórico? Ya en 1843 Marx escribía lo siguiente en una carta
a Ruge:[178] "No decimos a la gente: 'abandonen sus luchas que no tienen
ningún valor', sino, por el contrario, queremos hacer resonar en sus oídos la
verdadera consigna de lucha, explicarles la razón de sus luchas..."
Comentando estas palabras de Marx, Lenin dice:
"Esta consigna fue encontrada por Marx, que 'no es un utopista,
sino un sabio severo y, a veces, escueto'... y encontrada... por un análisis
científico del régimen burgués contemporáneo, por la explicación de la necesidad
de la explotación, por el estudio de las leyes de su desarrollo" 179 En
este texto vemos cómo la necesidad de las leyes que gobiernan la sociedad
capitalista no implica una pasividad de los hombres frente a estas leyes. Demos
nuevamente la palabra a Lenin: ...éste es uno de los temas preferidos por el
filósofo subjetivista: la idea del conflicto entre el determinismo y la
moralidad, entre la necesidad histórica y la significación de la personalidad
individual. Ha emborronado para esto un montón de papeles, llenando un abismo
con sus absurdas habladurías sentimentales filisteas, para solucionar este
conflicto a favor de la moralidad y el papel de la personalidad. En realidad no
existe tal conflicto... la idea de la necesidad histórica [no] menoscaba en
nada el papel del individuo en la historia; toda la historia se compone
precisamente de acciones de individuos que son indudablemente personalidades.
La cuestión real que surge al valorar la actuación social de una personalidad
consiste en saber en qué condiciones se asegura el éxito a esta actuación. ¿Qué
garantiza que esa actividad no resultará un acto individual que se hunde en el
mar de los opuestos?[180] Por lo tanto, frente al rechazo del marxismo por
parte de la filosofía espiritualista, que lo acusa de ser un exponente del
determinismo absoluto de la materia, lo que anula toda posibilidad de
participación creadora del hombre en la historia, el marxismo responde: en
realidad, son los hombres los que hacen la historia, pero la hacen en
condiciones bien determinadas. Y por ello el investigador marxista analizará,
en primer término, esas condiciones de existencia, especialmente las
materiales: la forma en que los hombres producen los bienes materiales y las
relaciones sociales en que realizan esta actividad productiva. El marxismo,
generalmente no habla de la historia como la obra de los "individuos
vivientes", ya que esta frase le parece vacía. A1 analizar las relaciones
sociales reales y su desarrollo real analiza justamente el producto de la
actividad de los individuos. Por el contrario, la filosofía espiritualista
habla, sin duda, de los individuos, del hombre, pero en realidad no los toma
como punto de partida de su estudio al no estudiar las condiciones que los
constituyen como tales: sus condiciones efectivas de existencia, el sistema de
relaciones de producción, sino "como marionetas a las que llenan la cabeza
con sus propios pensamientos y sentimientos".[181] Las acciones de los
hombres que aparecen como infinitamente variadas y difícilmente sistematizables
fueron generalizadas por el marxismo y relacionadas con las acciones de grupos
de individuos que difieren entre sí por el lugar que ocupan dentro de la
producción social, esto es, fueron referidas a las acciones de determinadas
clases sociales. Es la lucha de estas clases y no la acción de los individuos
aislados lo que determina la marcha de la historia. Así se refuta la concepción
puramente mecánica y pueril de los subjetivistas que se contentaban vanamente
con decir que la historia es la obra de los individuos vivientes; sin
preocuparse por investigar qué ambiente social determina las acciones de los
individuos y cómo opera.[182] Veamos ahora cómo estudia Lenin la acción de un
individuo determinado, el padre Gapón, en la historia rusa a partir del famoso
"Domingo sangriento" del 9 de enero de 1905: También en Rusia hemos
visto ponerse al frente del movimiento a un cura, quien en el transcurso de un
solo día pasó de 1a exhortación de hacer llegar al Zar una petición pacífica al
llamamiento de comenzar la revolución...: Ya no tenemos zar. Un río de sangre
ha corrido hoy entre él y el pueblo ruso. Ha llegado la hora de que los obreros
rusos libren sin él la lucha por la libertad del pueblo... Quien así habla no
es el cura Gapón. Son los raíles y raíles, los millones y millones de obreros y
campesinos rusos... por la vida que durante siglos llevó el campesino,
humillado e intimidado, aislado del mundo exterior... La década del movimiento
obrero hizo surgir miles de proletarios socialdemócratas progresivos, que
habían. roto con esta fe, plenamente conscientes de lo que hacían. Educó a
decenas de miles de obreros en lo que el instinto de clase, fortalecido en la
lucha huelguística y en la agitación política, destruyó todos los fundamentos
(le semejante fe... Estas masas no estaban aún preparadas para levantarse; sólo
sabían implorar y suplicar. Su sentimiento y su estado de ánimo, el grado de
sus conocimientos y de su experiencia política fueron llevados a manifestarse
por el cura Gapón, y en ello consiste la importancia histórica del papel
desempeñado al comenzar la Revolución rusa por un hombre que todavía ayer era
perfectamente desconocido y que hoy se ha convertido en el héroe del día en
Petersburgo, y en la figura central de toda la prensa europea”[ 183] La
historia de este personaje nos muestra cómo la acción de un individuo pasó a
ser una acción histórica debido a que fue la expresión de una fuerza social, la
que a su vez se sitúa dentro de los límites objetivos de la estructura. Ahora
podemos comprender mejor la afirmación de la teoría marxista que al hablar de
la historia distingue entre el término "hombre" o
"individuo" y los términos "masa" y "clase". El
marxismo sostiene que, en las sociedades de clase no es el hombre o los hombres
en general los que hacen la historia, sino las masas, es decir, las fuerzas
sociales comprometidas en la lucha de clases, las cuales son el motor de la
historia. Por no comprender el verdadero sentido de la teoría marxista de la
historia y del papel que en ella desempeña la lucha de clases se cae
frecuentemente en dos errores que son funestos
para el movimiento revolucionario: el economismo o espontaneísmo, que predica
la sumisión a las leyes del desarrollo económico, y el voluntarismo, que
desconoce las condiciones objetivas mínimas necesarias para emprender una
acción revolucionaria victoriosa. 8.- Dos desviaciones de la teoría marxista de
la historia: el economismo y el voluntarismo A) El economismo: En el punto
anterior anunciábamos dos posibles desviaciones de la teoría marxista de la
historia: el economismo y el izquierdismo. Veamos primeramente en qué consiste
la desviación economista. La manifestación más visible de esta desviación
teórica la encontramos a nivel de la práctica sindical. Las luchas de la clase
obrera son reducidas a la lucha gremial por la conquista de una mejor situación
económica (mejores salarios, vacaciones pagadas, seguridad social, etc.) . Para
el economismo la lucha política de la clase obrera no es sino la forma más
desarrollada, más amplia y más efectiva de la lucha económica. El economismo se
esfuerza por solidarizar con su causa a los propios autores del marxismo. Se
afana en buscar "citas célebres" que sirvan de pretexto a su
ausentismo político. Y, evidentemente, las encuentra. Marx y Engels, en
numerosos pasajes de sus obras, emplean fórmulas que, aisladas de su contexto,
y sobre todo de la auténtica problemática de los autores, se prestan a
interpretaciones de tipo economista. A estas citas "proeconomistas"
podríamos oponer múltiples citas "antieconomistas". No lo liaremos
porque no creemos que la ciencia pueda reducirse al resultado de una balanza de
citas en pro y en contra. Señalaremos, en cambio, cuáles son los supuestos
teóricos que estarían en la base de la corriente economista y que son
absolutamente ajenos a la concepción marxista de la historia. Primer supuesto
teórico: La reducción de la superestructura (político-jurídica e ideológica) a
un simple fenómeno de lo económico. El economismo niega la posibilidad teórica
de que el tiempo de la estructura política sea diferente al tiempo de la
estructura económica, reduciendo lo político a una mera manifestación de lo
económico. Éste fue el error cometido por los mencheviques en los preámbulos de
la Revolución de Octubre. Según Lenin, ellos "habrían aprendido de memoria
que la revolución democrática tiene por base económica la revolución burguesa y
comprendieron esta afirmación en el sentido de que era necesario rebajar las
tareas democráticas del proletariado al nivel de la moderación
burguesa..." La teoría del espontaneísrno social que se encuentra en la
base del economismo no es sino una de las formas en que se manifiesta esta
reducción de la superestructura a un mero fenómeno de la estructura económica.
Esta teoría espontaneísta reduce la conciencia de clase (fenómeno que pertenece
al terreno de lo ideológico) a un simple reflejo de las condiciones económicas.
Piensa que esta conciencia se adquiere espontáneamente, que basta, por ejemplo,
ser obrero para tener conciencia de clase obrera.Nosotros sabemos que el
marxismo-leninismo sostiene, por el contrario, que, abandonadas a su propio
impulso, las masas tienden espontáneamente al reformismo. De ahí la necesidad
de "importar" la teoría científica de Marx al movimiento obrero. Es
la fusión de la teoría marxista y del movimiento obrero la que hace posible la
existencia de un partido obrero revolucionario, es decir, de un partido de la
clase obrera, pero que constituye, al mismo
tiempo, su vanguardia. Un partido que va mostrando a la clase obrera
cuáles son sus verdaderos intereses de clase y cuáles son los pasos que deben
darse para conseguir su satisfacción. El economismo niega, en la práctica, el
carácter de vanguardia del partido obrero, transformándolo, por el contrario,
en retaguardia de la clase que representa. Al economismo espontaneísta podemos
aplicar las siguientes palabras de Lenin: quieren que los revolucionarios
reconozcan la "plenitud de derechos del moviniento en el presente",
es decir, la "legitimidad" de la existencia de lo que existe; que los
"ideólogos" no traten de "desviar' el movimiento del camino
,,,determinado por la acción reciproca entre los elementos materiales y el
medio material", que se considere como deseable sostener la lucha
"que es posible para los obreros en las circunstancias presentes", y,
como posible, la lucha que libran realmente en el momento actual"... es
"el culto de la espontaneidad, es decir, de lo que existe en el momento
presente"...[184] El economismo sostiene, por lo tanto, que la lucha económica
es la única forma de lucha válida "en la situación actual de inmadurez de
las condiciones objetivas". Pero esta inmadurez se convierte para los
economistas en una inmadurez crónica, ya que las condiciones no estarán nunca
maduras si se renuncia a tomar en cuenta uno de los factores que definen su
estado de madurez: la organización política revolucionaria del proletariado.
Segundo supuesto teórico: confusión de dos niveles diferentes de abstracción o
de elaboración científica: el nivel de la teoría científica y nivel del
conocimiento científico de una realidad histórica determinada. Analizando la
realidad concreta se afirma la necesaria sucesión de los diferentes modos de
producción, como si en una formación social concreta pudiera existir un modo de
producción puro que sería remplazado por otro modo de producción también puro.
Ya hemos visto anteriormente que no existe ninguna realidad pura, que toda
formación social es una realidad compleja en la que se combinan diferentes
sistemas de producción de bienes materiales que sirven de base a estructuras
ideológicas y políticas complejas. Por ello el desarrollo de estas realidades
concretas no consiste en el paso de un modo de producción a otro, sino en el
paso de una estructura económica dominante en el interior de la formación
social, a otra forma de dominación. La determinación de la dominación no se
produce en forma mecánica siguiendo leyes preestablecidas para los modos de
producción puro, sino que depende del tipo específico de combinación de los
diferentes sistemas de producción en el interior de cada sociedad concreta y de
la forma en que ésta se integra en las relaciones mundiales de producción. Por
lo tanto, si teóricamente el marxismo afirma una sucesión discontinua de
diversos modos de producción y establece un cierto orden basado, en última
instancia, en el desarrollo de las fuerzas productivas, ello no quiere decir
que en la historia concreta de una determinada sociedad se dé este mismo orden
teórico. La complejidad de la formación social, el tipo de combinación de las
diferentes relaciones de producción, su integración en las relaciones mundiales de producción y
la forma política que toman los grupos que representan a las clases explotadas,
etc., todo ello determinará la forma en que se sucederán las etapas (retrasos,
distorsiones, regresiones, saltos, etcétera) . Tercer supuesto teórico y la
base más profunda del economismo: la concepción de la teoría marxista de la
historia como una teoría evolucionista, es decir, como una sucesión continua de
los distintos modos de producción que se engendrarían unos a otros a partir de
un mismo tronco común: el desarrollo de las fuerzas productiva. El economismo
sostiene que hay que "respetar" la etapas del desarrollo, no concibe
la posibilidad de "saltarse" etapas. No es extraño que encontremos
también aquí múltiples "citas célebres" que apoyen la interpretación
evolucionista ("hegeliana") de la historia. De la misma manera en que
Engels reconoce que sus mismas formulaciones y las de Marx se podían prestar a
interpretaciones economistas debido a que tenían que acentuar este aspecto de
la realidad para combatir el idealismo dominante: El que los discípulos hagan
más hincapié del debido en el aspecto económico es cosa de la que, en parte,
tenemos la culpa Marx y yo mismo. Frente a los adversarios teníamos que
subrayar este principio cardinal que se cegaba, y no siempre disponíamos de
tiempo, espacio v ocasión para dar la debida importancia a los demás factores
que intervienen en el juego de las acciones y reacciones. Pero tan pronto como
se trataba de exponer una época histórica y, por lo tanto, de aplicar
prácticamente el principio, cambiaba la cosa, y ya no había posibilidad de
error. Desgraciadamente ocurre con bastante frecuencia que se cree haber
entendido totalmente y que se puede manejar sin más una nueva teoría por el
mero hecho de haberse asimilado, y no siempre exactamente, sus tesis
fundamentales. De este reproche no se hallan exentos muchos de los nuevos
"marxistas" y así se explican muchas de las cosas peregrinas que han
aportado ... [185] De la misma manera nosotros podríamos justificar el lenguaje
evolucionista de muchos textos haciendo referencia al marco ideológico en que
se produjeron estas obras: el enorme peso del pensamiento evolucionista-dialéctico
de Hegel, al que Engels se refiere con entusiasmo en su libro: Ludiwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, junto a los descubrimientos
científicos de Darwin y a la necesidad de la lucha contra el pensamiento
metafísico. Sin embargo, si pasamos del formalismo de ciertas frases al estudio
de la problemática global de las obras de Marx y Engels mediante una lectura
crítica de ellas nos damos cuenta de que la teoría marxista de la historia como
teoría no tiene nada que ver con el evolucionismo, que el paso de un modo de
producción a otro no tiene nada que ver con el "continuismo" del
evolucionismo. En la parte consagrada a la concepción marxista de la historia
vimos que ésta era una teoría, por lo tanto un cuerpo de conceptos abstractos
que no pretendían reflejar, reproducir o imitar la historia sino servir de
instrumento para conocerla. La teoría marxista de la historia se limita a
proporcionarnos los conceptos de las estructuras de las cuales dependen los
efectos históricos. Marx nos dice que
todos los modos de producción son momentos históricos pero no nos dice que se
engendran unos a otros. Lenin así lo comprendió, como lo manifiestan las
siguientes palabras que afirman cómo se deforma el marxismo: "mezclándolo
al hegelianismo en forma arbitraria, sosteniendo que todo país debe pasar por
la fase del capitalismo[186] "...ningún marxista ha visto jamás en la
teoría de Marx una especie de esquema filosófico-histórico obligatorio para
todos... [187] El economismo es, por lo tanto, una desviación “evolucionista
hegeliana” de la concepción marxista de la historia Reduce la historia a una
evolución continua de ciertas estructuras: los modos de producción, las que a
su vez son reducidas a la estructura económica. En esta concepción de la
historia no hay cabida para la acción de las masas. Las masas no hacen sino
expresar la evolución de las estructuras. b] El voluntarismo Ahora trataremos
de dar cuenta de la otra desviación de la teoría marxista de la historia: el
voluntarismo, que caracteriza el izquierdismo o enfermedad infantil del
comunismo. La tradición de lucha revolucionaria marxista-leninista nos muestra
cómo ningún movimiento revolucionario está exento de desviaciones de derecha:
economismo, reformismo, etc.; o de izquierda: aventurismo, etc. Por otra parte,
las vanguardias que han estado a la cabeza de movimientos revolucionarios
victoriosos -Revolución rusa, china, cubana- han luchado siempre y han sido
.capaces de superar estas dos desviaciones, logrando así establecer una linea
política correcta que los ha conducido al poder. Creemos, por lo tanto, que es
necesario precisar bien lo que la tradición marxista-leninista entiende por
izquierdismo. El izquierdismo es una desviación del marxismo que se
caracteriza: — En el plano ideológico, por un acentuado subjetivismo. Su deseo
de ver realizada la revolución le hace ver la realidad deformada. Confunde su
deseo con la realidad objetiva. Este subjetivismo lo lleva a caer en el
dogmatismo. Se razona como doctrinarios de la revolución, se repite de memoria,
sin comprender, consignas revolucionarias extremistas, válidas sólo para
ciertas situaciones históricas concretas, pero que no pueden ser generalizadas
sin más ni más. No basta, por ejemplo, querer realizar la revolución scialista
para lanzar como consigna del movimiento revolucionario: "lucha por la
revolución socialista"; es posible, y la historia de las revoluciones lo
ha demostrado, que, aunque se tenga como perspectiva final la revolución
socialista, muchas veces es necesario avanzar por etapas realizando primero
revoluciones democráticas que luego se convierten en socialistas. — En el plano
organizativo el izquierdismo se expresa por un acentuado individualismo. Éste
se manifiesta, por una parte, en la incapacidad para aceptar las medidas disciplinarias
del partido y, por otra en la tendencia a utilizar las fuerzas del partido con
fines personales. El caudillismo político es una de las formas en que se
manifiesta el individualismo en el plano de la organización. — En el plano de
la dirección, el izquierdismo se expresa a nivel de la estrategia
revolucionaria en su incapacidad para distinguir las posibles etapas de la
revolución. Se confunde el objetivo final con los pasos que es necesario dar
para alcanzar este objetivo. Esta misma confusión da como resultado, en el
plano táctico, una absoluta incapacidad para reflexionar en términos de
relaciones de fuerza. No se comprende la necesidad de considerar, con una
objetividad rigurosa, las fuerzas de las clases y las relaciones de estas
fuerzas antes de emprender una acción política determinada. Esto mismo lleva a
negar la posibilidad de todo compromiso con fuerzas que no estén directamente
interesadas en el socialismo. El izquierdismo es una desviación voluntarista,
subjetivista de la teoría marxista de la historia. En su base encontramos la
misma problemática teórica que en la desviación economista, sólo que invertida.
Ya no es el determinismo económico sino la voluntad de los hombres, de ciertos
grupos revolucionarios y de sus héroes, quienes determinan la marcha de la
historia. El voluntarismo pasa por alto la consideración de las condiciones
mínimas necesarias para hacer la revolución. La inmadurez crónica afirmada por
el economismo se transforma en el voluntarismo en madurez siempre ya dada de las
condiciones revolucionarias. El servilismo a los intereses espontáneos de las
masas, propio del economismo, se transforma aquí en un desapego de las masas.
Ni el economismo -para el que la historia está marcada de antemano- ni el
voluntarismo -para el que la historia es fundamentalmente el producto de la
voluntad de los hombres, de la voluntad revolucionaria de ciertos individuos
desligados de las masas, pero convencidos de que éstas, socialistas en
potencia, los seguirán apenas inicien la lucha revolucionaria- hacen ningún
análisis de las condiciones actuales de la revolución, de las clases, fuerzas
sociales y relaciones de fuerzas existentes en cada país. Ambos matan las
revoluciones antes de nacer pero por razones opuestas; el economismo porque
confía en el espontaneismo de las masas, el voluntarismo porque confía
excesivamente en los hombres o en pequeños grupos de revolucionarios y descuida
la preparación de una organización capaz de movilizar a las masas. Estas
desviaciones izquierdistas pueden darse en el interior de los partidos
marxistas como pueden darse en el exterior constituyendo determinados
grupúsculos, condenados a ser sólo grupúsculos mientras no corrijan su línea
política desligada de las masas. Veamos ahora cuál es el juicio de Lenin sobre
estos grupúsculos: La historia de la socialdemocracia rusa está llena de
pequeños grupos aparecidos "por una hora", por algunos meses, grupos
que no tienen ninguna raíz en las masas (ahora bien, una política sin las masas
es una política aventurera), que no tienen ninguna idea seria y firme. En un
país pequeñoburgués y en un periodo histórico de reformas burguesas, es
inevitable que intelectuales de toda especie se unan a los obreros y traten de
crear toda clase de grupúsculos aventureros, en el sentido que acabamos de
indicar.[ 188] Y a la pregunta: ¿cuál es la prueba del carácter aventurista de
estos grupúsculos?, Lenin responde lo siguiente: La prueba es la historia de
estos diez años (1904-1914) tan notables y ricos en sucesos. Los dirigentes de
todos estos pequeños grupos han manifestado, en el curso de estos diez años,
los flotamientos más impotentes, más lamentables, más ridículos sobre las cuestiones más
importantes de táctica y organización; han revelado su incapacidad absoluta
para crear corrientes que se arraiguen en las masas.[189] Después de leer con
atención este texto nos parece que, según Lenin, aquello que definiría
fundamentalmente el izquierdismo aventurerista y que lo condena a la
esterilidad política sería la realización de una política desarraigada de las
masas. Frente a la esterilidad de una línea política sin masas, ¿podremos
oponer como solución la consigna política de masas? No, porque no existe una
sino dos políticas de masas. Aquella que sigue la voluntad espontánea de las
masas olvidando que éstas se encuentran en el interior de una estructura social
en que domina la ideología burguesa y que, por lo tanto, abandonadas a sí
mismas, caen en el reformismo, y aquella que es capaz de interpretar no ya los
intereses aparentes de las masas, sino los intereses profundos, sus verdaderos
intereses de clase. Por lo tanto, no toda política de masas es una política
revolucionaria. Si un partido se limita a organizar las luchas que
espontáneamente surgen dentro de la clase obrera, sin conectarla con la lucha
por los intereses estratégicos a largo plazo de esta clase, está realizando una
política reformista y no revolucionaria. Ahora bien, tratemos de definir lo que
debemos entender por línea política de masas: 1.- Confiar en las masas. Confiar
en que las masas puedan llegar a comprender y actuar en función de tareas
revolucionarias siempre que sean correctamente movilizarlas. Confiar en la
posibilidad creadora de las masas que en momentos históricos críticos han
sabido inventar nuevos métodos de lucha, nuevas formas para vencer a sus
enemigos de clase. 2.- Respetar a las masas. Respetar dialécticamente sus
intereses espontáneos inmediatos y sus intereses a largo plazo. Esto se debe
traducir en proponer tareas que, aunque relacionadas con sus intereses
estratégicos a largo plazo, partan siempre de sus intereses espontáneos
inmediatos. Sólo tomando estos intereses como punto de partida se podrá avanzar
el movimiento hacia el logro de sus intereses estratégicos. 3.- Consultar a las
masas. Recoger sus ideas, sus opiniones, frente a los hechos. No darles todo
cocinado desde arriba. Averiguar si las consignas que se han planteado tienen
un eco real en las masas. Cuán justa parece ser en este sentido la afirmación
de Mao: "El militante que no ha hecho encuestas no tiene derecho a
hablar". 4.- Informar a las masas. Informarlas sobre la situación
histórica que se vive, sobre la situación de su frente de lucha y su relación
con los otros frentes. Sobre las tareas que se proponen y la forma de llevarlas
a cabo. Informarlas en forma veraz, tanto de los aspectos positivos como de los
aspectos negativos de las cosas. 5.- Educar a las masas. Elevar su nivel de
conciencia política partiendo de sus luchas mismas. Hacerlas comprender la
conexión que existe entre sus luchas parciales y la lucha política general. 6.
Organizar a las masas. Buscar fórmulas que permitan la máxima participación.
Para este fin es importante determinar cuál es el sector más activo de ellas y
preocuparse es pecialmente por
organizarlo para que éste arrastre tras de sí a los otros sectores más pasivos
y atrasados. 7.- Movilizar a las masas. Lanzar consignas adecuadas a cada nueva
coyuntura que surja. Estas consignas serán justas y harán avanzar el movimiento
revolucionario en la medida en que no sean consignas abstractas, sino consignas
que partan del estado actual de la conciencia de las masas para conducirlas a
la lucha por sus intereses estratégicos. Para terminar, queremos decir que si
bien el arraigo en las masas y una política de masas revolucionaria son
esenciales para definir un movimiento revolucionario, es importante no olvidar
que todo partido marxista ha debido pasar por una primera etapa en la que
todavía no existe un verdadero arraigo en las masas y, por ello, todo su
esfuerzo organizativo se vuelca a adquirir ese arraigo. Es por eso por lo que,
cuando se pide a Lenin una prueba acerca del carácter aventurista de ciertos
grupúsculos, él insiste en que esta prueba se encuentra en la historia. Es en
la acción y no en los programas ni en los discursos ni buenos propósitos donde
se prueban las verdaderas vanguardias revolucionarias.
Qué problema El marxismo es una religión, un arte, una filosofía,
una ciencia, una biodramaturgia, se dice que su concepción no es la de un
tiempo homogéneo, sino que se basa en el estudio de la condición económica del
hombre, pero eso para un marxista que lo quiera ver como una ciencia, en la lucha
de clases hay un mito, el mito del proletariado emancipándose y en ese mito si se llega a la figura de una
conciencia homogénea, que supera a la figura Hegeliana, al mismo tiempo es todo
un arte que se basa en dirigir a las masas pero estas solo son dirigidas por
una voz profética que les diga a la lucha, no por esa voz científica que este
en continuo estudio de las condiciones económicas del hombre, ni tampoco por la
voz filosófica que reflexione realmente
estas condiciones en dialogo con otros filósofos y entonces el marismo se debe
de hacer dogmático para movilizar a las masas y abierto en una elite que
realmente investigue las condiciones económicas y las reflexione, ¿Pero esa
elite no se terminara cerrando? Ese logos no se hará cada vez más pequeño y es que el marxismo
plantea una cibernética simple donde al partido se lo sigue sin dudar, no
permite realmente una diacrítica que vaya enriqueciendo sus conceptos según el
momentos histórico que se quiera analizar, pero Marx no era marxista así como
Cristo no era cristiano, de hecho si apareciera un Marx el marxismo lo destruiría,
porque este se dedicaría a estudiar al capitalismo cibernético cambiando
radicalmente todos los conceptos, al punto que ya no quedaría ni sombra de la
lucha de clases y
entonces habría que construir otro sujeto o más bien un dasein o una complementariedad
de ambos, pero la apertura de Marx es increíble así como la cerradura
de los marxistas y el sujeto comunista
es lo más parecido al reino de Dios, solo que sin la base del amor que permite
la apertura del logos, ¿Es eso lo que me paso? De pronto ame por eso Marx se me
apareció en mis sueños de pronto ¿Me enamore de los pies de la humanidad?
9
Dios mío dios mío hay un PAPA peruano norteamericano.
Yo veía a Francisco con una gran apertura del logos
¿Francis Prevost habrá podido aprenderla apertura del logos
de nuestra cultura andina-amazónica?
¿Y nuestra cultura por fin aperturaría su logos en amor?
¿Por eso
tanta violencia, tanta muerte en la pandemia, tantas guerras, eran dolores de parto de una meta historia?
1 comentario:
Cuenta de la apertura del logos https://lecturia.org/cuentos-y-relatos/haruki-murakami-sueno/21979/?fbclid=IwY2xjawKKF4lleHRuA2FlbQIxMABicmlkETFjaUxjdUtJeFdDb1BtRDRaAR56wk41qUBh5tcbhZxPD6I-bghr-FjvMIhng0Sg2voZ_x9er576M0TFa3P4Pg_aem_qNmWCRAITnCFYTIu4MAyFQ
Logos martin Heidegger
https://www.ub.edu/las_nubes/archivo/uno/wunderkammer/Texto/Filosofia/Logos.pdf
Materialismo histórico
https://www.proletarios.org/books/Harnecker-Conceptos_elementales_del_materialismo_historico.pdf
El error de descartes https://www.derechopenalenlared.com/libros/el-error-de-descartes-antonio-damasio.pdf
https://archive.org/details/perrot-charles.-jesus-y-la-historia-ocr-1982/page/42/mode/1up?view=theater Jesus y la cuestión histórica
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